Los francotiradores aparecieron a primera hora de la mañana. Subieron al tejado, vestidos completamente de negro. Allí, de pie sobre las placas de hormigón, desembalaron sus impresionantes rifles metálicos y adecuaron las miras telescópicas. Las interferencias manaban a borbotones de los radiotransmisores mientras los hombres enmascarados hablaban entre ellos en ruso.
Durante las dos últimas semanas, los hombres trajeados de negro habían ido apareciendo de modo esporádico y a cualquier hora por las oficinas de Twitter. Pululaban por los cubículos como hormigas en busca de comida, verificando todos los rincones y agujeros del edificio. Brillantes gafas de sol les ocultaban los ojos y llevaban pistolas escondidas bajo la americana. Algunos iban acompañados por perros de aspecto feroz que lo olisqueaban todo, tratando de detectar la presencia de explosivos.
Asomaban también la nariz por las ventanas y retiraban con cuidado las cortinas para observar las concurridas calles de San Francisco.
—Necesitaremos un plano con todas las salidas y ascensores —dijo uno de ellos, con un marcado acento ruso, a un empleado de Twitter. Habría que desconectar los ascensores durante la visita—. Colocaremos detectores de metales en las puertas de la oficina.
Después de la incorporación de Dick como director financiero, Twitter había entrado en una espiral de contrataciones. A finales de 2009 había pasado de contar con una nómina de treinta empleados a tener casi ciento veinte, incluidos los colaboradores que trabajaban por cuenta propia. Por ello, en noviembre de aquel año, la sede se trasladó a unas nuevas instalaciones en el 795 de Folsom Street, pasando a ocupar la totalidad de la sexta planta de un edificio de color beis que ya había albergado varias empresas tecnológicas. En junio de 2010 trabajaban allí casi doscientos empleados.
En una reciente conferencia organizada por Twitter, que recibió el nombre de Chirp, Ev había anunciado que la cifra de usuarios había alcanzado los cien millones y que seguía creciendo a un ritmo de trescientos mil nuevos registros diarios. Ryan Sarver, que gestionaba las herramientas de terceros, explicó al público asistente que había cien mil aplicaciones corriendo sobre Twitter. Dichas aplicaciones, dijo, interactuaban con el servicio tres mil millones de veces al día. La guinda del pastel era que las cifras de Twitter estaban empezando a asustar a Google. La gente buscaba Twitter en Google unas seiscientas mil veces al día.
Sara había sido contratada para rediseñar el espacio de la nueva oficina. Contribuían al original aspecto del local una enorme lámpara roja en forma de @ que colgaba sobre un moderno sofá de color azul, un montón de pegatinas relacionadas con pájaros y el toque de distintos elementos de diseño, como las tres cabezas de ciervo esculpidas en madera. En el comedor, había incluso un espacio para un DJ.
Cada vez eran más los funcionarios del gobierno que se pasaban de vez en cuando por Twitter. John McCain había estado allí un fin de semana, había conocido las oficinas y se había reunido con los ejecutivos para intentar comprender mejor el papel de Twitter con relación al gobierno… y cómo utilizarlo para no perder elecciones. Gavin Newson, que por aquel entonces era alcalde de San Francisco, había empezado a realizar visitas regulares para discutir temas relacionados con el municipio y reunirse con Ev. Y Arnold Schwarzenegger se había pasado también por allí para chatear por la web.
Pero el 23 de junio de 2010 la visita era distinta. Dmitri Medvédev, presidente de Rusia, tenía previsto visitar las dependencias de Twitter y, según sus propias palabras, «ver con sus propios ojos» la compañía de nueva creación más novedosa de Silicon Valley. Y entre sus planes estaba también enviar desde allí su primer tuit.
Era un claro ejemplo de cómo estaba cambiando el mundo. En anteriores visitas a Estados Unidos, los líderes de otros países se reunían con editores de periódicos y revistas. Ahora, en vez de volar a Nueva York para realizar rondas de entrevistas con Esquire, Time o Newsweek, los funcionarios se dejaban caer por Silicon Valley para conocer de primera mano las compañías que estaban cambiando la forma de comunicarse en todo el planeta.
Twitter formaría parte de la primera etapa de la visita de tres días que el presidente Medvédev iba a realizar a Estados Unidos para fomentar las relaciones entre los dos países. Tenía intención de realizar varias reuniones en el Valley, entre ellas una con Steve Jobs. (Medvédev tenía esperanzas de explorar las posibilidades de construir en Rusia un equivalente al Silicon Valley). Después de reunirse con los genios de la tecnología, partiría para Washington para encontrarse con gente más trajeada: primero con el presidente, Barack Obama, y después con la secretaria de Estado, Hillary Clinton, el vicepresidente, Joe Biden, y otros generales y asesores financieros de alto nivel, con el objetivo de discutir asuntos de seguridad nacional, iniciativas antiterroristas, tratados nucleares y la crisis económica global.
Pero primero, y antes que nada, Medvédev tenía algo más importante que hacer: tuitear.
Había, sin embargo, un pequeño problema.
Durante los últimos meses, Twitter estaba siendo más que nunca el foco de atención. La sede de la compañía se había convertido para los famosos en una especie de estación Grand Central. Llegaban a menudo sin previo aviso y luego tuiteaban su localización para que todo el mundo lo viera. Visitar las oficinas de Twitter se había convertido en una especie de peregrinaje. Como resultado de ello, los medios de comunicación, de San Francisco al Vaticano, informaban hasta del más mínimo suspiro que hiciera la compañía. No debía de haber ni una sola publicación en el planeta que no hablara de Twitter.
Sólo un par de semanas antes, cuando el presidente ruso anunció que se pasaría por Twitter para rendirle una visita, la compañía había sido portada de la revista Time. El artículo llevaba por título «Cómo cambiará Twitter nuestra forma de vida».
Steven Johnson, autor de libros superventas y del mencionado artículo, utilizó su escrito para acabar de una vez por todas con el común malentendido de que Twitter era simplemente un lugar para contar a los amigos cuáles eran nuestros «cereales favoritos para el desayuno».
Johnson destacaba: «Como millones de adeptos han descubierto, Twitter tiene una profundidad insospechada».
»En parte gracias al cambio que se ha generado como consecuencia de pedir a los usuarios que pasasen de hablar sobre su estado a hacerlo sobre lo que ocurre a su alrededor [Twitter se ha convertido] en un dispositivo de señalización y ha dejado de ser un canal de comunicaciones para pasar a compartir vínculos a artículos extensos, discusiones, blogs, vídeos…, cualquier cosa que viva detrás de una URL —escribió Johnson—. Utilizar Twitter para hacer correr la voz sobre un brillante artículo de diez mil palabras publicado en el New Yorker es tan fácil como utilizarlo para hacer correr la voz sobre tu afición a los amuletos de la suerte».
Como resultado de toda esta atención, cientos de miles de personas estaban registrándose en Twitter a diario. En el momento máximo, se produjeron más de veinte mil nuevos registros en una sola hora. (Se habían necesitado ocho meses para alcanzar el hito de los veinte mil usuarios en 2006). Incluso la página web con la mejor ingeniería de todo internet habría tenido problemas para gestionar tal cantidad de tráfico. Pero para Twitter, que seguía engarzada con chicle y esparadrapo, aquellas multitudes eran como intentar meter una ballena en una pecera.
Había varios motivos por los que la página podía desaparecer en el interior de su propio agujero negro. Cualquier ingeniero de Twitter podía sin querer subir código malo que inhabilitara por completo la página. Podía fallar un servidor y, por el efecto dominó, arrastrar con él una docena de servidores más. Pero había además problemas más graves. Después de las revoluciones de Irán, de Siria y de otros países de Oriente Próximo, Twitter se había convertido en blanco de gobiernos deshonestos, y tipos malos con buenos ordenadores estaban intentando derrocarla. Varios hackers, haciendo gala de un gran dominio de su arte, habían conseguido dar en la diana en varias ocasiones, desactivando por completo el servicio. Y el destino quiso que en el momento en que el séquito de coches negros del presidente Medvédev aparcaba delante del edificio de color beis que ocupaba la esquina de Folsom con Fourth Street, una o varias de las cosas mencionadas acabaran de suceder en Twitter.
Las calles adyacentes estaban bloqueadas en todas direcciones, coches patrulla y camiones de basura utilizados a modo de barricadas para desbaratar posibles atentados. Los agentes rusos y del servicio secreto de Estados Unidos habían salido a la calle y rodeado el vehículo del presidente en el instante en que sus relucientes mocasines negros pisaron el asfalto.
Ev deambulaba de un lado a otro por su despacho. La visita del presidente le había puesto nervioso e incluso se había vestido para la ocasión, con una camisa beis abotonada y americana negra. Biz estaba también presente, junto con el alcalde Newsom, que bebía a sorbos una taza de café de Starbucks tan grande que daba la impresión de que le duraría toda una semana.
—Todo un detalle tu vestimenta —le había dicho Ev en broma a Biz al verlo aparecer con zapatillas deportivas zarrapastrosas, vaqueros raídos y holgados y una chaqueta militar con cremallera. Parecía que viniera de comprar un cartón de leche en el supermercado, no dispuesto a recibir al presidente de Rusia y a un séquito de prensa mundial.
Goldman, el vicepresidente de producto, estaba en el tercer piso junto con el equipo de ingenieros. Como empleado veterano de la compañía, había accedido a encargarse de la gestión de cualquier problema técnico que pudiera surgir cuando el presidente enviara su primer tuit.
En la calle, el presidente Medvédev levantó la vista para observar el edificio antes de que su cuerpo de seguridad lo guiara hacia el interior. Pasó por delante del establecimiento de venta de bocadillos Subway, que quedaba a su derecha, cruzó las puertas de cristal y accedió al vestíbulo con suelos de mármol para dirigirse al ascensor. No tuvo que esperarlo, puesto que durante varias horas la única persona que podría entrar o salir del edificio o desplazarse de una planta a otra sería él.
Goldman parecía un general supervisando el equipo de ingenieros que controlaban el buen funcionamiento del servicio. Justo en el momento en que el ascensor que transportaba al presidente pasaba por la tercera planta, uno de los ingenieros levantó la vista hacia Goldman y pronunció cuatro terribles palabras:
—Acaba de caerse Twitter.
—¿Qué quieres decir con eso de que acaba de caerse? —preguntó Goldman. Se quedó paralizado, como si acabara de sumergirse en una piscina de agua helada. Y empezó a visualizar mentalmente los peores escenarios.
Durante las semanas previas se habían mantenido reuniones con la Casa Blanca, el Departamento de Estado, el despacho del alcalde de San Francisco, el despacho del gobernador Arnold Schwarzenegger y la embajada rusa para ensayar la meticulosamente planeada visita. El plan: en cuanto el presidente ruso hubiera enviado su primer tuit, la Casa Blanca haría un retuiteo del mismo, Barack Obama respondería, felicitándolo por su primer tuit, y lo mismo harían el alcalde y el gobernador, dando la bienvenida al presidente ruso a Twitter y a Estados Unidos.
Pero todo eso no podía pasar sin una página web. Peor aún, con Goldman confinado en la tercera planta hasta que el presidente abandonara el edificio, no podía subir para contárselo a Ev y a Biz. Intentó enviarles un mensaje de texto a los dos, pero sin saber qué pasaba tres plantas más arriba, Goldman no tenía ni idea de si el presidente estaba ya allí o de si ellos podrían ver sus teléfonos móviles.
El ascensor llegó a la sexta planta y se abrieron las puertas, salió el presidente y estrechó la mano al alcalde Newsom, que le presentó a Ev, Biz y Dick.
En el instante en que Biz extendía el brazo para estrecharle la mano a Medvédev, notó la vibración del teléfono en el bolsillo. Era un mensaje de Goldman, explicándole la situación e instando a Biz a hacer todo lo que estuviera en su poder para retrasar el primer tuit.
Biz le mostró el teléfono a Ev, que miró la pantalla mientras esbozaba una falsa sonrisa.
—¿Vamos? —dijo el alcalde Newsom, conduciéndolos por el pasillo.
Biz intentó retrasar el momento, caminando lentamente mientras todos los demás avanzaban por delante de él. En un momento dado, un empleado del departamento de relaciones públicas que se había enterado de que la página había dejado de funcionar, dio unos golpecitos en el hombro a Dick y pronunció las palabras que había leído escritas por Goldman:
—El servicio se ha caído.
Dick se volvió, una expresión de confusión y sorpresa en su cara.
—¿Completamente caído? —preguntó con los ojos abiertos de par en par.
Biz seguía caminando con frialdad, intentando inventar una excusa para retrasar el momento del tuit.
—¡Oh, tendríamos que mostrarle la bicicleta eléctrica! —dijo Biz, mientras zigzagueaban por la oficina como borrachos perdidos.
Los empleados de Twitter se hicieron a un lado cuando el grupo pasó junto a sus cubículos. Los pies de Biz se movían a la velocidad de un anciano enfermo de noventa años, haciendo lo imposible por retrasar la inevitable llegada a la cafetería, donde estaba programado que abandonara suelo norteamericano el primer tuit del presidente ruso.
Siguieron caminando, lentamente. Muy, muy lentamente. Pasaron por delante de algunas de las obras de arte que Ev y Sara habían elegido para decorar la oficina, deteniéndose a observar una de las piezas favoritas de Ev, enmarcada en negro y, con cierta ironía, colgada del revés. En ella podía leerse: «Dejemos los mejores errores para mañana».
Ev adoraba aquel póster. Había escrito un tuit sobre el mismo cuando había llegado a mediados de diciembre, a última hora de un jueves por la tarde, mostrando a sus fieles seguidores una fotografía acompañada por la frase: «Nuevo cartel en los cuarteles generales de Twitter». Pero con la página caída y el presidente ruso a escasos metros de la cafetería, no sobrevivirían con el error de hoy. Ni con el de mañana.
Goldman estaba empapado en sudor deambulando nervioso detrás de sus ingenieros, que estaban haciendo todo lo que estaba en sus manos para resucitar la página, hablando frenéticamente a los servidores y las consolas de código.
—¿Cómo va, chicos? —dijo—. Decidme, avisadme en cuanto hayáis recuperado el servicio.
Los ingenieros estaban poniendo en práctica todos los trucos habidos y por haber, intentando con desesperación comprender qué sucedía.
Arriba, Biz y Ev ya no podían retener por más tiempo al presidente. Entraron en la cafetería, sin saber muy bien qué iban a encontrarse en pantalla. Todo sucedió a cámara lenta, los destellos de los flashes de los medios disparando sin cesar hacia el presidente, que se acercaba al podio, sus dedos extendidos dispuestos a acariciar el teclado del ordenador portátil preparado para que escribiera su primer tuit. Ev miró a Biz, que no tenía ni idea de qué iba a pasar. ¿Funcionaría la página? ¿Estarían ante la situación más turbadora que hubiera vivido la compañía desde sus inicios, ante una tormenta de medios de comunicación que se extendería desde San Francisco hasta San Petersburgo y en la que todo el mundo calificaría de broma tanto Twitter como la tecnología estadounidense?
Pero entonces se produjo la intervención de los dioses.
—¡Estamos de vuelta! —gritó un ingeniero recostándose en su silla y lanzándole una mirada a Goldman.
Un suspiro colectivo de alivio inundó la estancia.
«¡Hola a todo el mundo! —Medvédev tecleó lentamente en ruso en el ordenador Mac colocado en el podio—. Estoy en Twitter y éste es mi primer tuit».
Ev sujetaba el micrófono e iba narrando a los empleados y los medios de comunicación lo que estaba pasando. Medvédev pulsó la tecla «Enviar», levantó la vista hacia el proyector que tenía enfrente y sonrió. El presidente levantó el pulgar de la mano izquierda, feliz y radiante como el chiquillo que acaba de solucionar un rompecabezas complicado. Biz, que estaba detrás de ambos con las manos enterradas en los bolsillos de los vaqueros, sonrió en el instante en que el reflejo de la pantalla destelló en los cristales de sus gafas.
—Me cago en la puta —le murmuró a Ev cuando el presidente se adelantó para hablar con el alcalde Newsom—. Hemos estado cerca.