La secretaria de Estado, Hillary Clinton, esperó pacientemente a que Alec Ross, su asesor de innovación, terminara de dibujar en su cuaderno.
Estaba sentada en un sofá tapizado en seda de color azul turquesa en la antesala de su despacho en el Departamento de Estado. Una gran lámpara de araña colgaba inmóvil del techo, dominando majestuosamente al grupo de funcionarios del gobierno. Molduras blancas ornamentales enmarcaban todos los aspectos de la estancia: puertas, ventanas y los candelabros con velas falsas que sobresalían de las paredes.
Después de dibujar diversas formas en la página, Ross detuvo el movimiento errático del bolígrafo para admirar su obra maestra. Se obsequió con un leve gesto de aprobación, sonrió satisfecho y le entregó la hoja a la secretaria Clinton.
Si alguien hubiera entrado en la sala en aquel momento, habría pensado que el grupo estaba jugando al Pictionary con la diplomática de más alto rango de Estados Unidos. Pero no se trataba de eso, obviamente.
Se hizo un silencio sepulcral mientras Clinton examinaba la hoja. La escena podría haber estado extraída perfectamente de cualquier antiguo cuadro expuesto en la National Gallery, a escasas manzanas de distancia de donde se encontraban. Ante una escena como aquélla, sin saber quiénes eran sus protagonistas, habría sido complicado determinar a qué época pertenecía. A pesar de que el grupo que rodeaba a Clinton estaba integrado por asesores tecnológicos y de innovación, en la mesita de centro oval, situada frente a ellos como un brasero, no había teléfonos móviles. Tampoco ordenadores portátiles ni iPads. Sólo un libro ilustrado de gran formato con fines decorativos y un pequeño jarrón de color beis.
Todos los artilugios de los miembros del grupo se habían quedado a doce metros de allí, descansando detrás de las «puertas de seguridad» del despacho de la secretaria de Estado. Cualquier forma de tecnología, con la excepción del papel, está estrictamente prohibida en el interior de toda área de Información Compartimentada de Alto Secreto para garantizar que nadie pueda grabar una conversación confidencial o fotografiar un documento de alto secreto.
Por eso Ross estaba dibujando Twitter en un papel, explicándole a la secretaria Clinton, de un modo abstracto, su funcionamiento.
—De modo que la gente escribe lo que quiere decir en un espacio diseñado para ello —le explicó Ross, señalando la parte superior de la hoja y adelantando la silla sobre la gran alfombra oriental en tonos azules y melocotón—. Y luego envía el tuit pulsando esta tecla —dijo, señalando la parte derecha de la hoja— y se distribuye entre los seguidores de esa persona, que a su vez pueden compartirlo con las personas que los siguen a ellos. —Se detuvo, comprendiendo que ahora tenía que explicarle a Clinton el concepto «seguir».
Miró en dirección a los demás funcionarios del Departamento de Estado, entre los que se encontraba Anne-Marie Slaughter, directora de planificación de políticas, que había sido convocada a aquella reunión privada organizada por Clinton con el objetivo de comprender el funcionamiento de Twitter.
En un momento dado, mientras Ross seguía relatando la importancia del servicio, Slaughter lo interrumpió.
—La verdad es que un chico de diecisiete años con un teléfono inteligente puede hacer hoy en día cosas para las que antes era necesario un equipo completo de la CNN —dijo—. Esto lleva la transparencia a los lugares más opacos.
Ross, que en aquel momento contaba treinta y ocho años, tenía el pelo grueso, castaño y ondulado y un comportamiento infantil que le proporcionaba el aspecto de un adolescente. Durante su primer año en el Departamento de Estado había recibido el apodo de «Chico Obama», puesto que había sido contratado para la campaña en la que, justo un año antes, había ayudado al actual presidente a derrotar a Hillary Clinton en las primarias del Partido Demócrata. Una de las herramientas de su arsenal había sido la tecnología que en estos momentos estaba explicándole: Twitter.
—Nos está permitiendo ver el interior de lugares como Siria e Irán, lugares a los que los medios de comunicación les resulta imposible acceder —dijo Ross.
La reunión estaba teniendo lugar en aquellos momentos por algo que había sucedido hacía tan sólo unos días.
El 12 de junio de 2009, Biz vio que aparecían algunos avatares de color verde en sus entradas de datos que le resultaban extraños, como azucarillos de colores cayendo sobre un helado de vainilla. Ev también se había fijado, luego Goldman y otros empleados de Twitter. Pero en aquel momento nadie sabía qué querían decir. Hasta que los ingenieros se percataron de la presencia de picos de actividad procedente de Irán.
Unas horas después, empezaron a llegar noticias, algunas citando a Twitter, informando de que Mahmud Ahmadineyad, el presidente iraní, había anunciado su victoria por mayoría absoluta en las elecciones presidenciales de su país. Pero corrían por Irán rumores que acusaban a Ahmadineyad de amañar los resultados. Horas después del anuncio de los resultados de las votaciones, los candidatos de la oposición iraní recurrían a Twitter y a Facebook para proclamar su desacuerdo y en las calles se vivían pequeños conatos de protestas. Al día siguiente, cuando la información se propagó a través de Twitter, los manifestantes se multiplicaron en las principales ciudades del país. Mareas humanas tocadas con pañuelos verdes y ondeando banderas verdes, el color del partido opositor derrotado, tomaron las calles exigiendo un nuevo recuento de votos.
Por mucho que Ahmadineyad desdeñara las protestas, equiparándolas a «pasiones después de un partido de fútbol», interrumpió el funcionamiento de los mensajes de texto, Facebook, Twitter y otras formas de comunicación en el país, confiando en apaciguar con ello las protestas. Pero la juventud tecnológica iraní empezó a utilizar páginas web alternativas para sortear las medidas gubernamentales y siguió enviando información al mundo con la ayuda de Twitter y otras herramientas sociales.
«#iranelection», «#iran», «#stopahmadi» y una larga lista de etiquetas relacionadas con Irán se convirtieron en las tendencias del momento en Twitter. Los usuarios compartían vídeos de manifestantes recibiendo palizas, siendo atacados y, en ocasiones, recibiendo disparos de las fuerzas gubernamentales iraníes. Los esporádicos avatares verdes fueron aumentando en número y los flujos de información de Twitter empezaron a parecer el río Chicago el día de la festividad de San Patricio.
Mientras las noticias en tiempo real se filtraban desde Irán, Estados Unidos empezaba a montar su propia protesta en Twitter.
La etiqueta «#CNNFail» empezó a cobrar auge en Twitter. En vez de informar sobre las violentas protestas iraníes, la CNN había estado dando la «noticia» de la aparición en la web de algunas fotografías de Miss California semidesnuda. Pero tal y como Ashton Kutcher había demostrado dos meses antes, con el auge de redes sociales como Twitter, la CNN estaba volviéndose cada vez más irrelevante.
En los últimos meses, los gobiernos de todo el mundo habían empezado a controlar la página, convirtiendo Twitter en un panóptico observado desde cualquier rincón del mundo. La Casa Blanca, el 10 de Downing Street, el Kremlin; intelectuales, activistas y dictadores; la CIA, el FBI, el Departamento de Estado, todos observaban, recopilaban información sobre las protestas iraníes y utilizaban Twitter como herramienta para comprender mejor qué estaba sucediendo sobre el terreno.
De manera que a mediados de junio, cuando un empleado de bajo rango del Departamento de Estado que desempeñaba el cargo de «observador iraní», cuyo trabajo consistía en compilar informes sobre los sucesos del país, vio que Twitter iba a desconectarse por «mantenimiento periódico», incluyó el hecho en un informe.
Cuando Jared Cohen, recién llegado de Iraq, vio el apéndice que explicaba que Twitter iba a sufrir una desconexión, envió rápidamente un e-mail a Jack. Durante su viaje a Oriente Próximo, Jack le había confesado el problema que se vivía en Twitter entre los distintos cofundadores, pero Cohen pensó que éste podría ayudar igualmente a convencer a Biz y a Ev de que pospusieran el mantenimiento.
Cohen le explicó que en Irán se había planificado una importante manifestación justo a la misma hora en que estaba programada la desconexión. Se preguntaba si podrían posponer la operación. «Podría marcar la diferencia, literalmente, en términos de lo que está sucediendo en ese país», escribió Cohen en su e-mail.
Mientras Jack reenviaba el mensaje a Biz, llegó otro e-mail, con copia para Cohen, remitido por el Departamento de Estado para sumar presión al momento: «¡En estos momentos se está produciendo literalmente en Irán una Revolución Twitter!».
No era el primer e-mail que Biz recibía sobre el tema. La compañía se había visto inundada por mensajes de docenas de personas que se habían enterado del mantenimiento programado y conocían o estaban implicadas en las revueltas iraníes. Biz, Ev y Goldman convocaron una reunión para decidir qué hacer. A pesar de que el mantenimiento era crítico, y que no llevarlo a cabo en el transcurso de los próximos días podía potencialmente diezmar los servidores de Twitter, se llegó al consenso de retrasar el cierre de la página. Biz le pidió a Goldman que le ayudara a redactar el artículo que publicarían en el blog anunciando la decisión.
—Es evidente que no somos lo bastante inteligentes como para comprender la política iraní —le dijo Biz a Goldman cuando se encerraron en una sala de reuniones para decidir qué escribir—. No sabemos ni quiénes son los buenos ni quiénes son los malos. —Biz hizo una pausa y dijo, bromeando—: Espera un momento, ¿pero de verdad existen los buenos? —Goldman se echó a reír.
Permanecieron unos momentos en silencio, intentando digerir qué estaba pasando, qué estaban haciendo: escribir un artículo para su blog notificando al mundo el retraso de la actualización de mantenimiento de Twitter, una tecnología de la que ambos habían sido pioneros, una tecnología que tan sólo tres años antes la gente utilizaba para explicar cuándo iba al baño o para enterarse de si había barra libre de cerveza en una fiesta, estaba siendo utilizada en las calles de Teherán para intentar derrocar un gobierno.
Era un testimonio de la resiliencia de la humanidad. Dale un árbol a un hombre y lo convertirá en una barca; dale una hoja y la curvará para crear un vaso y poder beber agua con él; dale una piedra y construirá un arma para protegerse a él y a su familia. Dale un espacio que rellenar y un límite de ciento cuarenta caracteres para escribir y los adaptará para combatir una dictadura opresiva en Oriente Próximo.
Biz interrumpió el silencio, destacando que quería garantizar la imparcialidad de Twitter en todo lo referente a la revolución iraní.
—Quiero asegurarme de que Twitter no está en esta historia —dijo antes de ponerse a escribir de nuevo—. No nos posicionamos ni a favor ni en contra de los manifestantes. Simplemente nos encanta este uso de Twitter.
A las 16.15, Biz publicó en el blog de la compañía el artículo que anunciaba que el cierre por mantenimiento había quedado pospuesto.
«Es necesario llevar a cabo una actualización crítica para garantizar la continuidad del funcionamiento de Twitter —decía el artículo—. Sin embargo, nuestros colegas de red […] reconocen el papel que está desempeñando Twitter como importante herramienta de comunicación en Irán. El proceso de mantenimiento planificado para esta noche se ha pospuesto y está programado para mañana entre las dos y las tres de la tarde, hora del Pacífico (la una y media de la madrugada en Irán).»
Y añadió, intentando distanciar la implicación de Twitter: «Nuestros colegas están corriendo un riesgo enorme, no sólo con Twitter sino también con los demás servicios a los que dan soporte a nivel mundial; les encomiamos por ser flexibles en lo que es, esencialmente, una situación inflexible».
El plan de Biz tuvo un efecto contraproducente. La historia se hizo global y Twitter y su implicación aparecieron en portada en los periódicos de todo el mundo.
Mark Landler, el corresponsal diplomático del New York Times que desveló la noticia, destacó que pese a que «la administración Obama dice haber intentado evitar palabras o hechos que puedan describirse como una intromisión en las elecciones presidenciales iraníes», daba toda la impresión de que se «había» entrometido.
«El lunes por la tarde, Jared Cohen, un funcionario del Departamento de Estado de veintisiete años de edad, envió un e-mail a la red social Twitter con una solicitud excepcional: retrasar el mantenimiento que tenían programado en su red global —escribió Landler, que se había enterado del retraso a través de sus fuentes en el Departamento de Estado—, que habría interrumpido el servicio mientras los iraníes utilizaban Twitter para intercambiar información y comunicar al mundo exterior las protestas que estaban proliferando como setas en Teherán».
Y la tormenta en los medios de comunicación continuó.
—No sabría diferenciar Twitter de un gorjeo —había dicho la secretaria Clinton en una conferencia de prensa celebrada durante el inicio de las protestas—. Estados Unidos cree apasionada y firmemente en el principio básico de la libertad de expresión —dijo detrás de un podio y rodeada por docenas de cámaras de televisión y periodistas—. Y resulta que uno de esos medios de expresión, la utilización de Twitter, es muy importante, no sólo para el pueblo iraní, sino cada vez más para los ciudadanos de todo el mundo, y muy especialmente para los jóvenes.
Después del artículo del New York Times, la gente entre bambalinas no estaba en absoluto feliz: ni la Casa Blanca, ni el Departamento de Estado ni, por supuesto, Twitter.
En el Departamento de Estado, el nombre de Cohen circulaba acompañado de la palabra «despedido». Cuando se presentó a una reunión programada con sus colegas de la Casa Blanca, parecía como si estuviera enfermo de gripe.
—¿Qué demonios has hecho? —le preguntó un amigo que trabajaba en la Casa Blanca—. Tienes una pinta asquerosa.
Cohen regresó a las oficinas del Departamento de Estado y le dijeron que esperara en su despacho hasta que se tomara una decisión sobre su destino. Clinton argumentó ante los consejeros del presidente, que querían el despido público de Cohen y de cualquiera que hubiera estado implicado en el incidente de Twitter, que los funcionarios habían desempeñado simplemente su trabajo y que todo aquello formaba parte del cambiante entramado cultural, en el que Twitter estaba perfectamente entretejido. Al día siguiente por la mañana, Clinton se acercó al despacho de Cohen, dejó caer el New York Times sobre su mesa y señaló muy seria el artículo.
—Es estupendo —dijo, empujando el periódico hacia él—. Esto es justo lo que deberíamos estar haciendo.
Pero había una persona sin un trabajo a tiempo completo que no estaba siendo tratada con la misma amabilidad. El artículo del New York Times había mencionado el nombre de Jack como la persona que había accedido a posponer el mantenimiento de la página, aun sin ser empleado de Twitter. A pesar de no ser culpa de Jack llevarse el mérito en aquella ocasión, a Biz, Ev y Goldman les daba lo mismo: se subieron por las paredes cuando leyeron el nombre de Jack en el artículo.
Biz y Ev habían pasado días rechazando entrevistas para hablar sobre la situación en Irán, diciendo a los medios de comunicación que no consideraban «adecuado» que Twitter se implicara en una situación política tan volátil como aquélla, sobre todo teniendo en cuenta que había manifestantes que eran atacados por su propio gobierno.
Y ahora parecía que Twitter había elegido bando en una guerra de palabras internacional. Había aparecido tomando partido en un altercado moral y diplomático, justo donde menos deseaba encontrarse.