Flashes de luz blanca explotaron en el aire delante de Jack, Biz y Ev como fuegos artificiales en miniatura. «Pop. Pop. Pop».
—¡Aquí! ¡Mirad hacia aquí! —gritaban los fotógrafos mientras sus cámaras disparaban acallados disparos. Fuego amigo: «Clic. Clic. Clic»—. ¡Hacia aquí! —chillaban—. ¡Mirad hacia aquí!
Los fundadores de Twitter se detenían cada pocos pasos —«pop, clic, pop»— y seguían avanzado sobre la alfombra roja como si estuvieran en una cinta transportadora. Los agentes del servicio secreto que montaban guardia en la escena lucían blancos pinganillos.
—¡Hola, Jack Dorsey! —dijo una joven, aproximándose con un cuadernillo.
—¡Hola, Evan Williams! —chilló jovialmente otra mujer que no lo conocía de nada—. Tú debes de ser Sara —añadió, dirigiéndose a la esposa de Ev.
—Señor y señora Stone —dijo otra, tranquilamente—. Los acompañaré hasta dentro —escucharon todos.
Los gritos de los paparazzi eran un telón de fondo constante en su avance:
—¡Liv! ¡Liv Tyler!
—¡Kate!
—¡Whoopi, por aquí!
Siguieron desfilando por alfombras rojas con cortinajes rojos, superaron detectores de metales, pasaron la segunda puerta de seguridad. Pasaron por otra alfombra para las entrevistas televisivas.
—¡Son los chicos de Twitter! —oían mientras micrófonos y cámaras de televisión se acercaban a escasos centímetros de sus caras. Había preguntas por todas partes. Chistes. Avanzaron un par de metros más hasta el siguiente micrófono. La siguiente cámara. La siguiente batería de preguntas y chistes. Y al final de aquel desafío de los medios de comunicación se encontraron en el último pabellón, donde les dieron una tarjeta con información sobre la mesa que tenían asignada para la cena.
—Antes de que entren, tengo que darles una cosa más —dijo el hombre—. Tienen que ponerse este pin en la solapa para que los asistentes sepan que son una de las «100 personas más influyentes del mundo» según la revista Time. —Y adornaron sus trajes con relucientes insignias honoríficas en oro y rojo.
En el interior, guantes blancos flotaban por los aires transportando bandejas de champán que se deslizaban impasiblemente por el salón como alfombras mágicas, inmunes a las turbulencias del poder que giraba a su alrededor. Líderes mundiales, actores, consejeros delegados multimillonarios, magnates de los medios de comunicación, ganadores del Premio Nobel, primeras damas, segundas damas, todos ellos mezclados, brindando silenciosamente con sus copas de champán y observando el quién es quién del quién es quién.
Y entre todos ellos estaban Jack, Biz y Ev. Habían llegado muy lejos: un par de años antes eran alguien entre los don nadies, visibles sólo para los amantes de la tecnología de San Francisco. Un par de años antes de eso, eran simplemente don nadies: Jack con rastas azules paseando un cochecito por Berkeley, un canguro hacker que dormía en un sofá. Biz, que sentía pánico a volar en avión, haciendo malabarismos con las tarjetas de crédito para pagar el alquiler y con una deuda de cincuenta mil dólares. Ev viviendo en un garaje alquilado por seiscientos dólares al mes, recorriendo caminos de tierra a bordo de una bicicleta prestada para ir a trabajar a un minúsculo cubículo, donde pasaba el día sentado sin abrir boca. Todos solos y solitarios, buscando algo. Y aquí estaba… O eso creían.
Hay gente destinada a la grandeza; otra que cae en el camino para alcanzarla.
Jack inspeccionó la sala y comprendió que tenía que dar a conocer al mundo dónde estaba. «Tomando champán en la gala Time 100», tuiteó.
—¡Oh, eres Whoopi Goldberg! —dijo Biz al coincidir con la galardonada actriz—. Me encantaste en Star Trek —dijo, emocionado.
A ella no le hizo gracia. Detrás de él, Stella McCartney, la mundialmente famosa diseñadora de moda, estaba rodeada por su séquito, en el que destacaban Liv Tyler y Kate Hudson, ambas cóctel en mano. Las risas resonaban por el espacio por encima del murmullo de las conversaciones.
A pesar de que la sala estaba repleta de famosos, muchos de ellos estaban hablando sobre tres personas: los chicos de Twitter.
John Legend declaró ante un equipo de filmación:
—Yo hago Twitter. Acabo de subirme al carro hace tan sólo unas semanas. Y ya tengo doscientos treinta mil seguidores, lo que no está nada mal.
—Oh, caramba, ahí está M. I. A. —le dijo Jack a Biz con la emoción de un niño que ve a su personaje de dibujos animados favorito en la vida real. Se dirigió rápidamente hacia ella, el champán de su copa derramándose como una tormenta gigantesca en un minúsculo océano.
M. I. A., una famosa rapera de West London, se había registrado en Twitter hacía sólo unos meses y se había sumergido al instante en la profunda piscina de los ciento cuarenta caracteres. Luciendo un vestido negro y cazadora vaquera, le explicó a Jack que Twitter le encantaba porque le permitía estar en contacto con sus admiradores y decir lo que le apetecía. Mientras seguían charlando, apareció Ev y se presentó.
—¿Y tú también estás en Twitter? —le preguntó M. I. A. a Ev.
—Sí.
—Estupendo, ¿y qué haces?
—Soy el consejero delegado —respondió Ev.
La atención de M. I. A. pasó rápidamente a Ev. Jack se molestó con él por haberle robado aquella conversación y por tener el privilegio de presentarse como el consejero delegado de Twitter.
—¿Podríais poneros juntos para que os haga una foto, por favor? —preguntó alguien.
Jack frunció el entrecejo y tomaron la fotografía del grupo. El marido de M. I. A. se sumó también. Ella se apretujó un poco y ladeó la cabeza. Ev se volvió y sonrió, su pajarita negra señalando hacia arriba. Pero Jack no. Hizo un mohín, el entrecejo marcado. «Pop. Clic». Un momento capturado para la eternidad.
Poco después fueron invitados a pasar al salón de baile del Lincoln Center, donde se celebraría la cena. Biz y Livy tenían asientos asignados en la mesa diez. Charlaron con Lauren Bush, prima del anterior presidente, y con Jon Favreau, el redactor de los discursos del presidente de Estados Unidos.
Cuando Jack localizó su asiento en el nivel superior, inspeccionó el salón en busca de Ev. Vio de refilón a Michelle Obama, luego vislumbró a Lorne Michaels, productor de «Saturday Night Life», que parecía un adolescente abandonado jugando con su teléfono e ignorado por todo el mundo. Cerca de él, Glenn Beck, el conservador líder de Fox, disparaba fotografías con su teléfono inteligente mientras charlaba con Arianna Huffington, la bloguera liberal. Detrás de ellos, Jimmy Fallon se reía de un chiste.
Entonces lo vio. Ev estaba sentado en la mesa dos, el mejor asiento de la casa, literalmente, justo delante del escenario que presidía Michelle Obama. Estaba sentado junto a Joy Behar, copresentadora de «The View», y Moot, que acababa de obtener el título de «Persona más influyente del mundo», después de que su página web, 4Chan, manipulara las votaciones de Time.
Jack dio un largo trago a su copa de champán. El orden de jerarquía existe incluso en la gala de las cien personas más influyentes del mundo según la revista Time. Y en 2009, en la parte superior de esa lista estaba Evan Williams, el consejero delegado de Twitter.
El nivel superior albergaba, por lo visto, a los invitados de menos relevancia, como Christine Teigen, John Legend y Lou Reed. (Oprah también estaba allí, pero sólo porque tenía que marcharse antes). Mientras Jack rabiaba por dentro, sus pensamientos se vieron interrumpidos por unos golpecitos en el hombro.
—¿Y usted quién es? —preguntó una mujer mayor extendiendo la mano, cubierta de lujosos anillos, para saludarlo.
—Soy Jack Dorsey, el fundador de Twitter.
—Oh, ¿vendrá mañana al programa? —le preguntó la mujer, y se presentó—: Soy Barbara Walters. —Lucía un vestido negro con la parte superior de malla transparente, revelando sus hombros. Los enormes pendientes parecían candelabros de un palacio francés.
—No —respondió Jack—. ¿Qué programa?
Walters le explicó que a la mañana siguiente, después de la gala Time 100, los cofundadores de Twitter tenían previsto aparecer en «The View», el programa que presentaba junto con Joy Behar y Whoopi Goldberg.
Jack se quedó perturbado y le dio su propia versión de los acontecimientos que habían transcurrido a lo largo del último año, como si Walters estuviera entrevistándolo en un especial de su programa.
Le explicó que hacía unas semanas se había enterado de que el último número de la revista Time, con veinticinco millones de lectores, anunciaría el nombre de las cien personas más influyentes del mundo. Noventa y ocho de esas cien personas serían líderes políticos, físicos, ganadores del Premio Nobel, economistas, músicos y los reyes y las reinas de la selva de los famosos de primera línea. Los otros dos lugares de la lista habían sido reservados a Evan Williams y Biz Stone, de Twitter. Jack Dorsey no estaba incluido.
Cuando Jack se había enterado, había enviado a Biz una enojada nota exigiéndole ser incluido en la lista. Biz le explicó que eso no dependía de él. Los editores de la revista Time no habían considerado a Jack como empleado de la compañía y, por lo tanto, no le habían visto el sentido a incluirlo en la lista. Biz sabía que la situación era delicada y había intentado incorporar a Jack, pero sin resultado. Los e-mail entre Jack, Biz, Ev y los editores de Time habían volado en todas direcciones. Pero Time había reiterado su postura, argumentando que Jack no estaba implicado en la operativa diaria de Twitter. Al final, después de tensas negociaciones, Biz había conseguido que Jack fuera invitado a la cena, aunque técnicamente no estaba considerado como parte de los Time 100. De modo que la cena se había convertido en Time 101. Aunque nadie lo sabía, con la excepción de los editores, los chicos de Twitter y ahora también Barbara Walters.
Walters escuchó la explicación como una madre cuyo hijo acaba de llegar a casa después de pelearse con su mejor amigo.
—Vamos a solucionar esto —le dijo a Jack, explicándole que tenía programado entrevistar a Ev al día siguiente y que hablaría con él sobre la confusión. Pero Jack no había terminado todavía. La entrevistadora más famosa del mundo, que escucha las palabras de presidentes, reyes y princesas, siguió escuchando a Jack quejándose de Ev y Biz.
Cuando Jack cogió en su día el ejemplar de la revista, había buscado directamente la página que hablaba sobre «Los chicos de Twitter» y había empezado a leerla. Time había pedido a famosos que escribieran una presentación de trescientas palabras sobre las distintas personas influyentes, y para hablar sobre Twitter había elegido a Ashton Kutcher.
«Hace años —había escrito Kutcher—, cuando los historiadores reflexionaban sobre la época en que vivían, los nombres de Biz Stone y Evan Williams habrían sido referenciados junto con los de personajes como Samuel Morse, Alexander Graham Bell, Guglielmo Marconi, Philo Farnsworth, Bill Gates y Steve Jobs». Jack aparecía mencionado en el artículo más adelante, de pasada, como uno de los cocreadores de Twitter y «no aparecía» en la fotografía que acompañaba el escrito: una imagen de Ev y Biz mirándose con unos pájaros artificiales por encima de ellos, suspendidos de la rama de un árbol.
A Jack le traía sin cuidado que Kutcher pusiera por las nubes a Twitter calificándolo de «la puerta de acceso a internet». O que Time dijera que Twitter era «un escenario para la humanidad y la conexión». O que se hubieran enviado más de dos millones de millones de tuits desde la primera actualización de la página. Lo que importaba era que Jack Dorsey no tenía más mención en el artículo de Time. Que no se le comparaba con el inventor del teléfono o con el creador del código Morse o con el genio del televisor.
Biz y Ev le habían pedido a Jack que se pasara por las oficinas de Twitter para discutir la confusión surgida en torno a Time 100. Jack estaba empezando a quejarse muy sonoramente ante gente relacionada con Twitter sobre la supercélula que la prensa había creado alrededor de la compañía y la falta de atención que él recibía.
Era muy raro que Ev se mostrara visiblemente enojado con alguien. Aun con el crecimiento que estaba experimentando la compañía que dirigía, seguía odiando la confrontación e intentaba evitarla a toda costa. Pero también él tenía un límite y Jack, que estaba inmerso en un frenesí con los medios, empezaba a sacarlo de quicio. La junta estaba preocupada y se había percatado de que Jack hacía a menudo comentarios sobre temas de los que tenía escasa información, incluidos asuntos internos de los que no estaba al corriente, puesto que, técnicamente, él no trabajaba en Twitter. Y Biz estaba asimismo frustrado por las declaraciones de Jack a la prensa en las que afirmaba ser el «inventor» de Twitter; el único creador de una idea que, en realidad, tenía muchos creadores.
Las oficinas de Twitter estaban en fase de ampliación el día que Jack llegó para la reunión. De modo que el trío decidió hablar en privado —lejos de las miradas curiosas de empleados con cuenta en Twitter— y se encerró en una de las salas de reuniones, que estaba ahora en obras.
Una vez sentados alrededor de una gran mesa cuadrada, Ev le dijo a Jack que tenía que «relajarse» con la avalancha que estaba abocando a los medios de comunicación.
—Es malo para la compañía —le dijo—. Estamos emitiendo un mensaje erróneo.
Biz había tomado asiento entre los dos y empezó a presenciar el intercambio como un espectador un partido de tenis. Luego Ev le pidió a Jack que enmendara la parte de su biografía en la que hablaba de Twitter y en la que se declaraba fundador e inventor de la página.
—Pero yo inventé Twitter —se reafirmó Jack.
—No, tú no inventaste Twitter —replicó Ev—. Tampoco lo inventé yo. Ni Biz. Nadie inventa cosas en internet. Simplemente se expanden a partir de una idea que ya existe.
Biz asintió, dando a entender con ello que coincidía con lo que Ev acababa de exponer, y ofreció un comentario del mismo estilo.
Ev le dijo a Jack que tuviera en cuenta que no había trabajado más que siete meses en la compañía y que lo que él había visualizado como Twitter —un servicio de actualizaciones de estado— no era aquello en lo que había acabado convirtiéndose. Le recordó que su visión de la compañía siempre había girado en torno al estado, en torno a «¿Qué estás haciendo?», mientras que la visión de Ev había sido más similar al blogueo, más en torno a «¿Qué está pasando?». Para Jack, Twitter consistía en contar historias sobre uno mismo, sobre Jack. Para Ev, consistía en contar historias sobre los demás.
Twitter había ido evolucionando de un modo que ninguno de ellos habría podido predecir. Las primeras discusiones sobre utilizar el servicio para compartir el estado de una persona habían empezado a quedar eclipsadas por el papel de Twitter como servicio de noticias en funcionamiento las veinticuatro horas del día y como red para compartir la información de los principales medios de comunicación. O, más importante si cabe, como herramienta para que el ciudadano informara de lo que veía en la vida real. El pase de prensa y el título de «periodista» habían quedado sustituidos por un teléfono inteligente y una cuenta de Twitter.
Pero Jack era incapaz de ver más allá de sus sentimientos y de captar el razonamiento de Ev. Se consideraba expulsado por un golpe de estado pensado para hacerse con el poder y la influencia. Si le apetecía contar al mundo que era el inventor de Twitter, así lo haría. Y cuanto más grande se hiciera Twitter, más ansiaría recuperar el trono como su legítimo propietario.
Sentado en la cena con el centenar de personas más influyentes del mundo, Jack no lograba superar el hecho de que Ev, y no él, fuera presentado como consejero delegado de Twitter. Que Ev estuviera sentado en la mesa dos, y no él. Que Ev estuviera a escasos metros de la primera dama de Estados Unidos, que estaba en aquel momento en el escenario hablando sobre innovación y emprendedores mirándolo directamente, y no mirando a Jack.
Ev.
No Jack.