La espiral de Iraq

El avión de transporte C-130 rugió en la pista de aterrizaje, sus hélices cortando con ferocidad el aire del árido Oriente Próximo. Incluso desde donde estaba, a un par o tres de centenares de metros de distancia, Jack vio que el tamaño del avión era monstruoso. Al lado del otro aparato que ocupaba la pista, parecía una gigantesca ballena azul descansando entre un banco de pececitos de colores.

Camiones y jeeps del ejército evolucionaban de vez en cuando alrededor del avión, junto con soldados estadounidenses agazapados bajo el peso de uniformes de trabajo, armamento y grandes macutos verdes. La escena recordaba extrañamente un montón de juguetes dispuestos en el suelo de la habitación de un niño imaginativo.

Jack observó a través de sus gafas oscuras la luz brillante del sol filtrándose a través de los ventanales de la zona de embarque del aeropuerto internacional Queen Alia de Ammán, Jordania. La espera para subir al avión estaba generándole un nerviosismo que hacía tiempo que no sentía y le había hecho olvidar por un rato la aparición de Ev en «The Oprah Winfrey Show», tres días antes. Ahora estaba obsesionado por otra cosa: Iraq, donde aterrizaría en cuestión de pocas horas.

Mientras intentaba calmar los nervios, percibió unos golpecitos en el hombro. Al volverse, descubrió que se trataba de Jared Cohen, el funcionario del Departamento de Estado responsable del viaje en el que Jack estaba a punto de embarcarse.

—¿Has visto el artículo de portada que trae hoy el Wall Street Journal? —le preguntó Cohen.

—No, ¿qué artículo?

—Habla sobre Twitter —dijo Cohen, alejándose para hablar con alguien más—. Échale un vistazo. Se titula «La revolución de Twitter».

Jack sacó el iPhone del bolsillo para buscar la noticia, y accedió a la página web del Wall Street Journal en pocos segundos.

Cohen parecía un actor de película de espías de bajo presupuesto, lo que ya le iba bien teniendo en cuenta que trabajaba para el Departamento de Estado de Estados Unidos. Tenía el pelo oscuro, desgreñado, y la piel fina y tersa. A pesar de ser alto y delgado, los trajes parecían colgarle de los hombros algo más de lo que deberían. La corbata, siempre descuidada, como el cabello, y desviada ligeramente hacia un lado, le proporcionaba el aspecto de ser un hombre siempre atareado. Y lo estaba.

Cohen se había incorporado a «Estado», como llamaban al departamento los que trabajaban en él, a finales de 2006, con Condoleezza Rice al mando. En aquel momento tenía sólo veinticinco años, pero un currículum más impresionante que el que pudieran tener muchos que le doblaban la edad. Estaba en posesión de ostentosos títulos de las universidades de Oxford y Stanford, dominaba el suajili y el árabe y había escrito dos libros: uno sobre el genocidio de Ruanda y otro sobre las revoluciones silenciosas y la juventud musulmana en Irán y Siria.

Cuando Hillary Clinton se convirtió en la nueva secretaria de Estado de la administración Obama, confirió a Cohen —y a su jefe, Alec Ross, otro joven funcionario del departamento— poderes para fomentar la diplomacia con la ayuda de las nuevas tecnologías que el ciudadano de a pie tuviera a su alcance. Es decir, tenían licencia para utilizar las redes sociales.

Una de las iniciativas más osadas de Ross y Cohen fue llevarse al Iraq destrozado por la guerra a un séquito de ciudadanos tecnológicos influyentes, entre ellos gente de Google, YouTube, Meetup, Howcast, AT&T y, por supuesto, Twitter. Tenían la esperanza de que pudieran aportar ideas sobre cómo reconstruir un país que se desmoronaba con la ayuda de tecnología y teléfonos móviles en vez de con ladrillos y cemento.

Cohen había explicado su objetivo durante la escala del grupo en Ammán. Se reunirían con el presidente y con el primer ministro. Les había comentado que se vistieran con traje para el vuelo para de este modo ir directamente a las reuniones en cuanto aterrizaran.

Y allí estaban, a poco más de ochocientos kilómetros de una zona de guerra.

Ev había sido invitado al viaje, pero estaba demasiado ocupado, al igual que Biz y Goldman. Al principio pensaron en declinar la invitación, pero luego pensaron que Jack podía ir si quería. ¿Qué daño podría hacer en Iraq? De modo que allí estaba Jack, en el aeropuerto jordano, acabando de leer el artículo del Wall Street Journal. Cohen anunció entonces que había llegado la hora de embarcar.

Atravesaron la caliente pista, llegaron a un punto de encuentro y les proporcionaron equipamiento de protección del ejército. Subieron entonces a bordo del C-130 y vieron enseguida que no tenía ventanillas de ningún tipo. Cubiertos con cascos y protegidos con chalecos antibalas, los sujetaron a continuación con los cinturones de seguridad a los asientos de red de color rojo. Jack, sentado al lado de Cohen y Scott Heiferman, el fundador de Meetup, volvió la cabeza hacia la parte posterior del avión, donde el personal del ejército permanecía sentado con ametralladoras, emprendiendo un viaje a Iraq por motivos claramente distintos a los de ellos.

Era una escena difícil de asimilar para la delegación tecnológica. El casco oscuro y redondeado del avión militar dejaba al descubierto la totalidad de sus entrañas metálicas, con la excepción de la parte cubierta con la bandera estadounidense que colgaba del techo y proclamaba con orgullo a qué equipo pertenecían sus pasajeros. El calor en el interior del aparato hacía la escena más inquietante si cabe. En aquel vuelo no repartían cacahuetes, era evidente.

Una oleada de miedo y excitación recorrió al grupo en el instante en que el avión inició su larga y regular ascensión hasta alcanzar los ocho mil quinientos metros de altitud. Jack, sudoroso, no estaba pensando precisamente en que en muy poco tiempo iba a conocer al presidente iraquí; estaba ofuscado cavilando sobre la última frase del artículo del Wall Street Journal que había leído en tierra jordana antes de despegar.

El artículo era una reseña sobre Twitter y, como el subtítulo sugería, sobre «los cerebros que hay detrás de la herramienta de networking más caliente de la web». Pero su vejación no era ni por el título ni por el subtítulo. Ni por la fotografía en la que aparecían Biz y Ev, sin Jack. Ni siquiera por la escasa mención de la implicación de Jack en Twitter. Era por la última frase, que estaba provocándole una explosión de rabia en las venas.

Ev le había comentado al periodista del Wall Street Journal que había posibilidades de que Twitter saliera próximamente a bolsa, aunque, decía el artículo, «probablemente sin Ev, ya que no está muy interesado en dirigir una compañía que cotice en bolsa». No, Ev estaba interesado en trabajar en otra idea, le dijo al periodista. «Ha estado reflexionando sobre una manera de revolucionar el e-mail».

Durante el vuelo, Jack se repitió mentalmente una y otra vez la última frase del artículo. «¡Revolucionar el e-mail!». ¿Por qué Ev le había echado de la compañía si ni siquiera le apetecía dirigirla?

Cuando el avión empezó a aminorar la velocidad, vio que los demás se quitaban los cascos y se sentaban sobre ellos como si de pequeños taburetes se tratara. Vio que lo hacían todos.

—¿Qué sucede? —gritó Jack por encima del rugido de los motores, dirigiéndose al empleado del Departamento de Estado que tenía sentado a su lado.

—¡Vamos a aterrizar! —le gritó el hombre como respuesta—. A veces, cuando tocamos suelo, somos víctimas de los ataques de armas portátiles; no nos gustaría que acabarais con una bala en el culo.

Jack se quitó apresuradamente el casco metálico y se sentó sobre él para proteger sus pelotas. Al instante, el avión empezó a girar rápidamente.

Hacer aterrizar un C-130 en el arrasado aeropuerto internacional de Bagdad no es tan sencillo como hacerlo en JFK con un avión de transporte de pasajeros. No hay señales de «ABRÓCHENSE LOS CINTURONES» ni azafatas que te digan que tienes que apagar el iPad. Los aviones que aterrizan en Iraq tienen preocupaciones más importantes; concretamente, no recibir un impacto de cohetes lanzados desde tierra. El truco que utilizan los pilotos consiste en aterrizar en tirabuzón, descendiendo en espiral hacia la pista como el agua que se va por el desagüe. (O, como un piloto que aterrizó allí explicó con gran elocuencia: «Bajas más rápido que las bragas de Paris Hilton»).

Después de rodar por la pista, se abrió la puerta con rampa trasera y se filtró una franja de cielo naranja. Acto seguido, el calor del desierto irrumpió como una contracorriente en una casa en llamas, golpeándolos uno a uno con un manto de aire abrasador. Cuando Jack miró hacia fuera, vio docenas de helicópteros salpicando el horizonte como diminutas hormigas arrastrándose por el cielo.

«Parece una escena sacada de Forrest Gump», se dijo Jack.

Pronto comprendieron que la petición de Cohen de embarcar vestidos con traje había sido una idea horrorosa. Los chalecos antibalas, que estaban confeccionados con áspero nailon, habían pasado las últimas dos horas en contacto con sus chaquetas y habían triturado sus trajes como el papel de lija haría con el tofu.

Cuando el avión se detuvo, fueron conducidos hacia la parte posterior y presentados a Tony, un fornido exmarine de anchas espaldas y mirada atenta, que supervisaría su seguridad durante toda la semana. Explicó al grupo qué hacer en caso de ser secuestrados y retenidos como rehenes.

Pasados unos minutos fueron conducidos hacia un grupo de helicópteros de asalto que los transportarían hasta la Zona Verde, el área de Bagdad bajo control estadounidense. Pese a no ser inmune a los ataques de los misiles, les dijeron, era el lugar más seguro de Iraq, al menos para los norteamericanos.

El chopper avanzó ladeado impulsado por sus hélices, sobrevolando la contaminada atmósfera iraquí. Jack ocupó un asiento en la parte posterior y atisbó por la apertura del helicóptero mientras los marines sentados a su lado apuntaban al suelo con sus armas.

—Ésa es la carretera más peligrosa del mundo —le gritó uno de los marines—. Hay IED por todas partes. (Los IED [Improvised Explosive Devices] eran «artefactos explosivos improvisados» colocados por los insurgentes para matar estadounidenses).

—Interesante —dijo Jack, nervioso, metiendo de nuevo la cabeza en el interior del aparato y respirando hondo. Miró a los demás ocupantes del helicóptero y esbozó una débil sonrisa. Scott estaba tirando fotos con una cámara digital, Cohen estaba ocupado con su BlackBerry y Steven Levy, un periodista, escribía en su bloc de notas.

Además de la capacidad de Cohen para salir adelante en prácticamente cualquier situación, éste poseía otra habilidad impresionante: una maña especial para conseguir que la prensa lo acompañara en todas sus excursiones. Levy, columnista de Wired, había sido invitado a acompañar a la particular delegación en calidad de periodista agregado.

«La idea consiste en utilizar los cerebros de los integrantes de este pequeño colectivo para aportar ideas a los funcionarios del gobierno iraquí, a las empresas y a los usuarios que participarán en la reconstrucción —escribió Levy en la página web de Wired en cuanto llegó a Bagdad—. ¿Quién sabe más de esas cosas que un contingente de colegas de internet cargadito de zumo de Google y que cuenta en sus filas con el tipo que se inventó Twitter?».

Los días siguientes fueron un batiburrillo de reuniones, entrevistas con medios de comunicación y posados fotográficos.

Fueron transportados de un lado a otro a bordo de autobuses negros blindados para reunirse con funcionarios iraquíes de todo tipo de rango y relevancia. Los helicópteros volaban constantemente por encima de sus cabezas, siguiendo todos sus movimientos con armamento asomando por los laterales, ángeles de la guardia vigilando su paso por las calles de Bagdad.

«Quitándome el casco y el chaleco antibalas», tuiteó en un momento dado Jack. El grupo había decidido utilizar la etiqueta «#iraqtech» para el viaje. A pesar de que ni Ev, ni Biz, ni Jack se habían sentido inspirados de entrada por el concepto de las etiquetas, calificándolas de «demasiado tecnológicas», la almohadilla había acabado formando parte integral del servicio y estaba siendo utilizada para organizarlo todo, desde discusiones sobre programas de televisión hasta manifestaciones.

«Demasiado hormigón. Lo hay por todas partes», tuiteó Jack saliendo de la Zona Verde. Durante aquellos días, Jack pasó mucho tiempo pensando en las apariciones que Ev y Biz habían hecho en los medios de comunicación en el transcurso de los últimos meses. Le ponía furibundo pensar que no era él quien daba aquellas entrevistas.

Pero el tema estaba a punto de cambiar.

Una de las primeras reuniones del grupo fue con la Comisión de Inversión Nacional, un brazo económico del gobierno iraquí. De allí partieron a reunirse con altos funcionarios gubernamentales.

Cada reunión se iniciaba con incómodas explicaciones sobre los trabajos de los distintos miembros de la comisión.

—Yo fundé una compañía llamada Twitter.

—¿Tweeter?

—No, Twi-t-ter.

—Ahhh, sí. Tweeter.

Todos deseaban sinceramente ayudar a los iraquíes y ofrecerles sugerencias sobre cómo utilizar la tecnología para contribuir a reconstruir el país y su convulsa economía.

En el transcurso de una reunión, mientras el grupo bebía de unas sofisticadas copas en casa de Barham Salih, viceprimer ministro de Iraq, Jack intentó convencer a los funcionarios de que deberían registrarse en Twitter.

—Los ciudadanos de Iraq y los medios le seguirían —le explicó Jack a Salih—. Una tecnología como Twitter puede proporcionar acceso y transparencia al gobierno.

Y poco después, mientras seguían rodeados de guardias, el viceprimer ministro aseguró a Jack:

—Me apunto mañana mismo.

—El presidente Obama lo utiliza constantemente —comentó Jack, explicándole con elocuencia el papel que Twitter había desempeñado en la elección de Obama. Como un vendedor ambulante, consiguió que se registrara también parte de los guardias de seguridad de Blackwater asignados para proteger a la delegación.

Cuando el séquito se reunió por fin con el presidente iraquí, Jalal Talabani, el mundo occidental estaba ya al corriente de la delegación de maravillas tecnológicas que estaba pateándose Bagdad explicando el funcionamiento de Twitter y YouTube. Los medios de comunicación —la CNN, Los Angeles Times, New York Times, Al Jazeera, y varias docenas más— empezaron a seguir al séquito como paparazzi detrás de Britney Spears de compras en un centro comercial.

El cenagal de reporteros que seguía a la delegación preguntaba continuamente a Jared si podían hablar con «el fundador de Twitter» que estaba en el grupo. Jack, feliz de apartar el foco de Biz y Ev, accedía siempre encantadísimo.

La última noche del viaje tomaron asiento junto a una larga y concurrida mesa en la base del ejército estadounidense. Con los portátiles abiertos, bebiendo latas calientes de Budweiser, reflexionaron sobre la semana durante la que se habían transmutado de frikis tecnológicos en consultores con el fin de ayudar a un gobierno agostado a entrar en el siglo XXI. Pero uno de los integrantes del grupo, Jack, se había convertido además en una superestrella internacional. Su fotografía hablando con los periodistas había aparecido en periódicos, blogs y revistas de todo el mundo.

El plan de Ev, Biz y Goldman de permitir a Jack marcharse y mantenerlo apartado había salido completamente al revés. «FUNDADOR DE TWITTER ENVIADO A SALVAR IRAQ», rezaba el titular de un periódico británico, acompañado con una fotografía de Jack Dorsey.

La última mañana del viaje fueron conducidos al aeropuerto y esperaron en la maltrecha pista llena de escombros la llegada del C-130 que los alejaría de Iraq para regresar a Estados Unidos. Mientras aguardaban la llegada del avión, Jack sacó el teléfono móvil para mirar Twitter. Con los helicópteros latiendo sobre su cabeza y los cazas perforando la tranquilidad del cielo, Jack vio que el viceprimer ministro se había mantenido fiel a su palabra.

«Siento este primer tuit desagradable —decía Barham Salih en su primera proclama de ciento cuarenta caracteres—. Tormenta de arena en Bagdad y atentado suicida. Recordatorio de que las cosas no marchan aún bien del todo».