Aguas turbulentas

Era finales de 2005 cuando el barco emergió de la espesa niebla y los empleados de Odeo vislumbraron el paisaje. El Golden Gate resplandecía anaranjado a lo lejos mientras las velas azotaban el mástil y el viento los propulsaba.

—Estamos a punto de poner rumbo a Tiburon —dijo Ariel Poler, uno de los inversores de Odeo, gobernando la embarcación por la bahía de San Francisco empujada por el aire salado—. Sam’s está abierto; excelente —añadió, forzando la vista.

Noah estaba filmando con su hiperactividad habitual las preguntas que iba formulando a sus compañeros de trabajo, en vistas a un nuevo vídeo que posteriormente publicaría en su blog. Pegaba la lente de la cámara a la cara de la gente como un niño que acerca una piruleta.

—Cuéntanos cosas —le preguntó Noah a Biz, buscando una transmisión detallada de la relativamente plácida salida en barco.

—Está bien. No hemos perdido a nadie por el camino, aunque es posible que a la vuelta perdamos a un par de chicos —dijo Biz a la cámara, apretujado para mantener el calor en el cuerpo a pesar del viento que azotaba su chaqueta naranja.

Ev, que estaba sentado a su derecha, los ojos ocultos detrás de unas gafas de sol oscuras, dijo:

—Podemos permitirnos perder uno.

Ev bromeaba, en su mayor parte. Aunque nunca lo tiraría por la borda, le habría encantado poder empujar a Noah por encima de la barandilla de Odeo.

Ev y Noah estaban en desacuerdo en casi todo. El color de los logos. El tipo de productos en que debían centrarse. Quién mandaba allí. Ni siquiera se ponían de acuerdo en cuándo abrir Odeo al público.

—No. ¡No está a punto! —dijo Ev una tarde a principios de año, negando con la cabeza cuando Noah intentó negociar con él—. Te lo digo, el consejero delegado soy yo. Ya lo he hecho antes. ¡No quiero salir todavía a la calle!

Rabble y Ray, el joven diseñador de Flash que había sido contratado cuando Odeo funcionaba aún desde las cafeterías, se recostaron en sus asientos para presenciar con comodidad el próximo debate Noah contra Ev. Ev no estaba dispuesto a anunciar todavía al mundo su nueva alteración. Siempre le había costado tomar decisiones y pulsar la tecla de lanzamiento. A Noah, que bullía de excitación e impaciencia, no.

Sin que ellos lo supieran, el ganador de aquel debate carecía de importancia. El que decidió fue Rabble.

—Está vivo —les dijo Rabble, esbozando una sonrisa maliciosa, su caótico pelo recogido en una cola de caballo. Ev y Noah siguieron a la greña. Rabble insistió—: Está vivo, chicos —levantando la voz para que dejaran de discutir—. Acabo de poner en marcha la página.

Dejaron de pelear y se quedaron mirándolo. Noah sonrió de oreja a oreja.

—¡Increíble! —dijo, mientras Ev movía la cabeza en un gesto de incredulidad.

La página que acababan de lanzar al mundo sin quererlo confiaba en convertirse en el destino central de todos los podcasts de la web. Permitiría a la gente crear y grabar ficheros de audio y luego compartirlos en la web gracias a un chisme basado en Adobe Flash llamado Odeo Studio. Y todo completamente gratis.

Con el nombre de Ev vinculado a la compañía, Odeo recibió a lo largo de 2005 tantos elogios de la prensa y los medios que acabó llamando la atención de inversores, como Ariel Poler, que suponían que el podcasting podía convertirse en el gran competidor de la radio, del mismo modo que los blogs lo habían sido para la edición. En agosto de 2005, careciendo de modelo de negocio, Odeo había recibido cinco millones de dólares de inversión por parte de Charles River Ventures y otros pequeños inversores, una apuesta por el podcasting y por Ev, aunque no necesariamente por la compañía y la gente que trabajaba en ella.

Con un montón de dinero en el banco para contratar nuevos ingenieros y conducir la compañía hacia diversas direcciones relacionadas con el podcasting, Noah y Ev seguían sin ponerse de acuerdo en nada. Transcurrido el primer mes con entrada de dinero, Noah había empezado a quejarse a la junta directiva y se había reunido con George Zachary, el principal inversor de Odeo, para manifestarle su desagrado por la falta de liderazgo de Ev y su incapacidad para tomar decisiones. En varias ocasiones, había intentado poner en marcha un motín y sugerir que la junta retirase a Ev como consejero delegado y lo nombrase a él como nuevo capitán. Ev, que odiaba el conflicto, decidió tratar el caso con contención e ignorarlo. La mayoría de los días no se pasaba por la oficina para no verse obligado a enfrentarse a la ira del frenético Noah.

—¿A quién perderíais? ¿A quién creéis que podríais permitiros perder? —preguntó Noah a Biz y Ev en el barco, mientras seguían navegando por las gélidas aguas, sonriendo como si conociese ya a respuesta.

—Oh, sería una decisión muy dura —respondió Biz, mirando a Ev, que no decía nada.

—Seguramente a mí —dijo con sarcasmo Noah, y giró la cámara para documentar su propia cara, su amplia sonrisa llenando la imagen, unas gafas de sol tipo insecto cubriéndole los ojos—. Seguramente a mí, seguramente a mí —dijo, riendo.

Biz y Ev no estaban en desacuerdo con él.

Noah se levantó de un brinco y empezó a dar botes por el barco como una pelota de pimpón para filmar a todos los demás.

Jack estaba en la proa con un uniforme de ropa vaquera: pantalones oscuros y cazadora a conjunto. Su pelo oscuro y alborotado por el viento, soñando despierto. Le encantaba navegar y la excursión le había recordado una antigua meta que se propuso en su día: comprarse un barco y navegar en solitario hasta Hawái, un viaje de cuatro mil kilómetros que, según las investigaciones que había llevado a cabo, le llevaría cerca de un mes.

Cuando el barco de Ariel arribó a puerto, el grupo saltó a las rústicas planchas de madera del muelle para estirar las piernas; su aspecto colectivo era el de una oruga despertándose de su siesta.

A pesar de que era la primera excursión en barco del personal de Odeo, no era más que otra de las muchas salidas que realizaba el pequeño y desigual grupo de empleados que, por un breve momento, estaban comportándose como buenos amigos…, o al menos algunos de ellos.

Como en la mayoría de correrías, el alcohol serviría para engrasar la conversación de la tarde. Se instalaron en las sillas de plástico blancas de la terraza del Sam’s Anchor Cafe, las gaviotas picoteando la comida. Bebieron vino, contaron chistes y se rieron los unos de los otros.

Jack permaneció sentado en silencio y escuchando. Nunca hablaba mucho. Cuando lo hacía, era en frases de dos o tres sílabas, como si estuviera racionando lo que podía decir en un día. Tampoco estaba muy claro que alguien se hubiera parado a escucharlo. Era, al fin y al cabo, uno de los más nuevos en Odeo. El grumete de un barco; un soldado raso en el ejército; un programador con contrato en una innovadora compañía tecnológica. A pesar de que Ev rara vez interactuaba con Jack, se refería a él como «el chico idea», por sus excéntricas ocurrencias. Algunas eran completamente estrambóticas, como su sugerencia de crear una nueva compañía que permitiera a los programadores formar equipos y trabajar juntos, pero no a la manera tradicional. Su idea era que mientras uno escribía código, otro programador le diera un masaje en la espalda, y luego se cambiaran las tornas.

Jack solía recomendar a sus colegas nuevas películas, libros o música que deberían ver, leer o escuchar, o una exposición o una fiesta a la que deberían asistir, lo que le ayudaba a fortalecer los lazos de amistad entre sus compañeros de trabajo.

A menudo, sin embargo, se quedaba sentado en silencio, absorto en sus pensamientos. Pero sus ensoñaciones tocaban inevitablemente a su fin cuando la conversación de sus compañeros de cervezas llegaba a su destino terminal: el trabajo. Que era lo que solía pasar. Desayunos, comidas, cenas, copas, bailes estaban siempre salpicados de charlas que giraban en torno al trabajo.

Fue en el transcurso de estas conversaciones —en las que Noah, Ev, Biz, Rabble, Jack y un puñado de ingenieros de Odeo hablaban sobre el pasado y el futuro— donde empezó a agitarse una pócima que acabaría transformando aquella compañía de podcasting, que no iba a ninguna parte, en algo que cambiaría el mundo y a toda la gente que estaba sentada en la terraza de Sam’s aquel día.

A veces, Ev y Biz hablaban sobre sus tiempos en Blogger y el uso que la gente hacía de aquel servicio para compartir noticias. Para contar historias. Para alterar los medios de comunicación.

Durante una de las salidas del grupo, Rabble y Blaine contaron anécdotas de sus tiempos como hackers, cuando utilizaban teléfonos móviles para ayudar a los manifestantes en contra de la guerra y el gobierno a eludir a la policía. Noah habló sobre las emisoras de radio piratas, Jack comentó sus días como mensajero en bicicleta.

Otros hablaron sobre la competencia, entre la que destacaba Dodgeball, un servicio de mensajería móvil que había empezado a cobrar inercia en Nueva York.

Jack iba absorbiéndolo todo, procesando las ideas que escuchaba y manteniéndose en silencio, como era habitual. Pero en la oficina todo estaba a punto de cambiar. Para la siguiente semana se esperaba en Odeo la llegada de un nuevo empleado.

Una chica.

—Oh, es Crystal —le dijeron a Jack cuando preguntó por la mujer que deambulaba por la oficina—. No pasará nada, tiene novio. —Pero Jack se quedó prendado de inmediato. Y comprensiblemente. Crystal Taylor tenía una larga melena negra y lisa, una mirada profunda y acogedora y una sonrisa capaz de detener el tráfico. Su esbelta figura le daba el aspecto de duendecillo de cuento de hadas.

Durante sus primeras semanas en Odeo, Jack se inventó innumerables excusas para hablar con ella. Se plantaba nervioso junto a su mesa, jugueteando con cualquier cosa, o se quedaba mirándola durante las comidas, tocándose torpemente el aro de la nariz. Al final reunió la valentía suficiente para preguntarle qué tipo de música escuchaba por los auriculares. La conversación desembocó rápidamente en los grupos que gustaban a ambos y Crystal le preguntó si le apetecía acompañarla con unos amigos a ver una actuación.

—Sí, me encantaría —dijo Jack, excitado, y apartando la vista—. Te llamaré luego para ver dónde quedamos.

—¿Llamarme? —dijo Crystal, confusa—. La verdad es que no utilizo el teléfono. ¿No podrías mandarme un mensaje de texto?

—¿Y eso qué es? —preguntó Jack, algo incómodo.

—Sí, un mensaje de texto, ¿te enteras? ¿No has enviado nunca uno?

Hoy en día, una conversación de este estilo sonaría como preguntarle a alguien si no ha oído hablar nunca de internet, de un coche o de esa bola gigante de fuego en lo alto del cielo llamada sol. Pero en 2005, a pesar de haber despegado en otros países y entre las adolescentes de Estados Unidos, los mensajes de texto eran una forma de comunicación relativamente esotérica.

—No —respondió Jack con solemnidad—. Jamás he oído hablar de los mensajes de texto. ¿De qué va eso?

—Ven, deja que te lo enseñe —le dijo Crystal. Y con Jack nervioso a su lado, le explicó cómo enviar un SMS desde un teléfono con una minúscula pantalla monocroma de cinco centímetros, un tipo de comunicación que Jack desconocía hasta aquel momento pero que empezaba a extenderse por la sociedad como una epidemia que atacaba tan sólo a chicas con teléfono móvil.

Jack era por aquel entonces un callado ingeniero, y con un pelo que recordaba el del muñeco Raggedy Andy, y amedrentado ante la comunicación cara a cara, no había tenido oportunidad de interactuar con muchas chicas, la mayoría de las cuales enviaba mensajes de texto. Hasta que conoció a Crystal.

A pesar de que ella le había contado que tenía novio, Jack estaba obsesionado. Enseguida averiguó que le gustaban los zumos, de modo que a la hora de comer aparecía con una botella y la dejaba en la mesa de Crystal, que la recibía encantada. Pero viendo que no había más resultados, cabizbajo, puso a prueba uno de sus característicos detalles con las señoras: una grulla hecha con el arte de la papiroflexia.

Había aprendido a realizar la versión perfecta en papel de la preciosa ave de cuello esbelto y larga cola el día que decidió crear un centenar de grullas a modo de regalo de boda para un amigo. Se había dedicado a doblar innumerables papeles hasta perfeccionar hasta tal punto la fabricación de grullas que era capaz de hacerlas de memoria y con los ojos cerrados. Decidió entonces que Crystal se merecía un regalo así.

Una mañana llegó pronto a la oficina y dejó una grulla junto a su teclado. A continuación, se sentó furtivamente en su sitio y fingió estar trabajando en silencio cuando ella llegó con su taza de café Tully’s y fue recibida por un pajarito de papel que la miraba con anhelo desde su ordenador. De entrada, Crystal, con una sonrisa, dejó la grulla a un lado y empezó a trabajar con normalidad. Al día siguiente recibió otra grulla. Y al otro también, hasta que acabó cansándose de los avances implacables de Jack, sobre todo teniendo en cuenta que tenía novio.

—No es necesario que me traigas zumos —le dijo a Jack, acercándose a su mesa para recordarle que tenía una relación—. Y es un detalle muy bonito por tu parte que me dejes grullas en la mesa, pero podrías parar ya.

—¿Te has fijado sobre qué letra del teclado las he dejado? —dijo Jack, excitado, ignorando casi la petición que Crystal acababa de hacerle de que respetara sus límites. No se había fijado en que la grulla estaba posada cada día sobre una letra distinta, escribiendo finalmente su nombre.

—¡No! —replicó ella, molesta, y dio media vuelta para marcharse. Pero él siguió insistiendo, decidido a que acabara pasando algo con Crystal.

Tuvo más éxito con la amistad que fue poco a poco forjando con sus compañeros.

En los actos sociales se formaban distintos rebaños: la gente se repartía como algún tipo de extraño mejunje químico que se separaba para volver luego a coagularse de nuevo. El destacamento integrado por Blaine y Rabble se situaba en un extremo del espectro, aferrados a su mentalidad anarquista y antitodo. En el otro extremo estaban Ev y Biz, especialistas en celebrar cenas y que disfrutaban con una velada tranquila alrededor de una gran mesa de madera. Y en medio se situaban Noah, Jack, Crystal y el resto, que acabaron convirtiéndose en un inseparable grupo de amigos. A veces iban a ver conciertos o películas extranjeras. Iban de vinotecas y bares. A dar largos paseos y excursiones cortas en bicicleta. Eran como niños de un club de amigos que disfrutaban bebiendo sake y bailando la noche entera al son de música cuyo sonido recordaba el de un fax.

A pesar de que los grupos se solapaban alguna que otra vez, cuando Noah acudía a las fiestas de Ev y Ev iba a tomar cervezas con Noah, la mayor parte del tiempo navegaban cada uno en su propio barco pero por las mismas aguas. Y pese a que todavía no lo sabían, aquellas aguas estaban a punto de cargarse de trifulcas y caos. Aquellas aguas acabarían viendo a la mitad de la tripulación del HMS Odeo siendo arrojada por la borda.