Poca gente se fijaba en el hombre de veintiocho años de edad que se sentaba junto a la ventana de la cafetería Caffe Centro día tras día. La gente entraba corriendo para comer o pasaba junto a la ventana caminando por la calle, pero pocos se percataban de su presencia o hablaban con él. Y ya le iba bien, puesto que solía sentarse con los cascos en la cabeza, un débil zumbido de música punk penetrando sus oídos mientras sus dedos machacaban el teclado del ordenador.
Miraba a menudo por la ventana, algo que llevaba haciendo toda la vida. Porque para muchos era eso: un fragmento de cristal transparente, un hombre invisible. Había nacido con un trastorno del lenguaje que le había dificultado el habla de pequeño y por el que era incapaz de pronunciar más de una sílaba. En lugar de «hola», decía «hol», y «adiós» sonaba como un apagado «dios». Cuando le preguntaban cómo se llamaba, en vez de responder «Jack Dorsey», respondía «Ja». Pese a haberlo superado con la ayuda de sesiones de terapia, el problema había dejado una marca indeleble en sus habilidades para la comunicación oral.
Pero los problemas con el habla de Jack tenían también sus beneficios. En Saint Louis, donde se había criado, disfrutaba dando vueltas a la ciudad en autobús, asimilando los detalles del extenso barrio obrero en el que vivía, perdiéndose su imaginación en cada curva y giro que daba el vehículo. Su trastorno del lenguaje le ayudó además a hacer un amigo: un ordenador que llegó a su casa cuando cumplió ocho años, un IBM PC Junior. Cayó prendado enseguida de su pantalla monocromática y aprendió a hablarle en código.
Los fines de semana, su madre, Marcia, interrumpía sus sesiones con el ordenador. Cogía a Jack y a sus hermanos y juntos recorrían las calles de Saint Louis en busca del bolso definitivo, «el bolso», como lo llamaba ella. Jack pasaba el rato sentado en los pasillos de la sección de señoras de las tiendas mientras Marcia compraba. También él empezó a desarrollar su fascinación por los bolsos. Pero en vez de decantarse por el estilo de su madre, se decantó por los bolsos tipo bandolera.
En San Francisco, años después, llevaría uno de ellos a diario. Un bolso Filson de color claro que contrastaba con su oscura indumentaria: camisetas negras, jerséis con cremallera y vaqueros, zapatillas deportivas grandotas para rematar el conjunto. Sus hombros, marcadamente caídos, hacían que las chaquetas colgaran sobre su flaca y larguirucha figura. A veces, jugueteaba con el aro de plata que llevaba adherido a la nariz.
Adoraba aquel aro. Un par de años antes, cuando trabajaba por cuenta propia escribiendo software para el sistema que se utilizaba para vender entradas a los turistas que visitaban la prisión de Alcatraz, su jefe le dijo que se quitara el aro para ir a trabajar. Pero en vez de quitárselo, Jack decidió taparlo con una tirita grande de color carne. Como consecuencia de ello, tenía dificultades para respirar y deambulaba por la oficina con la boca abierta. Su razonamiento era que era mejor defender su derecho a llevar aquel aro y tener dificultades para respirar, que sacárselo por orden de su jefe.
En sus tiempos del Caffe Centro, su jefe no era mucho mejor. Trabajaba entonces escribiendo código de bajo nivel para una anodina empresa de venta de entradas que era para él como una cárcel. Siempre que podía, se escapaba de la oficina con su portátil o una libreta y se dirigía a una zona de San Francisco llamada South Park. Una vez allí, se encasquetaba los cascos sobre el pelo oscuro y descuidado y buscaba refugio en las cafeterías y los bares del lugar. Pero aquella zona de la ciudad no era un parque normal y corriente; era la meca de los frikis de la informática.
Pasaba allí todo el tiempo que podía. En las tardes encapotadas, el resplandor del ordenador portátil iluminaba su cara como una linterna en un sótano oscuro. A veces, se dedicaba a hacer dibujos en un cuaderno mientras por la ventana pasaban mensajeros en bicicleta y fundadores de empresas tecnológicas de nueva creación. Otras, se quedaba en el parque, una extensión ovalada de hierba de ciento setenta metros más parecida a los jardines del palacio de Buckinham que a parte de un barrio de almacenes de San Francisco. En el centro del parque había unos desvencijados columpios marrones.
South Park había desempeñado un papel crucial a finales de los años noventa como hogar de muchas de las ya difuntas empresas de nueva creación que desaparecieron rápidamente después del estallido de la burbuja tecnológica. Pets.com y otras compañías que habían dilapidado escandalosos centenares de millones de dólares en fiestas ridículas, sueldos absurdos y caros anuncios de televisión, habían fallecido contemplando South Park.
Pero no siempre había sido el epicentro de la tecnología. Antes de que se instalaran allí las empresas de nueva creación, el parque albergaba burdeles, tráfico de drogas, antros diversos y hoteles sórdidos. Después del estallido de la burbuja casi había vuelto a sus raíces, pero a mediados de 2005 South Park y la web vivían un resurgimiento. En la zona norte del parque, compañías como PCWorld y VideoEgg habían empezado a alquilar oficinas. En el sur, la revista Wired, el árbitro de la tecnología más cool, se había instalado en un impresionante loft. Y muy cerca de allí, asentada sobre aquel agridulce telón de fondo de bares de mala muerte y vagabundos, había una pequeña compañía especializada en podcasts llamada Odeo.
A Jack siempre le había gustado la rutina, de modo que siempre que llegaba a Caffe Centro, se sentaba en la misma desvencijada silla de madera, pegado a la ventana, para desde allí poder ver el mundo flotar como una silenciosa película.
Los días de sol se sentaba en el parque, el ordenador medio enterrado en la hierba como un depredador, e intentaba gorronear la conexión inalámbrica a internet de alguna compañía que tuviera la red abierta. Pero como reza el dicho, «El invierno más frío que pasarás en tu vida será un verano en San Francisco», así ocurrió una nublada jornada de junio de 2005 en que Jack se tuvo que conformar con quedarse confinado en el interior.
Aquella tarde, sentado contemplando desde la ventana el disperso parque, Jack se sentía especialmente melancólico. La vida que llevaba en San Francisco no era lo que había esperado. Cuando años antes marchó de Saint Louis, y acabó aterrizando en San Francisco después de una parada en Nueva York donde trabajó en una empresa de mensajería en bicicleta, confiaba con desesperación en empezar a trabajar en una compañía tecnológica de verdad, pero no había tenido mucha suerte.
Sentado en la cafetería, mientras calculaba cómo dejar atrás de una vez por todas aquel puesto que era como un callejón sin salida, vio pasar una figura que le resultó familiar. Jack no lo conocía personalmente, pero enseguida identificó el pelo negro muy corto, la nariz puntiaguda, la barbilla cuadrada cubierta por una barba incipiente y las características zapatillas deportivas de colores chillones. Por internet circulaban numerosas historias sobre él y la compañía que había vendido por millones de dólares. Para sorpresa de Jack, el hombre entró en la cafetería y se puso a hacer cola para pedir su consumición.
El hombre no se dio cuenta de que Jack lo miraba fijamente y estudiaba de manera metódica todos sus movimientos; de haber visto aquel acoso visual, habría sentido violada su intimidad. Pero Jack lo entendió como una señal y encendió rápidamente el ordenador, abrió el navegador y buscó la dirección «e-mail de Evan Williams» en Google.
Jack no tenía un currículum tradicional. El más reciente lo había utilizado para postularse para un puesto en Camper, el establecimiento de venta de calzado. Había pasado horas retocando y diseñando las letras en rojo y negro y decidiéndose por la fuente Futura, elegante y puntiaguda, para representarlo. Había dividido el currículum en tres partes: Jack, Vida y Amor. No aparecía su apellido. Sólo Jack. Camper nunca le respondió con una oferta de trabajo. Pero a pesar de ello, abrió el currículum en pantalla, eliminó cualquier referencia a zapatos que pudiera haber en él y le envió una réplica a Ev diciéndole que acababa de verlo en la cafetería y preguntándole si estaba contratando gente. Después de un intercambio de mensajes, Jack consiguió una cita para una entrevista.
Odeo había dejado de utilizar el antiguo apartamento de Ev en Mission y ocupaba ahora un espacio más grande a unas manzanas del parque, en Third Street. Era un local amplio y abierto, pero aun así contenía signos reveladores de la deshilvanada producción de Ev y Noah.
Las mesas de la nueva oficina eran baratas y destartaladas, con encimera de formica y patas metálicas. (Ev había adquirido parte del mobiliario en una venta callejera de una parroquia que había cerrado). A pesar del ventanal que se abría en uno de los extremos de la sala, la luz iluminaba apenas unos metros del loft; era como si temiera acercarse a los mugrientos hackers de Odeo. Cubría el suelo una pequeña y harapienta alfombra oriental, al parecer con la intención de dar un poco de vida al ambiente. Pero lo peor de todo era el baño compartido del pasillo. Olía tan mal que la gente tenía que taparse la cara con la camiseta al entrar para amortiguar el fétido hedor. También olía mal la escalera, puesto que se había convertido en refugio improvisado de los vagabundos que vivían en la zona.
Cuando Jack salió del chirriante y viejo ascensor del edificio para entrar en las oficinas de Odeo, se vio inmerso en un tenebroso silencio. Vio a unos cuantos tipos raros tecleando en sus ordenadores. Cortinas blancas de IKEA colgaban del techo para dividir el espacio en secciones. Acompañaron a Jack a la sala de reuniones.
Cuando entró Ev, cogió una silla y empezó con las habituales preguntas banales sobre los trabajos que había realizado Jack, de dónde venía y por qué había acabado en San Francisco. Pero la entrevista se vio interrumpida por una serie de ruidos sordos procedentes de la sala principal. De repente la puerta se estampó contra la pared y un hombretón irrumpió en la estancia.
—¡Hola! ¿Cómo va todo, chicos? —dijo con brío y excitación—. ¡Hola! Hola. ¡Me llamo Noah! —le dijo a Jack—. Noah Glass.
Noah llevaba un recipiente enorme rebosante de ensalada; cuando irrumpió en la sala, lo hizo dejando una estela de hojas de lechuga en el suelo. Se instaló en un extremo de la mesa, a varias sillas de distancia de Jack y Ev.
—¿Así que te dedicas a la expedición? —le preguntó Noah a Jack, como si Ev no estuviera presente.
Jack, algo confuso por el espectáculo, miró a Ev, que tenía una expresión tensa. Ambos miraron entonces a Noah.
—Sí, estuve trabajando escribiendo código para los sistemas de expedición de los mensajeros en bicicleta —dijo Jack.
—Estupendo, estupendo —dijo Noah, asintiendo—. Pues bien, lo que hacemos aquí es un poco por el estilo —dijo, dando buena cuenta del cuenco de ensalada, la lechuga colgando de su boca como grandes colmillos—. Sí, creamos sonidos, en formato podcast, y luego —otra pausa, dando tiempo a su cerebro a elucubrar qué decir a continuación—, luego, ¡expedimos esos podcasts a los usuarios!
Ev sufría, nervioso, en silencio mientras Noah divagaba. La relación entre ambos era cada vez más tensa. No estaba claro quién tomaba las decisiones y Ev, siempre más retraído, quedaba a menudo eclipsado por Noah, que solía llevar la voz cantante. Naturalmente, Jack no estaba todavía al corriente de nada de aquello.
Terminada la entrevista, Jack fue presentado a Rabble, que le formuló algunas preguntas sobre sus conocimientos de programación pero que en realidad quería conocer sus tendencias políticas.
Mientras Ev y Noah batallaban por quién tomaba las decisiones en la compañía, Rabble había asumido la responsabilidad de reclutar a los ingenieros de Odeo, contratando con frecuencia a amigos que compartían con él la mentalidad del hacker de «joder a todo el mundo». Uno de sus amigos, Blaine Cook, un flaco hacker canadiense de veinticuatro años de edad y pelo largo y rubio, se había incorporado para colaborar en la programación del código de respaldo. Se había incorporado también otro antiguo hacker y activista que había participado en protestas contra el gobierno y que trabajaba remotamente configurando los servidores que almacenarían todos los podcasts de Odeo.
Rabble tenía amigos que eran tan antisistema que ni siquiera podían trabajar para él. Cuando llamó a uno de ellos, Moxie Marlinspike, un desmadejado investigador de sistemas de seguridad con gruesas y enmarañadas rastas, éste se negó rotundamente a sumarse al clan. «No pienso trabajar con jodidos puntocom», manifestó.
Pero si tenía que elegir entre contratar a un hacker o contratar a alguien que le cortara el rollo, Rabble siempre se decantaba por lo primero. En una ocasión, se presentó en Odeo un tipo que tenía un buen perfil corporativo. A pesar de que Ev deseaba contratarlo, Noah y Rabble estaban aterrorizados ante la idea de que pudiera llenarles la agenda de reuniones. («No quiero tener que asistir a reuniones», había implorado Noah).
De modo que Jack, que lucía tatuajes y un aro en la nariz y hablaba abiertamente de que cuando vivía en Saint Louis se pasaba el día enganchado a foros de hackers, era un perfil que encajaba a la perfección.
Jack tenía además antecedentes anarquistas. Uno de sus tatuajes, el de la pierna derecha, era una estrella negra y naranja, símbolo de un grupo anarquista. Durante años había proclamado en la red su desprecio por la guerra y las corporaciones. Había escrito sobre esos temas en su página web personal, que había bautizado gu.st, y publicado también arengas sobre los peligros del capitalismo, su desprecio hacia las instituciones bancarias y la sed de petróleo de los americanos. Frecuentaba asimismo foros feministas.
Cuando Jack salió del edificio y empezó a analizar mentalmente la entrevista, supo que obtendría el puesto. Tropezarse con Ev en la cafetería había sido una señal, creía.
Jack poseía una habilidad innata para vincular momentos y cosas de esta manera, aunque no tuvieran nada que ver. Su otro tatuaje era un perfecto ejemplo de ese rasgo tan suyo. Un manchón de tinta en forma de letra S cubría la práctica totalidad de su antebrazo izquierdo, aunque ocultaba una historia. Debajo de la oscura y curvilínea S, el tatuaje original rezaba: «Odaemon!?».
Los significados del tatuaje eran infinitos. La palabra «daemon», explicaba, hacía referencia a un programa de ordenador que funcionaba en segundo plano. Para Jack significaba que se veía como una persona que vivía «entre bambalinas» y tenía escasa influencia. El signo de exclamación del tatuaje estaba pensado para demostrar lo mucho que le excitaba la vida. El interrogante expresaba su curiosidad por el mundo. Había elegido además que la palabra quedara escrita en el brazo de manera invertida.
Pero hacía ya un tiempo que había tapado ese tatuaje. Había explorado diversas profesiones y una de ellas fue la de masajista. Cuando tenía a sus clientes medio desnudos en la camilla de masajes y veían el tatuaje, creían leer la palabra «demonio» en vez de «daemon» y pensaban que Jack, el masajista, practicaba algún tipo de culto satánico. No es necesario decir que muchos de los clientes no repitieron.
Jack fue contratado como colaborador freelance casi de inmediato y encajó sin problemas en la cultura de Odeo. Tenía la mentalidad de un hacker, carecía de titulación universitaria y amaba la programación. Poseía además una sólida ética profesional y completaba cualquier tipo de tarea con velocidad y precisión.
Había aprendido a programar de muy joven, ayudando a su padre, Tim, en proyectos relacionados con su trabajo. De pequeño, en vez de pedir pistolas de juguete o cochecitos, miraba con anhelo los folletos de RadioShack y recortaba fotografías de la calculadora que quería como regalo de Navidad para colgarlas en su habitación. Había tenido también sus escarceos como pirata informático y había incluso conseguido un trabajo en Nueva York entrando en la página web de la empresa para demostrar su vulnerabilidad. El trabajo de programación de la página web de Odeo fue para Jack como el de un veterano mecánico de coches que tiene que reparar un cortacésped.
Pero era muy metódico en su trabajo. Se ponía los cascos, abría un libro de programación sobre la mesa y el código empezaba a manar de la pantalla de su ordenador. No tardó mucho en ganar el «Premio al que mejor se saca la mierda de encima», un concurso que Ev había puesto en marcha para recompensar al trabajador más esforzado de la semana. Los viernes circulaba una gorra entre todo el personal de la oficina para introducir en él un papelito con el nombre del empleado más productivo de la semana. Después, Ev y Noah contaban los votos y anunciaban el ganador.
—El premio al que mejor se saca la mierda de encima es para… —decía Ev, haciendo una pausa para aumentar el dramatismo del momento— ¡Jack!
Entonces, todo el mundo aplaudía y Jack sonreía, levantándose, orgulloso, a recibir su galardón. Había premios monetarios, otros eran chismes de todo tipo.
Aunque Jack era del agrado de casi todos, nadie se cortaba a la hora de decirle que tenía ideas un tanto extrañas. Siempre estaba experimentando con conceptos peculiares. Un día se presentó a trabajar con una camiseta blanca con el número de su teléfono móvil cosido en la parte delantera con enormes cifras negras. Explicó a un compañero que se trataba de un experimento. Tenía intención de pasearse por las calles de San Francisco exhibiendo su número de teléfono como si fuera un anuncio andante para ver si luego le llamaba alguien. Pese a que la mayoría lo ignoró, hubo algunos que decidieron marcar el número.
—¿Hola? —dijo uno de ellos.
—Hola —respondió Jack en tono monótono.
—¿Quién eres?
—Soy Jack. ¿Y tú quién eres?
Las conversaciones acababan convertidas en el incómodo intercambio que suele reservarse para cuando te tropiezas casualmente con un ex por la calle. Las llamadas, como era de esperar, se acabaron pronto.
Jack había llevado a cabo otros experimentos igualmente estrafalarios antes de entrar en Odeo. En 2002, con poco más de veinte años, se enamoró de eBay. En aquel momento, estaba en la miseria y no tenía nada que perder, razón por la cual montó subastas en las que se ofrecía para leer por teléfono al mejor postor el famoso cuento infantil Buenas noches, Luna. Consiguió vender sus servicios como lector a cuatro personas, una de las cuales pagó cien dólares por escuchar a Jack, un perfecto desconocido, leyendo. «Buenas noches, relojes y buenas noches, calcetines —leía al teléfono—. Buenas noches, casita y buenas noches, ratón. —Para terminar con—: Buenas noches, aire. Buenas noches, ruidos de todas partes».
Pero a pesar de su tendencia a las rarezas, Jack rápidamente estrechó lazos con varios de sus nuevos compañeros de trabajo. Muchas noches salía con Noah, Ray y otros programadores de Odeo a explorar la ciudad en bicicleta o a dar paseos a pie. Entraban y salían de clubes, espectáculos musicales y locales donde se fumaba la pipa de agua o realizaban exploraciones improvisadas a vinotecas, bares especializados en sake y galerías de arte. Las resacas matutinas eran la norma.
Por el momento, Jack había encontrado lo que había pasado la vida entera buscando. Un trabajo con alguien a quien admirar: Ev. Un grupo de compañeros con el espíritu de un hacker: Rabble y compañía. Y un nuevo amigo: Noah.