@Ev

Las ruedas de la bicicleta de Ev hacían crujir las piedrecillas del camino de tierra que serpenteaba entre innumerables hileras de vides amarillas y verdes. El resplandor anaranjado del sol de la mañana californiana le calentaba la espalda, sus zapatillas deportivas presionando los pedales para cobrar velocidad e iniciar su temido viaje diario de casi siete kilómetros hasta el trabajo.

En cuanto llegaba a las cercanías de Morris Street, en Sebastopol, los coches empezaban a adelantarlo, dejando a su paso una estela de aire que ayudaba a secar las gotitas de sudor que el desplazamiento matutino acumulaba en su frente. Era el momento del recorrido en que se repetía a sí mismo que un día no muy lejano podría comprarse un coche para ir a trabajar y olvidarse para siempre de la vieja bicicleta que le había prestado un compañero.

Naturalmente, nunca se había imaginado que fuera necesario tener coche en San Francisco, donde había pensado que acabaría instalándose cuando a principios de año llegó a California. Era 1997, en plena fiebre del oro moderna, eso que acabó conociéndose como el boom tecnológico. Jóvenes entusiastas de la tecnología, como Ev, junto con diseñadores y programadores, habían llegado a la zona en busca de un nuevo sueño por el cual, decían los rumores, cualquiera podía hacerse rico vendiendo unos y ceros en vez de pepitas de brillante oro amarillo.

Había llegado allí con veinticinco años, los bolsillos vacíos y una cantidad impresionante de idealismo, y se había encontrado con que el trabajo para el que lo habían contratado, redactar material de marketing para una empresa llamada O’Reilly Media, estaba en Sebastopol, una pequeña y tranquila ciudad hippie situada a noventa kilómetros al norte de San Francisco.

Visto en un mapa sobre la mesita de la cocina de la casa de su madre en Nebraska, parecía mucho más cerca de la gran ciudad. Ev decidió que no le quedaba otra elección que conservar el puesto. Carecía de título universitario y no tenía ni idea de escribir código. Sus oportunidades de encontrar trabajo en otra parte eran mínimas, por no decir nulas. Además, O’Reilly le pagaba 48.500 dólares anuales, lo que le ayudaría a reducir las decenas de miles de dólares de deuda de su tarjeta de crédito y los préstamos por estudios en los que se había metido por un único año cursado en la universidad. Llegó asimismo a la conclusión de que aquella empresa, que publicaba manuales prácticos de tecnología, sería el lugar ideal para aprender a programar. De modo que se instaló en las afueras de la ciudad y alquiló por seiscientos dólares al mes un espacio que parecía una caja de zapatos situado encima de un garaje.

Ev se sintió embargado por una sorprendente sensación de bienestar una vez instalado en la soledad de Sebastopol, rodeado por los sonidos de la nada. Le recordaba la granja de Clarks, Nebraska, donde se había criado. El día que salió de allí para irse a vivir a California, la población de Clarks pasó de 374 a 373 habitantes.

En el trabajo solía pasar las jornadas sentado en silencio delante de su ordenador, vestido con vaqueros holgados y baratos, una camiseta grandota —siempre metida por dentro del pantalón— y, si el día se prestaba, un extraño sombrero.

Cuando tus padres son granjeros, el estilo no suele ser tema de conversación durante el desayuno. Ni tampoco las empresas tecnológicas de nueva creación ni San Francisco, razón por la cual su padre, Monte, no había entendido muy bien por qué el joven Ev se marchaba a California a jugar con ordenadores en lugar de dedicarse a atender la granja familiar. Aunque la verdad es que la familia Williams nunca comprendió muy bien a Ev.

Fue un soñador desde que empezó a caminar. De pequeño, en el campo, se sentaba al lado del tractor verde de la familia y contemplaba el cielo. Era tímido, a veces socialmente torpe y le costaba integrarse, y a menudo pasaba horas a solas con sus pensamientos. De mayor, la vida normal en Clarks le exigía ir de caza con su padre y su hermano. Como todos los chicos del Medio Oeste, tenía que aprender a disparar un rifle, a lanzar con arco, a destripar un ciervo y a pescar percas y truchas en los lagos de Nebraska. Se esperaba también de él que fuera un enamorado del fútbol americano. Y, por supuesto, todo eso tenía que hacerlo acompañado de una enorme camioneta pickup. El sueño americano.

Pero Ev prefería pasar el rato sentado en su habitación construyendo maquetas de plástico, pasar horas desguazando sus bicicletas para luego volver a montarlas o desarrollar ideas para los videojuegos que quería crear de mayor, cuando pudiera permitirse comprar un ordenador. Las escopetas, el fútbol y la caza no eran lo suyo.

Cuando alcanzó la edad suficiente para comprarse su primer coche, en vez de adquirir una camioneta grande y potente, se decantó por un BMW amarillo chillón. Ser propietario de cuatro ruedas y cuatro puertas le permitió catapultarse hacia la cumbre de la popularidad en el instituto. Para un adolescente del Medio Oeste, tener un coche es como tener una nevera en pleno desierto. Pronto empezó a acompañar a sus nuevos amigos a fiestas, donde se inició en el arte de ligar y se acostumbró a beber cerveza en vasos de plástico rojo.

Pero su nuevo estilo de vida despreocupado se interrumpió de repente cuando sus padres se divorciaron mientras él estaba en el último curso de secundaria. En el pueblo se chismorreaba que su madre se había enamorado del tipo que vendía abonos. Ev cambió de instituto y de pueblo, y cayó una vez más en la oscuridad y el aislamiento.

Su cabeza no paraba de dar vueltas elucubrando excéntricos planes de negocios que en su mayoría no fructificaron, sobre todo debido a los habitantes de Nebraska. Cuando internet empezó a cobrar velocidad en las dos costas del país, Ev tuvo la idea de crear una cinta de VHS en la que se explicara qué era eso de internet. Producida la cinta, pasó un verano entero yendo de un lado a otro con su Beemer amarillo intentando convencer a los negocios locales para que le compraran las cintas. No vendió muchas.

Pero en cuanto se le metía una idea entre ceja y ceja, Ev luchaba por hacerla realidad. Era más fácil impedir que la tierra siguiera girando que impedir que Evan Williams diera forma a cualquiera de las ideas que incubaba.

Terminados los estudios de secundaria, no se alejó mucho de casa y se matriculó en la Universidad de Nebraska, en Lincoln, pero después de año y medio llegó a la conclusión de que aquella universidad y sus profesores eran una pérdida de tiempo. Una tarde de 1992, mientras leía en su habitación de la residencia de estudiantes, se tropezó por casualidad con un confuso artículo sobre un gurú de la publicidad que vivía y trabajaba en Florida. El protagonista del artículo interesó de tal modo a Ev que intentó ponerse en contacto con él para preguntarle si estaba contratando gente. Después de unas cuantas conversaciones con un contestador automático, Ev dijo «¡Que te jodan!», cogió la antigua furgoneta Chevrolet de la familia y recorrió los tres mil ochocientos kilómetros que lo separaban de Key West, Florida. Como cualquiera que acaba de colgar los estudios, estaba sin blanca. Pagó la gasolina con la tarjeta de crédito y durmió en la furgoneta. Por las mañanas, cuando el sol sureño lo despertaba, introducía en el radiocasete del coche una cinta con algún libro en audio —que solía ser un libro de marketing o de negocios— y lo escuchaba mientras recorría las solitarias carreteras. Cuando llegó a Florida, se plantó en las oficinas del ejecutivo publicitario y le pidió trabajo. Impresionado por la tenacidad y las dotes de persuasión de Ev, el ejecutivo lo contrató en el acto. Pero después de unos meses Ev se dio cuenta de que aquel hombre era más un artista de las patrañas que un artista de la publicidad, de modo que realizó el recorrido en sentido inverso —con una breve estancia en Texas— y regresó a Nebraska.

Su determinación solía provocarle fricciones con la gente. En una ocasión, cuando trabajaba para O’Reilly Media, le pidieron que preparara el material de marketing para uno de los últimos productos de la empresa. Ev respondió enviando un e-mail a toda la empresa en el que anunciaba que no pensaba escribir nada porque el producto «era una mierda».

Su agresividad tampoco le ayudó a ganar amigos cuando llegó a California, de modo que por las noches regresaba a casa con su bicicleta prestada, pasando entre los viñedos cargados con uvas que pronto acabarían en una botella de algo que él no podía permitirse. Una vez en el altillo del garaje, se sentaba a beber cerveza a solas en una estancia en la que cabían justos un colchón, una pequeña cocina y su posesión más valiosa: su ordenador.

Allí aprendió de manera autodidacta a escribir código con la única compañía de sus amigos los grillos, que abundaban en los terrenos próximos al garaje y que lo animaban mientras aprendía a hablar un idioma que sólo los ordenadores eran capaces de entender.

Pero acabó escapando de la reclusión de la adormilada ciudad del norte de California para desplazarse hacia el sur, hacia Palo Alto, donde empezaría a trabajar para Intel y luego para Hewlett-Packard, creando software normal y corriente y haciendo poco a poco amistades que trabajaban en el sector. Los fines de semana tomaba el tren y se iba a San Francisco, donde sus nuevos amigos le llevaban a fiestas para celebrar la creación de nuevas empresas tecnológicas. La atracción por la ciudad fue tal que acabó alquilando un apartamento barato y minúsculo en el distrito de Mission.

Conoció a una chica, Meg Hourihan, una vital programadora que compartía la pasión de Ev por la opinión y los ordenadores, e iniciaron un breve romance. Pese a que éste no duró mucho, decidieron fundar conjuntamente una compañía. Empezaron con un pequeño grupo de amigos y pusieron en marcha una empresa muy básica llamada Pyra Labs, que operaba desde el apartamento de Ev. El plan del grupo era crear software destinado a aumentar la productividad laboral. Pero, iniciando un modelo que seguiría posteriormente Ev a lo largo de su carrera, de Pyra salió casualmente algo mucho mayor.

Ev y uno de los empleados crearon una sencilla página web que era una especie de diario interno que servía para que el personal de Pyra estuviera al corriente del trabajo que realizaba cada uno. A Meg no le gustaba aquel proyecto secundario y no se cortó en absoluto en expresar su punto de vista, calificándolo como una distracción más de Ev. En el verano de 1999, aprovechando que Meg estaba de vacaciones, Ev decidió lanzar al mundo la página web. La llamó Blogger, una palabra inexistente hasta el momento. Ev consideraba que su página serviría para que gente sin conocimientos de programación pudiera crear un diario web, o blog.

Cuando Blogger alcanzó popularidad entre los amantes de la tecnología, Meg acabó por aceptar su potencial, aunque no el de Ev. Meg creía que Ev no tenía las habilidades suficientes para dirigir un negocio, el papeleo se acumulaba y las facturas quedaban sin pagar. Se inició entonces una miniguerra de poder, en la que Meg intentó hacerse con el control de la empresa y Ev se negó a cederlo. Al final, el equipo de Pyra, integrado por cinco personas, se disolvió y Ev se quedó sin amigos, soltero y dirigiendo una empresa desde la sala de estar de su casa.

Por la misma época, el boom tecnológico, que se había convertido ya en una burbuja, acabó estallando. El mercado de valores inició una caída en picado en la que el NASDAQ perdió millones de millones de dólares. En cuestión de pocos meses empezaron a desaparecer socios, empezó a faltar trabajo y muchas empresas se quedaron en nada. Y la mayoría de los que se habían instalado en Silicon Valley en busca de riquezas, abandonaron la zona, destrozados.

Pero Ev no se marchó. Su instinto le decía que con Blogger todo el mundo tendría su propio blog, el equivalente a un periódico online personal. A diferencia de lo que le sucedió en sus solitarios tiempos de instituto, su reclusión estuvo aliviada por una conexión con el mundo a través de los centenares de blogs que empezaban a brotar en aquella ciudad que él había fundado: Blogger, con decenas de miles de habitantes.

En su propio blog, EvHead, forjó amistad digital con otra gente. De día machacaba código, a menudo catorce o dieciséis horas seguidas, para expandir Blogger y aumentar las prestaciones del servicio. De noche escribía en su blog sobre la «electrónica» que escuchaba, las películas que veía, sus peleas con el fisco por los impuestos retroactivos. Luego, cuando la luna coronaba el cielo nocturno, miraba los blogs una última vez, se despedía de todo el mundo por internet y se acurrucaba en la cama rodeado de cajas de pizza, que llevaban una semana allí, y botellas vacías de Snapple, y se quedaba dormido. Sin amigos, sin empleados, sin dinero. Sólo Ev.

Pronto aprendió que si proporcionas un micrófono a una cantidad de gente suficiente, siempre hay alguien que acaba gritando algo que puede ofender a otro. Las quejas en Blogger eran constantes. La gente se mostraba molesta por blogs políticos, blogs religiosos, blogs nazis, blogs que utilizaban términos como «negrata», «sudaca», «judío de mierda», «retrasado mental» y «blanco descolorido». Ev comprendió que controlar todas las publicaciones que se compartían en la página era imposible, de modo que, como regla, optó por adoptar una mentalidad de «todo vale».

A medida que Blogger, y el arte de escribir blogs, fue calando en la sociedad, Ev empezó a ganar dinero suficiente, a través de anuncios y donaciones de los usuarios de la página, para ir contratando poco a poco a un pequeño grupo de programadores. En 2002 se trasladaron a un diminuto local, por el que pagaba cuatrocientos dólares mensuales, que recordaba tenebrosamente a un antiguo despacho de detectives.

Por entonces, Blogger albergaba ya los blogs de un millón de personas de todo el mundo y cerca de noventa millones de artículos, unas cifras gigantescas en 2002. Pero las «oficinas» no eran mayores que un apartamento tipo estudio de Nueva York: unos exiguos tres metros y medio por tres metros y medio. Era una estancia oscura y húmeda. Uno de los tres pequeños relojes blancos que colgaban de la pared había dejado de funcionar hacía ya mucho tiempo, como si se hubiese quedado dormido, la manecilla de los minutos sesteando en las siete, la de las horas hibernando cerca de las diez.

Pronto se evidenció que Ev necesitaba un gerente que se ocupara de las tareas más mundanas, como las facturas, las nóminas y la avalancha de quejas sobre el contenido de la página. De modo que contrató a Jason Goldman, un joven de veintiséis años con incipiente calvicie que había cursado astrofísica en la Universidad de Princeton, había colgado los estudios para instalarse en la tierra prometida tecnológica y estaba dispuesto a trabajar por veinte dólares la hora para una empresa que andaba escasa de dinero.

Jason Goldman no era el primer Jason en la pequeña empresa de seis personas. Era el tercero. Y para que no se giraran los tres cada vez que llamaba a uno de ellos, Ev decidió dirigirse a los Jason por el apellido. Jason Sutter, Jason Shellen y Jason Goldman eran, respectivamente, Sutter, Shellen y Goldman.

—¡Goldman! —gritó Sutter en plan de risa una de las primeras tardes de Goldman en la empresa—. Te responsabilizarás del e-mail de atención al cliente.

—¿Y eso qué es? —inquirió Goldman, mirando confuso por encima de sus gafas—. ¿Y a qué viene esa sonrisa? —Goldman era un chico alto, delgado y con una cabeza que recordaba la forma de un huevo. Con tanto estilo como Ev en aquellos tiempos, solía vestir prendas excesivamente anchas para sus hombros y pantalones demasiado largos para sus piernas.

—Oh, ya lo verás. Es la dirección de correo electrónico de la página donde la gente se queja de los blogs de los demás. —Las risillas corrieron por la oficina mientras Sutter le enseñaba cómo entrar en la cuenta—. Empieza con este mensaje —dijo, señalando la pantalla.

Goldman abrió el e-mail, que era la queja de una mujer del Medio Oeste que se había tropezado con un blog que exigía clausurar de inmediato. Abrió el vínculo que adjuntaba el mensaje y de repente la pantalla se llenó de unos dibujos animados en los que se veía a un grupo de hombres desnudos manteniendo relaciones sexuales sobre un trampolín.

—Ahhh…, tío…, ¿y qué se supone que tengo que hacer con esto? —preguntó Goldman con una carcajada incómoda, viendo las risitas de todos. Observó la pantalla con ojos entrecerrados, la cabeza ladeada, intentando comprender qué hacían aquellos hombres y quién, si es que había alguien, estaría interesado en aquella rareza.

—Nada —respondió Ev—. Cualquiera puede publicar con sólo pulsar una tecla.

Era el lema de Blogger y daba a entender que todo el mundo podía publicar lo que le viniera en gana. Por la estancia había tazones con ese lema, manchas de café goteando por encima de las grandes letras que presentaban el código moral de Blogger: «CUALQUIERA PUEDE PUBLICAR CON SÓLO PULSAR UNA TECLA». Y era un lema que Ev estaba decidido a cumplir. En un caso, una compañía minera escocesa amenazó con demandar a Blogger si no clausuraba el blog de un sindicato que sacaba a la luz las transgresiones que tenían lugar en una mina de carbón. Ev se mantuvo firme, prefiriendo perder negocio a ceder ante la presión empresarial. Al final, la mina de carbón acabó claudicando.

Blogger tuvo para Ev un efecto secundario no planeado. A medida que la compañía crecía y sus servicios aumentaban, Ev empezó a tener presencia en la prensa del sector tecnológico y empezó a hacerse popular en Silicon Valley. Pronto, sus interminables noches a solas con su ordenador fueron cambiando; su vida personal también empezó a crecer. Igual que sucedió en sus tiempos de instituto con el coche, empezó a frecuentar las fiestas tecnológicas que seguían celebrándose en la zona, a ligar y a beber cerveza en vasos de plástico rojo.

Lejos del pequeño enclave de Silicon Valley, casi nadie creía en la promesa de esa rareza que eran los blogs. Había quien los calificaba de «estupidez» y los tildaba de «infantiles». Otros se preguntaban a quién le interesaría compartir información personal de un modo tan público.

Pero Ev no. Ev se había metido entre ceja y ceja que quería presenciar el crecimiento de Blogger, permitir que cualquiera que tuviera un ordenador a mano pudiera publicar lo que le viniera en gana. Quería trastornar el mundo de la edición. Trastornar el mundo en general. Una línea de código tras otra.