#Pistoletazo de salida

4 de octubre de 2010, 10.43 h. Oficinas de Twitter

—¡Fuera! —le dijo Evan Williams a la mujer que acababa de aparecer en el umbral de la puerta de su despacho—. Voy a vomitar.

La mujer retrocedió y cerró la puerta, un sonido metálico reverberando en el despacho. Evan cogió la papelera negra de la esquina con manos temblorosas y empapadas en sudor.

Eso era. Su último acto como consejero delegado de Twitter sería vomitar en una papelera.

Se arrodilló un momento, los vaqueros negros en el suelo enmoquetado, y se apoyó a continuación en la pared. En el exterior, el frío aire de octubre hacía crujir los árboles que flanqueaban Folsom Street. Los sonidos del tráfico, que parecían producidos por violines, se mezclaban con el murmullo amortiguado de una conversación al otro lado de la puerta.

Momentos más tarde, alguien informó a su esposa, Sara, que trabajaba también en Twitter:

—A Ev le pasa algo.

Sara salió corriendo hacia el despacho de Evan, su espléndida melena rizada y oscura meciéndose al ritmo de sus pasos.

Sara miró el reloj y comprobó que sólo faltaban cuarenta y cinco minutos para que Ev se dirigiera a los trescientos empleados de Twitter para comunicarles la noticia. Abrió la puerta del despacho y entró.

En el otro extremo del pasillo, el equipo de relaciones públicas de Twitter repasaba la entrada de blog que aparecería publicada en la página web de la compañía a las 11.40, en cuanto Ev hubiera concluido su discurso y entregara el micrófono al nuevo consejero delegado, cediéndole de este modo el poder en un gesto tan simple como pasar el testigo en una carrera de relevos.

La entrada de blog, que sería recogida por miles de medios de comunicación y blogs de todo el mundo, anunciaba con regocijo que Twitter, la red social con cuatro años de vida, contaba con ciento sesenta y cinco millones de usuarios registrados que escribían la asombrosa cantidad de noventa millones de tuits diarios. Cinco párrafos más abajo anunciaba que Evan Williams, su actual consejero delegado, dejaba el cargo por voluntad propia.

«He decidido pedir a nuestro director de operaciones, Dick Costolo, que acepte el cargo de nuevo consejero delegado de Twitter», decía el artículo, supuestamente escrito por Ev.

Naturalmente, no era verdad.

Ev, sentado en el suelo de su despacho abrazado a una papelera, no tenía ningunas ganas de decir aquello. Hijo de un granjero de Nebraska que había llegado a San Francisco hacía una década con sólo un par de bolsas de ropa barata y andrajosa y una tarjeta de crédito con una deuda acumulada de decenas de miles de dólares, Ev quería seguir dirigiendo la compañía que había cofundado. Pero no sería así. Daba igual que su valor fuera ahora de miles de millones de dólares o que hubiera consagrado su vida a Twitter. No le quedaba otra elección: se veía obligado a abandonar la compañía como consecuencia del malicioso y sangriento golpe de estado que había llevado a cabo una junta directiva integrada por personas que él mismo había contratado, algunas de las cuales habían sido íntimos amigos suyos, y por los inversores que habían financiado la compañía.

Ev levantó la vista al oír que entraba Sara. Se limpió la barbilla, cubierta con una oscura barba incipiente, con la manga del jersey.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó Sara.

—Jodido —respondió él, sin saber muy bien si era por los nervios o porque le estaba rondando algo, o ambas cosas a la vez.

Fuera, al otro lado de las puertas que se abrían al vestíbulo principal de las oficinas de Twitter, las mesitas blancas y cuadradas de la sala de espera estaban cubiertas con ejemplares del New Yorker, el Economist y el New York Times. En todos ellos aparecían artículos sobre el papel que había tenido Twitter en las revoluciones que estaban teniendo lugar en Oriente Próximo, rebeliones que, con la ayuda de Twitter y otras redes sociales, acabarían dando como resultado la caída de dictadores de Tunicia, Egipto, Libia y Yemen y encenderían protestas masivas en Baréin, Siria e Irán.

En su mesa, Biz Stone, otro de los cuatro cofundadores de Twitter, estaba terminando un e-mail en el que anunciaba a los empleados que a las 11.30 se celebraría una reunión para todo el mundo en la cafetería. La asistencia de todos los empleados era obligatoria; no se admitía la presencia de personal externo. No habría hummus, sólo noticias importantes. Pulsó la tecla «Enviar» y se levantó de la mesa para dirigirse al despacho de Ev e intentar animar al que había sido su amigo y jefe desde hacía casi una década.

Jason Goldman, encargado de supervisar el desarrollo de productos en Twitter y uno de los pocos aliados de Ev en una junta directiva integrada por siete personas, estaba ya sentado en el sofá cuando llegó Biz y se dejó caer a su lado. Ev bebía tranquilamente de una botella de agua, su mirada abatida y perdida en la distancia, el caos y la locura de la última semana repitiéndose una y otra vez en su cabeza.

—Os acordáis cuando… —dijeron Goldman y Biz al unísono, intentando animar a Ev con recuerdos divertidos de los años que llevaban en Twitter. Había muchas historias que contar. Como la del día en que Ev, sumamente nervioso, apareció como invitado en el «Oprah Winfrey Show» ante millones de telespectadores. O cuando el presidente ruso se presentó en las oficinas, acompañado por francotiradores y miembros del servicio secreto, dispuesto a enviar desde allí su primer tuit justo en el momento en que la página dejó de funcionar de repente. O cuando Biz y Ev fueron a cenar al apartamento de Al Gore en Saint Regis y se emborracharon hasta no poder más mientras el exvicepresidente de Estados Unidos intentaba convencerlos de que le vendieran una parte de Twitter. U otros estrambóticos intentos de adquisición por parte de Ashton Kutcher, en su piscina en Los Ángeles, y de Mark Zuckerberg en las incómodas reuniones que habían mantenido en su escuetamente amueblada casa. O las ocasiones en que Kanye West, will.i.am, Lady Gaga, Arnold Schwarzenegger, John McCain e innumerables famosos y políticos se habían presentado en las oficinas, a veces sin previo aviso, para rapear, cantar, suplicar y gorjear (algunos incluso colocados o borrachos), con el fin de intentar comprender cómo aquella cosa tan extravagante estaba cambiando la manera de controlar la sociedad y cómo podían aprovecharlo en su propio beneficio.

Ev se esforzó en sonreír mientras sus amigos charlaban, luchando por impedir que la sensación de tristeza y derrota se plasmara en su cara.

Sólo una persona habría conseguido que Ev esbozara una sonrisa: el hombre que en aquel momento deambulaba de un lado a otro por el despacho contiguo, la calva cabeza inclinada, el teléfono pegado a la oreja. Dick Costolo, en su día un afamado cómico especializado en humor de improvisación que había compartido escenario con Steve Carell y Tina Fey. El mismo Dick Costolo al que Ev había «decidido pedirle» que aceptara el cargo de nuevo consejero delegado de Twitter, el tercero en una compañía con sólo cuatro años de vida.

Pero Dick tampoco estaba precisamente de buen humor. Estaba hablando con los miembros de la junta directiva implicados en el golpe de estado, dando su aprobación al contenido de la entrada de blog que pronto podrían ver todos los medios de comunicación, y comentándoles lo que diría a los centenares de empleados de Twitter en cuanto recibiera el micrófono de manos de Ev.

Deambulaba de un lado a otro mientras tramaban lo que sucedería a continuación: el regreso de Jack Dorsey.

Jack había sido el primer consejero delegado de Twitter y uno de sus cofundadores. Ev le había obligado a abandonar la compañía en el transcurso de una lucha de poder similar a la actual que había tenido lugar en 2008. Se había esperado que aquella mañana protagonizara un regreso triunfal a la compañía a la que se había consagrado obsesivamente antes de su expulsión.

Pero según el propio Jack había informado a la junta directiva hacía tan sólo unas horas, su regreso a Twitter no se produciría aquel día; volvería a retrasarse. Jack se encontraba a pocas manzanas de las oficinas de Twitter, en su despacho en Square, una empresa de pagos por teléfono móvil que había puesto en marcha hacía muy poco tiempo.

Se había despertado en el ático de lujo construido completamente en hormigón que poseía en Mint Plaza y se había vestido para ir a trabajar con el que se había convertido en su habitual atuendo, valorado en varios miles de dólares: elegante camisa Dior, traje oscuro y reloj Rolex. Un conjunto muy distinto a la camiseta desaliñada y la gorra de lana negra que solía vestir dos años antes, cuando fue expulsado de Twitter.

Aunque el uniforme que lucía aquella mañana era distinto, su desdén hacia Ev, su antiguo amigo y cofundador de Twitter, que había frustrado su proyectado regreso a la compañía, seguía siendo el mismo. Si bien Ev había sido destituido como consejero delegado, no había sido públicamente despedido, como se suponía de entrada que sucedería. O todavía no, al menos.

En las oficinas de Twitter, Ev levantó la vista hacia el reloj, que se acercaba ya a las 11.30. Hora de ponerse en marcha.

Ev no tenía ni idea de que en cuestión de pocos meses sería totalmente apartado de Twitter. Biz y Jason lo siguieron por los pasillos, como habían hecho durante años, completamente inconscientes de que, con el tiempo, también acabarían siendo expulsados de la compañía.

Caminaron en silencio hacia la cafetería de la empresa, pasando por delante de las coloridas paredes y los balancines blancos, así como de los confusos empleados que se aferraban a sus asientos. Ningún empleado de Twitter sabía lo que estaba a punto de escuchar de boca de su estimado jefe, Evan Williams. Nadie tenía ni idea de que la compañía para la que trabajaba, una compañía que había cambiado el mundo de innumerables maneras, estaba también a punto de cambiar para siempre.