Abandonar Niza fue tan sencillo como abandonar París. No hubo discusiones, ni fue necesario prácticamente tomar decisión alguna.
A eso de las diez, el señor Monde cerró la puerta de su habitación sin hacer ruido y bajó cuatro plantas para llamar suavemente a la puerta de Julie. Se vio obligado a llamar varias veces. Una voz soñolienta preguntó desabrida:
—¿Quién es? —Soy yo.
Oyó que se levantaba a abrirle, descalza. Luego, sin mirarle siquiera, con los párpados medio cerrados, se precipitó hacia el calor de la cama. Ya casi dormida preguntó, haciendo un esfuerzo, visible en su rostro, por mantenerse lúcida:
—¿Qué quieres?
—Me gustaría que te quedases un rato arriba. Tengo que salir… Y Julie, aún medio dormida, susurró amablemente:
—Espera un minuto.
Él sabía que era la última vez que penetraba en su intimidad, impregnada de olores vulgares e intensos. La cama estaba caliente. Como de costumbre, la ropa interior se hallaba hacinada en la alfombra.
—Pásame un vaso de agua…
—Era el vaso de enjuagarse los dientes, pero a ella le traía sin cuidado. Se incorporó y preguntó como sonámbula:
—¿Todo bien?
—Sí. Está durmiendo, pero creo que es mejor no dejarla sola.
—Como quieras. ¿Tengo que vestirme?
—Es igual.
No se puso medias, ni bragas, ni ropa interior. Se limitó a enfundarse un vestido de lana y a calzarse los zapatos de tacón alto. En cambio se inclinó ante el espejo para empolvarse el rostro reluciente y para ponerse un poco de colorete. Un toque de peine.
—¿Tengo que decirle algo si se despierta?
—Que volveré.
Julie subió la escalera, dócil y cansina, mientras él bajaba y entraba en la cervecería. Aquella mañana no se había puesto el traje gris de trabajador nocturno, sino el otro más elegante, pantalón de franela y chaqueta cruzada azul, que Julie le llevó a comprarse el primer día.
Pidió una conferencia con París y entró a esperar en la cervecería. El dueño estaba haciendo cuentas.
—¿Se marcha?
Le parecía evidente, como a Julie.
La conferencia fue larga. El doctor Boucard prorrumpía en interminables exclamaciones. El señor Monde, consciente de que su amigo era despistado, repetía varias veces cada recomendación.
Luego se dirigió hacia la tienda donde había comprado el traje que llevaba puesto. Encontró otro, más correcto, que encajaba más con la imagen del señor Monde. Le prometieron tenérselo arreglado por la tarde.
Cuando regresó al hotel, encontró a las dos mujeres sentadas fraternalmente en la cama. Se callaron cuando entró él. Cosa curiosa, la mirada de Julie era más respetuosa, más sumisa.
—¿Me visto? —preguntó Thérèse, casi sonriente. Luego añadió, haciendo un mohín—: ¿Por qué no comemos los tres?
Ya puestos, tanto daba. Se avino a todos los caprichos de ambas, incluida la elección de un restaurante bastante lujoso, con un menú que era casi un banquete. De vez en cuando veía una sombra de inquietud en los ojos de Thérèse, como una crispación. Acabó preguntando, temblorosa:
—¿Conseguirás alguna?
El señor Monde llevaba en el bolsillo. Cuando trajeron el café, le pasó una ampolla; ella, que sabía perfectamente lo que había en su mano cerrada, alcanzó el bolso y se precipitó hacia los lavabos.
Julie la siguió con la vista y dijo con convicción:
—Tiene suerte.
—Ah.
—¡Si supieras lo feliz que es! La de cosas que me ha dicho de ti esta mañana…
Él no sonrió ni pestañeó. En el hotel Gerly’s le esperaba un giro telegráfico de Boucard. Dejó de nuevo solas a las dos mujeres, regresó a la sastrería y fue a la estación a reservar los billetes. El tren salía a las ocho. En la estación, Julie no sabía si reír o llorar.
—Se me hace muy raro —dijo—. ¿Pensarás en mí de vez en cuando?
El señor Monde y Thérèse subieron al tren y cenaron en el vagón restaurante. Luego se dirigieron a su compartimiento de coches cama.
—Me darás otra esta noche, ¿verdad?
El señor Monde salió al pasillo para no ver el gesto que preveía, el gesto seco, casi profesional, de pincharse el muslo. Todavía no se fiaba de ella y le asignó la cama de arriba. Él apenas durmió; se despertó varias veces bruscamente.
Estaba muy tranquilo, muy lúcido. Había pensado en todo. Incluso, antes de marcharse, había avisado al inspector de policía de que se llevaba a Thérèse a París.
En la estación les esperaba otra mañana, otra ciudad. El doctor Boucard agitaba la mano al otro extremo del andén.
El señor Monde y Thérèse se dirigieron hacia allí zarandeados por los viajeros. Ella no se atrevía a darle el brazo. Le sorprendió ver que había acudido alguien a recibirlos.
—¿Me permites un momento? —le dijo el señor Monde.
La vigilaba con el rabillo del ojo mientras intercambiaba unas palabras con su amigo, que no acertaba a ocultar su sorpresa.
—Ven, Thérèse. Te presento a un buen amigo, el doctor Boucard. Ella le miró con recelo.
—Salgamos primero de la multitud.
Fuera se dirigió hacia un taxi y le indicó que subiera. El médico subió a su vez.
—Hasta luego. Puedes confiar en él. No te lleva adonde tú crees.
El taxi se alejó. Thérèse estaba a punto de gritar, de forcejear, de acusar a su exmarido de haberla traicionado.
—No tema —dijo Boucard, apurado—. Norbert me llamó ayer para pedirme que le encontrara un piso confortable. He tenido la suerte de encontrar uno enseguida en Passy. Se sentirá usted como en casa. Será libre. Creo que no le faltará nada…
Los marcados rasgos de Thérèse dejaban traslucir una mezcla de sorpresa y de rabia.
—¿Le había prometido otra cosa?
—No.
—¿Qué le había dicho?
—Nada… No sé…
Se mordió los labios; se reprochaba ser tan tonta. Todavía hacía un rato, en el tren, cuando empezaba a notarse el olor de París, había tocado el brazo de Monde, había estado a punto de romper a llorar, de arrojarse a sus rodillas para darle las gracias. Estaban de pie en el pasillo y no lo había hecho porque se había acercado un viajero.
—¡Soy una estúpida! —exclamó con tono de desprecio. Pensaba que él había regresado por ella.
A las diez, el señor Monde, antes de pasar por la Rue Ballu, se apeó del taxi en Les Halles y recorrió a pie el corto espacio que le separaba de los almacenes de la Rue Montorgueil. Hacía una mañana gris. Quizás en París el tiempo había sido gris durante su estancia en el sur. Al no haber sol, las cosas aparecían más nítidas, más desnudas. Se velan crudamente los contornos.
Salía un camión y él se hizo a un lado para dejarle pasar. Entró en el patio acristalado, dobló a la izquierda y se metió en el despacho que compartía con el señor Lorisse. Este se echó a temblar de la emoción, sin parar de repetir:
—¡El señor Norbert! ¡El señor Norbert!
No le salían las palabras. Luego, de pronto, se sintió incómodo y le presentó a un personaje en el que el señor Monde no había reparado y que ocupaba su propio sillón.
—El señor Dubordieu… Un administrador que el banco nos ha…
—Entiendo.
—Si supiera usted en qué situación…
El señor Monde escuchaba. Miraba. Todo aquello, incluido Lorisse, incluido el administrador, lúgubre como un empleado de pompas fúnebres, parecía una fotografía demasiado preparada. El señor Lorisse se quedó muy sorprendido al ver que, en plena conversación, su jefe salía del cuarto dejándole con la palabra en la boca y se dirigía hacia los demás despachos…
En el último diviso a su nido a través de la puerta vidriera. Este, que alzaba en ese instante la cabeza, lo vio también, abrió la boca y se levantó de un salto.
Mientras abría la puerta, el señor Monde lo vio palidecer, tambalearse y desfallecer. Llegó junto a él en el momento en que lo tumbaban en el suelo polvoriento y le daban golpecitos en las manos.
Más adelante, a la hora de comer, dos empleados que habían presenciado la escena la comentaban con un mozo de almacén, y uno de ellos contaba indignado:
—Ni ha pestañeado. Tenía los ojos completamente secos. Lo miraba de arriba abajo, esperando a que volviera en sí. Daba la impresión de que estaba incómodo, enfadado. Cuando el chico ha abierto los ojos y se ha levantado, temblándole todo el cuerpo, el jefe se ha limitado a darle un beso en la frente y a decirle: «Hola, hijo». ¡Un hombre a quien desde hace más de tres meses todo el mundo creía muerto!
Sin embargo, el señor Monde comió con su hijo, y sólo con su hijo, en su restaurante habitual de Les Halles. No había telefoneado a la Rue Ballu. Le había prohibido al señor Lorisse que lo hiciera.
—¿De verdad pensabas que no volvería más? ¿Qué tal tu hermana?
—La veo de vez en cuando a escondidas. Va todo muy mal. Están cargados de deudas hasta el cuello y andan en pleitos con mamá.
Alain desviaba sin cesar la mirada, pero el señor Monde estaba convencido de que lograría meter en vereda a su hijo. En un momento dado, miró inadvertidamente el pañuelo de encajes, y el joven, que lo advirtió, se ruborizó. A los pocos instantes se levantó para ir a los servicios y, cuando volvió, había desaparecido el pañuelo.
—No estoy muy al corriente, pero creo que todos los problemas han venido de la caja fuerte.
—Pero si tu madre tenía la llave.
—Por lo visto no es suficiente.
El señor Monde fue despejando el terreno sin perder tiempo. A las tres estaba en el despacho del director del banco. Y, solamente a las cinco, se apeó de un taxi frente a la mansión de la Rue Ballu. El portero se creyó obligado a mostrar con estruendo su alegría. Él se limitaba a regresar a su casa, ni siquiera como quien vuelve de viaje, pues no llevaba equipaje alguno. Llamó y entró, como lo había hecho cada día durante años y años.
—¿Está arriba la señora?
—Precisamente acaba de salir con el coche. He oído que le daba a Joseph la dirección de su abogado. Nada había cambiado. En la escalera se tropezó con la doncella —la de su mujer—, que se sobresaltó y estuvo a punto de dejar caer la bandeja que llevaba.
—Escúcheme, Rosalie.
—Sí, señor.
—No quiero que telefonee a la señora.
—Pero, señor…
—He dicho que no quiero que telefonee a la señora. ¿Está claro?
—¿Ha tenido un buen viaje el señor?
—Excelente.
—La señora va…
No siguió escuchando y subió a su habitación, donde, con visible satisfacción, se puso su propia ropa. Luego bajó a su despacho, su viejo despacho iluminado con vidrieras multicolores, el despacho que fuera de su padre y de su abuelo.
Aparentemente todo seguía igual y, sin embargo, frunció el ceño. Al final descubrió lo que le sorprendía. Eran dos cosas: el cenicero, que no estaba ya sobre el escritorio, y las dos pipas, que sólo fumaba en casa y en aquella habitación. En su lugar vio unas gafas, las gafas de su mujer, y, bajo el cartapacio, un dosier de negocios que no conocía.
Llamó y entregó esos objetos a Rosalie.
—Suba esto al cuarto de la señora.
—Sí, señor.
—¿Sabe qué se ha hecho de mis pipas?
—Están guardadas en el armario de abajo.
—¡Gracias!
Se probaba la habitación como quien se prueba un traje nuevo, o mejor dicho, como quien se prueba a sí mismo en un traje que hace tiempo que no se ha puesto. Ni una sola vez se miró en el espejo. En cambio pegó la cara al cristal en su lugar habitual, contempló el espectáculo del mismo trozo de acera, de las mismas ventanas de enfrente. En una de aquellas ventanas, en la tercera planta, una viejecita que llevaba años sin salir de su habitación le miraba fijamente a través de los visillos.
Acababa de encender una pipa, cuyo humo introdujo un grato olor y un poco de intimidad en la habitación, cuando reconoció el ruido de su propio coche, que se detuvo ante el portal. Luego se oyó el chirrido de la portezuela, que abría Joseph.
En ese preciso instante sonó el teléfono y contestó.
—¡Diga! Sí, soy yo… ¿Cómo? ¿Ha ido todo más o menos bien? ¡Pobre mujer! Ya me lo imaginaba. Pasos en la escalera. Se abrió la puerta. Vio a su mujer de pie en el umbral. Seguía escuchando la voz de Boucard.
—Claro que se acostumbrará. No… No iré… ¿Cómo? ¿Para qué? Por el momento tiene lo que necesita. La señora Monde no se movía. Él la miraba tranquilamente, veía sus ojillos negros que ya no eran tan duros, que, por primera vez, reflejaban cierto desconcierto.
—Eso es… Mañana. Hasta mañana, Paul. Gracias. Claro que sí… Gracias…
Colgó tranquilamente. Su mujer se acercó. Tenía la garganta tan seca que su voz sonó ahogada.
—Has vuelto… —dijo.
—Ya ves.
—Si supieras lo mal que lo he pasado.
Se preguntaba si debía arrojarse en sus brazos. Hipaba. Él se limitó a besarla en la frente y a apretarle un segundo las muñecas con un gesto afectuoso.
Ella lo había visto ya todo, el señor Monde lo sabía, las pipas, el cenicero, la ausencia de sus gafas y del dosier. Se creyó obligada a decirle:
—No has cambiado.
Él contestó con aquella calma que había traído consigo y que dejaba entrever como un vertiginoso vacío:
—Sí.
Eso era todo. Estaba relajado. Se hallaba inmerso en la vida, tan flexible, tan fluido como la vida. Luego añadió sin el menor punto de ironía:
—Me han dicho que has tenido problemas con lo de la caja fuerte. Te aseguro que lo siento. No se me pasó por la cabeza emplear esa fórmula que he firmado tantas veces: «Doy fe de que mi cónyuge»…
—Calla —suplicó ella.
—¿Por qué? Estoy vivo, ya lo ves. Probablemente tendré que ir a declarar a la policía, porque supongo que habrás ido a comunicar mi desaparición.
Hablaba de ello sin el menor apuro ni pudor. Cierto que no añadió nada más, que no dio ninguna explicación.
Cada semana, más o menos, recibía una carta de Julie escrita en papel con membrete del Gerly’s o del Monico. Le hablaba de René, de Charlotte, de todos los que conocía. Él le contestaba.
Boucard, por su parte, le hablaba casi cada noche, en el Cintra, de Thérèse, que ardía en deseos de verle.
—Deberías ir, aunque sea una vez.
—¿Para qué?
—Imagínate, estaba convencida de que tú, por ella… El señor Monde lo miró tranquilamente a los ojos.
—¿Y qué?
—Se llevó una gran decepción…
—Ah.
Boucard no insistía, tal vez porque, como a los demás, le impresionaba aquel hombre que ya no tenía fantasmas, ni sombras, y que miraba a los ojos con fría serenidad.