8

El juego era el opio de aquella gente. Désiré los veía llegar uno tras otro por la mirilla. Primero los crupieres, oscuros y lustrosos ministros del culto que pasaban tiesos como empleados, sin echar una mirada al local, y se dirigían directos a la «fábrica». Ellos no dejaban el abrigo o el sombrero en el guardarropa. En el sanctasanctórum disponían de armario propio, de jabón y de toalla, y con frecuencia también de puños de camisa limpios. Luego llegaban los clientes, hombres importantes en su mayoría. Cuando abrían la puerta de la sala de baile, habían pasado ya por el guardarropa y se sentían como en casa. Los camareros, en vez de precipitarse para acompañarlos a una mesa, los saludaban con familiaridad. Casi todos iban y venían con aire desenvuelto, como quien todavía no sabe qué va a hacer. Se acercaban a estrechar la mano a René, intercambiaban unas palabras con él y se lustraban el pelo indolentemente.

El señor Monde sabía ya que bullían en su interior. Los conocía a todos. El primero que llegó aquella noche era un acaudalado importador de naranjas, un hombre que, según decían, había voceado periódicos en las calles o lustrado zapatos en las Ramblas de Barcelona y que, a los treinta y cinco años, manejaba millones. Era guapo y se acicalaba como una mujer. Todas las chicas de alterne de la casa lo miraban con deseo o con envidia. Él les sonreía, exhibiendo su preciosa y reluciente dentadura. A veces, entre dos partidas, se daba una vuelta por la sala y pedía para ellas dos o tres botellas de champán, señal de que había ganado; pero no se le conocía ninguna amante.

También iba por allí el alcalde de una ciudad cercana, quien, por temor a ser visto, pasaba como una ráfaga de viento. Era un tipo flaco y torturado. En la mesa de juego tenia tics y era supersticioso.

Acudía una sola mujer, a quien todos trataban y consideraban respetuosamente como a un hombre, una mujer de unos cincuenta años, que había montado un importante negocio de artículos de moda y que no dejaba pasar una sola noche sin entrar a sentarse ante el tapete verde.

Muchos, casi todos, se parecían al señor Monde de antaño. Físico cuidado, piel sonrosada, recién afeitados, vestían ropa fina, calzaban zapatos ajustados y habían alcanzado la edad en que uno se reviste de importancia, e incluso aquella en que la carga de responsabilidades pesa más en la balanza. Tenían oficinas, empleados u obreros. Abogados o médicos, contaban con una rica y numerosa clientela. Todos poseían asimismo un hogar, mujer e hijos. Y todos, irresistiblemente, por las noches, a cierta hora casi mística, se levantaban de la butaca como tocados por un hechizo. Nada podía detenerlos.

Presumiblemente algunos mentían, se inventaban, cada noche, una nueva obligación profesional o mundana.

Otros no evitaban el altercado familiar, los reproches, el desprecio, la ira de una mujer incapaz de comprenderlos, y llegaban con el ceño fruncido, encogidos, avergonzados de estar allí, avergonzados de sí mismos.

Ninguno de ellos sabía que, tras aquella mirilla redonda, los observaba un hombre igual que ellos. Luego estaban los simples, los fanfarrones, los extranjeros llevados hasta allí como atados a un ronzal por esbirros de la casa que deambulaban al quite por las calles. Primero los hacían beber y luego los llevaban despacito hacia la «fábrica» para jugar una partida más o menos trucada.

Y por último estaban los que no jugaban, los que no se sentían atraídos por el juego. Estos se tomaban en serio el amplio local lleno de mujeres y, durante horas, exacerbaban allí su concupiscencia.

El señor Monde los había visto inclinarse cien veces hacia su acompañante ocasional, Julie, Charlotte o cualquier otra, y sabía las palabras que pronunciaban. Mejor dicho, la palabra.

«Vámonos…».

Y ellas les contestaban, infatigables, siempre con la misma inocencia: «Luego… El jefe no me dejaría salir. Es muy estricto. Tenemos un contrato».

Había que beber. Se sucedían las botellas, junto con flores, cajas de bombones, fruta. Todo estaba trucado. Y cuando, por fin, llegaba la hora, cuando estaba a punto de amanecer, cuando, a veces, ya había salido el sol, al hombre, borracho como una cuba, se le empujaba afuera; raras veces le acompañaba la mujer al hotel. Además, como había bebido demasiado, era incapaz de mantener relaciones satisfactorias.

El señor Monde pensaba en ellos aquella noche, en ellos y en él, al tiempo que anotaba las botellas que salían del office. Pensaba también en Thérèse. Aquella tarde había dormido mal. Luego acudió al restaurante donde habían comido juntos. Como no habían quedado, era el único sitio donde tenía alguna probabilidad de encontrarla. Le daba la impresión de que seguiría el mismo razonamiento que él y acudiría. Preguntó al camarero, pero este ya no se acordaba de ella.

—Una mujer con un sombrero blanco, ¿verdad?

No era ella. Tanto daba. Además, ¿le apetecía realmente volver a verla? Se sentía cansado. Y viejo.

René tomaba algo apoyado en una esquina de la mesa, según su costumbre. El botones empujó la puerta de batientes. No dijo nada, se limitó a hacer un ademán para llamar al jefe de pista.

Este se incorporó, impecable, y cruzó raudo el local. El botones lo llevó hacia la entrada de la calle. Y, en el momento en que llegaban allí, se abrió la puerta. El señor Monde vio aparecer a Thérèse. Una Thérèse que tenía ahora vedada la entrada en el Monico. Saltaba a la vista. René, como quien no quiere la cosa, le cerraba el paso. Ella le hablaba con humildad. Él movía negativamente la cabeza. ¿Qué estaría pidiéndole?

René avanzaba poco a poco para obligarla a salir, pero ella esquivaba la maniobra. Las mujeres, que se habían dado cuenta de que ocurría algo y que quizás habían adivinado el qué, miraban hacia allí con curiosidad.

Thérèse seguía suplicando. Luego cambió de tono, se tornó amenazante, quería pasar, dirigirse a otra persona.

Entonces René, que tenía sangre negra, le plantó la mano en el hombro. Ella lo rechazó. Désiré pegaba la cara a la mirilla.

¿Qué le estaría gritando Thérèse con tanta vehemencia? ¿Por qué los camareros, sin que nadie se lo pidiera, se acercaban estratégicamente para echarle una mano al jefe? ¿Cómo habían adivinado lo que iba a ocurrir?

De pronto, en efecto, mientras René la empujaba con las dos manos, Thérèse se rebeló, empezó a gritar, tensa, el rostro irreconocible, vociferando sin duda insultos groseros o amenazas.

Sin que Désiré supiera cómo, la vio en el suelo, retorciéndose literalmente presa de un frenético ataque de nervios. Sin inmutarse, los maîtres d’hótel vestidos de negro y los camareros con delantal blanco la levantaron y la llevaron afuera, mientras la música seguía sonando imperturbable.

El señor Monde miró a Julie y vio que permanecía ajena al asunto. Un camarero al que no había visto entrar en el office suspiró filosóficamente:

—Mejor que le dé el ataque en la calle. Lo que es seguro es que pasará la noche en comisaría.

—¿Qué ataque?

—Está con mono de morfina.

Al oír eso, el señor Monde se deslizó de la silla, abandonó su especie de pupitre y se dirigió hacia la escalera de servicio de sórdidas paredes. A medio camino apretó a correr, pues tenía que dar un rodeo para alcanzar la entrada principal. Desde lejos, en la oscuridad, vio a dos o tres empleados del Monico que miraban desde el umbral la figura que se alejaba, se detenía y se volvía para amenazarles con el puño para gritarles insultos.

Agarró del brazo a su exmujer. Esta se sobresaltó, no lo reconoció al principio, quiso forcejear. Luego vio su cara y soltó una carcajada repugnante.

—¿Qué quieres tú? Me has seguido, ¿eh? ¡Eres un canalla, peor que esos!

El señor Monde vio unas figuras en la esquina. Iban a cruzarse con unos transeúntes. Podían ser guardias.

—Calla, Thérèse.

—¡Claro! Tengo que callarme… ¡Me has invitado a comer! ¡He de estar agradecida! Y me has dado dinero. ¿No? Venga, dilo. Di que me has dado dinero. Pero, eso sí, luego me has dejado tirada… Lo demás te importa un pepino.

Él no le soltaba el brazo y le sorprendía notar tanta energía. Thérèse seguía forcejeando, se desasió y echó a correr. Él la alcanzó. Entonces, ella se volvió y le escupió en la cara.

—¡Que me dejes! Encontraré… Tengo que encontrar. O, si no…

—Thérèse.

—¡Puerco!

—Thérèse.

Tenía el rostro convulso y ponía ojos de loca. La vio desplomarse en la acera, intentar arañar el suelo.

—Escucha, Thérèse, sé lo que quieres. Ven.

No le oía. Los transeúntes que habían doblado la esquina pasaron junto a ellos y se detuvieron un instante. Una mujer murmuró:

—Qué vergüenza.

Otra, un poco mayor, les dijo a los dos hombres que la acompañaban:

—Vamos.

La siguieron a regañadientes.

—Levántate. Ven conmigo. Te prometo…

—¿Tienes?

—No tengo, pero conseguiré.

—¡Estás mintiendo!

—Te juro…

Thérèse soltó una risita sarcástica. Se la veía enferma. Le miraba con los ojos muy abiertos, entre recelosa y esperanzada.

—¿Qué me darás?

—Morfina.

—¿Quién te lo ha dicho?

Se incorporó. Se ayudaba con las manos. Inconscientemente, tenía gestos de niña. Dudó. Luego se echó a llorar.

—¿Adónde me llevas?

—A mi hotel.

—¿A qué hotel? ¿Seguro que no quieres llevarme al hospital? Ya me lo han hecho una vez. Mira, que soy capaz…

—Que no. Ven.

—¿Está lejos? Vamos los dos a buscar la morfina.

—No. Cuando te tranquilices. Palabra que te traeré.

Aquello era grotesco, trágico y feo. La escena perdía intensidad; el ataque fue remitiendo; dieron unos pasos por la acera, como transeúntes corrientes. Luego Thérèse volvió a pararse, como si estuviera borracha, olvidó lo que acababan de hablar, se colgó de él, que estuvo a punto de caerse, arrastrado por su peso.

—Ven…

Iban avanzando. Al final, tanto el uno como el otro pronunciaban palabras incoherentes.

—He estado en todas partes… He ido a ver al médico que se la suministraba.

—Que sí… Ven.

—Claro, como ella tenía dinero, le daban toda la que quería.

—Que sí… Que sí…

En dos ocasiones estuvo a punto de dejarla plantada y de alejarse a toda prisa. El camino se le hacía interminable. Por fin divisaron las luces del Gerly’s. Volvió a repetirse la misma comedia para conseguir que entrara.

—Quiero esperarte en el café.

—No. Sube a mi habitación.

Lo consiguió a base de paciencia. Nunca había imaginado que la vida pudiera ser tan vacua. Subió detrás de ella empujándola. Por fin entró en la habitación, donde a ella volvieron a asaltarle las sospechas. El señor Monde comprendió que trataría de huir y, rápidamente, salió y cerró la puerta con llave desde fuera.

Le habló a media voz, con el oído pegado a la pared:

—Estate tranquila… No hagas ruido. Antes de un cuarto de hora estaré de vuelta con eso.

¿Estaba extenuada? Oyó que se desplomaba en la cama, gimiendo como un animal.

Entonces él bajó. En la cervecería se dirigió directamente al dueño y le habló en voz baja. Pero el dueño hizo un gesto negativo. No. No tenía. Era norma de la casa. Era peligroso. Había que ser muy prudente.

—¿Dónde puedo encontrar, entonces?

Tampoco lo sabía. Cocaína o heroína sería más fácil. Le habían hablado bien de un médico, pero no sabía ni su nombre ni dónde vivía.

El señor Monde estaba decidido a llamar a todas las puertas. Le traía sin cuidado lo que pensaran de él. Al Monico iba casi cada noche un médico que jugaba fuerte y solía marcharse pálido y taciturno. Tal vez él lo entendiera.

Lo más difícil, siendo un mero empleado de la casa, era entrar en la «fábrica» y acercarse al tapete verde.

Tanto daba. Se dispuso a salir. En ese instante, el dueño alzó la cabeza.

—¡Escuche!

A pesar de las seis plantas que los separaban de la buhardilla se oían ruidos. Era en la escalera. Conforme subían, iban oyendo más nítidamente los golpes contra una puerta, los chillidos, las voces de una camarera y de un inquilino que intentaba dialogar con la loca.

—No debería haberla traído aquí —suspiró el dueño. El señor Monde ya no sabía qué hacer.

—Hágame el favor, llame a un médico. Al que sea. Así no podemos seguir.

—¿Está usted seguro?

El señor Monde asintió, apartó a la camarera y al inquilino e introdujo la llave en la cerradura. Querían entrar con él, pero le repugnaba que la escena tuviera testigos. Se deslizó en la buhardilla y cerró la puerta tras de sí.

El cuarto de hora que pasó con la persona que antaño tenía unos ojos tan cándidos y que le había dado dos hijos no se lo contó nunca a nadie y tal vez consiguió no volver a pensar en él.

El inquilino, un músico de jazz que guardaba cama desde hacía unos días porque había tenido una pleuresía, había vuelto a acostarse. Sólo la camarera permanecía en el rellano, y se quedó aliviada al oír los pasos del médico en la escalera.

Cuando abrieron la puerta, Thérèse estaba atravesada en la cama, con las piernas colgando. Désiré, medio tumbado sobre ella, la tenía inmovilizada con todo su peso y, con una mano de la que manaba sangre, le mantenía la boca cerrada. Estaba tan aturdido que, por un instante, no comprendió qué hacía allí el médico y permaneció en tan extraña postura. Luego se levantó, se frotó los ojos y se tambaleó. Por temor a desmayarse, se pegó a la pared, cuya cal le dejó manchado todo un lado del traje.

Le ofrecieron llevarla al hospital, pero no quiso. Los otros no comprendían por qué. Se calmó con una inyección. Tenía los ojos completamente abiertos, pero estaba tan tranquila, su mirada era tan inexpresiva, que parecía dormir.

En el rellano, el señor Monde había tenido una conversación en voz baja con el médico.

En ese momento estaban los dos solos. Él se había sentado en una silla. A ratos notaba como si le aporrearan la cabeza; también sentía vértigo, una especie de vacío que le aspiraba, le impedía pensar. De vez en cuando musitaba maquinalmente, como si le sentara bien hablar:

—Duerme…

Había apagado la luz, pero los rayos de la luna penetraban por el tragaluz, y, envuelta en esa luz fría, la veía transfigurada. Procuraba no mirarla, porque parecía una muerta, tenía las aletas nasales apretadas como los muertos, su inmaterialidad.

Una de las veces que miró hacia la cama le recorrió un escalofrío, pues le pareció no verla a ella sino a su hijo Alain, que tenía los mismos rasgos que ella, sobre todo aquellos párpados demasiado pálidos, aquella tez de estearina.

Entraba gente en el hotel. Los pasos se detenían casi siempre en los pisos inferiores. Contó maquinalmente los pasos. Cuatro… Cinco… En esa ocasión, alguien subía al sexto. Una mujer. Llamaron a la puerta.

Comprendió que era Julie.

—Pasa…

A la joven le impresionó la oscuridad, la escena, la mujer echada, con los ojos abiertos, el hombre sentado en una silla, con la cabeza entre las manos. Preguntó en voz baja:

—¿Está…? —No se atrevía a acabar—. ¿Está muerta?

Él hizo un gesto negativo, se levantó con esfuerzo. Ahora le tocaría dar explicaciones. ¡Dios mío! ¡Qué complicado era todo aquello!

La llevó hasta el rellano.

—¿Quién es? ¿La conocías? Me lo han contado en el Monico. El jefe está furioso. Él apenas le prestaba atención.

—La conocías, ¿verdad?

Asintió. Ella iba adivinando cosas.

—¿Tu mujer?

—Mi primera mujer.

Julie no parecía sorprendida. Al contrario. Daba la impresión de que siempre hubiera sospechado algo parecido.

—¿Qué vas a hacer?

—No lo sé.

—Mañana será lo mismo. Nosotras conocemos el paño…

—Ya.

—¿Quién te la ha dado?

—El médico.

—Cuando se pase el efecto, se pondrá igual.

—Lo sé. El médico me ha dejado una ampolla.

Era curioso. Las palabras, las frases, los propios hechos, la realidad, en definitiva, habían dejado de tener importancia para él. Estaba lúcido y lo advertía, sabía que contestaba adecuadamente a todas las preguntas, que se comportaba como un hombre normal.

Al mismo tiempo estaba muy lejos, o más bien muy alto; veía a Julie, con vestido de noche, en el rellano iluminado por una bombilla polvorienta, se veía a sí mismo con el pelo alborotado y el cuello de la camisa abierto.

—Estás sangrando.

—No es nada…

—Ha sido ella, ¿verdad?

¡Sí! ¡Sí! Todo aquello carecía de importancia. Hacía unas horas, quizás unos minutos, no sabía exactamente cuándo, había dado un salto tan prodigioso que en ese momento miraba con fría lucidez al hombre y a la mujer que cuchicheaban en el rellano de un hotel en el momento en que despuntaba el día.

No se había desencarnado, no; seguía siendo el señor Monde, o Désiré, más bien Désiré… ¡No! Tanto daba. Era un hombre que había arrastrado durante largo tiempo su condición de hombre sin tener conciencia de ello, del mismo modo que otros arrastran una enfermedad que ignoran. Había sido un hombre entre los demás hombres y se había afanado como ellos, bregando en el tropel, unas veces cansinamente, otras con empecinamiento, sin saber adónde iba.

Y, de pronto, a la luz de los rayos de luna, veía la vida de otro modo, como ayudado por unos prodigiosos rayos X.

Todo lo que antes era importante, toda la capa exterior, la pulpa, la carne, no existía ya, ni las falsas apariencias, ni casi nada, y lo que ahora ocupaba su lugar…

¡El caso era ese! Que no merecía la pena hablar de ello ni con Julie, ni con nadie más. Por otra parte no era posible. No era transmisible.

—¿No necesitas nada? —preguntó Julie—. ¿Quieres que diga que te suban un café? No… Sí… Le daba igual. Mejor que no, así le dejarían en paz.

—¿Vendrás a decirme algo?

Se lo prometió. Ella lo creyó a medias. ¿Qué se esperaba? ¿Enterarse, cuando se despertase al mediodía, de que se había marchado con su exmujer tumbada en la cama de hierro?

—Venga, ánimo.

Se marchaba a su pesar. También a ella le hubiese gustado transmitirle un mensaje, decirle… ¿Qué, exactamente? Que habla comprendido desde el principio que aquello no era para siempre. Que no era más que una pobre chica, pero que adivinaba las cosas, que…

La vio alzar la cabeza hacia él en el recodo de la escalera. Entró en el cuarto y cerró la puerta. Le sobresaltó oír una voz que le preguntaba algo, todavía pastosa.

—¿Quién es?

—Una chica conocida mía.

—¿Es tu…?

—No. Es una amiga.

Thérèse volvió a abismarse en la contemplación del techo inclinado. Él se sentó en la silla. De vez en cuando se restañaba con el pañuelo la sangre que le manaba del labio, donde ella le había dado un profundo mordisco.

—¿Te ha dejado más el médico? —preguntó Thérèse sin moverse, hablando con la ausencia de acento de una sonámbula.

—Sí.

—¿Cuánta?

—Una…

—Dámela ya.

—Todavía no.

Se resignaba como una niña. Le parecía mucho más niña, y a la vez más vieja, que cuando la vio durante el día. También a él, cuando se pasaba un cuarto de hora ante el espejo para afeitarse, le daba la impresión de ser un niño viejo. ¿Acaso es otra cosa el hombre? Hablamos de los años como si existieran. Luego nos damos cuenta de que entre el momento en que todavía íbamos a la escuela, entre el momento, incluso, en que nuestra madre nos arropaba en la cama y aquel en que vivimos…

Todavía brillaba débilmente la luna en el cielo, y este mudaba ya del azul oscuro al azul tenue de la mañana. Las paredes de la habitación eran de un blanco menos lívido, menos inhumano.

—¿No duermes? —preguntó Thérèse.

—De momento no.

—¡Me gustaría tanto dormir!

Sus mustios párpados doloridos temblaban. Se notaba que tenía ganas de llorar; estaba mucho más flaca que antes; era una mujer vieja con el cuerpo consumido.

—Escucha, Norbert…

Este se levantó y fue al lavabo a pasarse agua por la cara. Hizo ruido expresamente para evitar que hablase. Era mejor así.

—¿No me escuchas?

—¿Para qué?

—¿Me odias mucho?

—No. Intenta dormir.

—Si me dieras la segunda ampolla…

—Hasta las nueve no.

—¿Qué hora es?

No recordaba dónde había dejado el reloj y le costó encontrarlo.

—Las cinco y media.

—Bien…

Esperaba resignada. Él no sabía qué hacer ni dónde ponerse. Escuchó, para distraerse, los familiares ruidos del hotel. Conocía a casi todos los inquilinos. Sabía quién volvía; reconocía voces que tan sólo le llegaban como débiles rumores.

—Es mejor que me dejes morir…

Le había avisado el médico. Hacía un rato, cuando él estaba allí, ya había hecho la misma comedia, pero a la tremenda; en el momento más agudo del ataque se había arrojado sobre unas tijeras que corrían por allí y había intentado hacerse un corte en la muñeca.

En ese momento volvía a la carga, pero en frío, y él permanecía impertérrito. Insistió:

—¿Por qué no me dejas morir?

—¡Duerme!

—Sabes perfectamente que así no puedo dormir.

¡A la porra! Lanzando un suspiro, fue a acodarse al tragaluz y contempló los tejados rojos. Empezaban a oírse los ruidos del mercado de flores. Era la hora en que el vigilante nocturno de la Rue Montorgueil se calentaba el café matutino en su cuchitril. El café estaba en una cafeterilla de esmalte azul. El hombre se lo tomaba en un rústico tazón con grandes flores pintadas. Les Halles estaban en su momento álgido.

Y en la Rue Ballu, durante años, en una cama de matrimonio, se despertaba él mismo un poco más tarde, siempre a la misma hora, y se deslizaba fuera de la cama donde una mujer flaca y dura seguía acostada cuando él se iba.

Mientras se aseaba con meticuloso esmero, como hacía tantas otras cosas, sonaba un despertador en la segunda planta y un chico alto, su hijo, se estiraba en la cama, bostezaba y se levantaba con la boca pastosa y el pelo alborotado.

¿Había hecho su hija las paces con su madrastra, ahora que no estaba él? Probablemente no. Cuando necesitase dinero, ya no tendría a quien recurrir. Era curioso. Tenía dos hijos. Debía de quererlos como todas las madres —o quizá todo eso no existía en verdad— y, sin embargo, vivía sin preocuparse por ellos, pues pasaba parte de las noches fuera con su marido.

Era la primera vez desde su huida que pensaba en ellos de manera tan concreta. Incluso podía decirse que ni siquiera se había acordado de su familia.

No se enternecía… Era frío. Los veía a todos ellos tal como eran. Los veía mucho mejor que antes, cuando coincidía con ellos casi a diario.

Ya no se indignaba.

—¿En qué piensas?

—En nada.

—Tengo sed.

—¿Quieres que vaya a buscarte café?

—Si no te importa…

Bajó en zapatillas, la camisa abierta por el pecho. La cervecería estaba cerrada. Se vio obligado a salir. Entrevió un pedazo de mar en la punta de la calle. Se dirigió hacia un pequeño bar.

—Déjeme un puchero de café y una taza. Luego se los traigo.

—¿Es para el Gerly’s?

Estaban acostumbrados. Los empleados del Gerly’s siempre salían a buscar cosas por la vecindad a las horas más inesperadas.

Había un cestito con croissants calientes en la barra. Se comió uno y se tomó un café mientras miraba vagamente hacia la calle. A Thérèse le llevó el puchero de café, una taza, dos terrones de azúcar, que se metió en el bolsillo, y unos croissants.

La gente de la mañana se volvía a mirarle, pues notaban que era un hombre noctámbulo. Pasaba un tranvía.

Subió a la buhardilla y adivinó que Thérèse se había levantado. Quizás acababa de acostarse precipitadamente al oír sus pasos en la escalera.

La notó cambiada. Se la veía más lozana; se había empolvado, se había avivado el rosa suave de las mejillas y pintado los delgados labios. Estaba sentada en la cama, con una almohada a la espalda.

Le dirigió una pálida sonrisa y él comprendió enseguida. Dejó el café y los croissants en la silla, a su alcance.

—Qué bueno eres… —dijo ella.

No era bueno. Thérèse le seguía con los ojos. Los dos pensaban en lo mismo. Ella tenía miedo. Él abrió el cajón de la mesilla de noche y, como ya imaginaba, no encontró la ampolla. La jeringuilla estaba allí montada, todavía húmeda.

—No te enfades conmigo —suplicó ella.

No estaba enfadado. Ni siquiera estaba enfadado. A los pocos instantes, mientras ella se tomaba el café, descubrió la ampolla vacía en el tejado en pendiente, debajo mismo del tragaluz.