Los barrotes de la cama de hierro eran negros; tenían la misma forma que los respaldos de las sillas de los Campos Elíseos o del Bois de Boulogne. Désiré dormía bajo el techo inclinado. El tragaluz permanecía abierto. Unos pajarillos se peleaban en la cornisa. Camionetas llegadas de lejos transitaban ruidosas al fondo de las calles y convergían hacia el mercado de flores. Llegaban tan nítidos los ruidos a través del tenue espesor del aire que uno esperaba recibir los efluvios de las mimosas o de los macizos de claveles.
Désiré se sumergía en el sueño casi de inmediato; al principio se iba a pique, arrastrado por un torbellino; pero no era desagradable, no tenía miedo, sabía que no tocaría fondo; como el ludión en el bocal, ascendía, sin llegar a la superficie, descendía y volvía a ascender, y así, durante horas, se sucedían brutales idas y venidas entre el vacío glauco del fondo y aquella superficie invisible sobre la que el mundo seguía viviendo.
La luz era la que se observa en las calas del Mediterráneo, la del sol, de la que seguía teniendo conciencia, pero diluida, difusa, a ratos descompuesta como a través de un prisma, de repente violeta, por ejemplo, o verde, del mismo verde ideal que el famoso e inasequible rayo verde.
Los ruidos le llegaban como probablemente les llegan a los peces en el agua; ruidos que no se oyen con los oídos, que se absorben, que se digieren y cuyo sentido cambia a veces por completo.
El hotel permanecía largo tiempo en silencio, pues quienes allí se alojaban eran gente nocturna, pero había enfrente un animal avieso, un coche que alguien sacaba de un garaje siempre a la misma hora, que alguien lavaba junto a la acera, rociándolo con un chorro crepitante, y cuyo motor ponía a continuación en marcha repetidas veces. Era angustioso. Désiré aguardaba, nervioso, a que la voz ronca se tornase normal, y entonces, durante minutos —nunca llegó a saber cuántos—, sonaba un zumbido que olía a gasolina, que se adivinaba azulado. ¿Qué hacía el chófer? Estaba allí, con gorra y en mangas de camisa —mangas de un blanco resplandeciente— lustrando tranquilamente los niquelados mientras el animal se calentaba.
Había un tranvía que, siempre en el mismo sitio, en una curva probablemente, se embalaba y parecía chocar con el borde de la acera…
Al descender más hondo, los sonidos cambiaban, las imágenes perdían nitidez, se desdoblaban incluso; existía, por ejemplo, un surtidor (tal vez en el momento en que una mujer se lavaba en la buhardilla de al lado, a eso de las once) en el jardín Du Vésinet, donde los padres del señor Monde tenían una finca y donde, de niño, dormía con las ventanas abiertas durante las vacaciones. Veía nítidamente el surtidor, la piedra húmeda y negra, pero había algo que no lograba traer a la memoria, el olor del aire; intentaba recordar a qué se parecía el aire de allá, el aire de las vacaciones. ¿A la madreselva tal vez?
Ascendía ligero como una burbuja, se detenía en el momento de reventar la superficie invisible; sabía, no obstante, que el sol cortaba en dos su ventano, que iba a alcanzar el pie de la cama, que podía volver a sumergirse, que el juego no había terminado…
Aquella mañana, como las otras, le escocían los ojos, tenía la piel rasposa y sensible de las personas que no duermen por la noche, los labios sobre todo, con esa sensibilidad placentera de llaga que cicatriza. Se acostó, se dejó atrapar por el torbellino sin oponer resistencia, descendió pero de inmediato volvió a ascender, emergió a la superficie, miró —luego tenía los ojos abiertos— la pared encalada, sobre la que se recortaba de color negro su abrigo colgado de unas bolas de madera amarilla.
¿Por qué dejaba que le incomodase el asunto de la Emperatriz? Cerraba los ojos, se sumergía, hacía todo lo posible, pero a su impulso le faltaba fuerza, no acertaba a encontrar la fluidez maravillosamente elástica del sueño de las mañanas; volvió a emerger y, de forma inconsciente, miró su abrigo, pensó en la Emperatriz, veía sus ojos y su pelo negro; intentó dar con el parecido; le inquietaba; se parecía a alguien, estaba seguro; eran los ojos; hizo un esfuerzo violento y, contra toda apariencia, contra toda verosimilitud, descubrió que la Emperatriz se parecía a su segunda mujer, a la que había abandonado. Una era seca como un sarmiento, la otra enorme y fláccida, pero eso era lo de menos. Todo residía en los ojos. Esa fijeza. Ese desdén inconsciente, inmenso, soberbio, esa ignorancia, quizá, de todo lo que no fuera ella, de todo lo que no tuviera que ver con ella.
Se volvió pesadamente en la dura cama, que olía a sudor. Había vuelto a acostumbrarse al olor de su sudor, como cuando era niño. Durante demasiados años, tal vez durante la mayor parte de su vida, había olvidado el olor de su sudor, el olor del sol, todos los olores de la vida que la gente deja de percibir porque les acapara su trabajo, y se preguntó si no sería esa la causa de que…
Estaba rozando una verdad, un descubrimiento, se hallaba ya entre dos aguas, pero se vio arrastrado de nuevo a la superficie y pensó: «No iré».
¿Para qué? ¿Para hacer el qué?
Recordó su expresión dolorosa, su «¡oh!» de dolor infantil cuando la poseyó por primera vez, torpemente, porque le daba vergüenza. Y desde entonces, cada vez que hacía el amor con ella, procurando apoyar el peso de su cuerpo lo menos posible, sabía que su mirada era la misma, evitaba mirarla a la cara; por eso el coito, en vez de ser un placer, era un padecimiento.
Se incorporó bruscamente. Dijo no, quiso volver a echarse y, a los pocos minutos, sacó de la cama sus desnudas piernas y buscó los calcetines, que yacían por el suelo.
Le sorprendió comprobar que eran ya las diez. Por eso el panorama de tejados rosados ofrecía un aspecto distinto de los demás días. Empezó a afeitarse. Luego dejó caer un zapato y alguien aporreó la pared; su vecino, que era crupier en el casino y lucía unos bigotazos azulados, le llamaba al orden.
Bajó. En el pasillo de la planta baja se tropezó con la camarera que le había robado el dinero y que, desde entonces, le miraba como si le guardara rencor. Le dio los buenos días exagerando la amabilidad, y ella le contestó con un saludo seco mientras fregaba el suelo.
Caminó hasta el Plazza, pero antes de entrar se tomó un café en un bar, pues se notaba la boca pastosa. El hotel era de color blanco cremoso y sus innumerables ventanas ostentaban cantidad de adornos, como un pastel. Se preguntó si el conserje le dejaría pasar. De todos modos, era la hora en que acudían los proveedores y el personal. El vestíbulo era amplio y fresco. Se acercó al mostrador del recepcionista.
—Soy del Monico —se apresuró a decir al ver que el otro, que estaba hablando por teléfono, lo examinaba de arriba abajo.
—¡Diga! Sí… ¿Llegan en coche? ¿Sobre las dos? Bien… Gracias… ¿Qué desea? —preguntó dirigiéndose a Désiré.
—El dueño querría saber qué ha pasado con la señora que estaba con la Emperatriz. Mentira infantil, ridícula, inútil.
—¿La señora Thérèse?
¡Vaya! ¡No había cambiado de nombre! Había pasado a ser la señora Thérèse, del mismo modo que él era en ese momento el señor Désiré. Pero él había robado el nombre de un escaparate.
—¿Sigue aquí?
—No. Y dudo que la encuentre. No se han portado bien con ella…
—¿Quiénes?
—¡La policía no! La policía ha comprendido que era una persona que se ganaba la vida… ¡Pobre mujer! Parecía tan dulce… Seguro que la habrá visto en el Monico. Sé que el inspector de París estuvo allí anoche… Nada, ¿verdad?
—Nada.
—De haber estado yo aquí les hubiera llamado para avisarles por si acaso… Cuando me he enterado, le he metido una bronca a mi compañero de la noche por no hacerlo… Nunca se sabe…
—Muchas gracias. Se lo diré al jefe. Y entonces, lo de esa mujer…
—La han interrogado durante lo menos tres horas. Luego le han subido comida, porque estaba agotada. No sé qué habrá decidido hacer el inspector con ella. Había avisado a la familia… Me refiero a la familia de la Emperatriz, porque tiene un hermano que trabaja en negocios de coches. Es representante para toda Francia de una marca americana…
El conserje saludó a una inglesa delgada, vestida con un traje sastre, que pasaba con aire decidido detrás de Désiré.
—Tiene una carta, Miss…
La miró mientras se alejaba. La puerta, al girar, hizo que una franja de sol se deslizara por la pared.
—Vaya, que han avisado al hermano. Inmediatamente ha dado instrucciones por teléfono a un abogado de aquí. Una hora después, o menos, se han presentado unos agentes del juzgado exigiendo que lo sellaran todo. El jefe de planta, que ha entrado varias veces en la suite para llevarles bebidas, me ha dicho que era un espectáculo estrambótico. Les daba pánico que desapareciese la cosa más insignificante. Recogían cualquier objeto, por pequeño que fuese: medias, pañuelos, una zapatilla desparejada… Luego lo metían todo en los armarios y los sellaban.
»Por lo visto, esa gente obligó a la policía a registrar a la señora Thérèse. Si hubieran podido, la habrían sellado también a ella.
»Ha sido por las joyas, ¿entiende? Dicen que son auténticas. Había tantas que yo hubiera jurado que eran tapones de cristal. ¡Menuda desgracia si la señora Thérèse llega a llevarse alguna, aunque hubiera sido la más pequeña!
»¡Precisamente! La llamada de teléfono, cuando ha llegado usted, era para anunciarme que el hermano llegará luego en coche con un solicitor. Están en camino y vienen disparados.
»¡Diga! No… No está. ¿Cómo? Sí, sigue conservando la suite, pero todavía no ha llegado.
Como tenía a Désiré por una persona del oficio, le puso en antecedentes sin decirle de quién se trataba:
—¡Otra que tal! No vuelve nunca antes de las once de la mañana y se pasa en la cama hasta las diez de la noche. Me preguntaba usted qué ha sido de la señora Thérèse… No lo sé. Cuando han acabado con todos esos trámites la han echado a la calle, literalmente, sin dejarla que se llevase nada, ni siquiera sus objetos personales, que están sellados con todo lo demás. Sólo llevaba el bolso. Había llorado. Todavía la estoy viendo en la calle. Se notaba que no sabía adónde ir, parecía un animalito perdido. Al final se ha ido hacia la Place Masséna. Si no quiere tropezarse con el inspector, más vale que no se quede aquí mucho rato, porque tiene que venir a las once. No sé adónde habrán llevado el cuerpo. Lo han sacado esta noche por la puerta de servicio. Por lo visto lo mandan a América.
También Désiré se quedó un rato fuera como un animalito perdido, y, al igual que hizo su primera mujer, se dirigió hacia la Place Masséna. Inspeccionó maquinalmente las terrazas de los cafés. Todavía había poca gente bajo los toldos, pero no confiaba mucho en encontrar a Thérèse.
Lo más probable es que se hubiera refugiado en una pensión barata, en uno de esos hoteles miserables del barrio antiguo en los que hay ropa tendida a ambos lados de la calle y niñas con el trasero desnudo sentadas en los portales.
Cruzó el mercado de flores, donde estaban barriendo ya brazadas de tallos, de yemas y de pétalos marchitos que exhalaban un olor a día de Difuntos.
No confiaba mucho en encontrarla. Tampoco sabía si lo deseaba. Sin embargo, es frecuente toparse con personas a las que uno no espera ver; prueba de ello fue que, en una acera estrecha, rozó al inspector, que caminaba rápido, sin duda para estar a las once en el Plazza. El policía se volvió, tratando de hacer memoria, y luego siguió su camino. ¿Buscaba también él a Thérèse? Probablemente no. Debía de saber dónde estaba.
Siguió caminando. A las doce se dejó caer por la Place Masséna y se sentó en la terraza de un gran café. Había un montón de gente tomando el aperitivo ante los veladores. Voceaban periódicos extranjeros. Autocares repletos de viajeros vestidos con ropas claras se detenían y arrancaban de nuevo. Dentro, hileras de cabezas vueltas todas ellas hacia el mismo lado reflejaban una curiosidad satisfecha y arrobada.
En ese instante divisó bruscamente a Thérèse entre la multitud. Se quedó tan sorprendido que estuvo a punto de dejarla marchar. Su exmujer se había parado en la acera, esperando a que el agente detuviera el río de coches. Tenía que pagar la consumición. El camarero se demoraba dentro. Désiré golpeó el cristal con una moneda. Estaba angustiado y, sin embargo, era incapaz de marcharse sin pagar.
El agente dio paso a los peatones. Llegó el camarero, cargado con una bandeja, y repartió el contenido entre las mesas vecinas.
—Ya va… —dijo para calmar al cliente nervioso.
Los peatones iban pasando. La cola se reducía. Sólo quedaba un tipo gordo, que pasó corriendo. El agente dio paso a los coches.
—¿No lleva suelto?
—Es igual.
Demasiado tarde. Tuvo que esperar. Trató de distinguirla a la sombra de los castaños del bulevar; durante un segundo, entrevió su figura vestida de gris claro.
Cuando por fin pudo seguir, apretó el paso procurando no correr, empujó a varios transeúntes y, por fin, a unos cincuenta metros, la vio andar lentamente, como quien camina sin rumbo y finge mirar los escaparates.
Désiré aminoró el paso. No tenía pensado nada. No sabía lo que quería hacer. Caminaba cada vez más despacio; diez, cinco metros los separaban, y ella no se daba cuenta de nada, estaba cansada, tal vez buscaba un restaurante; lo más grotesco fue que se detuvo bruscamente ante un escaparate de pipas y él se encontró de pronto a su altura. Entonces, como no se atrevió a volver la cabeza y seguir andando, la llamó:
—¿Thérèse?
Ella se estremeció, se volvió y frunció el ceño. La expresión era tan suya, tan genuinamente suya, que los años se esfumaron y se le apareció idéntica a como la había conocido: un animalito frágil, indefenso, que al menor ruido se queda paralizado por el miedo, que se siente incapaz de huir y que, inmóvil, encoge un poco el cuello y mira con dulce sorpresa abatirse sobre ella la maldad del mundo.
Hasta tal punto era «eso» que a Désiré se le hizo un nudo en la garganta. Por un instante se le puso un velo ante los ojos y la vio más borrosa. La imagen se recompuso en el momento en que Thérèse, que había rebuscado febrilmente en su memoria, descubrió por fin la verdad y dejó traslucir su estupor.
Aún no podía creer que no se tratase de una nueva trampa y parecía decidida a huir.
—¿Tú? —balbució.
¿Qué podía decirle él? No lo sabía. Estaban en la calle. El sol recortaba las hojas de los plátanos en sombras chinescas que temblaban en el pavimento. La gente caminaba deprisa. Los coches desfilaban a dos metros de ellos. Miró las pipas del escaparate y se decidió a hablar:
—Sabía que estabas en Niza. No tengas miedo. Estoy al corriente…
El asombro dilataba sus ojos malva. Porque eran de color malva. El señor Monde se preguntaba si antaño ya eran de ese color. Cierto que había maquillaje en los párpados, un maquillaje que dejaba minúsculas lentejuelas brillantes. Bajo la barbilla, la piel se estriaba en finas arruguillas.
¿Qué le pasaba por la cabeza al volver a verlo? ¿Escuchaba lo que él le decía?
—Te explicaré. Pero antes deberíamos sentamos en algún sitio. Seguro que no has comido.
—No.
No se refería a la comida. Lo decía débilmente para sí misma, moviendo la cabeza. Tal vez pensaba que no era posible. Tal vez se rebelaba contra la realidad de aquel encuentro.
—Ven.
Thérèse le siguió. Él caminaba demasiado deprisa. Se veía obligado a esperarla. Siempre había sido así cuando caminaban juntos. Daba la impresión de que la llevaba a remolque, y, cuando ella no podía más, le suplicaba o se paraba sin decir nada, recobrando el aliento, y él lo entendía.
—Perdón.
Pero al poco volvía a hacer lo mismo sin darse cuenta.
En una esquina había un restaurante con unas mesas fuera; quedaba una mesa libre junto a una planta ornamental.
—Sentémonos aquí.
Y pensaba: «Menos mal que estamos en la calle, que pasa gente, que el camarero vendrá a preguntarnos qué queremos comer y volverá a poner los vasos en el mantel. Menos mal que siempre hay algo ajeno a nosotros, que nunca nos quedamos completamente a solas…».
—Tráiganos la carta, cualquier cosa.
—¿Tomarán marisco?
—Bueno…
—Hay brandada.
¡Qué casualidad! Recordó que a ella no le gustaba el bacalao y contestó que no querían. Ella seguía mirándolo, atónita, y empezó a verlo tal como era. La situación no era la misma. Él había tenido tiempo para observarla durante horas por la mirilla del Monico. Lo que más debía de sorprenderla era su traje, pues, desde que había pasado a ser el señor Désiré, había adoptado de nuevo el traje de confección que comprara en París.
—¿A qué te dedicas?
—Ya te explicaré. No tiene importancia.
—¿Vives en Niza?
—Sí. Desde hace algún tiempo.
Era demasiado largo de contar, carecía de interés. Empezaba a lamentar haberse acercado a ella. No era lo que había proyectado. Sólo quería saber dónde vivía para enviarle algo de dinero. Ganaba un sueldo y todavía le quedaba algo del que llevaba en el bolsillo en el momento del robo.
Ella se sentía todavía más incómoda que él. Había estado a punto de llamarle de usted. Aun así, le había salido el tú, y venía a ser como si estuviesen desnudos el uno frente al otro.
—Aquí tienen los señores. ¿Qué vino van a tomar?
Recordó el otro restaurante, el de las tres plantas de comedores en Marsella, debido al color rosa de las gambas, al gris amarillento de las almejas, al vino que les trajeron, que tenía el mismo aroma.
¡Menudo peregrinaje desde París! Tocó la mesa para tomar contacto con la realidad.
—¿Lo pasaste muy mal? —balbució Thérèse.
El señor Monde observó su boca avejentada por el maquillaje.
—No. No sé… No lo entendía.
Ella se sorprendió todavía más. Sus ojos de niña envejecida, de niña de mejillas marchitas, se agrandaron ingenuamente interrogantes.
¿Lo entendía él ahora? Probablemente era lo que quería expresar. No parecía posible. Y, sin embargo, él era otro hombre. Se había ajado también. Sus mejillas tenían la consistencia fofa de los gordos que han adelgazado de pronto. Bajo el chaleco había un hueco en el espacio que ocupaba la barriga.
—Come —dijo el señor Monde.
¿Sabía que ella tenía hambre, que deambulaba desde la víspera por las calles sin un céntimo en el bolsillo? No se notaba. Su liviano abrigo no estaba arrugado. Debía de haberse metido en algún sitio, tal vez en el Casino, donde la conocían, y quizás el barman la había invitado a tomar algo.
Comía. Procuraba comer lentamente, sin prisa.
—¡Si supieras lo mal que me hace sentir verte así! —dijo de pronto.
Era ella quien le compadecía y se apiadaba de su miserable aspecto. Su frente se llenó de nuevo de finas arrugas.
—¿Cómo sucedió?
Él la miraba tan intensamente que olvidó contestarle. Thérèse, púdicamente, añadió, casi tenía miedo de que la oyeran:
—¿Ha sido por culpa mía?
—Qué va… No pasa nada, de verdad. Soy feliz.
—Pensaba que habías vuelto a casarte.
—Sí.
—¿Tu mujer?
—Me he ido yo. No tiene importancia.
El camarero depositó ante ellos una fuente de callos, grasientos y aromáticos. Thérèse no veía ningún contraste con la situación, porque estaba hambrienta, pero él tenía que hacer un esfuerzo para tragar un bocado.
—Acaba de sucederme una desgracia —murmuró ella como para disculparse de su apetito.
—Lo sé.
—¿Cómo lo sabes?
—Y, de repente, preguntó, como si se le hiciera una luz—: ¿Eres de la policía?
Él no se rio, ni siquiera le hizo sonreír la pregunta. No cabía duda de que, vestido con aquel traje mortecino, tenía todo el aspecto de un auxiliar de la policía.
—No. Pero estoy al corriente de todo el asunto. Llevo toda la mañana buscándote.
—¿A mí?
—He pasado por el Plazza. Ella se estremeció.
—Son tan infames… —confesó.
—Sí.
—Me han tratado como a una ladrona.
—Lo sé.
—Se han quedado con todo lo que llevaba en el bolso y no me han dejado más que un billete de veinte francos.
—¿Dónde has dormido?
—En ningún sitio.
Había hecho mal en hablar de aquello, porque Thérèse ya no podía comer. Se le había hecho un nudo en la garganta.
—¡Bebe!
—Sigo preguntándome qué haces aquí.
—Trabajo. Estaba cansado de estar allí.
—Pobre Norbert.
La frase le dejó petrificado. Thérèse no debería haber dicho eso con aquel tono estúpidamente compungido. La miró con dureza. No se lo perdonaba. Llevaban apenas un cuarto de hora juntos, a lo sumo media hora, y volvía a supeditarlo todo a sus opiniones de mujer.
—¡Come! —ordenó él.
¡Sí! Comprendía perfectamente lo que le pasaba por la cabeza. Volvía a situarse, sin poder evitarlo, en el centro del mundo. Adoptaba ese aire de culpabilidad porque estaba convencida de que ella era la causante de todo.
Y en el fondo, en lo más hondo de sí misma, tras aquella cara de desconsuelo, debía de estar disfrutando de su triunfo.
¡Claro que sí! ¡Era ella la que se lo había hecho pasar mal marchándose! ¡Y por más que él hubiera vuelto a casarse y hubiera reconstruido un hogar, no había logrado encontrar la felicidad!
Quería que se callase. Quería marcharse, dejándole lo suficiente para comer y apañarse.
—¿Era mala?
—¡No! —contestó él perversamente.
Reinó un pesado silencio, mientras ella seguía comiendo sin ganas, sin apetito.
—¡Camarero! —llamó él.
—Señor.
—Póngame un café.
—¿No tomarán postre?
—La señora sí, yo no.
Thérèse sintió como si hubiera ensuciado algo. Fue tan consciente de ello que balbució:
—Perdóname.
—¿Por qué?
—He vuelto a decir una tontería, ¿no? Siempre me reprochabas que decía tonterías.
—No tiene importancia.
—¡Si supieras la impresión que me he llevado antes! ¡Verte así de repente! ¡Yo me lo merezco todo! Hace tanto tiempo que me he acostumbrado… No es la primera vez que me veo en una situación parecida.
¡Pero tú!
—No hables de mí.
—Perdón.
—Supongo que la policía te obliga a quedarte en Niza.
—¿Cómo lo sabes? Sí, hasta que termine la investigación. No sé qué diligencias.
El señor Monde sacó la cartera, y el gesto le hizo ruborizarse. ¡A la porra! Tenía que hacerlo. Se cercioró de que no los miraba el camarero, que estaba plantado ante la puerta del restaurante.
—Tienes que encontrar un sitio donde dormir.
—Norbert…
—Tómalo.
Tenía las pestañas llenas de lágrimas, lágrimas que no corrían, que asomaban sin llegar a derramarse.
—Me haces sentir mal.
—Que no… Ojo, que nos miran.
Thérèse hipó dos o tres veces y, con un gesto que él empezaba a conocer, alzó el bolso abierto a la altura del rostro para empolvarse.
—¿Ya me dejas? Él no contestó.
—Claro, tendrás que ir a trabajar. Ni siquiera sé a qué te dedicas.
—Es igual. ¡Camarero!
—Señor…
—La cuenta.
—¿Tienes prisa?
La tenía. Sentía los nervios a flor de piel. Se veía tan capaz de perder los estribos como de enternecerse. Necesitaba estar solo y, sobre todo, dejar de tenerla delante, con sus ojos cándidos y el cuello arrugado.
—Busca una habitación y descansa.
—Sí.
—¿A qué hora tienes que presentarte ante la policía?
—Pasado mañana. Están esperando a la familia.
—Ya.
Se levantó. Pensaba que ella se quedaría sentada un rato en la terraza mientras se acababa el café. Eso le daría tiempo para alejarse. Pero se levantó también y permaneció de pie ante él.
—¿Hacia dónde vas?
—Hacia allá.
Hacia la zona de la Place Masséna, o sea, de su hotel. Sin saber por qué, no quería que ella supiera dónde se alojaba.
De nuevo la tenía detrás. Él caminaba deprisa. Thérèse acabó comprendiendo que no debía insistir y aminoró el paso, como un corredor que abandona; pero le dio tiempo para susurrarle:
—¡Ve! No te sigo más. Te pido perdón…
Él, por torpeza, porque no sabía cómo hacerlo, no le había dicho adiós. Le latían las sienes mientras se alejaba al sol. Era consciente de comportarse con crueldad.
«Te pido perdón…».
En esta ocasión —estaba seguro—, no aludía al pasado ni a cuanto él hubiera podido reprocharle. Hablaba del presente inmediato, de su encuentro fallido, de su propia impotencia para comportarse como él hubiera querido.
Aguardó a alejarse un buen trecho para volverse. Ella sólo había dado unos pasos y se había detenido, por hacer algo, delante de una peletería.
La gente que pasaba no lo sabía. No era más que una mujer más. Y él no era más que un hombre con prisa, como tantos otros que van a su trabajo.
Al llegar al Gerly’s vio a Julie comiendo con Charlotte junto a la ventana abierta. No podía entrar en el hotel sin que le vieran, y pasó por la cervecería.
—¿Estabas fuera? —preguntó Julie, sin dejar de comer. En la frente se le formó una arruga—. ¿Pasa algo?
—Me voy a dormir —se limitó a mascullar él.
—¿Hasta la noche?
—Sí.
Sólo en la escalera gris comprendió el sentido de aquel «¿Hasta la noche?».
Se quedó desconcertado. ¿Por qué le había preguntado eso? ¿Se ponía ya todo en entredicho?
Se encontró a la camarera limpiando la habitación y la echó, casi groseramente, en contra de su costumbre. Se acostó y cerró con rabia los ojos, pero nada estaba en su sitio, ni la oscuridad, ni la luz, ni los ruidos, ni siquiera los gorriones alborotadores, y todo su ser se impacientaba en un limbo grisáceo.