Resultaba grato y amargo a la vez, como esos dolores que uno cultiva con solicitud, prodigándoles sutiles cuidados para que no desaparezcan. El señor Monde no sentía ira, no se rebelaba ni lamentaba nada. A los catorce o quince años, cuando estudiaba en el Stanislas, durante una cuaresma atravesó un periodo de misticismo agudo. Se pasaba los días y parte de las noches haciendo ejercicios espirituales en busca de la perfección, y, casualmente, conservaba una fotografía de aquella época, una de grupo, pues en tales circunstancias se hubiera negado a reproducir su imagen. Aparecía enflaquecido, algo doliente, exhibiendo una sonrisa de una dulzura que, más adelante, cuando se produjo la reacción, le resultó exasperante.
En otra ocasión, mucho tiempo después, tras su segundo matrimonio, su mujer le dio a entender que le incomodaba el aliento de los fumadores. No sólo abandonó el tabaco, sino la menor gota de aguardiente e incluso el vino. Aquella mortificación le producía una satisfacción violenta. También entonces adelgazó, hasta el punto de que, a las tres semanas, tuvo que acudir a su sastre para que le estrechara la ropa.
Ahora tanto le daba que la ropa le quedase ancha o estrecha; el caso era que, en dos meses, había adelgazado mucho más. Se sentía más ágil. Y por más que su tez, de ser sonrosada hubiese pasado a ser gris, cuando tenía ocasión miraba con cierta complacencia su cara, que no solamente reflejaba serenidad, sino una alegría secreta, una delectación casi mórbida.
Lo más duro era luchar contra el sueño. Siempre había sido tragón. En ese momento, por ejemplo, a las cuatro de la mañana, se veía obligado a recurrir a pequeños trucos para no adormilarse.
Por otra parte, era el momento en que en el Monico se notaba caer, como diluido en el aire, el cansancio general. Por segunda vez el señor René, que se autodenominaba director artístico, había entrado en el office, embutido en su impecable esmoquin, pechera inmaculada, dientes agresivamente resplandecientes.
El señor Monde lo veía llegar a través del local, pues muy cerca de él, a la altura de sus ojos, había una mirilla redonda que le permitía vigilar, más que a los clientes, al personal.
El señor René no podía evitar, cuando caminaba, sonreír a derecha e izquierda cual soberano que reparte prebendas. Seguía avanzando envuelto en la cálida luz de la sala de baile, se acercaba a la puerta de dos batientes, forrada de terciopelo rojo por un lado, sucia y vulgar por el otro, y, en el preciso instante en que la empujaba con mano familiar, se esfumaba su sonrisa, desaparecían sus magníficos dientes de martiniqués de pelo casi liso, pero uñas con un semicírculo de sangre azulada.
—¿Qué hora es, Désiré?
Pues al público no puede mostrársele la hora en un lugar donde el arte reside en hacérsela olvidar. Désiré era el señor Monde, él mismo había elegido ese nombre. Désiré Clouet. La cosa se remontaba a Marsella, un día en que estaba sentado con Julie en una cervecería de la Canebière y esta le preguntó su nombre. La pregunta le pilló desprevenido y no supo inventársela, pero en una tienda, al otro lado de la calle, leyó escrito en letras amarillas: DÉSIRÉ CLOUET, ZAPATERO.
Ahora era Désiré para algunos y el señor Désiré para el personal. El office era una habitación alargada, la antigua cocina de un piso particular. Las paredes pintadas al aceite eran de un verde que se había tornado amarillo y, en algunos lugares, tenían color de tabaco líquido. Una puerta al fondo daba a la escalera de servicio. Como ello permitía salir del local por otra calle y no por la calle principal, a veces algunos clientes atravesaban el domicilio del señor Désiré.
Estos solían ser los clientes de la sala de juego, a quienes les traían sin cuidado el desorden y la suciedad. No les importaba ver que las cocinas del Monico se redujesen a un mugriento hornillo de gas cuyo tubo de goma roja saltaba siempre y que sólo servía para calentar los platos que iba a buscar el botones a un bar de al lado. No se fregaba. Platos y cubiertos eran amontonados, llenos de pringue, en una canasta. Sólo los vasos, marcados con la letra «M» y guardados en una alacena, se lavaban en la casa. En el suelo, bajo la mesa, esperaban las botellas de champán, y encima de esa mesa corrían latas de foie gras abiertas, jamón y trozos de carne fría.
Désiré tenía su puesto en el rincón, pegado a la pared de la sala de baile, sobre una especie de tarima en la que se erguía un pupitre.
—Las cuatro, señor René —contestaba—. Ya se largan.
Aparte de las chicas de alterne, apenas quedaba media docena de clientes en el local, y ya no bailaban. La orquesta de jazz descansaba largos momentos entre una pieza y otra, y el señor René se veía obligado a llamarlos al orden, de lejos, con un movimiento apenas perceptible de la mano.
El señor René estaba comiendo. Casi cada vez que entraba en el office comía algo, una trufa que extraía con los dedos del foie gras, un trozo de jamón o una cucharada de caviar, y se servía un fondo de botella, era la comida seria, se preparaba un bocadillo completo y se lo comía despacio, arremangado, con un muslo apoyado en una esquina de la mesa, que había limpiado previamente.
Como ese, había largos ratos en los que Désiré no tenía nada que hacer. Le habían nombrado administrador. Su trabajo consistía en vigilar todo lo que había en el office: bebidas, comida, cigarrillos, accesorios de cotillones, etcétera. Debía cuidar de que nada saliese de aquella habitación sin que quedase reflejado en la nota correspondiente, y, a continuación, a través de la mirilla, tenía que cerciorarse de que era esa nota y no otra la que se entregaba al cliente, pues los camareros tienen sus trucos; una noche hubo que desnudar a uno para dar con el dinero que negaba haber cobrado.
Julie se encontraba allí, en el local de tintes anaranjados. Sus clientes se habían marchado ya. Estaba sentada a una mesa con Charlotte, una rubia gorda; intercambiaban frases indolentes, fingían beber, se levantaban a bailar juntas cada vez que el señor René, al pasar junto a ellas, chascaba los dedos.
Désiré había entrado a trabajar en el Monico por mediación de Julie. La primera noche, cuando se dio cuenta de que había desaparecido el dinero, Désiré quiso marcharse. A cualquier sitio. Le daba igual. Y a ella le indignó verlo tan resignado, pues no le cabía en la cabeza que semejante acontecimiento casi supusiese un alivio para él.
Sin embargo, era así. Tenía que suceder. El haberse llevado semejante cantidad de dinero, en París, había sido un error, una torpeza, tal vez un acto de timidez. Al hacerlo no había seguido la norma, una norma que no estaba escrita en ningún sitio, pero que no por ello dejaba de existir. Cuando decidió marcharse, no sintió sorpresa ni emoción, porque sabía que tenía que suceder. Por el contrario, cuando fue al banco a retirar los trescientos mil francos, se sintió incómodo, culpable.
¿Acaso pensó en el dinero las otras dos veces en que soñó con huir? No. Había que estar en la calle, sin nada.
Y, entonces, por fin, había sucedido.
«—Espera un momento. Tengo que decirle una cosa al jefe». Julie había bajado. Al regresar, a los pocos minutos, le anunció:
«—Yo tenía razón. ¿Adónde pensabas ir? Hay una habitación libre, arriba… Es una buhardilla, pero Fred la alquila por meses y no pide mucho. Yo me quedaré esta habitación un día o dos y, si no encuentro nada, subiré también al sexto… ¡Seguro que algo encuentro!».
Encontró, primero para ella, aquel trabajo de chica de alterne en el Monico, y, a los pocos días, le encontró a Désiré el puesto que ocupaba desde hacía ya dos meses.
En principio, no tenían ya nada en común. Raras veces, cuando Julie estaba sola, salían juntos hacia el hotel, de madrugada. Ella le contaba historias de René, o del gran jefe, el señor Dodevin, historias de sus compañeras y de los clientes; él escuchaba con paciencia, asentía y sonreía como un bendito. Tan es así que ella se impacientaba.
«—Pero ¿qué clase de hombre eres?».
«—¿Por qué?».
«—No lo sé. Siempre estás contento. Te conformas con lo que te echen. Para empezar, no hiciste la denuncia, y eso que no tienes nada que temer de la policía. Te crees que no me di cuenta, ¿o qué? Cuando te la encuentras en la escalera, saludas a esa zorra que te robó el dinero…».
Estaba convencida —y él no dudaba en compartir su opinión— de que quien le había robado el paquete de billetes de encima del armario era la camarera de la planta, una chica fea, de pelo grasiento y pechos grandes y fofos. Era perfectamente posible que espiase a los clientes en sus habitaciones, pues siempre andaba rondando por los pasillos, con un trapo o una escoba en la mano para disimular.
Julie se había enterado de que su amante era un músico del Casino, que la trataba con dureza y desprecio.
«—Apuesto lo que quieras a que él tiene el dinero. Es muy listo y de momento no quiere utilizarlo. Se espera a que acabe la temporada».
Era posible. ¿Y qué?
Aquello también formaba parte de sus sueños. Incluso puede que se hubiera marchado por eso. A veces él mismo se lo preguntaba. De joven, cuando pasaba de noche junto a cierto tipo de mujeres, sobre todo en las calles sórdidas, le recorría un largo escalofrío. Las rozaba expresamente, pero no se volvía; por el contrario, salía disparado en cuanto le dirigían la palabra.
A veces abandonaba su despacho de la Rue Montorgueil para ir a deambular un cuarto de hora, sobre todo en invierno —y preferentemente cuando caía una sucia llovizna—, por las callejuelas de las inmediaciones de Les Halles, donde ciertas luces tienen como un halo de misterio canallesco.
Cada vez que tomaba el tren, solo o con su mujer, sí, cada vez, instalado en su vagón de primera, envidiaba a las personas cargadas con bultos mugrientos que partían hacia no se sabía adónde, indiferentes a lo que pudiese aguardarles.
En la Rue Montorgueil tenía un vigilante nocturno. Era un exprofesor de instituto que se había quedado sin trabajo, acusado de haber tenido aventuras con alumnas. Iba mal vestido y era un tipo hirsuto. Llegaba por la noche, con una botella de vino en el bolsillo, se acomodaba en un cuchitril y ponía a calentar la cena en un infiernillo de alcohol.
Por las mañanas, cuando el señor Monde tenía un trabajo urgente y llegaba más temprano que de costumbre, lo sorprendía guardando sus cosas, tranquilo e indiferente. Luego realizaba maquinalmente una última ronda para asegurarse de que todo estaba en orden y salía a la calle, iluminada por un sol rutilante.
¿Adónde iba? Nadie sabía dónde vivía, a qué rincón perdido acudía a tumbarse como un animal durante el día.
También a él lo había envidiado el señor Monde. Y, por entonces, Désiré empezaba a parecérsele.
—¿Qué quieres, chaval?
El botones acababa de entrar en el office y, por supuesto, se dirigía a René, que seguía comiendo.
—¿Está arriba el jefe?
—¿Por qué?
—Ahora mismo está subiendo un poli, un poli que no conozco. Quiere hablar con él…
De manera instantánea, el señor René despegó el muslo de la mesa, hizo desaparecer el bocadillo, se restregó los dedos y se sacudió las solapas. Todo sucedió tan rápido que pareció efectuarse en un solo gesto. Luego salió disparado por la pista, conteniéndose para no correr, y todavía fue capaz de sonreír a los clientes.
En el momento en que llegaba a la puerta que daba a la escalera de mármol, esta se abrió y entró un hombre que no había querido dejar el abrigo en el guardarropa y a quien el jefe de pista atendía solícito.
Désiré los seguía con los ojos. Julie y su compañera, sentadas a su mesa, ya se habían dado cuenta. Por la mirilla, Désiré vio que René invitaba a sentarse al inspector a una mesa bastante alejada de la pista, pero el policía permaneció de pie, movió la cabeza y pronunció unas palabras. René desapareció por otra puerta, la que conducía a la sala de juego. Otros policías, los que estaban a buenas con la casa, tenían libre acceso allí, pero, como nunca se acababa de estar dentro de la ley, era preferible que no entrase uno nuevo.
Era un hombre alto y fuerte, de unos treinta y cinco años. Mientras esperaba, recorría vagamente con la mirada la sala de baile. Al poco, reapareció René acompañado del gran jefe, el señor Dodevin, que había sido notario y conservaba cierta dignidad en el porte.
Una vez más, invitaron al hombre a sentarse y a tomar una botella de champán en el cuchitril de Désiré.
—Pase, pase por aquí… —dijo el señor Dodevin—. Estaremos más a gusto para charlar. ¡René!
—Sí, señor.
Y René, que había entendido, buscó una buena botella de champán entre las que quedaban y fue a la alacena a frotar con un trapo dos vasos.
—Como ve, estamos un poco estrechos.
Y el señor Dodevin, que ostentaba siempre una hermosa y uniforme palidez marmórea, pasó un instante al local para tomar dos sillas tapizadas de terciopelo rojo.
—Siéntese… ¿Pertenece usted a la brigada de Niza? ¿No? Ya decía yo que no me sonaba su cara.
Désiré no los miraba. Vigilaba profesionalmente el local, donde todo el mundo esperaba con impaciencia a que se marchasen los últimos clientes, quienes se obstinaban en quedarse e impedían que veinte personas pudiesen irse a la cama.
Desde su mesa, aunque no podía ver la cara de Désiré, Julie, consciente de que estaba allí, le hizo una seña que quería decir: «¿Qué pasa? ¿Es grave?».
Désiré no podía contestar. En realidad, no tenía importancia. Julie necesitaba de cuando en cuando tomar contacto con él, hacer una mueca, por ejemplo, cuando tenía que bregar con un cliente que bailaba mal o con un tipo ridículo.
Désiré oyó que hablaban a media voz de la Emperatriz y prestó atención.
—¡No me diga! ¡Muerta! —murmuraba el exnotario con voz de circunstancias—. Una mujer tan excepcional. ¿Y dice usted que murió al salir de aquí? Desde luego, es una fatalidad, aunque no veo en qué…
La víspera misma había estado allí la Emperatriz, a menos de cinco metros de un Désiré invisible, que sí podía examinarla a sus anchas.
¿Quién la había llamado la Emperatriz? Resultaba difícil saberlo. Probablemente hacía tiempo que ostentaba ese apodo en la Costa Azul. Unos diez días atrás, Flip, el botones, había entrado corriendo tal como había hecho ante la llegada del policía y le había anunciado a René: «¡Qué bien! Ha llegado la Emperatriz».
La habían visto entrar, enorme, obesa, amarilla de grasa, con un abrigo de pieles abierto sobre la pechera, rutilante de pedrería. Bajo los párpados abotargados, las pupilas reflejaban tal indiferencia que parecían muertas.
Jadeaba de haber subido la escalera, pues el Monico estaba en la primera planta. Se detuvo, cual reina aguardando a que el protocolo se dignase ocuparse de ella. René se acercó corriendo, deshaciéndose en sonrisas y reverencias, señaló una mesa, luego otra, le designó por fin una banqueta, mientras la amiga de la Emperatriz, que llevaba un pequinés, la seguía con modestos andares de dama de compañía.
Aquella noche, Désiré no había pestañeado. Tal vez había sonreído con un punto de amargura.
La compañera de la Emperatriz era su primera mujer, Thérèse, a quien no veía desde hacía dieciocho años. Aunque había cambiado, la reconoció y no sintió odio ni rencor, sólo como una carga suplementaria que caía sobre sus espaldas y que se sumaba a la otra, ya tan pesada, de la que ni siquiera intentaba deshacerse.
Thérèse debía de tener ya más de cuarenta años, o poco más, pues, cuando se casaron, tenía dieciocho. Aparentaba más edad. Sus rasgos parecían como petrificados. Seguía teniendo la tez sonrosada, pero su rostro debía de estar cubierto de una capa de maquillaje que le confería esa inmovilidad desconcertante.
Con todo, cuando sonreía, y sonrió varias veces, reaparecía casi la sonrisa de antaño, una sonrisa tímida, deliciosamente infantil, ingenua, esa sonrisa que había tenido engañado durante tantos años al señor Monde.
Se mostraba modesta, retraída, inclinaba un poco la cabeza y decía con voz exquisitamente suave:
«Como quieras…». O: «Ya sabes que me gusta lo que a ti te guste…».
Daba la impresión de que un movimiento brusco la hubiera hecho añicos, y, sin embargo, ella era la que coleccionaba, en su escritorio, esas fotografías obscenas que les meten en las manos a los extranjeros en los grandes bulevares; ella la que las anotaba, las copiaba meticulosamente a lápiz, exagerando el tamaño de los sexos; ella también —su marido estaba casi seguro, aunque prefirió no investigar— la que había acosado a su chófer de entonces hasta meterse en su buhardilla y la que, cuando el chófer la conducía por la ciudad, le mandaba parar ante la puerta de hoteles de mala nota.
¡Luego exhibía su sonrisa más pura para inclinarse ante la cuna de sus hijos!
Se le habían ajado los párpados, pero no dejaba de tener cierto encanto; traían a la mente ciertos pétalos de flores que se arrugan hasta el infinito y adquieren una transparencia celestial.
Al final, el inspector aceptó el champán que le ofrecían y un habano que Désiré se apresuró a anotar en el registro de salidas, pues él era el responsable. Luego la norma exigía que le hiciera firmar un comprobante al jefe en persona.
Las dos vivían en el Plazza, explicaba el policía. Una soberbia suite que daba a la Promenade des Anglais… El desorden y la suciedad que reinaban allí eran indescriptibles. No dejaban que entrase a limpiar el personal del hotel. Tenían una criada checa, o algo por el estilo, que recogía la bandeja en la puerta y que les servía la comida, casi siempre en la cama, porque a veces se pasaban treinta horas sin levantarse.
—Cuando llegué con mi compañero, había medias agujereadas por todos los rincones, ropa interior sucia, todo ello mezclado con joyas, pieles, dinero corriendo por los muebles…
—¿De qué ha muerto? —preguntó el señor Dodevin.
Y, como René seguía de pie detrás de ellos, le indicó que saliera. El inspector se sacó una caja de metal del bolsillo, extrajo una jeringuilla desmontada y la sostuvo ante su interlocutor, mirándole a los ojos.
El exnotario no pestañeó.
—Eso, nunca… —se limitó a decir sacudiendo la cabeza.
—Ah.
—Puedo jurarle por mi hija que aquí no ha entrado nunca morfina, como tampoco ha salido… Conoce usted la profesión tan bien como yo. No puedo asegurarle que me ciña siempre estrictamente a la ley, porque es imposible. Pero sus compañeros de la brigada de juegos, que vienen a verme con frecuencia, le dirán que soy legal. Vigilo a mi personal todo lo que puedo… Tengo un empleado que se ocupa expresamente de ello. —Señaló a Désiré—. Está aquí para comprobar que todo funciona correctamente en el local… Dígame, Désiré, ¿ha visto alguna vez morfina en este establecimiento?
—No, señor.
—¿Observa usted a los camareros, al botones y a las vendedoras de flores cuando se acercan a los clientes?
—Sí, señor.
—Mire usted, inspector, si me habla de cocaína, puede que ya no me muestre tan categórico. Me gusta jugar limpio. No voy a intentar hacerle creer lo que no es. Dado el tipo de mujeres que vienen por aquí, es inevitable que, un día u otro, se cuele alguna adicta a la nieve. Eso se extiende al momento como el aceite. Raro será que yo no me entere al cabo de unos días. Ocurrió hace dos meses, y enseguida me las quité de encima…
Tal vez el inspector le creía. Tal vez no. Observaba impasible el entorno, examinaba a Désiré como por hacer algo.
Este se asustó un poco. Seis días después de su fuga de París, y un día después de que le robasen el dinero, había aparecido su fotografía en los periódicos, no en primera plana, con las de los criminales, sino en la página tres, entre dos anuncios, hasta tal punto que parecía formar parte de la publicidad. La foto era mala.
«Se recompensará a quien informe sobre esta persona, que, muy probablemente, ha sufrido un ataque de amnesia».
Figuraba también la descripción de la ropa que llevaba el día de su desaparición y la dirección de un abogado de París, el abogado personal de la señora Monde, el mismo que le llevaba desde hacía diez años un pleito sobre una casa que habían heredado ella y unos primos.
Nadie le había reconocido. No había caído en la cuenta de que, si le buscaban, era porque no bastaba la llave de la caja fuerte, porque era necesaria su presencia, o por lo menos su firma.
—¿Poseía fortuna? Hablaban de la Emperatriz.
—Le quedaba un buen pico. Hace unos años todavía se cifraba en decenas de millones. En realidad es norteamericana; es una judía norteamericana, hija de un magnate de la confección. Se casó cuatro o cinco veces. Ha vivido en casi todas partes. Estuvo casada, entre otros, con un príncipe ruso, y por eso la llamaban la Emperatriz…
—¿Y la otra?
Désiré volvió la cabeza y miró hacia el local, temiendo la mirada atenta del inspector.
—Era francesa, de bastante buena familia. Divorciada… Ha hecho también de todo. Cuando la Emperatriz la conoció, trabajaba como obrera.
—¿La han detenido?
—¿Para qué? También hay líos con hombres… El personal del hotel no es dado a irse de la lengua. Algunas noches invitaban a subir a su suite a ciertos individuos. No se sabe muy bien quiénes eran… Tipos que recogían por ahí. A los del hotel les sorprendía encontrárselos en las escaleras. Preferían no verlos, ¿entiende?
El exnotario lo entendía perfectamente.
—Ayer por la mañana, a eso de las diez, la criada checa bajó para que llamaran a un médico. Cuando llegó, la Emperatriz ya estaba muerta. La otra, que seguía bajo los efectos de la droga, no parecía enterarse de nada.
—¡A su salud!
—A la suya.
—Tenía que venir a interrogarle. Intentamos averiguar de dónde procede la morfina. Es el segundo caso este invierno.
—Ya le digo.
—Que sí… Que sí…
—¿Otro puro? Llévese unos cuantos. Son bastante buenos.
El inspector terminó cediendo, se metió los puros en el bolsillo exterior de la chaqueta y alcanzó su sombrero.
—Puede salir por aquí…
La puerta de la escalera de servicio rechinó. El señor Dodevin giró el interruptor y aguardó a que el policía estuviese abajo para apagar la luz. Luego volvió sobre sus pasos y recogió los puros.
—Cinco, Désiré.
—Está anotado, señor Dodevin.
Désiré le alargó el lápiz para que firmase el albarán.
—¡Fíjate tú cómo, sin comerlo ni beberlo, te ves metido en un brete!
Salió a reunirse con René. Ambos hablaron a media voz, junto a la salida.
Julie, con los ojos alzados, las piernas cruzadas, agitaba el pie izquierdo, para señalarle a Désiré que estaba harta. Un camarero entró a toda prisa y agarró dos botellas de champán vacías que había en un cesto debajo de la mesa.
—Aprovecho ahora, que el menos borracho está en el servicio…
Los clientes ni se enteraron. Sólo las chicas de alterne se dieron cuenta del tejemaneje. Las dos botellas fueron a sumarse a las que habían consumido los clientes, y Désiré, sin inmutarse, trazó dos cruces en el libro.
Se preguntaba qué sería de su exmujer. De niña, sus padres la llamaban Bebé, por su aspecto angelical. Probablemente, la Emperatriz no le había dejado dinero. Ese tipo de mujeres nunca piensa en hacer testamento.
No le guardaba rencor. Tampoco la perdonaba. No era necesario.
—¡La cuenta de la nueve! —gritó un camarero por el resquicio de los batientes.
En cuanto se fueran los de la nueve, acabaría la jornada. La chica del guardarropa estaba esperándoles con sus cosas. Era jovencita y lozana. Llevaba un vestido negro reluciente y una cinta rojo oscuro en el pelo. Una muñeca. Un juguete. Era novia de un dependiente de charcutería, pero René la obligaba a acostarse con él. Désiré sospechaba que el gran jefe hacía lo propio, pero la muchacha era tan callada que no había modo de saber la verdad.
Se oyó un estrépito de sillas y de idas y venidas. Los camareros apuraban las botellas mientras quitaban las mesas y todos comían algo.
—¡Una copa para mí, señor René!
Este le sirvió una a Julie, que estaba sedienta.
—¡Qué mal lo he pasado toda la noche! Me he puesto unos zapatos nuevos y ya no aguantaba de pie.
Se quitó los zapatitos dorados y se calzó los zapatos normales, que había dejado junto a la estufa de gas.
Désiré terminaba de hacer la caja. Se oía cómo los jugadores atravesaban la sala de baile y se dirigían hacia la salida. Eran hombres serios, únicamente hombres, en su mayoría comerciantes de Niza, que, como tales, no podían entrar en las salas de juego de los casinos. Se despedían estrechándose la mano, como harían los empleados de una misma oficina al separarse.
—¿Vienes, Désiré?
Charlotte vivía en el mismo hotel que ellos. Había amanecido. La ciudad estaba desierta. En el mar se veían las barcas de pesca blancas, con listas verdes y rojas.
—¿Es cierto que se ha muerto la Emperatriz?
Désiré caminaba entre las dos. En una esquina de la calle, se detuvieron maquinalmente ante un pequeño bar que acababa de abrir. El dueño, embutido en un delantal azul, frotaba la máquina de café, de la que emanaba un grato olor.
—Tres cafés.
Les temblaban un poco los párpados. Siempre tenían como un regusto especial en la boca. Las dos mujeres, que seguían llevando el vestido de noche bajo el abrigo, despedían efluvios a club nocturno. Sus agujetas eran especiales, les afectaban más a la cabeza que al cuerpo.
Echaron a andar. La puerta del Gerly’s permanecía toda la noche entreabierta. Los postigos de la cervecería todavía no estaban abiertos.
Subieron lentamente. Julie vivía en la segunda planta. La habitación de Charlotte estaba en la cuarta y Désiré dormía siempre en la buhardilla.
Se pararon en el rellano para despedirse. Julie, sin mostrar apuro ni el menor reparo ante su amiga, alzó los ojos hacia el hombre.
—¿Entras?
De vez en cuando dormían juntos. Désiré contestó que no. No le apetecía. Siguió subiendo la escalera.
—Es una buena chica —dijo Charlotte—. ¡Es estupenda!
Désiré asintió.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
Continuó subiendo, lentamente. Ya le había sucedido una vez en su casa de la Rue Ballu, subir así, despacio, hacia su cuarto, una noche en que había salido solo y su segunda mujer le esperaba. Pero entonces, involuntariamente, sin meditar y obedeciendo a una especie de necesidad, se detuvo y se sentó en un peldaño, cansado, sin más, sin pensar en nada; luego, debido a un crujido, tal vez fuese un ratón que se movía dentro de la pared, se incorporó ruborizándose y prosiguió el ascenso.
Subió hasta arriba del todo, abrió la puerta con la llave, la cerró y empezó a desnudarse mirando los cientos de tejados rojos que se escalonaban iluminados por el sol de la mañana.