De cuando en cuando fruncía el ceño. Sus ojos claros se quedaban mirando un punto fijo. Era cuanto podía columbrarse de su angustia, y, sin embargo, en esos momentos perdía contacto con la realidad, hubiera sido capaz, de no haber conservado cierto sentido del ridículo, de palpar las paredes barnizadas para cerciorarse de que existían.
Se hallaba en un tren una vez más, un tren que tenía ese olor especial de los trenes nocturnos. Cuatro de los compartimientos del vagón de segunda estaban a oscuras, con las cortinillas echadas. Antes, buscando sitio, habían abierto las puertas al azar y habían molestado a la gente que dormía.
Él había salido al pasillo y estaba arrimado a la pared, que ostentaba un número en una placa de esmalte. Levantó la cortinilla y el cristal estaba negro, frío, viscoso. A ratos se veían luces en las pequeñas estaciones de la costa. Casualmente, su vagón se detenía siempre delante de las luces que señalaban CABALLEROS y SEÑORAS.
Estaba fumándose un cigarrillo. Tenía conciencia de fumárselo, de sostenerlo entre los dedos, de expulsar humo, y eso era lo que resultaba más desconcertante, vertiginoso incluso: tenía conciencia de todo, continuamente se veía sin necesidad de que mediara un espejo, sorprendía uno de sus propios gestos, de sus actitudes, y casi tenía la certeza de reconocerlos.
Sin embargo, por más que escudriñaba en su memoria, no recordaba haber vivido situaciones parecidas. ¡Sobre todo sin bigote! ¡Con un traje usado por otro!
Incluso aquel gesto maquinal… Volvía a medias la cabeza para observar, en el rincón del compartimiento, a Julie, quien a ratos tenía los ojos cerrados y parecía dormir, y a ratos miraba fijamente hacia delante, como lidiando con un problema importante.
Pero incluso Julie parecía formar parte de sus recuerdos. No le producía la menor extrañeza verla allí. La reconocía. Y se resistía, se negaba a creer en una existencia anterior.
Y eso que numerosas veces, de eso estaba seguro —siempre se prometía tomar nota por la mañana, pero nunca lo había hecho—, tres o cuatro veces por lo menos, había tenido el mismo sueño, se veía en una barca de fondo plano, manejando remos demasiado largos y pesados, en un paisaje cuyos detalles, aun despierto, aun a distancia, era capaz de recordar, un paisaje que jamás en la vida había contemplado, compuesto de lagunas verdosas y colinas de un azul violáceo, como las que aparecen en los cuadros de los viejos maestros italianos.
Cada vez que tenía ese sueño reconocía el lugar y experimentaba la satisfacción que se siente al llegar a un paraje familiar.
Pero lo del tren, lo de Julie, era imposible. Estaba lúcido y en su sano juicio. Tenía que ser una escena que hubiera visto con frecuencia con otros actores, una escena, sin duda, que había ansiado vivir en persona tan intensamente que en ese momento…
Esa manera de volverse hacia el compartimiento, la satisfacción que debía de reflejarse en su rostro cuando veía a su compañera dormida…
Y el gesto interrogativo de la mujer, su ademán con la barbilla cuando el tren entró estruendosamente en una estación más importante y nuevos viajeros se lanzaron al asalto del tren. Aquello significaba:
«¿Dónde estamos?».
Como la puerta vidriera estaba cerrada, articuló recalcando las sílabas, para que pudiera leerse la palabra en sus labios:
—Toulon. —Repitió—: Tou-lon… Tou-lon.
Ella no entendía, le indicó que entrase, le mostró un sitio vacío a su lado, y él entró a sentarse, su propia voz sonaba distinto.
—Toulon.
Julie sacó un cigarrillo del bolso.
—Dame fuego.
Lo tuteaba por primera vez, espontáneamente, porque sin duda, también para ella, era un momento ya vivido.
—Gracias… Creo que es mejor llegar hasta Niza.
Cuchicheaba. En el rincón de enfrente, un hombre de mediana edad, de pelo ya blanco, estaba dormido, y su mujer, también mayor, lo velaba como a un niño. Probablemente estaba enfermo, pues en una ocasión la mujer le había hecho tomar una píldora verde. Los miraba a los dos. Y el señor Monde se sentía avergonzado, pues era consciente de lo que pensaba de ellos. A buen seguro, también le recriminaba a Julie el cigarrillo, que podía incomodar al hombre pero no se atrevía a decirlo.
El tren arrancó.
—¿Conoces Niza?
En esa ocasión el tuteo no resultaba tan natural. Parecía como premeditado. El señor Monde hubiera jurado que lo utilizaba por la señora de enfrente, porque así resultaba más lógico, se ajustaba a una situación conocida.
—Un poco… No mucho…
A decir verdad había estado varias veces, tres inviernos seguidos con su primera mujer después de nacer su hija, pues esta, de bebé, pillaba cada año una bronquitis y en aquella época los médicos recomendaban todavía la Costa Azul. Se alojaban en un gran hotel de la Promenade des Anglais.
—Yo no he estado nunca.
Ambos enmudecieron. Ella apuró el cigarrillo, que apagó con dificultad en el estrecho cenicero de cobre; luego cruzó y descruzó las piernas, cuyo claro perfil destacaba en la oscuridad azulada, buscó una postura, se hundió en el asiento acolchado y acabó reclinando la cabeza en el hombro de su acompañante.
También ese era un recuerdo que… ¡Qué va! Lo que pasaba era que había visto a otros en esa postura cientos de veces. Había intentado imaginarse lo que sentían; en ese momento él era uno de los actores, y un joven, de pie en el pasillo —debía de haberse subido en Toulon—, le miraba con la cara pegada al cristal.
La peregrinación por los andenes de la estación, a través de las vías, el lento y atropellado desfile hacia la salida, los billetes que no conseguía encontrar…
—Le aseguro que se los metió en el bolsillo del chaleco, a la izquierda.
Volvía a llamarle de usted. Unos hombres voceaban nombres de hoteles, pero Julie no los escuchaba. Guiaba ella. Caminaba decidida, se escurría más rápida que él entre la gente y, una vez cruzaron la puerta, dijo:
—Será mejor dejar el equipaje en la consigna.
Sólo llevaban una maleta cada uno, pero la de ella era pesada y, sobre todo, incómoda.
Así, ya fuera de la estación, no parecían viajeros. Bajaron directamente hacia el centro de la ciudad. La noche era hermosa y clara, y todavía había cafés abiertos. Divisaron a lo lejos las luces del Casino de la Escollera y sus múltiples reflejos en el agua de la bahía.
Julie no mostraba la menor admiración ni sorpresa. Se le había doblado un tacón e iba agarrada del brazo del hombre, pero guiaba ella. Se adelantaba, sin decir nada, con la tranquilidad de una hormiga que sigue su instinto.
—Esa es la famosa Promenade des Anglais, ¿no?
Farolas hasta el infinito. El vasto paseo junto al mar, con sus pequeños adoquines amarillos y sus bancos desiertos, hileras de coches ante los casinos y los hoteles de lujo.
No estaba en absoluto impresionada. Caminaba sin parar y les echaba una mirada a todas las calles transversales. Por fin se internó en una y se acercó a unas cortinas, que ocultaban los ventanales de una cervecería, para mirar por el resquicio.
—Podríamos mirar aquí.
—Es un café —objetó él.
Pero Julie le señaló, pasado el café, en el mismo edificio, una puerta rematada por la palabra HOTEL en letras blancas. Se adentraron en la luz, y ella se dejó caer con cierto hastío en una banqueta de color púrpura. Luego, como había gente, lo primero que hizo fue abrir el bolso, alzar el espejo a la altura de la cara y pintarse los labios.
—¿Quiere comer algo? —preguntó.
En Marsella no habían cenado, pues a la hora en que habrían podido hacerlo, antes de que saliera el tren, no tenían aún hambre.
—¿Qué hay?
—Tenemos unos raviolis excelentes. Sopa de cebolla de primero, si quieren… O un bistec bien crudito. Varias mesas estaban ocupadas por gente que cenaba a la salida de algún espectáculo. Acudieron a ponerles la mesa. Pese a las luces de los globos eléctricos, el ambiente era como apagado, un poco gris.
Los que estaban allí hablaban poco, comían concienzudamente, como en una cena de verdad.
—Fíjese en aquel rincón, a la izquierda —susurró Julie.
—¿Quién es?
—¿No lo reconoce? Es Parsons. Uno de los tres hermanos Parsons, los famosos acróbatas. La que está con él es su mujer. No debería ponerse traje sastre; parece un tapón… Ha sustituido a Lucien, uno de los tres hermanos, en el número que este hacía, porque tuvo un accidente en Amsterdam…
Gente vulgar y corriente. El hombre, que tendría unos treinta y cinco años, parecía más bien un obrero bien vestido.
—Estarán de gira por aquí. ¡Fíjese! Tres mesas más allá…
Se animaba, desaparecía su apatía; para recalcar las frases, posaba sin cesar la mano en la de su acompañante, para obligarlo a mostrar entusiasmo.
—¡Jeanine Dor! La cantante.
Esta tenía el pelo negro como el betún; el cabello aceitoso le caía a ambos lados de la cara; en su tez lívida se dibujaban unos ojos inmensos surcados de profundas ojeras, una boca rojísima. Comía espaguetis sola en la mesa, trágica y desdeñosa, con el abrigo echado detrás.
—Tendrá más de cincuenta años. Aun así, todavía es la única que te mantiene una sala en vilo durante más de una hora, sólo con sus canciones. Luego le pediré un autógrafo.
De pronto Julie se levantó y se dirigió hacia el dueño, que se encontraba junto a la caja. El señor Monde no sabía qué quería. Estaban sirviéndoles. Aguardó. Julie hablaba con aplomo; el dueño volvió la cabeza hacia él, pareció asentir y ella volvió.
—Deme el recibo de la consigna. Fue a llevarlo y regresó.
—Les queda una habitación con dos camas… A no ser que le importe. Además, no creo que tengan dos habitaciones libres. Y tampoco hubiera parecido natural. ¡Mire! Las cuatro chicas que están a la derecha de la puerta son artistas de variedades.
Comía con la misma aplicación que en Marsella, pero no se le pasaba por alto nada a su alrededor.
—Dice el dueño que aún no es hora… Sólo han acabado los espectáculos de variedades, pero los que trabajan en los casinos o en los clubes nocturnos no vienen hasta después de las tres… Estoy pensando si…
El señor Monde tardó un poco en entenderlo. La joven arrugó la frente con un gesto decidido. Probablemente pensaba en conseguir un contrato.
—Se come bien y no es caro. Parece que las habitaciones están limpias.
Estaban tomándose el café cuando se acercó un botones para anunciarles que había llegado el equipaje y que ya lo tenían en la habitación. Julie, pese a las peripecias de la noche anterior, no parecía tener sueño ya. Miraba a Jeanine Dor, que se dirigió por una pequeña puerta hacia la escalera del hotel.
—Se alojan todos aquí. En una hora llegarán más.
Pero una hora era mucho tiempo sin hacer nada. Se fumó otro cigarrillo y se levantó bostezando.
—Subamos…
No hicieron el amor hasta el tercer día. Tres días incoherentes. La habitación, que daba a un patio angosto, estaba amueblada con cosas viejas y mortecinas: una alfombra grisácea que dejaba ver la trama, un sillón cubierto con una tela, un empapelado más oscuro que amarillo y, en un rincón, un biombo que ocultaba el lavabo y el bidé.
La primera noche, Julie se desnudó escondiéndose detrás del biombo, de donde salió con un pijama a rayas azules. Pero durante la noche se lo quitó, pues le molestaba.
Él durmió mal, en la cama de al lado, separada de la otra por una mesilla de noche y una alfombra. No acababa de digerir la cena. Varias veces, al oír ruido en la cervecería, estuvo a punto de bajar a pedir bicarbonato.
Se levantó a las ocho y se vistió sin hacer ruido para no despertar a su acompañante, que había echado hacia un lado las mantas, pues el radiador estaba ardiendo, y el calor era asfixiante. Quizás era eso lo que le había desazonado durante la noche.
Bajó tras dejar la maleta bien a la vista, para que Julie no creyese que se había marchado para siempre. El café estaba vacío. No había nadie para servir y salió a desayunar a un bar lleno de obreros y empleados; luego caminó junto al mar sin pensar en ese otro mar a cuya orilla había soñado con tumbarse llorando.
Tal vez tenía que acostumbrarse. El cielo era de un azul muy claro, infantil; el mar también; parecía el mar que hubiera hecho con acuarela un colegial; las gaviotas se perseguían, blancas a la luz del sol, y los camiones de riego dibujaban franjas húmedas en el asfalto.
Cuando regresó, a eso de las once, se sintió obligado a llamar.
—Adelante…
No podía saber que era él. Sólo llevaba las braguitas y el sujetador. Había enchufado una plancha en el casquillo de una lámpara y estaba planchándose el vestido de seda negra.
—¿Ha dormido bien? —le preguntó.
La bandeja del desayuno se hallaba sobre la mesilla de noche.
—Estaré lista dentro de media hora. ¿Qué hora es? ¿Las once? Si quiere esperarme abajo…
El señor Monde esperó leyendo un periódico de Niza. Se acostumbró a esperarla. Volvieron a comer los dos solos. Luego salieron y, apenas llegaron a la Promenade des Anglais, a la altura del Casino de la Escollera, ella volvió a pedirle que le esperase y desapareció en el Casino.
Luego lo llevó a una calle del centro de la ciudad.
—Espéreme.
En una placa esmaltada podía leerse un apellido griego seguido de la palabra «empresario». Volvió furiosa.
—¡Un cerdo! —dijo sin dar más explicaciones—. Si prefiere pasear por su cuenta…
—¿Adónde va?
—Me quedan aún dos direcciones…
Y, obstinada, apretando los dientes, recorría las calles de una ciudad que no conocía, preguntaba a los guardias, subía escaleras, sacaba del bolso papelitos con más direcciones.
—Sé dónde tenemos que ir a tomar el aperitivo…
Era el Cintra, el bar elegante. Antes de entrar se retocó el maquillaje. Se daba aires. Se preguntó si él sabría comportarse en semejante lugar y entonces pidió ella con voz firme, encaramándose a un alto taburete y cruzando las piernas.
—Dos «roses», barman…
Comió aceitunas con ostentación. Miraba a los hombres y a las mujeres a los ojos. Le daba rabia no conocer a nadie, ser una desconocida a quien se limitaban a dirigir una mirada un poco sorprendida debido a su vestido de chicha y nabo y a su abrigo poco lujoso.
—Vamos a cenar.
También tenía una dirección para ir a cenar. Luego dejó caer, no sin apuro:
—¿No le importa volver solo? De verdad que no es lo que se imagina. Después de lo que me ha pasado, créame que estoy harta de los hombres y que ya no picaré… Pero no pretendo ser un lastre para usted. Tiene su vida, ¿no? Ha sido muy amable. Estoy segura de que entre bastidores encontraré a gente conocida… En Lille veía a todas las artistas que estaban de gira.
El señor Monde no fue a acostarse. Se paseó solo por las calles. Luego, como estaba cansado de andar, se metió en un cine. De nuevo una imagen que conocía, que surgía del misterioso trasfondo de su memoria: un hombre solo, de mediana edad, a quien una acomodadora guía con la linterna por la oscuridad de un cine en el que ya ha empezado la película, en el que suenan voces, en el que hombres inusitadamente altos gesticulan en la pantalla.
Cuando entró en el Gerly’s —era el nombre del hotel y de la cervecería—, divisó a Julie sentada en el comedor con el grupo de acróbatas. Ella lo vio pasar. El señor Monde comprendió que hablaba de él. Subió, y ella hizo lo mismo un cuarto de hora después. En esta ocasión se aseó delante de él.
—Me ha prometido recomendarme. Es un tipo estupendo… Su padre, que era italiano, era albañil y empezó ganándose la vida como él…
Así pasó un día, y otro. El señor Monde empezó a acostumbrarse, y ya casi no pensaba. Aquel día, Julie decidió después de comer:
—Hoy dormiré una hora… Anoche volví tarde… ¿Usted no se echa la siesta?
A decir verdad, él también tenía sueño. Subieron uno tras otro y, mientras subía, el señor Monde vio a una pareja, a varias parejas, a cientos de parejas subiendo escaleras de esa suerte. Y entonces se le encendió un poco la sangre. La habitación estaba sin hacer. Las dos camas, abiertas, mostraban la blancura lívida de las sábanas. En la almohada de Julie había señales de carmín.
—¿No se desnuda?
Por lo común, cuando dormía la siesta —y en París, durante su antigua vida, lo hacía de cuando en cuando—, se tumbaba vestido, con un periódico debajo de los zapatos. Se quitó la chaqueta y el chaleco. Con un gesto serpentino que él empezaba a conocer, Julie se quitó el vestido por encima de la cabeza.
No se sorprendió mucho cuando él se le acercó mirándola con apuro. Saltaba a la vista que lo esperaba.
—Echa las cortinas…
Luego se acostó y se hizo a un lado para dejarle sitio. Mientras, pensó en otra cosa. Cada vez que él la miraba, veía en su frente una arruga que conocía perfectamente.
En el fondo no estaba enfadada. Era más natural así. Pero aquello planteaba nuevos problemas y, de resultas, se le fue el sueño. Con la cabeza apoyada en una mano, un codo sobre la almohada, le miraba de modo distinto, como si en lo sucesivo tuviese derecho a exigirle cuentas.
—En realidad, ¿a qué te dedicas? —Como él no comprendía el sentido exacto de la pregunta, añadió—: El primer día me dijiste que eras rentista… Un rentista no va paseándose por ahí, solo. Vamos, digo yo que vive de otra manera… ¿A qué te dedicabas antes?
—¿Antes de qué?
—¿Antes de marcharte?
Era su manera de ser. Se encaminaba irresistiblemente hacia la verdad, del mismo modo que, nada más llegar a Niza, en plena noche, se había dirigido directa hacia el Gerly’s, pues ahí estaba donde le correspondía.
—Tienes mujer. También me dijiste que tenías hijos… ¿Por qué te marchaste?
—¡Cosas!
—¿Te peleaste con tu mujer?
—No.
—¿Es joven?
—Más o menos de mi edad.
—Entiendo.
—¿Qué es lo que entiendes?
—¡Que quieres pasártelo bien, vaya! Y cuando te hayas pulido el dinero o te canses…
—No. No es eso.
—Entonces, ¿qué pasó?
Y él, avergonzado, avergonzado sobre todo de explayarse de ese modo, con palabras tan tontas, balbuceadas en aquella cama deshecha, ante aquellos pechos que ella ya no le ocultaba y que ya no le inspiraban deseo, se limitó a decir:
—Me cansé.
—¡Como quieras! —suspiró ella.
Aprovechó para hacer sus abluciones, que no había llevado a cabo por pereza después de hacer el amor. Siguió hablando desde detrás del biombo:
—La verdad es que eres un tipo raro.
Él se vistió. Se le había ido el sueño. No se sentía infeliz. Aquella repulsiva grisura formaba parte de aquello a lo que había aspirado.
Julie reapareció desnuda con una toalla en la mano.
—¿Te divierte quedarte en Niza?
—No lo sé.
—¿Aún no estás harto de mí? Dímelo francamente, ¿eh? No paro de preguntarme qué pintamos los dos juntos. Esto no va conmigo. Parsons me ha prometido recomendarme, se lleva bien con el director artístico del Pingouin. No estaré mucho tiempo en apuros…
¿Por qué hablaba de abandonarle? Él no lo deseaba. Intentó decírselo.
—Yo estoy muy bien así.
Julie le miró mientras él se afanaba en pasarse los tirantes por encima de los hombros, y soltó una carcajada. Era la primera vez que la oía reír.
—¡Resultas cómico! En fin… Cuando te apetezca irte, lo dices. Si puedo darte un consejo, cómprate otro traje. ¿No serás tacaño?
—No.
—Entonces, mejor que vistas más decentemente. Si quieres te acompaño. Pero ¿es que no tenía gusto tu mujer?
Se había vuelto a acostar. Encendió un cigarrillo y expulsó el humo hacia el techo.
—Eso sí, si es por dinero, no pasa nada.
—Tengo dinero.
El paquete de billetes envueltos en hojas de periódico seguía en la maleta. Dirigió de forma mecánica una mirada hacia esta. Desde que estaban en el Gerly’s no la cerraba con llave por no ofender a su compañera. So pretexto de tomar algo, se cercioró de que el paquete seguía allí.
—¿Sales? ¿Quieres venir a buscarme sobre las cinco?
Quienes pasaban pudieron verlo, aquella tarde, sentado en un banco de la Promenade des Anglais, con la cabeza gacha y los ojos entornados al sol; enfrente, el azul del mar y el destello de las gaviotas que cruzaban a ratos el horizonte que tenía ante sí.
No se movía. A su alrededor jugaban unos niños, y a veces un aro iba a parar entre sus piernas o le golpeaba una pelota. Daba la impresión de que dormía. Tenía la cara como abotargada, los rasgos eran más blandos, los labios permanecían entreabiertos. En varias ocasiones se estremeció, pues le pareció oír la voz del señor Lorisse, su cajero. Ni un solo instante pensó en su mujer, y tampoco en sus hijos. Tan sólo el anciano y escrupuloso empleado aparecía en su sueño.
Se le pasó por alto la hora, hasta que de pronto se presentó Julie.
—Ya sabía yo que te encontraría apoltronado en un banco.
¿Por qué? La pregunta le tuvo preocupado un buen rato.
—Vamos a comprar un traje antes de que cierren las tiendas. ¡Ya ves! Pienso más en ti que en mí.
—Tengo que ir a buscar dinero al hotel.
—¿Dejas el dinero en la habitación? Haces mal. Sobre todo si tienes mucho.
Lo esperó abajo. El señor Monde tomó un fajo de diez mil francos para no quitar el imperdible. Había una camarera fregando el pasillo, pero había cerrado la puerta y no podía verlo. Le inquietaba lo que había dicho Julie. Se subió a una silla y empujó el paquete al fondo del armario.
La chica le acompañó a una tienda inglesa donde vendían ropa de confección, pero elegante. Le eligió un pantalón de franela gris y una chaqueta cruzada azul marino.
—Si te pones una gorra, te tomarán por el dueño de un yate.
También quiso que se comprara unos zapatos de verano marrones y blancos.
—Estás cambiado. A veces me pregunto…
No dijo más; se limitó a mirarle con el rabillo del ojo.
Ya debía de haber ido sola al Cintra, pues, cuando entraron, el barman le hizo una señal imperceptible y un joven le guiñó un ojo.
—No pareces contento…
Bebieron. Comieron. Fueron al Casino, donde Julie se pasó cerca de dos horas jugando a la boule y, tras haber ganado dos o tres mil francos, perdió todo lo que le quedaba en el bolso.
Chasqueada, dio la señal.
—¡Vámonos!
Ya se habían acostumbrado a caminar el uno al lado del otro. Cuando ella estaba cansada, se colgaba de su brazo. A unos pasos del hotel aminoraban el paso maquinalmente, como si volvieran a su casa.
No le apeteció pasar por la cervecería.
Cerraron la puerta. Julie echó la llave, siempre tomaba esa precaución.
—¿Dónde guardas el dinero? Él señaló el armario.
—Yo, en tu lugar, no me fiaría.
El señor Monde se subió a la misma silla que por la tarde y pasó la mano por encima del mueble, pero sólo encontró una espesa capa de polvo.
—¿Qué? ¿Qué te pasa?
Él no se movía de allí, estupefacto. Julie se impacientaba.
—¿Te has convertido en estatua?
—Ha desaparecido el paquete.
—¿El dinero?
Recelosa por naturaleza, no le creía.
—Déjame ver.
No era lo bastante alta incluso subida en la silla. Despejó la mesa y se subió encima.
—¿Cuánto había?
—Unos trescientos mil francos. Un poco menos…
—¿Qué dices?
Él mismo se avergonzaba de la enormidad de la cifra.
—Trescientos mil.
—Tenemos que avisar enseguida al dueño y llamar a la policía. Espérame… Él la retuvo.
—No. No puede ser…
—¿Por qué? ¿Estás chalado?
—Imposible. Ya te lo explicaré. Además, no importa. Ya me las apañaré, conseguiré más dinero.
—¿Eres rico?
Casi estaba rabiosa. Parecía echarle en cara que la hubiera engañado. Se acostó sin decir una palabra, se volvió hacia el otro lado y contestó con un gruñido cuando él le dio las buenas noches.