4

El señor Monde se había puesto a esperar, porque no veía posible hacer otra cosa. De vez en cuando pegaba el oído a la puerta de comunicación y se plantaba de nuevo tras la ventana. Debido al intenso frío se había puesto el abrigo y tenía las manos hundidas en los bolsillos.

A eso de las diez pensó que el estrépito que llegaba de la calle y del puerto le impedirían oír a su vecina de cuarto y, a su pesar, cerró la ventana. En aquel instante se sentía alicaído; había esgrimido una extraña sonrisa al mirarse en el espejo con el abrigo puesto, junto a una cama deshecha, en una habitación de hotel donde no sabía qué hacer.

Al final se sentó en una silla, como en una sala de espera, junto a la famosa puerta, y, como hubiera hecho también en una sala de espera, se entregó a suposiciones, a amenazas, contó hasta cien, hasta mil, jugó a cara o cruz para decidir si quedarse o no, hasta que de pronto sufrió un sobresalto, como si se despertase, pues debía de haberse adormilado. Se oía andar a alguien en la habitación de al lado, no a pasitos quedos, de persona descalza, sino con tacones altos que producían un sonido seco y decidido.

Se abalanzó afuera y llamó a la puerta.

—¡Adelante!

La chica ya estaba completamente vestida, tocada con un sombrerito rojo, bolso en mano, a punto de marcharse. Por poco se le hubiera escapado. Se había arreglado como si nada hubiese sucedido, el maquillaje era irreprochable; llevaba la boca pintada de forma extraña, más pequeña que la auténtica, y el rosa pálido de los labios de verdad sobresalía como ropa interior.

Él permaneció cohibido en el marco de la puerta, mientras ella, tras dirigirle una mirada penetrante —como para cerciorarse de que era el mismo señor de la noche anterior, cuyas facciones apenas recordaba—, se ponía a buscar los guantes a su alrededor.

—¿Se encuentra mejor?

—Tengo hambre —contestó la mujer.

Por fin encontró los guantes, que eran rojos como el sombrero, y salió de la habitación; no le extrañó que aquel hombre la siguiese por la escalera.

El hotel había cambiado de aspecto. A la luz del día, el pequeño vestíbulo parecía casi lujoso. El recepcionista, de pie tras el mostrador de caoba, llevaba chaqué, las paredes estaban revestidas de maderas contrachapadas, habla plantas de interior en los rincones, y un botones vestido de verde estaba plantado ante la puerta.

—¿Un taxi, señores?

Fue la mujer quien dijo que no, mientras el señor Monde evitaba la mirada del recepcionista, pese a que era la primera vez que se veían. A decir verdad, el señor Monde se encontraba incómodo con aquella ropa estrecha. Se sentía patoso. Tal vez echaba de menos el bigote.

En la acera se colocó a la izquierda de su acompañante, que caminaba a paso ligero sin prestarle atención, pero sin extrañarse de su presencia. Inmediatamente dobló a la izquierda y se encontraron en la confluencia de la Canebière con el Vieux Port. La mujer abrió una puerta vidriera y se escurrió, como si fuese una clienta habitual, entre las mesas de un restaurante. El señor Monde la seguía. Había tres plantas de salas acristaladas donde la gente comía, donde cientos de personas comían, apretadas unas contra otras, mientras entre las mesas, en los pasillos y en la escalera, se veía correr a camareros y a camareras cargados con bullabesas, langostas y pirámides de fuentes llenas de marisco.

El sol penetraba a raudales por los ventanales. Estos descendían hasta el suelo, como en los grandes almacenes, a modo de escaparates, de tal modo que desde fuera se vela de cuerpo entero a los que comían. Todos comían. Todos se miraban unos a otros con ojos curiosos o sin pensar en nada. A ratos alguien levantaba la mano, impaciente, y gritaba:

—¡Camarero!

Un intenso olor a ajo, a azafrán y a crustáceos se agarraba a la garganta. La nota dominante era el rojo de las langostas, transportadas por los camareros y presentes en casi todas las mesas, o también, reducidas a delgados caparazones vacíos, en los platos de los que se marchaban.

La joven había encontrado una mesa con dos sillas pegada a la pared. El señor Monde se sentó enfrente. De inmediato se preguntó qué miraba ella con tanta atención tras él, y, al volverse, comprobó que era un espejo en el que se veía reflejada.

—Estoy pálida… —comentó—. ¡Camarero!

—¡Aquí estoy!

Aprisa y corriendo, el camarero les puso en la mano una carta inmensa, llena de caracteres en violeta y rojo de multicopista. La chica estudió muy seria la carta.

—¡Camarero!

—Señora…

—¿Están buenas las andouillettes?[*]

El señor Monde alzó la cabeza. En ese instante hizo un descubrimiento. Si hubiese hecho él la misma pregunta, por ejemplo, estaba convencido de que el camarero, cualquier camarero de la tierra, le habría contestado que sí con la mayor naturalidad, cumpliendo así con su oficio de camarero. Resulta inconcebible un camarero que conteste a sus clientes: «¡Están malas! ¡No las pida!».

El camarero le contestó a la chica que sí, pero no fue un sí cualquiera. Se advertía que a ella no le mentía, que no la trataba como a los cientos de clientes que abarrotaban las tres plantas de la inmensa fábrica de comida. Con ella se mostraba, a un tiempo, respetuoso y familiar. Reconocía en ella a alguien de su estirpe. La felicitaba por haber logrado su objetivo. No quería perjudicarla. Para ello era necesario comprender la situación, y se volvió hacia el señor Monde para catalogarlo.

—Si me permiten que les aconseje…

No perdía contacto con la mujer. Entre ellos bastaban signos imperceptibles. Parecía preguntarle:

«¿Toda la parafernalia?».

Y, comoquiera que ella permanecía indiferente, se inclinó sobre la carta y señaló unos platos con el dedo.

—Primero marisco, desde luego. No van a venir a Marsella y no comer marisco… ¿Les gustan los erizos?

Exageraba el acento.

—Luego una buena bullabesa con langosta.

—¡A mí me trae la langosta sola! —intervino ella—. Sin mayonesa. Ya me haré yo la salsa.

—Y luego una andouillette.

—¿Tienen pepinillos?

—¿Y para beber?

Por el barrio de la Chaussée-d’Antin había un restaurante que guardaba cierta semejanza con aquel. Desde fuera se veía a un montón de gente engullendo. A veces, sabe Dios por qué, el señor Monde los envidiaba. Qué envidiaba exactamente, lo ignoraba. Tal vez el hecho de que formasen una multitud, el que fuesen más o menos todos iguales y se sintiesen a gusto en un ambiente de una opulencia fácil, de una vulgaridad reconfortante.

Los clientes provenían en su mayoría de provincias o eran personas de escasos recursos que un buen día decían: «Hoy nos atizamos una buena cena…».

En la mesa de al lado presidía una enorme mujer de mediana edad. Su abrigo de pieles, los abultados brillantes en las orejas y en los dedos, y el que pidiera las cosas en voz alta hacían que pareciese más enorme todavía, bebía como una esponja y reía a carcajadas, acompañada de dos jóvenes que apenas habían cumplido los veinte años.

—¿No nos seguía usted?

El señor Monde se estremeció. Su acompañante, cuyo nombre ignoraba, lo miraba con dureza y obcecación, y había una lucidez tan fría en su mirada que se puso colorado.

—Más vale que me diga la verdad. ¿Es usted de la policía?

—¿Yo? Le juro…

Parecía creerle. Debía de ser experta en reconocer a los policías, pero, aun así, insistió:

—¿Cómo es que estaba usted allí precisamente anoche?

El señor Monde, de repente, se volvió locuaz, como si le hubiesen pillado en falta:

—Acababa de llegar de París. No dormía pero estaba adormilado… Oí… —Era demasiado honesto para mentir—. Todo lo que decían.

Estaban llenando la mesa de entremeses y marisco. Las bandejas se superponían unas a otras. Luego les sirvieron vino blanco en un cubo de champán. El señor Monde se quedó sorprendido. Su modesta indumentaria no había arredrado al camarero. Tal vez la gente que se daba comilonas allí vestía modestamente.

—Le he dicho al cocinero que se esmere con su andouillette —murmuró el camarero inclinándose hacia la chica.

—Usted está casado —observó esta mientras se comía con la cuchara los granos rosa pálido de un erizo. Miraba la alianza, que el señor Monde había olvidado quitarse.

—Eso se acabó —contestó.

—¿Ha abandonado a su mujer?

—Ayer…

La chica hizo una mueca desdeñosa.

—¿Por cuánto tiempo?

—Para siempre.

—Es lo que se suele decir.

—Se lo aseguro…

—Se ruborizó al darse cuenta de que, falsamente, parecía jactarse de su libertad, como si se propusiera aprovecharse de ello—. No es lo que se imagina. Es más complicado…

—Sí… ya…

¿Qué sabía ella? Lo miró, luego se miró a sí misma en el espejo, con bastante dureza, y se volvió hacia la mujer de los brillantes y los dos jóvenes.

—Quizás hubiera valido más que me dejara —suspiró—. En este momento se habría acabado todo. Eso no le impedía seguir pelando meticulosamente gambas con la punta de sus uñas pintadas.

—¿Es usted de por aquí? —preguntó él.

La muchacha se encogió de hombros. Una mujer como ella no hubiera hecho una pregunta tan estúpida.

—Soy del norte, de Lille. Usted es de París, ¿verdad? ¿A qué se dedica? —Examinó el traje, la camisa y la corbata. Y como él, cohibido, tardaba en contestar, inquirió con voz distinta, casi amenazadora—: No se habrá ido con la caja, espero.

Continuó hablando sin darle tiempo a comprender el apóstrofe, como dispuesta a dejarlo allí plantado:

—Porque eso ya me tiene frita…

—No soy un empleado.

—Pues ¿qué es?

—Soy rentista.

Volvió a examinarlo. Hubo algo, en el aspecto de su acompañante, que la tranquilizó.

—Bueno…

—Un pequeño rentista.

La chica debió de traducir aquellas dos palabras por la palabra avaro, pues dirigió una extraña mirada a la mesa cubierta de viandas y a la botella de vino caro.

El señor Monde se encontraba un poco mareado. Sin haber bebido nada —apenas se había mojado los labios en la copa cubierta de vaho— estaba un poco borracho. Le emborrachaba aquella luz cegadora en la que rebullía demasiada gente, el rojo de las langostas, las vertiginosas idas y venidas de los camareros y la algarabía de las conversaciones, aquellas confidencias que la gente tal vez se hacía a voz en grito para cubrir el ruido de las otras voces y el estrépito de los tenedores y de los platos.

—Me pregunto dónde andará a estas horas. —Y, comoquiera que su acompañante, irreflexivamente, tuvo la ingenuidad de preguntar quién, se encogió de hombros, pues ya lo conocía—. Más perderá él que yo…

Necesitaba hablar de ello. No necesariamente a él, sino a cualquiera. Habían servido la langosta y se preparó en el plato una vinagreta cuyos ingredientes dosificaba con esmero.

—La mayonesa me da asco. No veo por qué no voy a contarle a usted la verdad. ¡Después de lo que me ha hecho! Me he arrastrado a sus pies, cosa que nunca he hecho por un hombre, y me he llevado una patada aquí. Mire. Aún se ve la señal…

Era cierto. De cerca se adivinaba, bajo el maquillaje, el labio inferior un poco hinchado, en el lado izquierdo.

—Un mamarracho… Es hijo de una verdulera. Hace unos años iba empujando un carrito por la calle. Y aún, si lo hubiese buscado yo. ¡Bien tranquila que vivía! ¿Conoce usted Lille?

—De pasada.

—¿Ha estado en La Boule Rouge? Es un cabaret pequeño que hay en un sótano, junto al teatro. El dueño tenía un club nocturno en la Place Pigalle… Fred… Sólo van clientes fijos, gente importante que no quiere dejarse ver en cualquier sitio. Sobre todo industriales de Roubaix y de Tourcoing…, ya ve, ¿no? Por la noche se baila, hay números… Entré a trabajar de artista de variedades hace tres años.

Al señor Monde le hubiera gustado saber su edad, pero no se atrevió a preguntárselo.

—¡Camarero! Cámbieme el vaso, haga el favor. Se me ha caído dentro un poco de langosta.

No perdía el hilo y seguía mirándose de cuando en cuando en el espejo, incluso daba la impresión de que, además, escuchaba la conversación de la mujer de los brillantes y sus dos acompañantes.

—¿Qué cree usted que son? —preguntó de repente.

—No sé. Seguro que no son sus hijos… La chica soltó una carcajada.

—¡Como que son gigolós! Ella hace poco que los conoce. Incluso puede que todavía no haya habido nada, porque los dos chicos se están mirando con odio y no saben quién se llevará el gato al agua. Me refiero a ella… Apuesto a que tiene una tienda de comestibles, una pescadería o una charcutería en un barrio bueno, donde le van bien las cosas. Y se ha venido a pasar quince días al sur.

Traían el bistec del señor Monde.

—Enseguida llega la andouillette. Está en camino… La chica prosiguió su relato:

—Me llamo Julie. Pero mi nombre artístico es Daisy. Los clientes iban también al cabaret a tomar el aperitivo, y era el momento más agradable, porque no había fulanas. Estábamos como entre amigos. Puede que no me crea, pero casi todos me trataban con corrección. Iban allí a olvidarse de la oficina y de la familia, ¿entiende?

»Había uno, el más agradable de todos, mire, gordo, así como usted, que estuvo haciéndome la corte por lo menos tres meses.

»Yo ya sabía por dónde iban los tiros, pero no tenía prisa. Era de Roubaix, gente conocida, muy rica… Le daba pánico que le vieran entrar o salir del cabaret, y siempre mandaba al botones para asegurarse de que no pasaba nadie por la calle…

»No quiso que siguiera bailando. Me puso un piso muy bonito en una calle tranquila donde sólo hay casas nuevas… Y eso todavía duraría de no haber aparecido Jean… Cuando venía a verme, me traía cosas de comer, lo mejor que encontraba, langostas, mire, diez veces más grandes que esta, piñas, las primeras fresas en cajitas rellenas de algodón, champán… Allí comíamos los dos… —De pronto exclamó con otro tono—: ¿No le decía yo?

El señor Monde no entendía. La chica le señaló de reojo la mesa de al lado e, inclinándose, murmuró:

—Está hablando de pescados con el camarero y acaba de decirle que si ella se permitiera vender a esos precios… ¡Tenía razón! ¡Es una pescadera! En cuanto a los dos mocitos, no me extrañaría que de aquí a poco empiecen a arañarse como gatos.

»¿Por dónde iba? Todo esto es para que sepa que no le debo nada a jean. ¡Al revés! Alguna que otra vez, me dejaba caer por La Boule Rouge… como clienta. Porque tenía allí buenos amigos… Pero me portaba bien. Se lo digo en serio.

»Allí conocí a Jean… Trabajaba en una chatarrería, pero al principio intentaba darse aires, iba de fino… Todo lo que ganaba se lo gastaba en ropa y en cócteles… Ni siquiera puede decirse que sea guapo.

»Lo que pasa es que caí en sus redes y para mí fue una calamidad. No sé cómo, me enamoré de él… Al principio hablaba de matarse si no le hacía caso, y me montaba números cada dos por tres.

»Era tan celoso que ni me atrevía a salir. Hasta tenía celos de mi amigo, y ya la vida fue imposible…

»“—¡Es igual! Nos iremos los dos y te tendré para mí solo…”, repetía.

»Pero yo, que sabía que él ganaba dos mil francos al mes y que, encima, tenía que pasarle una parte a su madre…

»Pues al final lo hizo… Una noche llegó muy pálido. Yo estaba con mi amigo. Le pidió a la dueña, que vivía en la planta baja, que me avisase…

»“—Señorita Julie”, me dice ella, “¿puede bajar un momentito?”.

»Por la cara que ponía, también ella había comprendido que se trataba de algo gordo. Él esperaba de pie en el pasillo, todavía lo estoy viendo, junto al perchero, a la luz de la lámpara de cristales de colores.

»“—¿Está él ahí?”, gruñó entre dientes.

»“—¿Qué te pasa? ¿Estás loco?”.

»“—Tienes que venir enseguida… Nos largamos”. “—¿Qué?”.

»“—Llévate lo que puedas… Tomamos el tren de las doce y diez…”. Y añadió en voz baja, le apestaba el aliento a alcohol: “¡Me he llevado la caja!”.

»Así fueron las cosas. ¿Qué podía hacer yo? Le dije que se diera una vuelta por la calle mientras me esperaba. Luego subí y le conté a mi amigo que acababan de avisarme de que mi hermana iba a dar a luz y que quería que yo fuese enseguida.

»El pobre ni se dio cuenta de nada… Estaba desconsolado y decepcionado, porque, claro, aquella noche se había quedado a dos velas…

»“—Bueno, ya intentaré venir mañana”.

»“—Eso… Ven mañana”.

»Se marchó. Yo abrí la persiana y vi a Jean esperando junto a la farola de la esquina. Metí mis cosas en una maleta, sólo tenía aquella… Tuve que dejar vestidos que estaban aún en buen estado, y tres pares de zapatos. Tomamos el tren de la noche. Él estaba muerto de miedo, veía policías por todas partes… Ni siquiera en París se sentía seguro. No quiso ni bajar del hotel, no fueran a pedirle la documentación, y tomamos enseguida el tren de Marsella.

»¿Qué iba a decirle yo? A lo hecho, pecho…

»Llegamos aquí de noche. Deambulamos más de una hora por las calles con las maletas antes de decidirnos a entrar en un hotel…

Devoraba la andouillette untada con mostaza y, de vez en cuando, picaba un pepinillo.

—Al poco tiempo se puso enfermo, yo cuidaba de él. Por las noches tenía pesadillas y hablaba en voz alta, quería levantarse, se agitaba tanto que tenía que sujetarlo…

»Aquello duró una semana… ¿Y sabe cuánto se había llevado? Veinticinco mil francos… Con eso quería tomar un barco para Sudamérica… Sólo que no había ninguno en el puerto, todos los que estaban anunciados salían de Burdeos.

»Anoche yo me asfixiaba allí, estaba harta, necesitaba tomar el aire y le dije que estaría una hora fuera… Tenía que haberme dado cuenta de que, con lo celoso que es, era capaz de seguirme. Puede que en realidad yo lo supiera, pero es que no podía más. Y, una vez fuera, ni siquiera me volví… Dos calles más allá de aquí —no me sé los nombres—, vi una luz como la de La Boule Rouge y oí música. Tenía tantas ganas de bailar que nada podía pararme. Entré…

Se volvió bruscamente como si, en aquel preciso instante, hubiese sentido detrás la presencia del hombre que evocaba, pero era una pareja tan joven, tan repeinada, tan sonriente, que enseguida se advertía que estaban de luna de miel.

—Lo que no sé es adónde habrá ido. Le conozco y es capaz de haberse entregado a la policía… Si no, como siga por Marsella, me la puedo estar jugando en cualquier momento. ¡Se lo digo yo!

»Bailé. Un hombre con muy buena pinta, que se dedica al comercio de naranjas, se ofreció para acompañarme.

»Al salir con él del salón de baile vi a Jean plantado en la acera…

»No me dirigió la palabra, echó a andar… Yo dejé al otro, ni siquiera lo reconocería si volviera a verlo, y salí corriendo tras él…

»“—¡Jean!”, le llamaba, “¡Escucha!”.

»Entró en la habitación apretando los dientes… Estaba blanco como el papel. Se puso a hacer la maleta. Me llamó de todo…

»Pero le juro que yo le quería… Y hasta creo que, si le viera ahora…

En torno a las mesas iban abriéndose huecos. Empezó a invadirlo todo el humo de los cigarrillos junto con los efluvios de los aguardientes y los licores.

—¿Un café, señores? ¿Alguna copita?

Otra imagen que con frecuencia había llamado la atención al señor Monde, una imagen que se entrevé en las calles de París cuando se echa una mirada a través del cristal de los restaurantes: frente a frente, con la mesa ya despejada ante ellos, el mantel sucio, tazas de café, copas de aguardiente o de licor, un hombre de mediana edad, un poco gordo, tez encendida, mirada feliz y un poco inquieta, y una mujer joven sosteniendo el bolso a la altura del rostro para repintarse ante el espejo la curva del labio.

Había soñado con aquello. Los había envidiado. Julie se retocó el maquillaje, hurgó en el bolso y llamó al camarero.

—¿Tienen cigarrillos?

Y de inmediato sus labios tiñeron de un rosa carnal, de un rosa más femenino que la sangre de mujer, la punta blanquecina de un cigarrillo.

Lo había contado todo. Se había acabado. En ese momento, vacía, se miraba en el espejo por encima del hombro de su acompañante. Las arruguillas que se le formaban en la frente revelaban que tornaba el desasosiego.

No era un asunto de amor sino de vida. ¿Qué pensaba exactamente? En dos o tres pequeños y rápidos repasos escrutó al hombre con la mirada, lo calibró, sopesó su posible utilidad.

Y él, cohibido, consciente de su estupidez, balbució:

—¿Qué va a hacer usted?

Ella se encogió de hombros secamente.

¡Él había envidiado tanto a quienes no se preocupan por el día siguiente e ignoran las responsabilidades que abruman a otros!

—¿Tiene dinero?

Cerrando casi los ojos debido a la nube de humo que estaba expulsando, la chica agarró el bolso y se lo alargó.

El señor Monde ya lo había abierto durante la noche. Lo encontró tal cual, con los útiles de maquillaje, un trozo de lápiz y unos billetes arrugados, entre ellos uno de mil francos.

Ella le miraba a los ojos con dureza. Luego se dibujó en sus labios una sonrisa desdeñosa, terriblemente desdeñosa, y dijo:

—¡Tranquilo, que no me importa!

Era tarde. Se habían quedado casi solos. Los camareros ya empezaban a poner orden en los comedores vacíos, y, en un rincón, las camareras preparaban los cubiertos para la cena.

—¡Camarero!

—Ahora mismo, señores.

Volaron los números, estampados por el lápiz violeta que los alineaba en un bloc; una hoja se despegó de este y se posó en el mantel frente al señor Monde.

Llevaba mucho dinero en la cartera. La había atiborrado de billetes, lo cual le estorbó para abrirla. Lo hizo, a su pesar, al modo furtivo de un avaro, comprendió que Julie se daba cuenta, que había visto el fajo y le miraba con recelo.

Se levantaron al mismo tiempo, pasaron al guardarropa y salieron al sol, sin saber qué hacer, sin saber si seguir juntos o separarse.

Maquinalmente, caminaron por el muelle y se mezclaron con la gente que miraba a los chiquillos o a unos ancianos que pescaban con caña.

Transcurrida una hora, la señora Monde se apearía del coche frente a la comisaría de la Rue La Rochefoucauld. El señor Monde ya no pensaba en ello. No pensaba en nada. Tenía conciencia de moverse en medio de un universo desmesurado. La piel, debido al sol, le olía a primavera. Los zapatos se le habían cubierto de fino polvo. Le perseguía el perfume de su acompañante.

Caminaban sin rumbo fijo, y no habían recorrido doscientos metros cuando ella se detuvo.

—No me apetece andar —decidió.

Entonces volvieron sobre sus pasos y se encontraron de nuevo con las tres plantas acristaladas del restaurante, en el que ya no se afanaban las figuras blancas y negras de los camareros. Como si tal cosa, subieron por la Canebière y, delante de una cervecería cuyo toldo a rayas estaba bajado pese a la época del año, el señor Monde propuso:

—¿Quiere que nos sentemos?

Se acomodaron pegados al cristal, separados por un velador de mármol, él ante un vaso de cerveza colocado sobre un disco de cartulina, ella ante un café que no tocó.

Aguardó un instante y al final dijo:

—No le dejo ir a hacer sus cosas.

—No tengo nada que hacer.

—Es verdad. Me ha dicho que es usted rentista. ¿Dónde vive?

—Vivía en París. Pero me he marchado.

—¿Sin su mujer?

—Sí.

—¿Por una fulana?

—No.

Los ojos de Julie reflejaron incredulidad y, una vez más, recelo.

—¿Por qué?

—No lo sé… Por nada.

—¿No tiene hijos?

—Sí.

—¿Y no le importa abandonarlos?

—Son mayores. Mi hija está casada.

Junto a ellos jugaban al bridge, y era gente importante, consciente de su importancia. Dos jóvenes —de la edad de Alain— jugaban al billar y se miraban en los espejos.

—No quiero volver a dormir en ese hotel.

El señor Monde comprendió que quería huir de los malos recuerdos. No contestó. Acto seguido reinó un largo silencio. Estaban allí, inmóviles y cansinos, y el día iba oscureciéndose. Pronto encenderían las luces. En ese momento, el cristal junto a ellos les transmitía como un halo helado en la mejilla.

Julie escrutaba con la mirada a la multitud que desfilaba por la acera, no se sabía si porque no tenía otra cosa que hacer o por infundirse aplomo, o tal vez con la esperanza —o el temor— de ver aparecer a Jean.

—No creo que me quede en Marsella —dijo.

—¿Adónde irá?

—No lo sé… Más lejos… Puede que a Niza… O, si no, a algún pueblecillo, a orillas del mar, donde no haya nadie. Los hombres me dan asco.

En cualquier instante podían levantarse los dos y decirse adiós, marcharse cada cual por su lado y no volver a verse. Daba la impresión de que no sabían cómo hacerlo y de que por eso se quedaban.

Al señor Monde le incomodó dejar pasar tanto tiempo ante una consumición, llamó al camarero y pidió otra caña. Julie hizo una señal al camarero y le preguntó:

—¿A qué hora sale algún tren para Niza?

—Le traigo la guía.

Julie se la pasó al señor Monde. Este encontró dos trenes, un rápido que salía de Marsella a las siete, y otro que salía a las nueve y paraba en todas las estaciones de la costa.

—¿No le parece muy tétrico este sitio?

Aquella tranquilidad resultaba agobiante, el local parecía vacío, había demasiado aire inmóvil entre los escasos clientes, y cada ruido sonaba aislado, cobraba una importancia considerable, la exclamación de un jugador de cartas, el entrechocar de las bolas, el seco golpetazo del cajón de los trapos al abrirlo y cerrarlo el camarero. Se encendieron las lámparas, y eso supuso ya un alivio, pero entonces, a la luz del crepúsculo, lo lúgubre fue el espectáculo gris oscuro de la calle, un curioso hormigueo de hombres, mujeres y niños que caminaban deprisa o lentamente, se rozaban, se adelantaban, sin conocerse, rumbo Dios sabe adónde, o tal vez a ninguna parte, mientras obesos autobuses acarreaban auténticos cargamentos de humanidad hacinada.

—¿Me permiten?

El camarero, que estaba tras ellos, corrió una gruesa cortina de muletón rojo enrollada en una barra de cobre, borrando de ese modo, con un solo gesto, el mundo exterior.

El señor Monde suspiró mirando su vaso de cerveza. Vio que las manos de su acompañante se crispaban en el bolso. Necesitó como un largo viaje a través del tiempo y el espacio para buscar las palabras, palabras de lo más simples, de lo más bobas, que pronunció por fin y que se fundieron con la banalidad del entorno:

—Podríamos tomar el tren de las nueve…

Julie no dijo nada, pero se quedó. Sus dedos, asidos al bolso de piel de cocodrilo, se distendieron. Encendió otro cigarrillo y, sólo más tarde, a eso de las siete, cuando la cervecería estaba repleta de gente que tomaba el aperitivo, salieron, serios y taciturnos, como una auténtica pareja.