3

Las lágrimas brotaban de sus párpados cerrados, que cada vez se hinchaban más a su paso. No eran lágrimas corrientes. Brotaban sin fin, tibias y perfectamente fluidas, de un profundo manantial, se agolpaban en la reja de las pestañas y rodaban por fin, liberadas, a lo largo de las mejillas, no en gotas aisladas sino en arroyos zigzagueantes, como se ven en las ventanas los días en que llueve a cántaros; y la mancha húmeda junto a la barbilla seguía extendiéndose por la almohada.

Era la prueba de que el señor Monde no dormía, no soñaba, ya que pensaba con la cabeza apoyada en una almohada, y no en la arena. Sin embargo, en sus pensamientos no estaba tumbado en una habitación de hotel, un hotel cuyo nombre ni siquiera sabía. Se sentía lúcido, pero la suya no era la lucidez ordinaria, la lucidez que uno confiesa, sino, por el contrario, aquella de la que uno se ruboriza al día siguiente, tal vez porque confiere a las cosas que uno suele considerar triviales la grandeza que les otorgan los poetas y las religiones.

Lo que fluía de su ser por los ojos era el cansancio acumulado durante cuarenta y ocho años; y el que esas lágrimas fuesen dulces se debía a que el padecimiento había tocado ya a su fin.

Había arrojado la toalla. Se negaba a luchar más. Había acudido de lejos —el tren no existía, sólo un inmenso movimiento de huida—, había acudido hacia el mar que, vasto y azul, más vivo que cualquier otra cosa, alma de la tierra, alma del mundo, respiraba apacible cerca de él. Porque, a pesar de la almohada, cuya realidad carecía de importancia, al final de la carrera se había tumbado junto al mar, había caído junto a él, exhausto y ya sosegado, se había tumbado cuan largo era en la tibia y dorada arena, y lo único que existía ya en el universo eran el mar y la arena, y él, que hablaba.

Hablaba sin abrir la boca, porque no lo necesitaba. Hablaba del infinito dolor que aquejaba a su cuerpo, que no era el dolor del viaje en un vagón sino el de su largo viaje de hombre.

Ya no tenía edad. Podía dejar que sus labios se hinchasen como los de un niño.

—He realizado siempre, por muy atrás que se remonte mi conciencia, un esfuerzo tan grande…

En ese momento no se veía obligado a precisarlo todo, como cuando se quejaba de algo ante su mujer.

¿Acaso no murmuraban los criados, cuando era pequeño, que nunca podría andar de lo gordo que estaba? Durante mucho tiempo tuvo las piernas arqueadas.

En el colegio miraba fija, dolorosamente, las letras escritas en la pizarra, y el maestro le espetaba:

—¡Ya estamos otra vez en Babia!

Probablemente era cierto, porque al final, por más que quisiera, acababa adormilándose.

«—Es inútil obligarle a estudiar…».

Se veía en el banco donde estaba sentado en un rincón del patio en el Stanislas, inmóvil mientras los alumnos corrían, abandonado por los profesores, que le despreciaban.

Y sin embargo, a base de paciencia y obstinación, había sacado el bachillerato.

¡Santo Dios! ¡Qué cansado estaba! ¿Por qué habían cargado sobre sus espaldas fardos tan pesados cuando no había hecho daño a nadie?

Su padre, por ejemplo, nunca tuvo que hacer el menor esfuerzo. Se manejaba como pez en el agua con la vida, con el dinero, con las mujeres, vivía para su propio placer y siempre se había levantado alegre como unas pascuas; su hijo le había visto siempre pasar silbando, con los ojos encendidos por el placer del que acababa de gozar o por el que se prometía.

Así dilapidó la dote de su mujer, y esta nunca se lo echó en cara. Estuvo a punto de arruinar la empresa heredada de su padre y de su abuelo y, año tras año, le tocó a su hijo trabajar para sacarla a flote.

Así y todo, cuando aquel hombre cayó por fin abatido por la enfermedad, tuvo a todos los suyos alrededor, y contó con la abnegación de una mujer que nunca le dirigió un reproche y que malgastó su vida esperándole.

Todo aquello era gigantesco, de proporciones incomparables con las palabras, era algo a la escala del mar, de la arena y del sol. El señor Monde cobraba la dimensión de una cariátide liberada de su carga por fin. No se quejaba. No recriminaba. No censuraba a nadie. Tan sólo, por primera vez, ahora que aquello había acabado, dejaba correr el cansancio por los cristales y sentía su cuerpo más cálido y apaciguado.

«¿Por qué has sido tan duro conmigo?», tenía ganas de murmurar suavemente al oído del mar.

¡Había querido hacerlo todo tan bien! Se casó para tener un hogar e hijos, no quería ser un árbol estéril, sino un árbol con frutos, y una mañana su mujer lo dejó; se encontró con un bebé en una cama y una niña en otra, sin entender, sin saber, se topó con muros de silencio, y aquellos a quienes preguntaba sonreían por su inocencia. Al final descubrió en unos cajones, olvidados, dibujos innobles, fotografías obscenas, cosas innombrables que le revelaban qué clase de persona había sido aquella mujer a quien había creído cándida.

En su fuero interno no se lo echó en cara, la compadeció por aquel demonio que llevaba dentro. Y, para que sus hijos no estuviesen solos, volvió a casarse. Todo su cuerpo se estiraba, aliviado, y las pequeñas y brillantes olas acudían a lamer la arena a su lado. Tal vez una de ella le alcanzase pronto y le acariciase.

Cargó con aquel peso mientras hubo fuerzas. ¡Qué feo era todo! Su mujer, su hija, su hijo… ¡Y el dinero! Su dinero o el de ellos, ya no lo sabía, no quería saberlo. ¿Para qué, si eso ya se había acabado y al fin…?

Se oía caminar a alguien. Unos pasos penetraban brutalmente en su cerebro, resonaban de forma desagradable en el suelo, se abría una puerta, se cerraba de golpe, reinaba un silencio angustioso; notaba que dos personas estaban frente a frente, dos personas que se miraban de arriba abajo y que se hallaban en el mismísimo umbral de la tragedia.

—¡No!

El señor Monde se pasó la mano por la cara, la tenía seca; la pasó por la almohada sin encontrar la mancha húmeda bajo la barbilla. Le picaban los ojos, pero era de cansancio, quizá también de la carbonilla del tren, el cual había provocado las agujetas que le martirizaban el cuerpo.

¿Quién había dicho «no»? Se incorporó, con los ojos abiertos, y descubrió una delgada franja luminosa bajo una puerta, la puerta de la habitación contigua a la suya, en un hotel de Marsella cuyo nombre había olvidado.

El hombre que había dicho «no» daba zancadas al otro lado de la pared. Se oyó el chasquido que hace una maleta al abrirse.

—¡Jean!

—¡He dicho que no!

—¡Jean! ¡Por favor, te lo pido! Escucha… Al menos déjame que te explique…

—¡No!

Venían de fuera, de la noche. Los movimientos del hombre eran nítidos y decididos. Probablemente estaba sacando del armario su ropa dispersa para meterla en la maleta. Al parecer, la mujer se aferraba a él, pues el señor Monde percibió un ruido blando, seguido de un gemido. La había rechazado de un empellón y ella había ido a caer sabe Dios dónde.

—Jean, te lo suplico…

La mujer debía de estar despavorida. Tampoco existían ya para ella las pequeñas consideraciones de la vida diaria ni del sentido del ridículo.

—Yo te lo explico. Te juro.

—¡Zorra!

—Sí, soy una zorra. Tienes razón, pero…

—¿Qué quieres, despertar a todo el hotel?

—Me daría igual que hubiera aquí cien personas, nada me impediría arrastrarme a tus pies, pedirte perdón, suplicarte…

—Cierra el pico…

—¡Jean!

—¡Que calles la boca! ¿Me oyes?

—No lo he hecho adrede, te aseguro…

—¡No! Lo habré hecho yo.

—Necesitaba tomar el aire.

—Necesitabas un hombre, así de claro.

—No es cierto, Jean… Hacía tres días que no me movía de esta habitación, que estaba aquí, cuidándote como…

—Igual vas a decir como una madre, pedazo de puta.

—Tú dormías… He salido un rato.

—¡A la mierda!

—¿No irás a marcharte? ¿No irás a dejarme sola? Para eso prefiero que me mates…

—Desde luego, por falta de ganas no será.

—Pues mátame.

—No merece ni la pena… Aparta. Suéltame. ¿Me has oído?

Debió de empujarla otra vez, la mujer debió de rodar por el suelo, reinó el silencio, luego volvió a sonar la voz, cuyo patético tono se hacía monótono ya, cuya insistente súplica casi tenía acentos de parodia:

—¡Jeaaan!

—Cuando acabes de berrear mi nombre…

—No podría vivir si ti…

—¡Muérete!

—¿Cómo puedes decirme eso? ¿Cómo puedes haber olvidado ya…?

—¿Olvidado el qué? ¿Lo que has hecho por mí o lo que he hecho yo por ti? ¿Eh? ¡Contesta! Mejor que te calles. ¿Dónde demonios has metido mis camisas?

Y al igual que en el entreacto los actores trágicos recobran la voz normal, ella murmuró con toda naturalidad:

—He llevado tres a lavar. Las otras están en el estante de encima, en el armario del cuarto de baño. —Luego añadió, volviendo a cambiar de tono—: Jean…

El hombre no había cambiado de registro.

—¡Que te vayas a la mierda!

—¿Qué vas a hacer?

—No es cosa tuya.

—Te juro que, desde que te conozco, no me ha tocado un hombre…

—Menos ese con el que salías de la sala de baile cuando he llegado yo.

—Le he pedido que me acompañase hasta aquí. Tenía miedo. El hombre soltó una risotada.

—Esa sí que es buena.

—No te rías, Jean. Si te vas, mañana te arrepentirás.

—¿Es una amenaza?

El amenazador era él. Más que amenazador, pues se oyó un golpe fuerte, tal vez un puñetazo, silencio de nuevo, un gemido:

—No lo has entendido… Yo soy la que… ¡Y, si no, vale! Prefiero acabar de una vez por todas.

—Allá tú.

Unos pasos. Se oyó cómo se cerraba una puerta. No era la que daba al pasillo, sino sin duda la del cuarto de baño. Alguien vertió agua en un vaso.

—¿Qué estás haciendo?

Ella no contestó. El hombre jadeaba. Seguramente estaba intentando cerrar una maleta demasiado llena. Luego recorrió la habitación para asegurarse de que no se había dejado nada.

—¡Adiós! —espetó al final con nerviosa alegría. Inmediatamente se abrió la puerta y una aterrorizada voz gritó:

—¡Jean! ¡Jean! ¡Por favor!…

—A paseo.

—Un momento, Jean. No puedes negarme eso ahora. Escucha… Él caminaba hacia la puerta.

—Escucha. Me voy a morir.

El hombre seguía caminando. Ella se arrastraba por el suelo. Se advertía que se arrastraba por la alfombra mugrienta, rojiza, de la habitación; le daba la impresión de estar viéndola asirse al pantalón del hombre y de que este la rechazaba de una patada.

—Te juro…, te juro…, te juro…

—Hablaba entrecortadamente, se le atragantaban las palabras—, que me he envenenado.

Se abrió la puerta y volvió a cerrarse con estrépito. Sonaron unos pasos en el pasillo, que se alejaron hacia la escalera. Desde abajo llegó débilmente el eco de una conversación entre el viajero que se marchaba y el recepcionista vestido de negro.

El señor Monde estaba de pie en medio de la habitación, en la oscuridad. Recorrió a tientas aquellas paredes desconocidas hasta dar con el interruptor, y le sorprendió verse en camisa y descalzo. Se acercó a la puerta de comunicación y no oyó nada, ni un sollozo, ni una respiración.

Entonces, resignado, recogió el pantalón, que yacía al pie de la cama y que no reconocía. Como no tenía zapatillas se puso los zapatos sin abrochárselos.

Salió de la habitación sin hacer ruido, dudó ante la puerta contigua y llamó tímidamente. No le contestó ninguna voz. Giró el pomo pero aún no se atrevió a abrir.

Por fin oyó un ruido apenas perceptible, como el de una persona que se asfixia e intenta aspirar un poco de aire.

Entró. La habitación era igual que la suya, un poco más grande. El armario de luna estaba abierto, al igual que la puerta del baño, y había una mujer sentada en el suelo, extrañamente encogida sobre sí misma, como un bonzo chino. El pelo de color platino le caía sobre el rostro. Tenía los ojos enrojecidos pero secos. Se apretaba el pecho con ambas manos y miraba fijamente hacia delante.

No pareció sorprenderse al verlo. Sin embargo lo vio, miró cómo se acercaba sin hacer un movimiento, sin decir palabra.

—¿Qué ha hecho usted? —preguntó él.

A saber qué pinta tendría con el pantalón desabrochado, el pelo ya escaso arremolinado en forma de tupé, como cuando se levantaba por las mañanas, y los zapatos abiertos.

—Cierre la puerta —musitó ella. A continuación añadió—: Se ha marchado, ¿verdad? —Y, tras un silencio—: Lo conozco y sé que no volverá. ¡Es una tontería tan grande!

Gritó estas últimas palabras con el mismo arrebato de antes, alzando los brazos al cielo, acusando a este de la estupidez de los hombres.

—¡Tan grande!

Se levantó apoyándose en las manos, de modo que hubo un momento en que la vio a cuatro patas en la alfombra. Llevaba un vestido muy corto, ceñido, de seda negra, del que salían unas largas piernas enfundadas en medias de color carne. Se le habían corrido un poco el carmín y el rímel de las pestañas y tenía un aspecto de muñeca desteñida.

—¿Qué hace usted aquí?

Apenas se aguantaba de pie. Estaba cansada. Dudaba si tumbarse en la cama, cuya manta estaba preparada, pero antes observó con recelo al hombre que se había colado en su habitación.

—Lo he oído todo… —balbució él—. Estoy asustado… sabe usted.

Ella hizo una mueca, presa de una náusea. Luego, en voz baja, para sí misma, gimió:

—Tengo que vomitar.

—Se ha tomado algo, ¿no?

—Gardenal…

Iba y venía atenta a lo que le ocurría por dentro, el ceño fruncido por la inquietud.

—Siempre llevo en el bolso por él, que tiene problemas de sueño… ¡Dios mío! Juntó las manos, estuvo a punto de retorcérselas de nuevo, de sufrir otro ataque.

—¡Y nunca he podido vomitar! Quizá valga más así… Pensaba que cuando se diera cuenta de que me había tomado…

Estaba asustada. Se veía claramente que la embargaba el pánico. Acabó clavando los despavoridos ojos en el intruso, al tiempo que suplicaba:

—¿Qué debo hacer? ¡Dígame qué debo hacer!

—Llamaré a un médico.

—Eso sí que no. Usted no sabe… Sería lo peor… Si lo hace, lo detendrán y seguirá diciendo que he sido yo…

No podía estarse quieta, iba y venía sin parar por el angosto espacio de la habitación.

—¿Qué nota usted?

—No lo sé. Tengo miedo. Si pudiera vomitar…

Tampoco él sabía qué hacer. No se le ocurría correr a una farmacia a comprar un emético, o, más bien, le parecía demasiado complicado.

—¿Cuántas pastillas se ha tomado?

La mujer se enfadó, furiosa por su inutilidad; tal vez la ponía nerviosa también su aspecto ridículo.

—¿Y yo qué sé? Las que quedaban en el tubo… Seis o siete. Tengo frío…

Se echó el abrigo sobre los hombros, miró hacia la puerta, quizá con intención de salir a pedir auxilio.

—Pensar que me ha dejado…

—Escuche. Si quiere, lo intento. Una vez tuve que hacerlo con mi hija, que se había tragado una… Tanto el uno como el otro actuaban de forma incoherente, y, por añadidura, los inquilinos de la tercera planta, que probablemente pensaban que proseguía la escena de antes, golpearon el techo reclamando silencio.

—Acérquese… Abra la boca. Déjeme a mí.

—Me hace daño.

—No es nada. Espere…

Buscaba un objeto para introducírselo en el fondo de la garganta, y era tal su inocencia que estuvo a punto de utilizar su pañuelo. La mujer tenía uno en la mano, hecho una bola. Lo tomó y lo dobló en forma de mecha.

—¡Ah! Que me ahoga. ¡Ah!

Se veía obligado a sujetarle con fuerza la cabeza y le sorprendió el escaso volumen de su cráneo.

—No se ponga tensa. Mi hija también se ponía tensa. ¡Ahora! Un poquito más. ¿Lo nota?

La sacudieron unos espasmos, y de pronto vomitó sin percatarse de que en parte vomitaba encima de aquel desconocido. Los ojos se le llenaron de lágrimas, que le impedían ver. Vomitaba un líquido rojizo, y él la sujetaba por los hombros, la alentaba, como se alienta a una niña:

—Vamos. Eso es… Verá como se siente mejor. Adelante… No se contenga… Al revés. Relájese.

Ella le miraba con los ojos impregnados de lágrimas, como un animal al que le han extirpado un hueso de la garganta.

—¿Se nota el estómago vacío? Deje que lo intente otra vez… Es más prudente…

Ella hizo un gesto negativo con la cabeza. Le flaqueaban las piernas. Tuvo que ayudarla a tumbarse al borde de la cama, con las piernas colgando. Por entonces lanzaba pequeños gemidos regulares.

—Si me promete no moverse y portarse bien, bajaré a recepción. Seguro que tienen un infiernillo de gas o algún otro modo de hervir agua… Debe beber algo caliente para limpiar el estómago.

Ella hizo un gesto afirmativo, pero, antes de abandonar la habitación, él entró en el baño para cerciorarse de que no quedaban más somníferos. La mujer le seguía con los ojos, inquieta, preguntándose qué hacía. Se sorprendió más todavía cuando le hurgó en el bolso, que contenía unos billetes arrugados, polvos y carmín.

¡Que no! Que no era un ladrón. Volvió a dejar el bolso encima de la mesilla.

—No se mueva. Enseguida vuelvo.

En la escalera, donde procuró hacer el menor ruido posible, esbozó una sonrisa de amargura. ¡Nunca había hecho eso nadie por él! Toda la vida, hasta donde le alcanzaba la memoria, había tenido que ayudar él a los demás. Cuántas veces había soñado en vano estar enfermo para ver inclinarse sobre él a alguien que, sonriendo dulcemente, le descargase un momento del peso de la existencia.

—Disculpe que le moleste. —Siempre exhibía una cortesía exagerada, temeroso de ofender a los demás—. Mi vecina de habitación no se encuentra muy bien. ¿Tendría la bondad de poner a hervir un poco de agua? Si tuviera algún tipo de infusión…

—Venga por aquí…

Era de noche. Todo el hotel dormía. No obstante, en las tinieblas de la ciudad se oía un pesado volquete que se dirigía hacia algún sitio, y a ratos el carretero chasqueaba el látigo para despertar al caballo dormido.

—¿Los conocía usted? —preguntó el empleado del hotel, quien de inmediato había comprendido que eran los inquilinos de la 28.

—No.

—Espere… Estoy buscando cerillas.

Había una cafetera en un atestado y grisáceo cuchitril que servía de cafetería. El empleado encendió un infiernillo de gas con esa calma un tanto taciturna de las personas que viven de noche, siempre solos, mientras los demás duermen.

—Me ha extrañado verle marchar. Llevaba unos días enfermo… La chica se pasaba los días con él en la habitación… Ella misma le subía la comida…

El señor Monde se sorprendió preguntando:

—¿Es joven él?

—Unos veintidós años… Tendría que consultar la ficha. Esta noche han salido uno tras otro, ella primero… Cuando han vuelto, una hora más tarde, he comprendido que había gresca. —Concluyó con una palabra cruda—. La ha dejado tirada, ¿verdad?

Se oía cómo hervía el agua. El hombre buscó tila en unas cajas metálicas. Al final la encontró.

—Si quiere, se la subo.

—Lo haré yo mismo.

—¿Azúcar?

—Quizá… Sí. Muchas gracias.

Estaba claro que hablaba de ella. ¿Por qué le decía aquello? ¿Se imaginaba que él actuaba con segundas?

—Si necesita algo, no tiene más que llamarme. Estoy aquí hasta las seis de la mañana.

El hombre se acodó de nuevo en el mostrador de caoba, sacó de debajo un libro abierto y reanudó la lectura.

Cuando el señor Monde regresó a la habitación con la tetera en la mano, la mujer se había dormido, o fingía dormir. Él se sintió molesto, porque se le había subido bastante la falda y dejaba al descubierto una parte de muslo por encima de la media. No experimentaba el menor deseo ni había en él malicia alguna.

—Señorita…

La mujer entreabrió los párpados con expresión indiferente.

—Tiene que tomarse esto. Y, aunque no se vea con ánimos, le aconsejo que, por prudencia, arroje una parte para limpiarse el estómago…

Le inquietaba verla con la mirada turbia, distante. No se movía. La ayudó a incorporarse y le sostuvo la taza pegada a los labios.

—Beba.

—Está caliente.

Hablaba con tono cansino, articulando mal, como si tuviera la lengua demasiado espesa.

—Es igual, beba.

La obligó, hizo que vomitara de nuevo, pero en esa ocasión el vómito fue acompañado de dolorosos hipidos, y ella pareció reprocharle ese sufrimiento suplementario.

—Así nos quedamos tranquilos…

Probablemente porque respiraba con dificultad, la mujer se pasó una mano por encima del hombro, la deslizó entre el vestido y la piel, se soltó el sujetador y, con un gesto que el señor Monde no conocía pero que le sorprendió, alcanzó a quitárselo y lo arrojó al suelo.

—Túmbese… Si quiere desnudarse, saldré un momento.

Pero ella no le dio tiempo y, con expresión indiferente, se quitó el vestido por encima de la cabeza, que se deslizó a lo largo del cuerpo como si fuese una piel superflua. Él, aunque vuelto hacia la pared, la entreveía en una de las puertas del armario de luna. Debajo del vestido sólo llevaba una braguita rosa y un cinturón todavía más estrecho, que aguantaba las medias. Cuando se inclinó para quitárselas, sus pechitos en punta permanecieron como suspendidos en el espacio.

Se quitó también las braguitas sujetas con una goma que le dejó una señal rojiza en la piel, y, cuando estuvo completamente desnuda, el vientre apenas sombreado en el nacimiento de los muslos, dudó y se dirigió de puntillas al baño, donde se comportó como si no hubiese ningún hombre en la habitación contigua.

Regresó envuelta en una bata de un azul descolorido. Seguía teniendo los ojos turbios, y en su rostro se dibujaba una mueca de asco.

—Estoy mareada —suspiró echándose en la cama. Luego añadió, mientras él la tapaba—: No puedo más…

Se durmió enseguida, hecha un ovillo, la cabeza hundida en la parte inferior de la almohada, de modo que sólo se veían sus cabellos descoloridos. A los pocos instantes roncaba. El señor Monde pasó a su habitación sin hacer ruido para tomar la chaqueta y el abrigo, pues había pasado frío.

No llevaba mucho tiempo acomodado en el sillón, junto a la cama, cuando observó que los resquicios de las persianas se llenaban de luz. Empezaron a oírse ruidos, unos en el hotel mismo, otros fuera. Los ruidos de fuera eran sobre todo de motores que no terminaban de arrancar, motores de barco, según observó, pues se oía el chapoteo de los remos. Las barcas del Vieux-Port entrechocaban; sonaba la sirena de una fábrica; a lo lejos se oían otras sirenas de paquebotes y cargueros, que mugían interminablemente.

Apagó la lámpara que había dejado encendida y las listas claras de las persianas se proyectaron en las paredes.

Hacía sol. Le hubiera gustado salir a mirar. De pie ante la ventana, se esforzaba en atisbar entre los listones de las persianas; apenas distinguía unas delgadas franjas de objetos, un trozo del trole de un tranvía, por ejemplo, o unas conchas rosa y violeta en una carretilla.

La mujer ya no roncaba. Había apartado a un lado la manta y tenía en ese momento las mejillas encendidas, los labios hinchados, una expresión dolorosa que se extendía por todo su rostro. El brillo de la piel contrarrestaba el efecto del maquillaje, hasta el punto de que ya no era la misma mujer, era un rostro más humano, un rostro muy joven, muy pobre, un tanto vulgar. Había debido de nacer en una casucha de suburbio, vegetar, de niña, sentada en un umbral de piedra, la nariz llena de mocos y el trasero desnudo, deambular por las calles al volver de la escuela municipal.

Unos tras otros, los viajeros abandonaban el hotel, pasaban coches por la calle, todos los bares debían de estar abiertos, mientras, en las cervecerías aún desiertas, los camareros esparcían serrín por el suelo gris y restregaban los cristales con blanco de España.

Tenía tiempo de asearse y de vestirse. Pasó a su habitación tras cerciorarse de que su acompañante seguía durmiendo. Abrió las persianas y las ventanas de par en par, pese al crudo frío de la mañana, y sintió que la vida penetraba a oleadas, vio el agua azul, rocas blancas a lo lejos, un barco con la chimenea pintada de rojo que zarpaba hacia alta mar dejando un surco maravillosamente blanco.

Había olvidado el inmenso mar, la arena y el sol, y las confidencias que les había susurrado. Le había quedado como un vago regusto de lágrimas, y le daba vergüenza.

¿Por qué le habían dado una habitación sin bañera con lo que deseaba dejar correr el agua fría por su cuerpo y purificarlo? ¿Debido a su ropa, triste y mal cortada, que en ese momento le incomodaba?

No se había traído maquinilla de afeitar, ni jabón, ni cepillo de dientes. Pulsó al timbre. No tardó en llamar a la puerta un botones. Dudó en hacerle el encargo y renunciar ya a aquel sueño todavía tan próximo.

—Ve a comprarme…

Mientras esperaba a que regresara el chiquillo de uniforme, a quien entrevió saltando a la pata coja por la acera, contempló el mar, que no era ya el de la noche, que formaba un puerto, surcado por barcos de motor y en el que unos pescadores echaban sus redes.

Durante largo rato, sumido en el deslumbramiento de la mañana, fijó la mirada en el puente transbordador, cuya gigantesca armazón metálica cruzaba el horizonte y donde se adivinaban, en lontananza, hombres minúsculos.