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Lanzaba miradas de amargura, fruncía los labios con una mueca infantil, procurando no mirar a los demás en el espejo sino concentrarse en su propia imagen. Se veía muy distinto a los que estaban allí, le parecía que en cierto modo los traicionaba al mezclarse con ellos. Un poco más y les hubiese pedido perdón.

Con todo, el peluquero le trataba con indiferencia. En el momento en que el señor Monde se arrellanó en el sillón se limitó a hacerles un guiño a sus compañeros, un guiño tan rápido, tan maquinal, sin esbozar la menor sonrisa y sin ironía, que más bien parecía una especie de señal masónica.

¿Tan distinto era de los demás, con su piel cuidada, su ropa de tela fina y sus zapatos perfectamente ajustados? Seguro que sí. Estaba impaciente por que se operase la transformación.

Al mismo tiempo se sentía incómodo porque el peluquero tenía un emplasto rosa en la nuca, un emplasto protuberante, que debía de ocultar un repulsivo forúnculo violáceo. También le incomodaba ver pasar una y otra vez bajo sus ojos aquel dedo índice amarillento a causa del tabaco, respirar aquella repugnante combinación de nicotina y de jabón de afeitar. ¡Y sin embargo ese pequeño sufrimiento le hacía sentirse feliz!

Todo le resultaba aún demasiado nuevo. La transformación no había terminado. En el espejo cubierto de anotaciones escritas con tiza no quería mirar ni a izquierda ni a derecha a aquella hilera de hombres sentados tras él, que leían periódicos deportivos y que, de cuando en cuando, lanzaban una mirada indiferente a quienes ocupaban los sillones.

El día de su primera comunión, en el Stanislas, tras regresar con precaución a su sitio, con los párpados entornados, permaneció largo rato inmóvil, el rostro hundido entre las manos, esperando la transformación que le habían prometido.

¡Lo que se estaba produciendo en ese momento era muchísimo más esencial! Hubiera sido incapaz de explicarlo, incluso de recapacitar sobre ello de manera lógica.

Cuando un rato antes decidió… ¡No, no había decidido nada! No había nada que decidir. Probablemente lo había soñado con frecuencia, o había pensado tanto en ello que le daba la impresión de que todos sus movimientos estaban trazados de antemano.

Se miraba en el espejo, observaba la mejilla tensada por los dedos del peluquero y se decía: «¡Ya está! ¡La suerte está echada!».

Sin sentir asombro. Hacía tiempo que lo esperaba. Desde siempre. Sólo que su nariz no estaba acostumbrada a aquellos perfumes baratos que le llegaban intensamente, pues hasta entonces apenas los había husmeado al cruzarse con algún obrero endomingado. El dedo amarillento de tabaco le alteraba, y también el emplasto y la mugrienta toalla que le habían anudado al cuello.

Él era el que desentonaba, el que se extrañaba, por ejemplo, de ver a diez personas sumergidas en la lectura de los mismos periódicos deportivos; él era el que debía de resultar chocante, a quien en cualquier momento podían señalar con el dedo.

Si no sentía aún la exultante dicha de la liberación era porque la transformación apenas había empezado. Sí, todo era demasiado nuevo para él.

—¿Masaje?

Lo había oído y, sin embargo, tardó un instante en contestar; luego dijo muy rápido:

—Perdón… Sí. Como quiera.

En una ocasión ya se había afeitado aquel bigote en forma de cepillo que acababa de desaparecer. Hacía ya tiempo de aquello. Fue a los dos o tres años de su segundo matrimonio. Había regresado muy feliz a la Rue Ballu, con la impresión de haber rejuvenecido. Su mujer le miró con sus ojillos negros, ya duros, y dejó caer: «Pero ¿se puede saber qué te ha dado? Estás indecente».

No estaba indecente, pero no era el mismo hombre. De pronto su expresión había adquirido un punto de candidez debido al labio superior, que se proyectaba hacia delante, a toda su boca, que continuamente parecía suplicante o enfurruñada.

Pagó, salió dando tumbos y volvió a pedir perdón por rozar las piernas cruzadas de los que esperaban. Todas las iniciaciones son duras, y aquello era una iniciación. Salió a la calle y echó a andar por barrios para él desconocidos. La sensación de que todo el mundo le miraba no le abandonaba, y se sentía culpable, por ejemplo, por haberse afeitado el bigote, como un criminal que teme ser reconocido; culpable también por los trescientos mil francos que le atestaban los bolsillos.

Suponiendo que aquel agente, plantado en la esquina del bulevar, le parara y le preguntara…

Buscaba las calles más oscuras, más misteriosas, aquellas cuyas luces se asemejaban algo a las luces de antaño.

¿No resultaba increíble a los cuarenta y ocho años, exactamente a los cuarenta y ocho años, hacer lo que estuvo a punto de hacer por primera vez a los dieciocho, o sea, treinta años atrás? ¿Y no resultaba increíble que se sintiera casi el mismo hombre; hasta el punto de que no pensaba ni en su mujer ni en sus hijos, ni en cuanto sucedería después?

Recordaba exactamente la primera tentación que tuvo. Fue también una noche de invierno. Vivía en la Rue Ballu, pues nunca había vivido en otro sitio, pero entonces ocupaba una habitación de la segunda planta que quedaba encima del despacho de su padre, la habitación que había pasado a ser de Alain. La luz era todavía de gas.

Serían las once de la noche. Había cenado a solas con su madre, una mujer muy dulce, de facciones finas, piel mate y sonrisa melancólica. Aquella noche estaba más pálida que de costumbre, con los ojos enrojecidos de haber llorado, y la amplia casa parecía desierta a su alrededor. Los criados caminaban silenciosamente y hablaban en voz baja, como cuando ha sucedido una desgracia en la casa.

Su padre no había regresado. Ocurría con frecuencia. Pero ¿por qué había mandado al cochero, a eso de las cinco, para que fuese a buscar su maleta y su pelliza?

Siempre había tenido amantes. Tenía una desde hacía algún tiempo, una actriz cuya imagen se veía en todas las paredes de París y que parecía más peligrosa que las otras.

Era un hombre que siempre estaba de buen humor, siempre vestía de punta en blanco. Todas las mañanas acudía un peluquero a la casa, luego él iba a su club a practicar esgrima, y, por las tardes, se le veía en las carreras, con sombrero gris y chaqué.

Tal vez se había ido para siempre. Norbert quería consolar a su madre.

—Vete a la cama —le dijo ella con una sonrisa un poco doliente—. No será nada.

Aquella noche permaneció largo rato con la cara pegada al cristal de su habitación. Había apagado el gas y miraba afuera. Caía una lluvia fina. La Rue Ballu estaba desierta y sólo se veían dos luces: la de una farola de gas, a cincuenta metros de la casa, y el rectángulo rojizo de una cortina, en una ventana, una especie de pantalla luminosa tras la cual desfilaba a ratos una sombra.

Por la zona de la Rue de Clichy se adivinaba la vida que bullía, y Norbert Monde, con la frente ardiente pegada al cristal, sintió que le recorría un estremecimiento. Detrás reinaba una calma tan profunda, tan total, que le asustaba. Aquella casona familiar, aquellas estancias que conocía tan bien, aquellos objetos que había visto siempre, le parecía que llevaban una vida amenazadora y terriblemente inmóvil. El aire mismo cobraba vida, se transformaba en una amenaza.

Era un mundo negro y fantasmagórico que lo envolvía para retenerlo a toda costa, para impedir que abandonara aquello, que conociera otra vida.

Entonces pasó una mujer. Sólo veía su figura oscura y un paraguas. Caminaba deprisa, recogiéndose el vestido con una mano por la acera reluciente de agua, hacia la esquina de la calle, la doblaba, y a Norbert le entraron ganas de echar a correr, de alejarse de aquella casa; le parecía que aún podía hacerlo, que bastaría un gran esfuerzo, que una vez fuera estaría a salvo.

Se lanzaría, se arrojaría de cabeza a aquel río de vida que corría por doquier en torno a la casa petrificada.

Se estremeció porque, sin el menor ruido, en la oscuridad, se había abierto la puerta. Tuvo miedo, estuvo a punto de gritar. Abrió la boca, pero una suave voz preguntó en voz baja:

—¿Duermes?

Aquel día todavía tenía una posibilidad y la dejó escapar.

Volvería a escapársele más adelante, cuando vivía con su primera mujer.

Resultaba extrañamente placentero y al mismo tiempo aterrador revivir aquello en ese momento, cuando acababa de hacer lo que estaba decidido desde siempre.

Entonces tenía treinta y dos años. Era el mismo que ahora, igual de corpulento, tal vez más. Ya en el colegio algunos compañeros le llamaban Bola de Sebo. Y eso que no estaba fofo.

Sucedió un domingo. También un domingo de invierno, pero, si no le fallaba la memoria, de comienzos de invierno, cuando el invierno deprime más porque se siente todavía el otoño y no la primavera cercana.

¿Por qué estaba vacía aquel día la casa de la Rue Ballu? La servidumbre había salido. Porque era domingo, claro. Pero ¿y su mujer, Thérèse, que parecía tan frágil y tan cándida? Esa… En fin…

Sus dos hijos estaban enfermos. No. Sólo la hija, que tenía entonces cinco años y había pillado la tos ferina. Alain, que sólo contaba un año, vomitaba todo lo que bebía.

Aun así, su madre había salido. Tanto daba lo que se hubiera inventado. Por aquella época parecía no haber roto un plato y nadie se daba cuenta de que…

Total, que estaba solo. Aún no había oscurecido. Helaba. No sólo la casa, todo París parecía vacío. Muy de cuando en cuando se oía el ruido de un coche en el pavimento. La niña tosía. Cada cierto tiempo tenía que tomar una cucharada de un jarabe cuyo frasco estaba sobre la chimenea; todavía podría señalar el lugar exacto.

La mañana anterior, una hora antes, adoraba a su mujer y a sus hijos.

El crepúsculo teñía la casa de color ceniza, y había olvidado encender las lámparas. Iba y venía, regresaba a la ventana cubierta con una cortina de guipur rameado. Otra sensación que le volvía con obsesionante exactitud: las mallas del guipur interponiéndose entre su frente y el frío del cristal.

De pronto, al mirar al hombre del abrigo verdoso que estaba encendiendo la única farola de gas que tenía a la vista, le invadió un desapego de todo; su hija había tosido y él ni se había vuelto; el niño tal vez estaba vomitando en la cuna. Contempló la figura del hombre mientras se marchaba y se sintió como atraído hacia delante, le asaltaba un irresistible deseo de irse él también, de caminar hacia delante…

¡De ir a algún sitio!

Incluso bajó a su despacho sin motivo alguno, tal vez con idea de marcharse. Permaneció largo rato inmóvil, como atontado, en el mismo sitio, y se sobresaltó cuando la cocinera —la que le había visto nacer y que más tarde murió— exclamó, tocada aún con el sombrero, las manos heladas en sus mitones:

«—¿Se ha vuelto sordo? ¿No oye que la niña está gritando, que se le parte a una el corazón?».

Y ahora estaba en la calle. Caminaba. Miraba casi con terror las sombras que le rozaban en aquellas calles oscuras, atestadas de vida invisible, que se enmarañaban hasta el infinito.

Comió por la zona de la Bastilla —recordó haber cruzado transversalmente la Place des Vosges—, en un restaurante donde manteles de papel cubrían el mármol de las mesas.

—¡Mañana!

Luego fue a pasear a orillas del Sena. También en eso realizaba de forma involuntaria un rito fijado hacía tiempo.

Todavía actuaba con pudor, con torpeza. Realmente todo aquello era demasiado nuevo para él. Para hacer las cosas bien, para llegar hasta el final, debería haber bajado una de aquellas escaleras de piedra que conducían muy cerca del agua. Cada vez que por la mañana cruzaba el Sena echaba una ojeada bajo los puentes, y también lo hacía para evocar un recuerdo viejísimo, un recuerdo de los tiempos en que iba al Stanislas y a veces hacía el recorrido a pie, sin prisa: bajo el Pont—Neuf había divisado a dos viejos, dos hombres sin edad, hirsutos y grises como dos estatuas abandonadas; los dos estaban sentados sobre unos montones de piedras y uno de ellos, mientras el otro se comía un salchichón, se envolvía los pies con vendas de cotonada.

No sabía la hora. No le había preocupado una sola vez desde que salió del banco. Las calles iban quedándose vacías. Cada vez se veían menos autobuses. Más tarde aparecieron grupos de gente que hablaba en voz muy alta y que debía de salir de los teatros o de los cines.

Su intención era elegir un hotel de ínfima categoría, como el que había visto hacía un rato en una callejuela junto a la Place des Vosges. No acababa de decidirse. Sobre todo por su traje y por los trescientos mil francos.

Cerca del Boulevard Saint—Michel entró en una pensión modesta pero decente. Olía a cocina. Un vigilante nocturno en zapatillas se pasó un buen rato toqueteando llaves y al final le alargó una.

—Cuarta planta. Segunda puerta. Procure no hacer ruido.

Por primera vez a sus cuarenta y ocho años —como si se hubiese regalado aquello para celebrar su cumpleaños, ya que todo el mundo lo había olvidado— era un hombre solo, pero todavía no era un hombre de la calle.

Siempre ese temor a sorprender, a desentonar. Aunque no era timidez. No se sentía molesto por sí mismo, sino porque temía molestar a los demás.

Llevaba unos diez minutos dando vueltas en torno a aquella casa estrecha, que no le había costado mucho trabajo encontrar. Hacía sol. Las carnicerías, las lecherías estaban atestadas de productos cuyos olores invadían la acera, y costaba abrirse paso entre la multitud de amas de casa y de vendedoras que se afanaban en el mercado de la Rue de Buci.

De vez en cuando, con un gesto instintivo del que se avergonzaba, el señor Monde se palpaba los bolsillos para cerciorarse de que no le habían robado los billetes. Por cierto, ¿cómo se las apañaría cuando tuviese que cambiarse delante de alguien?

El problema lo abstrajo durante un tiempo. Al final halló la solución, pero necesitaba papel y cordel. Lo del papel era fácil. Le bastaba comprar periódicos en el primer quiosco que encontrase. ¿Pero no resultaba un poco raro comprar un ovillo de cordel para no utilizar más que un trozo?

Lo hizo. Caminó despacio por aquel barrio en el que sólo vendían comida hasta que encontró una papelería.

No podía hacer aquello en público. Entró en un bar, pidió un café y bajó a los servicios. El cuchitril estaba en el sótano, junto a las botellas. La puerta no cerraba. Sólo había un agujero en el suelo de cemento gris, y el espacio era tan exiguo que tocaba las paredes con los hombros.

Hizo un paquete con los billetes de banco, lo ató con fuerza y arrojó al agujero el resto de papel y de cordel. Cuando tiró de la cadena, el agua salió con tal ímpetu que le salpicó los zapatos y los bajos de los pantalones.

Olvidó tomarse el café. Tenía conciencia de parecer culpable de algo, y se volvió para asegurarse de que el dueño del bar no le seguía con la vista.

Ahora tenía que entrar en la casa estrecha. En la fachada pintada de azul había un letrero escrito con gruesas letras negras:

ALQUILER Y VENTA DE ROPA

«—¿Sabes lo que hace Joseph con la ropa que le das?».

Un día, su mujer le había hecho esa pregunta con tono agresivo.

«—La revende en una tienda de la Rue de Buci. Como le das prendas casi nuevas…». Exageraba. Siempre exageraba. Ver gastar dinero la ponía nerviosa.

«—No veo por qué, dado que le pagamos, y mucho más de lo que se merece. Y encima saca más dinero a nuestra costa…».

Entró. Un hombrecillo, que debía de ser armenio, le recibió sin dar muestras de asombro, contrariamente a lo que se esperaba. Y él balbució:

—Quería un traje, un traje muy sencillo, poco llamativo… No sé si entiende lo que quiero decir.

—Pero que aun así esté bien, ¿verdad?

Estaban colgadas por toda la tienda, en todas las habitaciones, sobre todo trajes de ceremonia, ropa de montar e incluso dos uniformes de guardia urbano.

—Una tela bastante oscura. Que no sea muy nueva…

Unos minutos después se puso un poco nervioso, porque había dejado el paquete en la primera habitación, y en ese momento estaba en la segunda planta. ¿Y si se lo robaban?

El hombre le enseñaba trajes, pero casi todos le quedaban estrechos o muy largos de mangas y de piernas. Mientras estaba en calzoncillos en medio de la habitación entró una mujer. Era la esposa del comerciante, que quería decirle algo a su marido y ni se fijó en él.

¿Por quién le tomarían? A buen seguro por un hombre que se ocultaba. ¡Por un ladrón, un asesino, un tipo en bancarrota! Lo pasó mal. Lo más duro era la transformación. Pero luego, en menos de una hora, sería libre.

—Creo que esta chaqueta le sentará bien. Lo malo es que no sé si tengo un pantalón a juego. No. Pero mire…, este pantalón gris…

No se atrevía a discutir y no chistó. Era un poco más elegante de lo que quería. Vestido así daba una imagen de empleado decente o de contable pulcro.

—¿Necesita también zapatos y ropa interior?

Compró. Además le facilitaron, siempre de segunda mano, una fea maletita oscura.

—¿Se lo lleva puesto?

—Si no le importa, me gustaría dejarle mi ropa…

Vio que el armenio comprobaba la etiqueta del sastre y pensó que hacía mal dejándola. No temía problemas con la justicia. No se le había ocurrido. Sin embargo, le molestaba dejar pistas.

Cuando salió, el paquete seguía en la primera habitación. El comerciante se lo alargó. ¿Adivinó, por la consistencia, que se trataba de billetes de banco?

Eran las diez. La hora… Ni hablar. No quería pensar en lo que haría los demás días en tal o cual momento. La chaqueta le molestaba un poco en los hombros. La tela del abrigo era mucho más delgada que la suya y de pronto le produjo una impresión de ligereza.

¿Por qué se dirigió, sin dudarlo un instante, a la esquina del Boulevard Saint—Michel para esperar un autobús que le dejara en la Gare de Lyon? No lo tenía pensado. No había decidido hacer nada especial.

Una vez más seguía un programa trazado de antemano, pero no por él. Tampoco la víspera había tenido que tomar decisión alguna. Todo aquello venía de mucho más atrás, de siempre.

En la plataforma del autobús se palpó los bolsillos. Se inclinó para mirarse en el vidrio. No le sorprendió su imagen. Pero, como cuando hizo la primera comunión, seguía esperando algo que no sucedía.

Resultaba curioso caminar tras la multitud en el vestíbulo de la estación, no tener en la mano más que una pequeña maleta como la que llevaba la mayoría de los viajeros, hacer cola delante de una ventanilla y, a su vez, decir dócilmente:

—Marsella.

No le preguntaron en qué clase. Le dieron un billete de tercera, cuyo color malva observó con curiosidad.

Continuaba yendo tras la gente. En definitiva, todo era dejarse llevar. Lo empujaban, le daban empellones, maletazos en las piernas, un cochecito de niño le golpeó en los riñones, el altavoz voceaba órdenes, los trenes silbaban, y subió como los demás a un compartimiento de tercera, donde ya había tres soldados comiendo.

Lo que más le incomodaba era el paquete, pues no se le había ocurrido meterlo en la maleta. Cierto que estaba ya llena, pero aun así la abrió, apretó bien lo que había dentro y le invadió una sensación de alivio. ¿Empezaba la vida por fin? No lo sabía. Temía hacerse preguntas. Al igual que el emplaste del peluquero y su dedo amarillento por el tabaco, le molestaba el olor del compartimiento, de modo que, cuando el tren arrancó, salió y se quedó en el pasillo.

Una visión magnífica, magnífica y sórdida a la vez, fue la de las altas hileras de casas ennegrecidas al pie de las cuales se abría paso el tren, con cientos, miles de ventanas cerradas o abiertas, ropa colgando, antenas de televisión, un acumulamiento prodigioso a lo ancho y a lo alto, hormigueantes vías de las que el tren se despegó bruscamente después de que en una calle, que parecía ya una carretera, pudiera divisarse el último autobús verde y blanco.

Luego el señor Monde dejó de pensar. Se adueñó de él el ritmo del tren. Fue como una música regular sobre la que se inscribían, a modo de palabras, retazos de frases, recuerdos, imágenes que desfilaban ante sus ojos, una casucha aislada en el campo, con una mujer gorda haciendo la colada, un jefe de estación agitando la bandera roja en una estación de juguete, gente que pasaba sin cesar tras él para ir a los servicios, un niño que berreaba en el compartimiento contiguo y uno de los militares que dormía en un rincón, con la boca abierta e iluminado por un rayo de sol.

No sabía ni adónde iba ni lo que haría. Se había marchado. Ya no había nada tras él. Delante tampoco. Estaba en el espacio.

Le entró hambre. Todo el mundo comía. En una estación compró unos bocadillos resecos y un botellín de cerveza.

En Lyon ya había anochecido. Estuvo a punto de apearse, sin saber por qué, tentado de hundirse ya en la oscuridad salpicada de luces, pero el tren arrancó antes de que le diera tiempo de decidirse.

Tenía un montón de cosas dentro de la cabeza, cosas que dilucidaría más adelante, cuando se hubiese hecho a la situación, cuando se detuviese el tren, cuando llegase por fin a algún sitio.

No tenía miedo. No lamentaba nada. En la mayoría de los compartimientos habían apagado las luces. Los viajeros se apoyaban unos en otros para dormir, se mezclaban olores y alientos.

Él aún no se atrevía. Y, a pesar del cansancio, permanecía de pie en el pasillo, donde había corrientes de aire. No quería mirar hacia el vagón de al lado, en el que se divisaban alfombras rojas.

Aviñón… Contempló con estupor el enorme reloj, que sólo marcaba las nueve. De cuando en cuando echaba una mirada en el compartimiento. Había dejado la maleta en la red, entre Otros bultos atados de modo curioso.

Saint-Charles.

Bajó andando, despacito, hacia el puerto. Las grandes cervecerías de la Canebière estaban todavía abiertas. Las miraba con cierto estupor, pero sobre todo miraba con curiosidad a los hombres sentados ante las mesas bajo la luz, detrás de los cristales, como si le sorprendiese ver que la vida seguía.

Aquella gente ocupaba su mesa habitual, como las demás noches. Acababan de jugar a las cartas o al billar, o de hablar de política, y llamaban al camarero, o bien era el camarero el que se acercaba y les anunciaba, llamándolos por sus nombres, que iban a cerrar.

Algunos salían ya, se demoraban al borde de la acera para acabar una conversación, se estrechaban la mano, se marchaban cada uno por su lado, cada uno hacia su casa, su mujer, su cama.

Los cierres metálicos de las tiendas se abatían ruidosamente. También cerraban los pequeños bares en el barrio del Vieux Port.

Vio el agua muy cerca de él, barquichuelas apretadas unas contra otras y alzadas levemente por la respiración del mar. Se desplegaban reflejos, alguien remaba, sí, alguien que no iba solo, pues se percibían susurros. Tal vez enamorados o contrabandistas.

Se alzó el cuello del abrigo, aquel abrigo que aún no le resultaba familiar, cuyo contacto no reconocía. Levantó la cabeza hacia el cielo estrellado. Una mujer le rozó y le dijo algo, y él se alejó raudo, se internó en una calleja a la derecha, divisó la puerta iluminada de un hotel.

Hacía calor en el vestíbulo. Había un mostrador de caoba. Le atendió un señor de aspecto correcto, vestido de negro.

—¿Va usted solo? —le preguntó.

Le alargaron un bloque de fichas, y, tras una leve vacilación, escribió un apellido cualquiera, el primero que le vino a la mente.

—Nos queda una habitación que da al Vieux Port.

El empleado le tomó la maleta de las manos, y el señor Monde sintió vergüenza. ¿No le sorprendería al hombre su miserable maleta?

—Es la segunda planta. A estas horas no funciona el ascensor. Si quiere acompañarme…

La habitación era confortable. Un tabique acristalado la separaba del cuarto de baño. Encima de la chimenea había un gran espejo. El señor Monde se contempló en él largo rato y ahogó un suspiro. Se quitó la chaqueta, cuyas mangas eran demasiado estrechas, luego la corbata y la camisa.

Inspeccionó aquella habitación donde estaba solo, y lamentó un poquito, sin atreverse a reconocerlo, no haberle hecho caso a la mujer que le había hablado a orillas del mar.

Al final se acostó y se tapó con la manta hasta la nariz.