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Eran las cinco de la tarde del 16 de enero, poco más —una leve inclinación de la manecilla grande hacia la derecha—, cuando junto a una ráfaga de aire helado hizo irrupción la señora Monde en la sala de espera de la comisaría de policía.

Sin duda debía de haberse bajado precipitadamente de un taxi o de un coche particular, cruzado como un rayo la acera de la Rue La Rochefoucauld y tropezado en la escalera mal iluminada. Con tal autoridad abrió la puerta que la gente se quedó sorprendida al ver cómo el sucio panel gris, provisto de un sistema de cierre automático, se desplazaba con una lentitud que, por contraste, parecía ridícula, hasta el punto de que una mujeruca cubierta con un chal y sin sombrero, que llevaba esperando una hora de pie, empujó por costumbre a uno de sus retoños, que se le agarraba a las faldas, y murmuró:

—Ve a cerrar la puerta.

Antes de aquella irrupción estaban todos como en familia. A un lado de la barandilla los escribientes, con uniforme de policía o con una simple chaqueta, escribían o se calentaban las manos en la estufa; al otro lado, parte del público permanecía sentada en un banco arrimado a la pared y la otra parte de pie. Cuando salía alguien con un documento recién escrito en la mano, la gente se corría un sitio y el primer escribiente alzaba la cabeza. Todos aceptaban el mal olor, la mala iluminación que provenía de las dos lámparas de pantalla verde, la monotonía de la espera y la tinta de reflejos violeta con la que había que rellenar los formularios. A buen seguro, si una imprevisible catástrofe hubiese aislado durante un tiempo la comisaría del resto del mundo, los allí reunidos habrían acabado conviviendo como una tribu.

Sin empujar a nadie, la mujer se colocó en primera fila, vestida de negro, la cara empolvada, muy blanca, la nariz un poco violácea bajo los polvos. Sin prestar atención a nadie, hurgó en el bolso con los dedos enfundados en guantes negros, secos como el ébano y precisos como el pico de un ave de presa. Todo el mundo aguardaba, todo el mundo la miraba, mientras ella alargaba una tarjeta de visita por encima de la barandilla.

—Por favor, ¿podría anunciarme al comisario?

A la demás gente le dio tiempo de repasarla a fondo, y, sin embargo, apenas conservaron de ella una impresión de conjunto.

—Una especie de viuda —dijo el funcionario al comisario de policía, que estaba de palique con el secretario general del Théâtre de Paris en su despacho lleno de humo de puros.

—Un momento.

Y antes de sentarse y alcanzar los carnés de identidad que le tendían, el comisario repitió:

—Un momento.

La mujer siguió sin sentarse. Sin duda apoyaba en el suelo sucio los dos pies, calzados con elegancia y con tacones desmesuradamente altos; pero sin embargo parecía una garza posada sobre una sola pata. No veía a nadie. Su mirada helada, fija en no se sabía qué, acaso en las cenizas que habían saltado de la estufa, era un tanto altanera, y sus labios se movían como los de las viejas rezando en la iglesia.

Se abrió una puerta y apareció el comisario.

—¿Señora?…

Cerró la puerta tras ella, le señaló una silla tapizada de verde, contorneó despacio su escritorio estilo Imperio con la tarjeta en la mano y se sentó.

—¿Señora Monde? —inquirió.

—Sí, soy la señora Monde. Vivo en la Rue Ballu, 27 bis.

Observó con hostilidad el puro mal apagado que el comisario había aplastado en el cenicero.

—Pues ya me dirá en qué puedo serle útil.

—He venido a denunciar que mi marido ha desaparecido.

—Muy bien. Perdón… —El comisario alcanzó una libreta y tomó un lapicero de plata—. Su marido, me dice usted…

—Mi marido lleva tres días desaparecido.

—Tres días… Por lo tanto, desapareció el trece de enero.

—Efectivamente, el día trece lo vi por última vez.

Llevaba un abrigo de astracán negro que desprendía un leve perfume a violetas, y estrujaba entre sus enguantados dedos un fino pañuelo empapado del mismo perfume.

«Una especie de viuda», había anunciado el secretario.

Así pues, no lo era, por lo menos no lo era aún el 13 de enero, ya que en esa fecha todavía tenía marido. ¿Por qué pensó el comisario que era digna de serlo?

—Discúlpeme, pero no conozco al señor Monde. Sólo llevo unos meses en el barrio. Acto seguido aguardó dispuesto a tomar nota.

—Mi marido es Norbert Monde. Supongo que habrá oído usted hablar de la empresa Monde, corretaje y exportación. Tenemos las oficinas y los almacenes en la Rue Montorgueil.

El comisario hizo un gesto afirmativo, más por cortesía que por convencimiento.

—Mi marido nació en el palacete de la Rue Ballu, donde ha vivido siempre y donde seguimos viviendo.

El comisario asintió de nuevo.

—Tenía cuarenta y ocho años. Ahora que lo pienso, cumplió los cuarenta y ocho el mismo día en que desapareció.

—El trece de enero. Y no tiene usted la menor idea…

Sin duda, el envaramiento de la visitante y su arrogancia significaban que no tenía la menor idea.

—Supongo que desea que abramos una investigación.

Su mueca displicente parecía dar a entender que eso saltaba a la vista o, por el contrario, que le traía sin cuidado.

—Entonces, vamos a ver… El trece de enero… Disculpe la pregunta, ¿tenía su marido algún motivo para atentar contra su vida?

—En absoluto.

—¿En qué situación económica se hallaba?

—La empresa Monde, fundada por su abuelo, Antonin Monde, en 1843, es una de las más estables de París.

—¿Su marido especulaba? ¿Era jugador?

Sobre la chimenea, detrás del comisario, se alzaba un péndulo de mármol negro parado desde siempre a las doce y cinco. ¿Por qué inducía a pensar que se había parado a las doce de la noche y no a las doce del mediodía? El caso es que daba la impresión, invariablemente, de haberse detenido a medianoche. Al lado había un ruidoso despertador que sí marcaba la hora exacta. Se hallaba justo en el campo visual de la señora Monde, y esta, sin embargo, torcía de vez en cuando el cuello, un cuello largo y fino, para consultar la hora en un minúsculo reloj que llevaba suspendido como un medallón sobre la blusa.

—Si descartamos los asuntos económicos… Ignoro, señora, si su marido tenía problemas sentimentales. Perdone que insista.

—Mi marido no tenía ninguna amante, si es a eso a lo que se refiere.

El comisario no se atrevió a preguntar si ella, por su parte, tenía algún amante. Parecía demasiado inverosímil.

—¿Cómo andaba de salud?

—Jamás en la vida ha estado enfermo.

—Bien, perfecto. Bien, ¿puede decirme qué hizo su marido el día trece de enero?

—Se levantó a las siete, como de costumbre. Siempre se ha acostado y se ha levantado temprano.

—Perdón, ¿comparten la misma habitación?

Un sí seco y bronco.

—Se levantó a las siete y pasó al cuarto de baño, donde, a pesar de…, bueno, es igual, se fumó el primer cigarrillo. Luego bajó…

—¿Estaba usted en la cama?

El mismo sí, áspero como el pedernal.

—¿Hablaron algo?

—Se despidió como cada mañana.

—¿Pensó usted en aquel momento que era su cumpleaños?

—No.

—Bajó, dice usted.

—Desayunó en su despacho. Es una habitación en la que no trabaja nunca pero en la que se encuentra a gusto. Tiene un ventanal con vidrieras. Los muebles son más o menos antiguos.

No debían de gustarle ni las vidrieras ni lo antiguo, o sencillamente había pensado en darle otro destino a aquella habitación, que su marido se empeñaba en conservar como despacho.

—¿Tienen mucha servidumbre?

—Un matrimonio de porteros. La mujer se encarga de las faenas de la casa. El marido hace de mayordomo. También disponemos de una cocinera y de una doncella. Aparte de Joseph, el chófer, que está casado y no duerme en la casa. Yo me levanto habitualmente a las nueve, después de darle a Rosalie las instrucciones para el día… Rosalie es mi doncella. Está a mi servicio desde que me casé. Quiero decir desde mi segundo matrimonio…

—De modo que el señor Monde es su segundo marido.

—Estuve casada en primeras nupcias con Lucien Grandpré, que murió hace catorce años en un accidente de automóvil. Cada año corría, por hobby, en las veinticuatro horas de Le Mans.

En la sala de espera, la gente, sentada en el banco pringoso, avanzaba un puesto de vez en cuando; otros se deslizaban humildemente hacia fuera, apenas entreabriendo la puerta.

—De modo que esa mañana todo transcurrió como de costumbre.

—Como de costumbre. Oí que el coche arrancaba a eso de las ocho y media para dejar a mi marido en la Rue Montorgueil. Siempre quería despachar personalmente la correspondencia y por eso acudía tan temprano a su despacho. Su hijo salió un cuarto de hora después que él.

—¿O sea que su marido tiene un hijo de un primer matrimonio?

—Cada uno tenemos el nuestro. Él tiene también una hija, que está casada. La pareja vivió durante algún tiempo con nosotros, pero ahora residen en el Quai de Passy.

—Bien. Muy bien. ¿Su marido acudió realmente a su despacho?

—Sí.

—¿Regresó para comer?

—Comía casi siempre en un restaurante de Les Halles, no lejos de su empresa.

—¿Cuándo empezó usted a preocuparse?

—Por la noche, sobre las ocho.

—En definitiva, no ha vuelto a verlo desde la mañana del trece de enero, ¿no es así?

—Le llamé poco después de las tres para pedirle que me mandase a Joseph con el coche, porque tenía que salir de compras.

—¿Le contestó con tono normal?

—Sí.

—¿Le advirtió que volvería más tarde que de costumbre? ¿Le mencionó la posibilidad de hacer un viaje?

—No.

—Por la noche, sencillamente, no regresó a cenar a las ocho, ¿no es eso?

—Sí.

—Y desde entonces no ha dado señales de vida. Supongo que tampoco lo habrán visto por el despacho.

—No.

—¿A qué hora abandonó la Rue Montorgueil?

—Sobre las seis. Nunca me lo dijo, pero yo sabía que, en vez de regresar directamente, solía pararse a tomar un oporto en el Cintra, en la Rue Montmartre.

—¿Estuvo allí aquella noche?

—No lo sé —contestó muy digna la mujer.

—¿Puedo preguntarle, señora, cómo es que hasta hoy, o sea, transcurridos ya tres días, no se ha decidido a comunicarnos la desaparición del señor Monde?

—Pensaba que volvería.

—¿Solía desaparecer de ese modo?

—No lo había hecho nunca.

—¿Le llamaban alguna vez de provincias para que acudiera por asuntos de negocios?

—Nunca.

—Y, sin embargo, usted le esperó durante tres días.

La señora Monde clavó sus ojillos negros en el comisario, sin contestar.

—Supongo que habrá avisado a su hija, que, según me ha dicho, está casada y vive en el Quai de Passy.

—Hace un rato se ha presentado ella misma en casa, pero se ha comportado de tal modo que he tenido que echarla.

—¿No se lleva bien con su hijastra?

—No nos vemos. Por lo menos desde hace dos años.

—Pero su marido seguía viéndola, ¿no es así?

—Sí, cuando ella se presentaba en su despacho para sablearle.

—Si no he entendido mal, su hijastra ha necesitado dinero recientemente y ha acudido a la Rue Montorgueil para pedírselo a su padre. Supongo que él se lo daba.

—Sí.

—Y allí la informaron de que su padre había desaparecido.

—Probablemente.

—Entonces se presentó en la Rue Ballu.

—Sí, empeñada en entrar en su despacho y en hurgar en los muebles.

—¿Tiene usted idea de lo que buscaba? Silencio.

—En definitiva, suponiendo que el señor Monde esté muerto, cosa que me parece improbable…

—¿Por qué?

—… se plantearía el problema de saber si ha dejado testamento. ¿Acogiéndose a qué régimen matrimonial se casaron ustedes?

—Al régimen de separación de bienes. Tengo mi fortuna personal, soy propietaria de un inmueble en la Avenue de Villiers…

—¿Qué opina su hijastro de la desaparición de su padre?

—No opina nada.

—¿Sigue viviendo en la Rue Ballu?

—Sí.

—¿Tomó alguna disposición su marido antes de desaparecer? Por ejemplo, en lo referente a sus negocios. Supongo que estos requerirán un fondo de operaciones…

—El señor Lorisse, el cajero, tiene firma…

—¿Ha encontrado en el banco los fondos habituales?

—No. Precisamente, no. El trece de enero, poco antes de las seis, mi marido se presentó en el banco.

—Pero ¿no estaba cerrado?

—Para el público sí. Para él no. Los empleados se quedan trabajando hasta tarde. Entraba por la puerta pequeña. Sacó trescientos mil francos que tenía en la cuenta corriente.

—O sea, que al día siguiente el cajero se vería en un apuro.

—Al día siguiente todavía no. Ese día no se realizó ninguna operación importante. Ayer sí. Quiso disponer de cierta cantidad para efectuar unos pagos y se enteró de que habían retirado esos fondos.

—Si no he entendido mal, su marido, al desaparecer, no dejó dinero ni para sus negocios, ni para usted ni para sus hijos.

—No es del todo así. La parte más sustanciosa de su fortuna, consistente en acciones y otros valores, se encuentra en su caja fuerte del banco. Últimamente no ha sacado nada de esa caja fuerte. No ha bajado ni una sola vez, según me ha confirmado el director. Además, la llave sigue estando en casa, en un cajoncito de su escritorio.

—¿Dispone usted de poderes?

—Sí.

—Siendo así… —dijo el comisario con involuntario desenfado.

—Me he presentado en el banco. Le había prometido al cajero proveerle de fondos. Pero me han negado el acceso a la caja fuerte alegando que no puedo demostrar que mi cónyuge está vivo, según la fórmula habitual.

El comisario suspiró y estuvo a punto de tomar un puro de la petaca. Quedaba claro. No había nada más que decir.

—¿Desea que abramos una investigación?

La señora Monde se limitó a mirarlo una vez más, se levantó y agachó la cabeza para consultar el reloj. Un instante después atravesó la sala de espera. Allí la mujer del chal, inclinada hacia la izquierda por el peso de la criatura que llevaba en brazos, explicaba humildemente que desde hacía cinco días se hallaba sin recursos, pues habían detenido a su marido en el transcurso de una pelea.

La señora Monde cruzó la acera, teñida de rojo por la luz de la comisaría. Joseph, el chófer, mantuvo un instante la portezuela en suspenso antes de cerrarla. La dama le dio la dirección de su abogado, de quien se había despedido una hora antes y que la esperaba de nuevo.

Todo lo que le había contado al comisario era cierto, pero a veces sucede que no hay nada tan falso como la verdad.

El señor Monde se había despertado a las siete de la mañana y, procurando que no se colase aire fresco bajo las mantas, se había deslizado silenciosamente fuera de la cama, en la que su mujer yacía inmóvil. Siempre actuaba así. Cada mañana fingía creer que ella dormía. Evitaba encender la lámpara de la mesilla de noche y, descalzo, con las zapatillas en la mano, rodeaba la amplia cama en la oscuridad apenas surcada de finas estrías que se filtraban por los resquicios de los postigos. Sin embargo, tenía la certeza de que, si dirigía una mirada hacia la almohada, vería las pequeñas pupilas negras de su mujer.

Al entrar en el cuarto de baño respiraba profundamente y abría a fondo los grifos de la bañera, al tiempo que enchufaba la maquinilla de afeitar.

Estaba gordo. O, mejor dicho, era lo que se llama un hombre corpulento. Su pelo ralo y rubio, tieso por las mañanas en forma de tupé, le confería a su sonrosada cara un aspecto infantil.

Incluso los ojos, de color azul, traslucían mientras se miraba en el espejo para afeitarse una expresión de asombro que recordaba la infancia. Daba la impresión de que cada mañana al salir del sueño, en el que se deja de tener edad, el señor Monde se sorprendía de ver en el espejo a un hombre de mediana edad, de párpados ya ajados y, bajo la prominente nariz, un bigotito rubio rojizo en forma de cepillo.

Para tensar la piel al paso de la máquina de afeitar hacía muecas. Invariablemente se olvidaba de la bañera y se abalanzaba hacia los grifos en el momento en que el exceso de agua emitía un ruido revelador que, a través de la puerta, le llegaba a la señora Monde.

Cuando acababa de afeitarse se miraba un ratito más con una mezcla de complacencia y amargura, añoraba haber dejado de ser el muchachote bastante cándido de antaño, no se hacía a la idea de ser ya un hombre embarcado en la pendiente de la vida.

Aquella mañana, en el cuarto de baño, recordó que acababa de cumplir cuarenta y ocho años. Ni más ni menos. Tenía cuarenta y ocho años. Poco le faltaba ya para los cincuenta. Se sintió cansado. Dentro del agua caliente estiró los músculos para expulsar el cansancio acumulado durante tantos años.

Estaba casi vestido ya cuando el timbre de un despertador en la planta de arriba le advirtió de que su hijo Alain se disponía a levantarse.

Acabó de vestirse. Era un hombre meticuloso con la indumentaria. Le gustaban las prendas sin una sola arruga, sin una mancha, la ropa interior flexible y lustrosa a la vez, y, en ocasiones, en la calle o en el despacho, contemplaba satisfecho el brillo de sus zapatos.

Cumplía cuarenta y ocho años. ¿Se acordaría su mujer? ¿Su hijo? ¿Su hija? Seguro que nadie. Tal vez el señor Lorisse, su anciano cajero, que ya había sido cajero de su padre y que le diría con tono compungido:

—Felicidades, señor Monde.

Tenía que cruzar la habitación. Se inclinó sobre la frente de su mujer y la rozó con los labios.

—¿No necesitas el coche?

—Esta mañana no. Si lo necesito esta tarde, te llamaré al despacho.

Extraña casa la suya; una casa que, en su opinión, era única en el mundo. Cuando la compró su abuelo ya había tenido varios dueños. Cada uno había introducido modificaciones, de modo que resultaba imposible percibir un plan concreto. Se habían tapiado unas puertas, se habían abierto otras en distintos lugares.

Habían convertido dos habitaciones en una. Habían levantado el nivel de un suelo, abierto un pasillo con recodos imprevistos y escalones más imprevistos todavía, en los que tropezaban los de fuera e incluso la señora Monde seguía tropezando.

Hasta los días de resplandeciente sol reinaba en la casa una penumbra suave como el polvo del tiempo, perfumada, se hubiera dicho que con un perfume un poco dulzón pero placentero para quien lo conocía de toda la vida.

Por las paredes corrían tuberías de gas, todavía había lámparas mariposa en la escalera de servicio, y, en el desván, dormitaban hileras de lámparas de petróleo de todas las épocas.

Algunas estancias habían pasado a ser territorio exclusivo de la señora Monde.

Muebles nuevos, sin fisonomía, se habían mezclado con los muebles antiguos de la casa, a veces los habían arrinconado en cuartos trasteros, pero el despacho había permanecido intacto, tal como Norbert Monde lo había conocido siempre, con sus vidrieras rojas, amarillas y azules, que iban iluminándose unas tras otras según la trayectoria del sol, estampando en los rincones llamitas vivas y coloreadas.

El desayuno del señor Monde no lo subía Rosalie sino la cocinera. Ello obedecía a un riguroso horario que había decretado la señora Monde y que fijaba a cada cual su cometido en la casa según las diferentes horas del día. El señor Monde lo prefería porque no le gustaba Rosalie, quien, contrariamente a la imagen que evocaba su nombre, era una mujer seca y enfermiza que, al margen de su ama, ejercía su malevolencia sobre todo el mundo.

Aquel día, el 13 de enero, el señor Monde leyó la prensa mientras mojaba croissants en el café. Oyó a Joseph, que abría la puerta del garaje para sacar el coche. Aguardó un rato contemplando el techo, como si esperase que su hijo estuviese listo para marcharse al mismo tiempo que él, cosa que no ocurría prácticamente nunca.

Cuando salió helaba y se alzaba un pálido sol sobre París.

En aquel momento, al señor Monde ni se le había pasado por la cabeza la idea de huir.

—Buenos días, Joseph.

—Buenos días, señor Monde.

A decir verdad, aquello empezó como una gripe. En el coche le recorrió un escalofrío. Era muy sensible a los constipados. Había inviernos en que los arrastraba durante semanas y vivía con los bolsillos atestados de pañuelos húmedos, lo cual le humillaba. Por si fuera poco, aquella mañana tenía el cuerpo dolorido, tal vez por haber dormido en una mala postura o por haber digerido mal la cena de la víspera.

«¡Voy a pillar una gripe!», pensó.

Luego, en el momento preciso en que atravesaban los Grandes Bulevares, en vez de mirar la hora en el reloj neumático, como solía hacer maquinalmente, alzó los ojos y divisó las macetas rosa de las chimeneas recortándose en un cielo azul pálido en el que flotaba una nubecilla blanca.

Aquello le recordó el mar. La armonía del rosa y del azul le trajo como una bocanada del Mediterráneo, y envidió a la gente que, en esa época del año, vivía en el sur vestida con pantalones de franela blanca.

Le llegaron los efluvios de Les Halles. El coche se detuvo ante un portal sobre el que se leía en letras amarillas: NORBERT MONDE, CORRETAJE-EXPORTACIÓN, CASA FUNDADA EN 1843.

En el extremo del portal se abría un antiguo patio cubierto con un techo de vidrio, lo que le confería un aire de vestíbulo de estación. Estaba rodeado de andenes auténticos, desde donde cargaban cajas y bultos en los camiones. Unos mozos de almacén vestidos con batas azules y que empujaban unas carretillas saludaron al pasar:

—Buenos días, señor Monde.

A un lado se alineaban las oficinas, como en una estación auténtica, con puertas vidrieras y un número encima de cada una de ellas.

—Buenos días, señor Lorisse.

—Buenos días, señor Monde.

¿Le felicitaría por su cumpleaños? No. No se había acordado. Y eso que estaba arrancada la hoja del calendario. El señor Lorisse, que tenía setenta años, clasificaba las cartas sin abrirlas y las ordenaba en montoncitos delante de su jefe.

Aquella mañana, el techo de vidrio del patio se veía amarillo. En general no dejaba filtrarse el sol debido a la capa de polvo que lo cubría, pero los días de buen tiempo se teñía de amarillo, de un amarillo casi claro, aunque en el mes de abril, por ejemplo cuando una nube ocultaba bruscamente el sol, se ponía con frecuencia tan oscuro que había que dar la luz.

Ese asunto del sol fue bastante decisivo aquel día. Y también lo fue un asunto complicado con un cliente de Esmirna, un hombre de flagrante mala fe con quien tenían un contencioso desde hacía más de seis meses y que siempre se las agenciaba para eludir sus obligaciones, hasta el punto de que, aunque no tenía razón, acabarían dándosela por puro hastío.

—¿Está preparada la expedición para la Maison Bleue de Burdeos?

—Saldrá dentro de un rato.

Sobre las nueve y veinte, cuando todos los empleados estaban en su puesto, el señor Monde vio pasar a Alain, que se dirigía a su sitio en el departamento de exportación. Alain, su propio hijo, no se acercó a saludarle. Cada mañana ocurría lo mismo. Y, sin embargo, cada mañana el señor Monde se sentía dolido. Cada mañana tenía ganas de decirle: «Al menos podrías pasar por mi despacho al llegar».

No se atrevía. Por una especie de pudor. Le avergonzaba ser tan sensible. Aparte de que su hijo malinterpretaría su intervención, creería que pretendía ejercer sobre él cierto control de sus horas de llegada, pues invariablemente llegaba tarde. ¡A saber por qué, además! Por apenas cinco minutos podía ir en coche con su padre.

Lo de acudir solo al despacho, en autobús o en metro, ¿lo hacía por espíritu de independencia? Sin embargo, cuando un año atrás, ante su evidente incapacidad para aprobar el bachillerato, le preguntaron qué quería hacer, contestó sin dudarlo: «Trabajar en el despacho».

Entre las diez y las once, el señor Monde entraría, como quien no quiere la cosa, en el local del departamento de exportación, posaría la mano en el hombro de Alain y murmuraría:

—Buenos días, hijo.

—Buenos días, padre.

Alain era delicado como una muchacha. Tenía pestañas de muchacha, largas y onduladas, que se agitaban como alas de mariposa. Llevaba siempre corbatas de colores pastel, y a su padre no le gustaban los pañuelos de encaje con que se adornaba la chaqueta.

No era la gripe. El señor Monde, aquel día, no se encontraba a gusto en ningún sitio. A las once le llamó su hija. Precisamente cuando tenía unos clientes importantes en el despacho.

—¿Me disculpan? Sonó la voz de su hija:

—¿Eres tú? He salido… ¿Puedo pasar por tu despacho? Sí, ahora.

No podía recibirla de inmediato. Tardaría por lo menos una hora en despachar con los clientes.

—No, esta tarde estoy ocupada… Ya pasaré mañana por la mañana. No corre tanta prisa.

¡Quería dinero, evidentemente! Una vez más. Su marido era arquitecto. Tenían dos hijos. Siempre estaban con el agua al cuello. A saber lo que hacían.

—Bien, mañana por la mañana.

¡Otra que no se acordaba de su cumpleaños!

Fue a comer solo a un restaurante donde tenía mesa puesta y donde los camareros le llamaban don Norbert. El sol daba en el mantel y en la jarra de agua.

Mientras la chica del guardarropa le alcanzaba su grueso abrigo se miró en el espejo y se vio mayor. No debía de ser bueno el espejo, porque siempre se veía con la nariz torcida.

—Hasta mañana, don Norbert.

Hasta mañana… ¿Por qué se le quedó grabada esa frase en la memoria? El año anterior, por la misma época, se había sentido cansado, sin ganas de nada, incómodo en su ropa, exactamente como en ese momento. Se lo había comentado a su amigo Boucard, que era médico y al que veía a menudo en el Cintra.

«—¿Estás seguro de que no eliminas fosfatos al mear?».

El señor Monde tomó un vaso de la cocina, sin decírselo a nadie, a escondidas, un vaso de mostaza, lo recordaba. Por la mañana orinó en el vaso y vio bailar en el líquido dorado como un fino polvo blanco.

«—Deberías hacer vacaciones, distraerte. Entretanto, tómate esto cada mañana y cada noche…». Boucard le había garrapateado una receta. Desde entonces no se había atrevido a orinar en el vaso, incluso lo había arrojado a la calle, poniendo buen cuidado en romperlo para que a nadie se le ocurriese utilizarlo. No, sabía muy bien que no era eso.

Aquel día, a las tres, sin ganas de trabajar, estaba de pie sobre uno de los andenes en el patio acristalado. Miraba vagamente las idas y venidas de los mozos de almacén y de los conductores. Oyó un rumor de voces en un camión entoldado. ¿Por qué prestó atención? Un hombre decía:

—El hijo del jefe anda siempre haciéndole proposiciones… Ayer le trajo flores.

Al señor Monde le dio la impresión de que se quedaba completamente blanco, de que se le paralizaba el cuerpo de los pies a la cabeza, y eso que tampoco le pillaba desprevenido, pues hacía algún tiempo que sospechaba la verdad. Hablaban de su hijo y de un aprendiz de almacén de dieciséis años a quien habían contratado tres semanas atrás.

O sea, que era cierto. Regresó a su despacho.

—La señora Monde pregunta por usted. Es por el coche que tenía usted que enviarle.

—Dígaselo a Joseph.

A partir de aquel momento dejó de pensar. Ni se lo planteó. Podía afirmarse que no tuvo que tomar ninguna decisión, que no existió decisión alguna.

A lo sumo, su rostro se tomó inexpresivo. El señor Lorisse, que trabajaba frente a él, lo observó varias veces con el rabillo del ojo y le encontró mejor cara que por la mañana.

—¿Sabe usted, señor Lorisse, que hoy cumplo cuarenta y ocho años?

—¡Dios mío! Cuánto lamento haberlo olvidado. El asunto ese de Esmirna me trae tan de cabeza…

—¡No importa, señor Lorisse, no importa!

Había en su voz, el señor Lorisse lo recordaría después, una desenvoltura poco habitual. El cajero se lo comentaría más adelante al jefe de almacén, que era casi más antiguo que él en la casa:

—Es curioso, parecía como si se hubiera liberado de todas las preocupaciones.

A las seis se presentó en el banco y entró en el despacho del director de la agencia, que, como siempre, le recibió muy solícito.

—¿Puede mirar de cuánto dinero dispongo en la cuenta corriente?

Tenía trescientos cuarenta mil francos y pico. El señor Monde firmó un talón de trescientos mil, que le abonaron en billetes de cinco mil. Se los repartió por los distintos bolsillos.

—Hubiera podido mandar que se los llevaran… —observó el subdirector.

Este lo comprendió posteriormente, o, mejor dicho, creyó comprenderlo, porque en realidad en aquel preciso instante el señor Monde estaba a punto de llevarse sólo unos billetes de mil francos. Eso fue lo que nadie advirtió.

Pensó en las acciones que había en la caja fuerte. Había por valor de más de un millón.

«Con eso», pensó, «no pasarán apuros».

Porque sabía que la llave estaba en su escritorio, que su mujer sabía dónde se encontraba y que disponía de poderes en regla.

La idea inicial fue marcharse sin dinero. Llevar dinero le parecía una cobardía. Lo estropeaba todo. Al salir del banco se puso colorado, incluso estuvo a punto de volver sobre sus pasos.

Luego ya no quiso darle más vueltas. Echó a andar por las calles. A ratos miraba los escaparates. Junto al Boulevard Sébastopol divisó una peluquería de tercera categoría, entró, hizo cola detrás de unos clientes y, cuando le tocó sentarse en el sillón articulado, ordenó que le afeitasen el bigote.