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2000

Es Nochebuena. Ashima Ganguli está en la cocina, sentada a la mesa, haciendo unas croquetas de carne picada para la fiesta que da esa noche. Son una de sus especialidades, algo que sus invitados se han acostumbrado a ver aparecer a los pocos minutos de su llegada, servidas en unos platitos pequeños. Sola, organiza su propia cadena de montaje. Primero pasa unas patatas hervidas, aún calientes, por un pasapurés. Luego introduce un poco de carne picada de cordero dentro de una bolita de puré, intentando que el relleno quede tan bien cubierto como una yema dentro de su clara. Pasa las croquetas por huevo batido y por pan rallado, y elimina el exceso con la palma de la mano. Finalmente, las va dejando en una bandeja redonda, separando los pisos con papel de cera. Ya ha perdido la cuenta de las que lleva hechas. Calcula unas tres por adulto, una o dos por niño. Cuenta con los dedos el número exacto de invitados. Para estar segura, tendrá que hacer doce más. Echa más pan rallado en el plato. El color y la textura le recuerdan la arena de la playa. Se acuerda de las primeras que hizo en la cocina de Cambridge, para las primeras fiestas que habían empezado a organizar. Su marido, con un pijama blanco y una camiseta, junto a los fogones, friendo las croquetas de dos en dos en una sartén pequeña, ennegrecida. Se acuerda de Gógol y de Sonia, que le ayudaban cuando eran pequeños; Gógol sujetaba la lata de pan rallado, Sonia siempre quería comerse las croquetas sin esperar a que estuvieran rebozadas y fritas.

Será la última fiesta que Ashima organice en Pemberton Road.

Y la primera desde el funeral de su marido. La casa en la que ha vivido durante los últimos veintisiete años, la que ha habitado más tiempo que cualquier otra, la han vendido hace poco a una familia estadounidense, los Walker; todavía está el cartel en el jardín. Él es un profesor joven que acaba de incorporarse a la universidad en la que su marido trabajaba, y tiene mujer y una hija. Los Walker piensan hacer reformas en la casa. Tirarán el tabique que separa el salón del comedor, instalarán una superficie de trabajo en el centro de la cocina y empotrarán focos en los techos. También quieren eliminar las moquetas que cubren todos los suelos, y construirse un estudio en el terrado. Al oír aquellos planes, Ashima tuvo un momento de pánico, le salió el instinto protector, y llegó a pensar en rechazar su oferta de compra, porque le parecía que la casa debía seguir siendo como fue siempre, como su marido la vio por última vez. Pero aquello fue sólo un arrebato de sentimentalismo. Es una tontería pretender que las letras doradas del buzón, que forman el apellido Ganguli sigan ahí, intactas. Que no borren el nombre de Sonia, escrito en la puerta de su dormitorio con un rotulador fosforescente. Que no den una mano de pintura para cubrir las marcas de lápiz que siguen en la pared, junto al armario de la ropa de cama, y que Ashoke hacía para medir la estatura de sus hijos los días que cumplían años.

Ashima ha decidido pasar seis meses en la India y otros seis en Estados Unidos. Se trata de una versión solitaria, algo prematura, del futuro que ella y su marido planificaron cuando él vivía. En Calcuta, Ashima vivirá con su hermano menor, Rana, su mujer y sus dos hijas mayores, todavía solteras, en el espacioso apartamento de Salt Lake. Ahí tendrá una habitación propia, la primera en su vida pensada para su uso exclusivo. La primavera y el verano los pasará en la Costa Este, repartiendo su tiempo entre sus dos hijos y sus amigos bengalíes más íntimos. Fiel al significado de su nombre, no tendrá fronteras, carecerá de casa propia, será una residente de todas partes y de ningún sitio. Pero ahora que Sonia va a casarse, ella no puede seguir viviendo ahí. La boda se celebrará en Calcuta, dentro de poco más de doce meses, en un día propicio de enero, el mismo mes en que se casaron su marido y ella casi treinta y cuatro años antes. Algo le dice que Sonia va a ser feliz con ese chico; con ese joven, se corrige. Ha hecho feliz a su hija de una manera en que Moushumi jamás hizo feliz a Gógol. Siempre se sentirá culpable por ser ella quien los puso en contacto. Pero ¿cómo iba a saber lo que acabaría pasando? Por suerte, a diferencia de los bengalíes de la generación de Ashima y Ashoke, ellos no se han sentido obligados a seguir juntos. No están dispuestos a aceptar, a amoldarse, a conformarse con menos de lo que marca su ideal de felicidad. Esa presión ha dado paso, en la generación siguiente, al sentido común estadounidense.

Pasa las últimas horas sola en casa. Sonia ha ido con Ben a buscar a Gógol a la estación. Ashima piensa que la próxima vez que esté sola, sera en el avión, de viaje. Desde que se montó en un avión por primera vez para reunirse con Ashoke en Cambridge, en el invierno de 1967, no había vuelto a viajar sola. La idea ya no la aterroriza. Ha aprendido a hacer las cosas por su cuenta, y aunque sigue llevando sari, aunque sigue recogiéndose el pelo en un moño, ya no es la misma Ashima que en otro tiempo vivió en Calcuta. Ahora vuelve a la India con pasaporte estadounidense. En su billetera seguirá llevando su permiso de conducir del estado de Massachusetts y su tarjeta de la seguridad social. Vuelve a un mundo en el que no va a tener que organizar ella sola fiestas para un montón de gente. Ya no le va a hacer falta prepararse el yogur con leche semidesnatada, ni los sandesh con queso ricotta. No va a tener que hacerse ella misma las croquetas, porque podrá pedirlas en los restaurantes y hacérselas traer por el servicio, y además tendrán el sabor que, después de tantos años, ella todavía no ha logrado reproducir del todo.

Termina de empanar la última croqueta y consulta la hora en su reloj de pulsera. Va bastante adelantada. Deja la bandeja en la encimera, junto a la cocina. Saca una sartén del armario y echa abundante aceite, que calentará unos minutos antes de que lleguen sus invitados. Coloca a un lado la espumadera que va a utilizar. De momento, no le queda nada más por hacer. El resto de platos ya está listo y en el comedor, en sus grandes fuentes CorningWare, están dispuestos el dal cubierto de una densa costra, que se romperá tan pronto como empiece a servirse, una receta de coliflor al horno, berenjenas, un korma de cordero. El yogur dulce y el pantuas que ha preparado de postre los ha dejado sobre el aparador. Le echa un vistazo a todo, impaciente. Normalmente, cuando cocina para las fiestas se le quita el hambre, pero esta noche tiene ganas de servirse de todo, de sentarse con sus invitados. Con la ayuda de Sonia, ha limpiado la casa por última vez. A Ashima siempre le han encantado esas horas anteriores a una celebración dedicadas a pasar el aspirador por la moqueta, y a sacar brillo a la mesa de centro con Pledge, hasta que su reflejo débil y borroso aparece en la superficie, tal como prometía el anuncio que pasaban por la tele.

Busca un paquete de incienso en un cajón de la cocina. Enciende una barrita con la llama de un fogón y se pasea con ella por todas las habitaciones. Hacer todo ese esfuerzo, preparar una última comida festiva para sus hijos y sus amigos le ha resultado gratificante. Decidir el menú, confeccionar una lista, ir a comprar al supermercado, llenar la nevera de comida. Es un cambio de ritmo agradable, algo concreto, limitado, en medio de la vorágine de la tarea que tiene entre manos: preparar su marcha, dejar la casa vacía, sin nada. Lleva un mes desmontándolo todo, pieza por pieza. Las tardes las dedica a recoger las cosas de una cajonera, a vaciar un armario, una librería. Aunque Sonia se ofrece a ayudarla, Ashima prefiere hacerlo sola. Separa cosas en montones para dárselas a sus hijos, a sus amigos, para llevarse ella, para entregar a la beneficencia, para tirar a la basura. Es un trabajo que le entristece y la complace a partes iguales. Es emocionante limitar sus posesiones a pocas más que las que traía cuando llegó al país, a aquellas habitaciones de Cambridge en plena noche de invierno. Esta tarde les dirá a sus amigos que se lleven lo que les haga falta, lámparas, plantas, bandejas, cacerolas, sartenes. Sonia y Ben van a alquilar un camión y se llevarán los muebles que les quepan en su casa.

Sube a ducharse y a cambiarse de ropa. Ahora las paredes le recuerdan al día en que llegaron a Pemberton Road. Sólo la foto de su esposo sigue colgada en una de ellas, y será la última cosa que quite. Se detiene un momento y, antes de apagarlo, agita los restos del incienso frente a la imagen de Ashoke. Deja correr el agua y pone la calefacción más fuerte, para contrarrestar ese frío que siempre siente cuando ha terminado de ducharse y pone el pie sobre la alfombrilla del baño. Se mete en la bañera beige, cierra las mamparas. Está agotada; lleva dos días cocinando, se ha pasado toda la mañana limpiando y semanas enteras recogiendo y ocupándose de la venta de la casa. Nota que los pies le pesan mucho en contacto con la superficie de fibra de vidrio de la bañera. Se queda un rato ahí de pie, antes de empezar a enjabonarse el pelo, el cuerpo, más blando y ligeramente más arrugado a sus cincuenta y tres años, y que debe fortalecer cada mañana con pastillas de calcio. Cuando termina, pasa la toalla por el espejo empañado y se mira en él. Es el rostro de una viuda. Pero, se recuerda, ha sido el de una esposa durante la mayor parte de su existencia, Y quién sabe, tal vez algún día sea el de una abuela que llegue a Estados Unidos cargada de regalos y jerséis de punto y se vaya al cabo de uno o dos meses, desconsolada, hecha un mar de lágrimas.

Ashima se siente sola de pronto, terrible, definitivamente sola, y durante unos breves momentos se aparta del espejo y llora por su marido. Está algo desbordada ante el paso que está a punto de dar, ante el traslado a una ciudad que fue su casa y que ahora, a su manera, le resulta extraña. Siente tanta impaciencia como indiferencia ante los días que le quedan por vivir, pues algo le dice que ella no se irá tan de repente como Ashoke. Durante treinta y tres años ha echado de menos su vida en la India. Y ahora va a echar de menos su trabajo en la biblioteca, a las mujeres con las que trabaja. Echará de menos esas fiestas que organiza. Echará de menos vivir con su hija, la sorprendente camaradería que han desarrollado; ahora van juntas a Cambridge a ver películas antiguas en el Brattle, y ella le enseña a hacer los platos que de niña no quería comer. Echará de menos también las ocasiones de acercarse con el coche a la universidad, de vuelta del trabajo, de pasar frente al edificio de la Facultad de Ingeniería donde trabajaba su marido. Aunque sus cenizas se esparcieron por el Ganges, es aquí, en esta ciudad, en esta casa, donde en su memoria él seguirá habitando.

Respira hondo. En unos momentos oirá los pitidos del sistema de alarma, la puerta del garaje que se abre, las de los coches que se cierran, las voces de los niños en la casa. Se aplica loción corporal en los brazos y las piernas, se pone el albornoz grueso color melocotón que está colgado de la puerta del baño. Fue un regalo de Navidad de su esposo hace muchos años. También de ese albornoz tendrá que desprenderse, porque donde va no le va a hacer ninguna falta. En un clima tan húmedo, tardaría días en secarse. Decide que lo lavará bien y lo dará a la beneficencia. No recuerda en qué año se lo regaló Ashoke, no recuerda el momento de abrir el paquete, ni cuál fue su reacción. Sólo sabe que fueron Sonia o Gógol quienes lo escogieron en algún centro comercial, y los que seguramente también lo envolvieron. Lo único que su marido había hecho había sido escribir su nombre en la tarjeta, y estampar su firma para que supiera que ése era su regalo. No lo culpa por ello. Esas faltas de entrega, de afecto, ahora lo sabe, no importan en el fondo. Ya no se plantea como le habría ido en la vida si hubiera hecho lo que han hecho sus hijos, si se hubiera enamorado antes, y no años después, si las cosas se hubieran planteado durante meses, o incluso años, en vez de decidirse en una sola tarde, que fue lo que tardaron Ashoke y ella en decidir que iban a casarse. La imagen que perdura es la de la tarjeta con los dos nombres, una tarjeta que no se había molestado en guardar, pero que le recuerda su vida en común, la vida inimaginable que, al escogerla a ella como esposa, le había ofrecido en ese país, y que ella se había negado a aceptar durante tantos años. Y aunque todavía no se siente del todo en casa entre las cuatro paredes de Pemberton Road, sabe que ése es su hogar, que es el mundo del que es responsable, que ha creado ella, que la rodea por todas partes, y que ahora debe empaquetar, regalar, tirar a la basura trocito a trocito. Mete los brazos mojados en las mangas del albornoz y se anuda el cinturón. Siempre le ha quedado un poco corto, le habría hecho falta una talla más. Pero abriga bastante, y eso es lo que cuenta.

No hay nadie esperando a Gógol en el andén cuando se baja del tren. Tal vez ha llegado antes de tiempo, se pregunta mientras consulta el reloj. En vez de meterse en la estación, se sienta en uno de los bancos que hay fuera. Los pasajeros más rezagados se montan en los vagones, las puertas del tren se cierran. El supervisor y el jefe de estación se intercambian unas señas, y las ruedas empiezan a girar despacio. El tren se aleja. Observa a los que se han bajado con él, a la gente que ha venido a recogerlos, a los amantes que se abrazan sin decir nada, a los estudiantes cargados de mochilas que vuelven a casa por Navidad. Tras unos minutos, el andén se queda vacío, como los raíles que hasta hace un momento ocupaba su tren. Ahora Gógol contempla el campo, los altos árboles contra el cielo cobalto del atardecer. Podría llamar a casa, pero en realidad está muy bien ahí sentado y decide esperar un poco más. Ha venido durmiendo casi todo el viaje hasta Boston. El revisor ha tenido que despertarlo al llegar a South Station; ha sido el último en bajarse del vagón. Y su sueño ha sido profundo. Acurrucado en dos asientos, ha hecho el viaje tapado con el abrigo hasta la barbilla, y no ha llegado ni a abrir el libro que llevaba.

Todavía está un poco torpe y algo mareado, porque se ha saltado la comida. A sus pies, una bolsa de lona con la ropa y otra de plástico, de Macy’s, con los regalos que ha comprado esa misma mañana, antes de subirse al tren en Penn Station. La verdad es que no ha sido muy original con los regalos: unos pendientes de oro de veinticuatro quilates para su madre, y unos jerséis para Sonia y para Ben. Este año la consigna es no exagerar con las compras navideñas. Él tiene una semana de vacaciones. Su madre ya le ha advertido de que hay cosas que hacer en la casa. Debe vaciar su habitación, llevarse lo que quiera a Nueva York y deshacerse de todo lo demás. Habrá de ayudar a su madre a empaquetar sus cosas, a hacer números. La llevarán en coche a Logan y la acompañarán hasta donde los controles de seguridad permitan. Y luego la casa será ocupada por extraños y no quedará ni rastro de su estancia, ya no habrá casa en la que entrar, ni nombre en el listín telefónico. Nada que sirva de recordatorio de todos los años que su familia ha pasado en ella, ningún indicio del esfuerzo, del logro que ha supuesto. Le cuesta creer que su madre esté a punto de irse, que vaya a pasar tantos meses tan lejos. Se pregunta cómo pudieron marcharse sus padres, dejar atrás a sus respectivas familias, verlas tan raramente, vivir desconectados, en un permanente estado de espera, de añoranza. Todos aquellos viajes a Calcuta que tan poco le gustaban, ¿cómo podían haberles sido suficientes? No lo eran. Ahora Gógol sabe que sus padres vivieron su vida en Estados Unidos a pesar de lo que echaban de menos, con una energía que teme no haber heredado. Él se ha pasado años manteniéndose a distancia de sus orígenes; sus padres, acortando esa distancia tanto como podían. Y sin embargo, a pesar de la reserva que mantuvo siempre hacia su familia, en sus años universitarios y después, en Nueva York, siempre ha permanecido cerca de su ciudad, tranquila, normal y corriente, que a sus padres nunca había dejado de resultar exótica. Él no se había instalado en Francia, como Moushumi, ni siquiera en California, como Sonia. Sólo pasó tres meses separado de su padre por unos pocos Estados pequeños, distancia que a Gógol no le preocupó lo más mínimo hasta que fue demasiado tarde. Exceptuando esos meses, en casi ningún momento de su vida ha estado a más de cuatro horas de tren de su casa. Y su familia ha sido el único motivo para regresar siempre, para hacer ese viaje una y otra vez.

Fue en ese tren, un año antes, donde se enteró de la aventura de Moushumi. Iban a pasar la Navidad con su madre y con Sonia. Salieron tarde de la ciudad, y por la ventanilla sólo se veía esa oscuridad total de principios de invierno. Estaban hablando de dónde irían de vacaciones el verano próximo, de si estaría bien alquilar una casa en Siena con Donald y Astrid, idea a la que Gógol se resistía. «Dimitri dice que Siena parece sacada de un cuento de hadas», dijo ella de pronto. Y acto seguido se llevó una mano a la boca y ahogó un grito. Luego, silencio. «¿Quién es Dimitri?», le preguntó él. «¿Es que tienes una aventura?», añadió. Fue algo que verbalizó de pronto, porque hasta aquel momento no lo había estructurado de manera consciente en su mente. Lo dijo como en broma, como algo que le estuviera quemando en la garganta. Pero, tan pronto como lo preguntó, supo la respuesta. Sintió el frío de su secreto entumeciéndolo, como un veneno que se expandiera de prisa por sus venas. Sólo en otra ocasión se había sentido así, la tarde en que, sentado en el coche con su padre, conoció el porqué de su nombre. Aquel día experimentó el mismo desconcierto, se encontró igual de mal. Pero en este caso no había sentido en absoluto la ternura que había sentido por su padre, sólo la ira, la humillación del engaño. Sin embargo, al mismo tiempo, notaba una extraña serenidad: en el momento en que su matrimonio quedaba anulado de facto se notaba pisando terreno firme con ella por primera vez en varios meses. Se acordó de una noche de hacía semanas. Mientras buscaba dinero en el bolso de Moushumi para pagar al chico que les había llevado la comida china a casa, había encontrado el estuche del diafragma. Ella le dijo que aquella tarde había ido al médico a que se lo quitara, y él no le dio mayor importancia.

Su primer impulso fue bajarse en la siguiente estación, alejarse de ella físicamente, lo más que pudiera. Pero no podían separarse. El tren los mantenía unidos, y los unía también el hecho de que su madre y Sonia estuvieran esperándolos. Así, no sabía muy bien cómo, habían logrado soportar el resto del viaje, el resto del fin de semana, sin decírselo a nadie, fingiendo que todo iba bien. En la cama, a oscuras, en casa de sus padres, Moushumi le contó toda la historia, su primer encuentro en el autocar, su descubrimiento casual del currículum. Le confesó que había ido con Dimitri a Palm Beach. Una a una, fue almacenando todas aquellas cosas en su mente, hostiles, imperdonables. Y, por primera vez en su vida, había otro nombre de hombre que le afectaba más que el suyo.

Después del día de Navidad, Moushumi se fue de Pemberton Road. A su madre y a Sonia les dijeron como excusa que le había surgido una entrevista inesperada en la Asociación de Lenguas Modernas. Pero aquello no era cierto. Gógol y ella habían decidido que lo mejor era que volviera a Nueva York sola. Cuando él regresó al apartamento, su ropa ya no estaba, ni su maquillaje ni las cosas del baño. Fue como si se hubiera marchado a otro de sus viajes. Sólo que esta vez no volvería. Cuando apareció por última vez en su despacho, meses después, le dijo que no quería nada del breve trayecto de vida que habían compartido, así que podía firmar los papeles del divorcio. Ella se volvía a París. Y así, de manera mecánica, como había hecho tras la muerte de su padre, sacó sus cosas del apartamento, metiendo sus libros en cajas que dejaba por la noche en la acera, para que quien quisiera se los llevara, y tirando el resto. En primavera se fue solo a Venecia una semana y se empapó de su belleza antigua y melancólica; era el viaje que había planeado para los dos. Se perdió en las callejuelas oscuras, cruzó innumerables puentes, descubrió plazas desiertas donde se sentaba a tomarse un Campari o un café, dibujó las fachadas de los palacios rosados y verdes, y las iglesias, siempre incapaz de desandar lo andado y llegar a los mismos sitios.

Luego regresó a Nueva York, al apartamento que fue de los dos y que ahora era todo para él. Un año más tarde, el impacto se ha atenuado, pero conserva la misma sensación de fracaso, profunda, perdurable. Todavía hay noches en que se queda dormido en el sofá, sin querer, y se despierta a las tres de la mañana con la tele encendida. Es como si un edificio en cuya construcción hubiera participado se hubiera derrumbado delante de todo el mundo. Y, sin embargo, no puede echarle la culpa a ella. Los dos obraron movidos por el mismo impulso, ése fue su error. Los dos buscaron consuelo en el otro, y en el mundo que compartían, tal vez por la novedad que representaba, o por el temor que les causaba que ese mundo estuviera muriendo. Con todo, no deja de preguntarse cómo ha llegado hasta ahí: cómo es que tiene treinta y dos años y ya está casado y divorciado. El tiempo que ha pasado con ella le parece una parte permanente de él que ya no tiene importancia, que ya no tiene vigencia. Como si fuera un nombre que hubiera dejado de usar.

Reconoce la bocina del coche de su madre, lo ve entrar en el aparcamiento de la estación. Sonia es quien conduce, y al verle le saluda con la mano. Ben va a su lado. Es la primera vez que ve a su hermana desde que anunciaron su compromiso. Se le ocurre que les pedirá que paren en una tienda de vinos porque quiere comprar champán. Sonia ya es abogada y trabaja en un bufete del edificio Hancock. Lleva una melena corta y una chaqueta vieja, azul, larga, que Gógol se ponía cuando iba al instituto. Y sin embargo, en su rostro hay una nueva madurez. No le cuesta imaginársela, en pocos años, con dos hijos en el asiento trasero. Le da un abrazo. Durante un momento, se quedan así, de pie, muy juntos, muertos de frío.

—Bienvenido a casa, Gol-Gol —le dice.

Por última vez, montan el árbol de Navidad de plástico de más de dos metros, con sus códigos de colores en la base de cada rama. Gógol sube la caja del sótano. Hace años que las instrucciones desaparecieron, y todos los años tienen que intentar recordar el orden de las piezas; las más grandes abajo, las más pequeñas arriba. Sonia sostiene el tronco y Gógol y Ben van encajándolas. Primero van las naranjas, después las amarillas, luego las rojas y por último las azules. La pieza más alta queda un poco doblada porque toca al techo. Instalan el árbol junto a la ventana y descorren las cortinas para que lo vea la gente que pase por delante, tan emocionados como cuando eran niños. Lo decoran con los adornos que Sonia y Gógol hacían cuando iban a la escuela: velas de papel maché, ojos de Dios hechos con palos de helado, piñas cubiertas de purpurina. Rodean la base con un sari viejo de Ashima. Y arriba ponen lo que han puesto siempre: un pajarito de plástico cubierto de terciopelo azul, con las patas marrones de alambre.

En la repisa de la chimenea clavan los calcetines; el que el año anterior fue para Moushumi ahora es para Ben. Se beben el champán en vasos de plástico y obligan a Ashima a probar un poco, y ponen el casete navideño de Perry Como que a su padre tanto le gustaba. Se meten con Sonia, y le cuentan a Ben que un año se negó a aceptar los regalos de Navidad, porque había hecho un curso sobre hinduismo en la universidad y volvió a casa afirmando que ellos no eran cristianos. A primera hora de la mañana, su madre, fiel a las reglas navideñas que sus hijos le enseñaron cuando eran pequeños, se levantará y llenará los calcetines de vales canjeables por discos, bolsas de caramelos y monedas de chocolate. Gógol todavía recuerda la primera vez que sus padres consintieron en montar el árbol en casa, ante su insistencia, uno de plástico tan pequeño que parecía una lamparilla de mesa, y que instalaron en la repisa de la chimenea. Aun así, su presencia le pareció inmensa. Todo le resultaba tan emocionante. Les suplicó que se lo compraran en la tienda. Recuerda haberlo decorado sin ninguna idea con guirnaldas, espumillón y ristras de luces que a su padre le ponían nervioso. Por las tardes, hasta que él llegaba y las desenchufaba, sumiendo a aquel arbolito en la oscuridad más profunda, Gógol se quedaba sentado, mirándolas, absorto. Recuerda el único regalo envuelto que recibió, un regalo que había escogido él mismo (su madre le había pedido que se quedara junto a las tarjetas de felicitación y no se moviera mientras ella lo pagaba).

—¿Te acuerdas de cuando poníamos aquellas luces intermitentes de colores, que eran tan feas? —le pregunta ahora su madre negando con la cabeza cuando terminan de decorar el árbol—. En aquella época no tenía ni idea.

A las siete y media suena el timbre. Dejan la puerta abierta y los primeros invitados van pasando, y el aire frío se cuela en la casa. La gente habla en bengalí, grita, discute, se interrumpe, y el sonido de sus risas invade las habitaciones abarrotadas. Las croquetas se fríen en aceite muy caliente y se disponen en fuentes decoradas con lechuga y cebolla roja. Sonia las va sirviendo en servilletas de papel. Ben, su futuro marido, es presentado a todos los asistentes.

—Nunca conseguiré memorizar todos esos nombres le comenta en un momento dado a Gógol.

—No te preocupes, no te hará falta.

Toda esa gente, todos esos tíos y tías postizos con un montón de apellidos diferentes, han visto crecer a Gógol, lo han acompañado el día de su boda, han estado ahí en el funeral de su padre. Promete mantener el contacto con ellos ahora que su madre se va, no olvidarlos. Sonia presume ante sus mashis, que van con saris verdes y rojos, de su anillo de compromiso, seis brillantes muy pequeños engarzados en torno a una esmeralda.

—Tendrás que dejarte crecer el pelo para la boda —le dicen.

Uno de los meshos lleva puesta una gorra de Santa Claus. Están en el salón, sentados en los sofás, las sillas y el suelo. Los niños pequeños bajan al sótano, y los mayores se meten en las habitaciones de arriba. Ve que juegan con su Monopoly, lo reconoce por el tablero, que está partido por la mitad. El coche de carreras no apareció nunca más porque a Sonia se le cayó en un radiador cuando era pequeña. Gógol no sabe de quién son todos esos niños. La mitad de los invitados son personas con las que su madre ha empezado a relacionarse en los últimos años, gente que fue a su boda pero a la que no reconoce. Todos hablan de lo mucho que les gusta la fiesta que Ashima organiza todas las Nochebuenas, de lo mucho que la han echado de menos estos últimos años, que sin ella las cosas no serán como antes. Gógol cae en la cuenta de que han llegado a depender de ella para mantener unido el grupo, para organizar la celebración, para adaptarla a sus costumbres, para dar a conocer la tradición a los que son nuevos. Porque ésas son unas fiestas que siempre ha sentido como adoptadas, un accidente de las circunstancias, una costumbre que en realidad no debería haber sido. Y eso que él y Sonia fueron los causantes de que sus padres se tomaran la molestia de aprender todas esas cosas. Si llegaron hasta ahí, fue por ellos.

En muchos aspectos, su familia parece una cadena de accidentes imprevistos, no intencionados, en la que uno conduce al otro. El primer eslabón fue el accidente de tren de su padre, que lo inmovilizó durante un tiempo y después lo impulsó a trasladarse lo más lejos posible, a empezar una nueva vida en el otro extremo del mundo. Luego fue la desaparición del nombre que la bisabuela de Gógol escogió para él, perdido en el correo, en algún punto indeterminado entre Calcuta y Cambridge. Aquello, a su vez, condujo al accidente de que él se llamara Gógol, nombre que lo había definido y turbado durante tantos años. Había intentado corregir esa arbitrariedad, ese error. Pero de todos modos no había logrado reinventarse del todo, despegarse por completo de aquel nombre que no encajaba con él. Su matrimonio también había sido una especie de paso en falso. Y el peor accidente de todos había sido la manera en que su padre había desaparecido, como si el trabajo preparatorio para la muerte lo hubiera hecho ya hacía mucho tiempo, la noche en que estuvo a punto de matarse, y todo lo que le quedara por hacer fuera irse un día, discretamente. Sin embargo, todos esos acontecimientos han moldeado a Gógol, le han dado forma, han determinado quién es. Eran cosas para las que era imposible prepararse pero que uno se pasaba la vida recordando, intentando aceptar, interpretar, asimilar. Las cosas que no deberían haber pasado nunca, las que parecían equivocadas, fuera de lugar, eran las que perduraban, las que al final prevalecían.

—Gógol, la cámara —grita su madre rodeada de gente—. Vamos a hacernos alguna foto esta noche, venga. Quiero recordar estas Navidades. Dentro de un año, por estas fechas, estaré muy lejos de aquí.

Gógol sube a buscar la Nikon de su padre, que sigue en el mismo estante superior de su armario. Además de la cámara, ahí casi no queda nada. No hay ropa colgada de las perchas. Ese vacío le entristece, pero el peso de la cámara es contundente, inspira confianza. Se la lleva a su cuarto a ponerle una pila nueva y un carrete. El año anterior, Moushumi y él se instalaron en la habitación de invitados, con su cama de matrimonio, sus toallas y su pastilla de jabón sin estrenar sobre el tocador, las cosas que su madre siempre preparaba para los que venían de visita. Pero este año, como Sonia ha venido con Ben, ésa es su habitación, y Gógol vuelve a ocupar la suya, vuelve a dormir en una cama que nunca compartió ni con Moushumi ni con nadie.

Esa cama es estrecha y está cubierta con una colcha marrón. Si estira el brazo, toca el aplique blanco y traslúcido del techo, lleno de polillas muertas. En las paredes se ven las marcas de la cinta adhesiva transparente con la que pegaba sus pósters. Su escritorio era esa mesa cuadrada y plegable del rincón. En ella hacía sus deberes, iluminado por un flexo negro lleno de polvo. El suelo está cubierto de una moqueta fina color azul turquesa, que mide un poco más que el suelo y se dobla un poco por un lado. Los estantes y los cajones ya están casi vacíos. Ya hay varias cosas metidas en cajas: trabajos del instituto, de cuando se llamaba Gógol, un dossier del colegio sobre arquitectura griega y romana, con columnas dóricas, jónicas y corintias calcadas de una enciclopedia. Estuches de lápiz y bolígrafo, discos que oyó un par de veces y arrinconó, ropa que le iba demasiado grande o demasiado pequeña y que nunca ha considerado necesario llevarse a los sucesivos apartamentos, cada vez más llenos, en los que ha vivido a lo largo de estos años. Todos sus viejos libros, que devoraba en la cama, bajo las mantas, iluminado con una linterna, y los obligatorios para la facultad, que él sólo leía a medias y que en algunos casos aún llevan pegada la etiqueta amarilla que los identificaba como de segunda mano. Su madre va a donarlos todos a la biblioteca donde trabaja, para que los vendan en la feria anual que celebran en primavera. Ashima le ha pedido que los revise, que se asegure de que no hay ninguno que le interese conservar. Así que se pone a rebuscar. La familia Robinson, En el camino, Manifiesto Comunista, Cómo entrar en una de las mejores universidades.

Y entonces le llama la atención otro libro, que no llegó a leer nunca, que lleva mucho tiempo olvidado. Le falta la sobrecubierta, el título del lomo es prácticamente ilegible. Se trata de un grueso volumen con tapas de tela, polvoriento tras dos décadas en el mismo sitio. Las páginas color marfil son gruesas, algo oscurecidas, sedosas al tacto. El lomo cruje un poco cuando lo abre y pasa la primera página en blanco. Relatos de Nikolái Gógol. «Para Gógol Ganguli», reza la dedicatoria escrita con el trazo sereno de su padre en un extremo del papel, con tinta roja. Las letras ascienden gradualmente, con optimismo, en diagonal hacia el borde superior derecho de la página. «Del escritor que te prestó su nombre, de parte de quien te lo puso», se lee debajo. Y junto a la inscripción, cosa que no había visto antes, esta la fecha de su cumpleaños y el año, 1982. Su padre se había quedado de pie, apoyado en el marco de la puerta, ahí mismo, a un paso de donde ahora esta él sentado. Le dejó solo para que descubriera por sí mismo aquella dedicatoria, y nunca le preguntó a Gógol qué le pareció el libro, nunca volvió a mencionárselo. La letra de su padre le hace recordar los cheques que le extendía mientras estudiaba en la universidad, y años después, para ayudarle a salir adelante, para abrir una cuenta de ahorro, para comprarse su primer traje, o a veces sin motivo alguno. El nombre que tanto había detestado, oculto entre esas páginas, preservado, era lo primero que su padre le había dado.

Los que le dieron y conservaron el nombre de Gógol ya están lejos de él. Uno ha muerto. La otra es viuda y está a punto de marcharse de otra manera, para habitar, como su padre, en un mundo aparte. Le llamará por teléfono una vez a la semana. Aprenderá a enviar correos electrónicos, asegura. Una o dos veces por semana oirá «Gógol» a través del auricular, lo leerá en una pantalla. Y a los que ahora están en casa, a todos esos mashis y meshos para los que sigue y seguirá siendo Gógol, ahora que su madre se va, ¿cuántas veces los verá? Sin gente que le llame Gógol, no importa cuánto tiempo viva; Gógol Ganguli se desvanecerá para siempre de los labios de sus seres queridos y, por tanto, dejará de existir. Y a pesar de todo, pensar en esa defunción final no le proporciona la menor sensación de victoria, el menor consuelo. Ningún consuelo.

Gógol se pone de pie, cierra la puerta de su dormitorio y el ruido de la fiesta que está en su apogeo en el piso de abajo, el escándalo de los niños que juegan en el recibidor, se amortigua al momento. Se sienta con las piernas cruzadas en la cama. Abre el libro, mira la ilustración de Nikolái Gógol, lee la cronología del autor que figura en la página de la izquierda. Nacido el 20 de marzo de 1809. Muerte del padre, 1825. Primer relato publicado, 1830. Viaje a Roma, 1837. Muerto en 1852, un mes antes de cumplir los cuarenta y tres años. Dentro de diez, Gógol tendrá esa misma edad. Ignora si volverá a casarse algún día, si tendrá algún hijo a quien poner un nombre. Dentro de un mes empezará a trabajar en un estudio más pequeño y firmará sus propios proyectos. Existe la posibilidad de pasar a ser socio más adelante, de que la empresa incorpore su nombre. En ese caso, Nikhil seguirá viviendo, recibiendo el elogio público, a diferencia de Gógol, oculto a propósito, legalmente disminuido, perdido del todo.

Pasa la página y lee el título del primer relato. El capote. Dentro de unos momentos, su madre subirá a buscarle. «Gógol le dirá, abriendo la puerta sin llamar, ¿dónde está la cámara? ¿Por qué tardas tanto? Éste no es momento de ponerse a leer», le recriminará, tras fijarse un instante en el libro que tiene en las manos, ignorante, como su hijo lo ha sido todo este tiempo, de que su padre habita discreta, silenciosa y pacientemente entre sus páginas. «Hay una fiesta en casa, hay que hablar con los invitados, quedan platos por meter en el horno, alguien tiene que llenar treinta vasos de agua e ir dejándolos en filas en el aparador. Y pensar que no volveremos a estar aquí todos juntos. Ojalá tu padre se hubiera quedado con nosotros un poco más —añadirá, y por un instante se le humedecerán los ojos—. Pero ven, ven a ver a los niños sentados alrededor del árbol».

Él se disculpará, dejará el libro a un lado, doblará la página que está leyendo. Acompañará a su madre abajo, se unirá a la fiesta, tomará por última vez fotos a la gente que ha compartido la vida con sus padres. En ellas aparecerán comiendo con las manos, con los platos en el regazo. Al final, ante la insistencia de su madre, también él probará un poco de algún plato, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, y conversará con los amigos de sus padres sobre su nuevo empleo, sobre Nueva York, sobre su madre, sobre la boda de Sonia y Ben. Después de cenar ayudará a su hermana a limpiar los platos de hojas, huesos de cordero, ramas de canela, a amontonarlos en la encimera y sobre los fogones de la cocina. Verá a su madre hacer lo que hacía su padre cuando esas reuniones se acercaban a su fin: echar unas cucharadas de té Lopchu bien picado en dos teteras. Le verá ofrecer las sobras de la cena a sus amigas, en esta ocasión con cazuelas y todo. A medida que vayan pasando las horas, se mostrará más distraído, impaciente por volver a su habitación, por quedarse solo y ponerse a leer el libro que en otro tiempo desdeñó, que abandonó hasta ahora. Hasta hace sólo unos momentos, estaba destinado a desaparecer de su vida para siempre, pero el azar lo ha salvado, como salvó a su padre del accidente de tren hacía cuarenta años. Se apoya en el cabecero de la cama, se coloca una almohada en la nuca. Volverá a bajar en seguida, se unirá a la fiesta, se reunirá con su familia. Pero por el momento su madre está ocupada, se ríe a carcajadas de una historia que le está contando una amiga, y no se ha percatado de la ausencia de su hijo. Así que empieza a leer.

F I N