Gógol se despierta tarde el domingo por la mañana, solo, sobresaltado porque ha tenido una pesadilla que no recuerda. Mira el otro lado de la cama, el de Moushumi, el montón de revistas y libros desordenados de su mesilla, el frasco de agua de lavanda con la que a veces le gusta rociar las almohadas, el pasador de carey con algunos pelos atrapados en el cierre. Este fin de semana vuelve a tener conferencia, en Palm Beach. Esa misma noche ya estará de vuelta. Según ella, ya se lo había dicho hacía meses, pero él no se acuerda.
—No te preocupes —le comenta mientras hace el equipaje—, voy a estar tan poco tiempo que no me dará tiempo de ponerme morena.
Pero al ver el traje de baño sobre la ropa, encima de la cama, le invadió un pánico extraño, y se la imaginó tumbada en la piscina del hotel, sin él, con los ojos cerrados y un libro a su lado. Al menos uno de los dos no está pasando frío, piensa ahora, mientras se cruza de brazos y se aprieta fuerte contra el pecho. Desde ayer por la tarde, la caldera del edificio se ha estropeado, y el apartamento parece una cubitera. Por la noche ha tenido que encender el horno para soportar la temperatura del salón, y se ha acostado con sus pantalones de chándal de Yale, una camiseta, un suéter grueso y unos calcetines de lana. Ahora retira el edredón y la manta que puso en plena noche. Al principio no encontraba ninguna, estuvo a punto de llamar a Moushumi al hotel para preguntarle dónde las guardaba, pero eran casi las tres de la madrugada y decidió seguir buscando. Al final encontró una metida en el estante superior del armario del recibidor. Era un regalo de bodas sin estrenar, todavía metido en su bolsa de plástico con cremallera.
Se levanta de la cama, se cepilla los dientes con el agua helada que sale del grifo y decide prescindir del afeitado. Se pone los vaqueros y un suéter más, y el albornoz de Moushumi, sin importarle lo ridículo de su aspecto. Se prepara un café, tuesta un poco de pan para comérselo con mantequilla y mermelada. Abre la puerta de casa y recoge el Times. Le quita el envoltorio azul y lo deja en la mesa de centro para leerlo más tarde. Mañana tiene que entregar un plano en el trabajo, un corte transversal para el auditorio de un instituto de Chicago. Lo saca del tubo y lo desenrolla sobre la mesa del comedor. Fija las esquinas con libros que saca de la estantería. Pone su CD de Abbey Road y salta directamente a las canciones que, en el disco de vinilo, habrían correspondido a la cara B. Intenta trabajar en el dibujo, asegurándose de que las medidas se correspondan con las directrices que ha marcado el jefe del proyecto. Pero tiene los dedos agarrotados del frío, así que le deja una nota a Moushumi en la encimera de la cocina y se va al estudio.
Se alegra de tener una excusa para salir de casa, para no quedarse encerrado hasta que ella llegue a alguna hora de la noche sin precisar. Fuera, no hace tanto frío, el aire es más agradable, más húmedo, así que en vez de tomar el metro camina las treinta travesías que lo separan de Park Avenue, y luego sigue hasta Madison. Tiene el despacho para él solo. Se instala en la sala de dibujo, que está oscura, rodeado por las mesas de trabajo de sus compañeros, algunas llenas de bocetos y maquetas, otras desnudas, ordenadas. Se inclina sobre la suya, y la única luz suspendida encima proyecta un charco de luz que ilumina la gran hoja de papel. Al lado, en la pared, hay un calendario pequeño con todo el año a la vista, un año más que, de nuevo, está a punto de terminar. Al final de esa semana se cumplirán cuatro de la muerte de su padre. Las fechas límite para las entregas, tanto las pendientes como las ya pasadas, destacan rodeadas con círculos. Y las reuniones, las visitas a las obras, los encuentros con los clientes. Un almuerzo con un arquitecto que tal vez le ofrezca un empleo. Está impaciente por empezar a trabajar para una empresa más pequeña, recibir encargos de particulares, colaborar con menos gente. Junto al calendario, rodeada de un fondo gris, hay colgada la postal de un cuadro de Duchamp que siempre le ha encantado y en la que aparece un molinillo de chocolate que le recuerda a una batería. Y varios post-its. La foto tomada en Fatehpur Sikri en la que están su madre, Sonia y él mismo, la que rescató de la nevera de su padre en Cleveland. Y, al lado, otra de Moushumi, una pequeña, vieja, de carnet, que había encontrado por casa y le había pedido. Se la hizo a los veintipocos años y tiene el pelo suelto, los párpados algo caídos y la mirada desviada hacia un lado. Es anterior al inicio de su relación, de cuando vivía en París. De una época de su vida en la que para ella seguía siendo Gógol, un resto de su pasado con pocas probabilidades de aparecer en su futuro. Y a pesar de ello sí se encontraron; tras todas sus aventuras, fue con él con quien se casó. Era con él con quien compartía la vida.
El fin de semana anterior fue Acción de Gracias. Su madre, Sonia y su nuevo novio fueron a Nueva York con los padres y el hermano de Moushumi, y lo celebraron todos juntos en el apartamento, que se les quedó pequeño. Era la primera vez que no pasaban ese día en casa de sus padres ni en la de sus suegros. Se hacía raro ser los anfitriones, asumir toda la responsabilidad. Encargaron un pavo en el mercado al aire libre y sacaron las recetas de Food and Wine. Compraron unas sillas plegables porque en casa no había para tantos. Moushumi salió en busca de un molde redondo y preparó una tarta de manzana por primera vez en su vida. Por consideración a Ben, todos hablaban en inglés. Ben es medio judío y medio chino y se crió en Newton, no lejos de Gógol y de Sonia. Trabaja como editor en el Globe. Sonia y él se conocieron por casualidad, en un café de Newbury Street. Al verlos juntos, medio escondidos en el pasillo para darse un beso, con las manos discretamente entrelazadas durante la comida, Gógol, extrañamente, sintió cierta envidia, y cuando estaban todos sentados, comiéndose el pavo, los boniatos asados, el relleno y la salsa de arándanos que su madre había preparado, miró a Moushumi y se preguntó qué era lo que iba mal. No discutían, seguían haciendo el amor, pero aun así se lo preguntaba. ¿La hacía feliz? Ella no le reprochaba nada, pero cada vez notaba más la distancia que se abría entre los dos, su insatisfacción, su lejanía. De todos modos, no había habido mucho tiempo para ahondar en esas preocupaciones. El fin de semana había sido agotador. Habían tenido que llevar a los distintos miembros de la familia a casas cercanas de amigos que les habían dejado las llaves. El día siguiente a Acción de Gracias, habían ido todos juntos a Jackson Heights, al carnicero halal, a que las dos madres se proveyeran de carne de cabrito, y luego a tomar un brunch. El sábado había un concierto de música clásica india en Columbia. Una parte de él querría sacar el tema. «¿Te alegras de haberte casado conmigo?», le preguntaría. Pero el mero hecho de plantearse la pregunta le da miedo.
Termina el plano, lo deja fijado a la mesa para revisarlo a la mañana siguiente. Se ha concentrado tanto en el trabajo que se le ha pasado la hora de comer, y ahora, al salir del estudio, hace más frío y la luz ya está abandonando el cielo. Se compra un café y un folafel en el restaurante egipcio de la esquina y empieza a caminar en dirección sur mientras come, hacia Flatiron y la parte baja de la Quinta Avenida. Las Torres Gemelas del World Trade Center se levantan a lo lejos, brillan en la punta de Manhattan. El falafel, envuelto en papel de aluminio, está caliente y le ensucia las manos. Las tiendas se ven muy llenas, con los escaparates adornados, y las aceras abarrotadas de gente que compra. La proximidad de la Navidad le supera. El año anterior la celebraron en casa de los padres de Moushumi. Este año irán a Pemberton Road. Son unas vacaciones que ya no espera con impaciencia; lo único que quiere es que pasen. Esa inquietud suya le hace sentir que, de manera incontrovertible, definitiva, ya es adulto. Entra sin saber muy bien por qué en una perfumería, en una tienda de ropa, en otra en la que sólo venden bolsos. No tiene ni idea de qué comprarle a Moushumi por Navidad. Normalmente ella le da pistas, le enseña catálogos, pero este año no tiene ni idea de lo que quiere, si unos guantes, una billetera, un pijama. En el laberinto de tenderetes de Union Square en los que venden velas, fulares y joyas hechas a mano, nada le llama la atención.
Decide probar en la librería Barnes and Noble, que hace esquina con la plaza. Pero al ver el enorme expositor de novedades se da cuenta de que él no ha leído ninguno de todos esos libros. ¿Qué sentido tiene regalarle algo que no ha leído? Camino de la salida, se detiene junto a una mesa llena de guías de viaje. Se fija en una de Italia que tiene muchas ilustraciones de los monumentos que en su época de estudiante analizó con tanto detalle y que siempre ha querido conocer. Es algo que le enfurece, pero nadie sino él tiene la culpa. ¿Qué se lo impide? Un viaje los dos juntos, a un sitio que ninguno de los dos conoce, tal vez eso sea lo que les hace falta. Podría planificarlo todo él, escoger las ciudades del periplo, los hoteles. Ése podría ser su regalo de Navidad, dos billetes de avión metidos en la guía. A él ya le tocan otras vacaciones, y podrían irse aprovechando los días libres que ella va a tener por Pascua. La idea le seduce, así que va hacia la caja y, después de hacer mucha cola, compra la guía.
Camina por el parque en dirección a casa, hojeándola, impaciente por verla. Decide entrar en una tienda de delicatessen nueva que han abierto en Irving Place, comprar algunas de las cosas que le gustan: naranjas sanguinas, un trozo de queso del Pirineo, unas rodajas de sopressata, un pan redondo. Porque seguramente ella llegará con hambre. Hoy en día ya no sirven nada en los aviones. Aparta la vista del libro y mira el cielo, la oscuridad que se avecina, las nubes de un dorado profundo, hermoso, y una bandada de palomas pasa volando muy bajo y le obliga a detenerse. Asustado, agacha la cabeza y al momento se siente ridículo. Es el único peatón que ha reaccionado así. Se detiene y las ve alejarse, antes de posarse simultáneamente en las ramas desnudas de dos árboles. Esa visión le turba. Ha visto muchas veces a esos pájaros sin gracia en los alféizares de las ventanas, en las aceras, pero nunca en los árboles. Le resulta casi antinatural. Y, sin embargo, ¿hay algo más normal? Piensa en Italia, en Venecia, en el viaje que va a empezar a planificar. Tal vez las palomas sean un buen augurio para ese viaje. ¿No es famosa por ellas la plaza de San Marcos?
El vestíbulo del edificio está caliente; ya han reparado la caldera.
—Acaba de llegar —le informa el portero, guiñándole el ojo cuando pasa. El corazón le da un vuelco, liberado de su malestar, agradecido ante el mero hecho de su retorno. Se la imagina en casa, tomando un baño, sirviéndose una copa de vino, con las bolsas en el pasillo. Se esconde en el bolsillo la guía que le regalará por Navidad y se asegura bien de que no se le vea. Llama al ascensor.