1999
La mañana de su primer aniversario de bodas, los padres de Moushumi los llaman para felicitarlos y los despiertan. Ellos todavía no han tenido tiempo de desearse un feliz día. Además del aniversario, hay algo más que celebrar. La semana pasada, Moushumi terminó con éxito los cursos de doctorado y sólo le queda por leer la tesis. Hay otro motivo de alegría que ella todavía no ha mencionado: le han concedido una beca de investigación para pasarse un año en Francia preparando la tesis. Se trata de una beca que pidió sin decirle nada a nadie antes de casarse, por pura curiosidad, para ver si se la daban. Siempre era bueno solicitar ese tipo de cosas. Hace dos años, habría dicho que sí sin pensárselo dos veces. Pero ya no puede trasladarse un año a Francia así, sin más, porque tiene un marido y un matrimonio en los que pensar. Así que tras recibir la buena noticia, ha decidido que lo más fácil es no aceptar la beca y no decir nada, guardar la carta, no sacar el tema.
Ha sido ella la que ha tomado la iniciativa en la organización de las celebraciones de esa noche. Ha reservado mesa en un restaurante que le han recomendado Donald y Astrid. Se siente algo culpable por haberse pasado todos esos meses estudiando tanto, consciente de que, con los exámenes como excusa, ha relegado a Gógol tal vez más de lo necesario. Alguna noche, le decía que se había quedado a estudiar en la biblioteca cuando en realidad estaba con Astrid y el bebé, Esme, en el Soho, o se iba a dar un paseo. A veces se sentaba en un bar o en un restaurante, y pedía sushi o un bocadillo y una copa de vino, sólo para recordarse que aún era capaz de estar sola. Esa constatación es importante para ella. Junto con los votos en sánscrito que hizo el día de la boda, ella, secretamente, se juró no ser nunca totalmente dependiente de su esposo, como su madre. Porque incluso ahora, después de treinta y dos años en el extranjero, primero en Inglaterra y después en Estados Unidos, su madre no sabe conducir ni trabaja ni conoce la diferencia entre una cuenta de ahorros y una cuenta corriente. Y eso que es una mujer inteligente, que se licenció en Filología con matrícula de honor en el Presidency College antes de casarse, a los veintidós años.
Se ponen elegantes para la ocasión; cuando sale del baño, Moushumi se fija en Gógol, que lleva la camisa que le ha regalado, color musgo y con un cuello mao de terciopelo en un verde más oscuro. Sólo cuando el dependiente ya se la había envuelto, recordó que, según la tradición, en el primer aniversario había que regalar cosas de papel. Pensó en guardar la camisa para regalársela en Navidad y acercarse hasta Rizzoli para comprarle algún libro de arquitectura. Pero no tuvo tiempo. Ella lleva el vestido negro que se puso el día que él fue a cenar a su casa por primera vez, el día en que se acostaron juntos, y encima una pashmina color lila, regalo de aniversario de Nikhil. Todavía se acuerda de su primerísima cita, de la buena impresión que le causó su pelo algo despeinado mientras se acercaba a donde ella estaba sentada, en aquel bar, la barba de dos días, la camisa que llevaba, a rayas verdes gruesas y otras más finas, color lavanda, con el cuello ya algo gastado. Todavía se acuerda de su desconcierto al levantar la vista del libro que leía y verlo ahí, del vuelco que le dio el corazón, de la atracción instantánea y poderosa que sintió en el pecho. Porque ella esperaba encontrarse con una versión envejecida del niño que recordaba, distante, callado, con pantalones de pana, suéter y granos en la barbilla. El día anterior a aquel primer encuentro, había comido con Astrid.
—No sé, no te imagino con un indio —le había dicho su amiga, críticamente, mientras se comía su ensalada en el City Bakery. En aquel momento, Moushumi no se lo rebatió, y se disculpó diciendo que se trataba sólo de una cita. Ella misma se mostró muy escéptica. Descontando a Shashi Kapoor y a un primo que tenía en la India, los hombres indios nunca le habían atraído. Pero Nikhil le gustó desde el principio. Le gustó que no fuera médico ni ingeniero, que se hubiera cambiado el nombre; aunque lo conocía desde hacía muchos años. Aquello era algo que lo convertía en alguien nuevo, no en la persona de la que su madre le había hablado.
Deciden ir a pie al restaurante, que queda a treinta calles de su apartamento en dirección norte, y a cuatro en dirección oeste. Aunque ya es de noche, la temperatura es tan agradable que, al llegar a la calle, ella se plantea si en realidad le va a hacer falta la pashmina. No tiene donde guardarla. En el bolso no le cabe. Se la quita de los hombros y la sujeta con la mano.
—Quizás mejor subo a casa a dejarla, ¿no?
—¿Y si queremos volver andando? Seguramente entonces te hará falta.
—Supongo que sí.
—Por cierto, te queda muy bien.
—¿Te acuerdas de este vestido?
Gógol niega con la cabeza.
A ella su respuesta la decepciona, pero no la sorprende. Ya ha aprendido que no aplica su detallismo de arquitecto a las cosas cotidianas. Por ejemplo, no se ha molestado en esconder la factura de la pashmina, que dejó, junto con la calderilla que se sacó del bolsillo, sobre la cómoda que comparten. En realidad, no tiene derecho a reprocharle ese olvido. Ella misma no recuerda la fecha exacta de aquella cena. Había sido un sábado de noviembre. Pero esos hitos de su noviazgo se han ido difuminando, han dado paso a la ocasión que hoy celebran.
Caminan por la Quinta Avenida, dejan atrás las tiendas de alfombras orientales, que se exhiben desplegadas en escaparates iluminados. Pasan frente a la biblioteca pública. En vez de entrar directamente en el restaurante, deciden pasear un rato más; todavía faltan veinte minutos para la hora de la reserva. La Quinta Avenida está anormalmente desierta, sólo algunos taxis en un barrio normalmente colapsado de turistas y de gente que va de compras. Moushumi no frecuenta casi nunca esa zona, sólo cuando tiene que comprar maquillaje en Bendel’s, o cuando quiere ver alguna película rara en el París, y en una ocasión con Graham, su padre y su tercera esposa, porque fueron a tomarse una copa al Plaza. Pasan por delante de escaparates de relojerías, de tiendas de maletas, de ropa. Ve unas sandalias azul turquesa y se detiene. Están puestas sobre un pedestal de plexiglás y brillan bajo un foco. Las tiras están salpicadas de diamantes falsos.
—¿Horribles o preciosas? —le pregunta.
Es una disyuntiva que le plantea muchas veces, cuando miran los apartamentos que aparecen en Architectural Digest o la sección de diseño de la revista Time. Y muchas veces sus respuestas la sorprenden, la hacen apreciar un objeto que, de no ser por él, habría rechazado sin más.
—Estoy bastante seguro de que son feas. Pero tendría que verlas puestas.
—Estoy de acuerdo contigo. A ver si adivinas cuánto valen.
—Doscientos dólares.
—Quinientos. ¿Tú crees que es posible? Salían en el Vogue.
Moushumi se aleja del escaparate y sigue andando. Tras unos pasos, se vuelve y ve que Gógol todavía sigue ahí, inclinado, intentando ver si hay alguna etiqueta con el precio. En ese gesto hay algo inocente e irreverente a partes iguales, y al verlo así no tiene más remedio que recordar por qué sigue queriéndolo. Piensa en lo agradecida que se sintió cuando él reapareció en su vida. En aquella época, corría el riesgo de replegarse hasta su yo anterior a París: aislada, lectora compulsiva, solitaria. Recuerda el pánico que sentía al constatar que todos sus amigos estaban casados. Incluso llegó a plantearse la posibilidad de poner un anuncio en alguna sección de contactos. Pero él la aceptó, borró su tristeza anterior. Creía que Gógol sería incapaz de hacerle el daño que Graham le hizo. Tras años de relación furtiva, había sido un alivio quedar con alguien en un bar y sentarse junto al gran ventanal que daba a la calle, tener el apoyo de sus padres desde el principio, saber que los arrastraba la inevitabilidad de un futuro no cuestionado, de un matrimonio. Y, sin embargo, la familiaridad que en otro momento la llevó hacia él ha empezado a paralizarla. Aunque sabe que no es culpa suya, a veces no puede evitar asociarlo a ese sentido de la resignación, a esa vida a la que tanto se resistió, que tanto luchó por dejar atrás. Él no era la persona con la que imaginaba pasar el resto de la vida, nunca lo fue. Tal vez precisamente por eso, en aquellos primeros meses, estar con él, enamorarse de él, hacer justamente lo que durante toda su vida los demás esperaban que hiciera, fueron cosas con un sabor a algo prohibido, a algo totalmente transgresor, fueron una brecha abierta en su voluntad instintiva.
En un primer momento no encuentran el restaurante. Aunque tienen la dirección exacta, que Moushumi lleva anotada en un papel doblado, en el bolso, el número se corresponde con los bajos de un edificio de oficinas. Llaman al timbre, intentan ver algo por la puerta de vidrio, pero ahí sólo hay un vestíbulo desnudo, un enorme jarrón con flores al inicio de una escalera.
—No puede ser aquí —dice ella, que hace visera con una mano para ver mejor.
—¿Estás segura de que anotaste bien la dirección?
Avanzan un poco más, retroceden, buscan en la otra acera. Vuelven al edificio de oficinas, en busca de alguna señal de vida.
—Ahí es —dice Gógol al ver a una pareja que sale por la puerta de un sótano que queda por debajo de la escalera. Y sí, en una entrada iluminada sólo por un aplique de pared, descubren una placa muy discreta con el nombre del restaurante: Antonia. Un pequeño equipo sale a recibirlos; unos tachan su nombre de una lista que hay sobre un atril, otros los conducen hasta su mesa. Cuando entran en el comedor austero, bajo, el murmullo de los demás clientes parece no encajar con el local. El ambiente es sombrío, vagamente desolado, como las calles por las que acaban de pasear. Entre los comensales, una familia que, para Moushumi, acaba de salir del teatro. Las dos niñas pequeñas llevan unos vestiditos ridículos, con sus enaguas y sus cuellos calados. Hay, además, varias parejas de cuarentones ricos vestidos formalmente. Un señor mayor, elegante, cena solo. Le parece sospechoso que haya tantas mesas vacías y que no suene ninguna música. Ella esperaba que el sitio fuera más animado, más cálido. Para ser un sótano, el local se ve inmenso, con los techos muy altos. El aire acondicionado está muy fuerte, y se le están congelando los brazos y las piernas. Se envuelve los hombros con la pashmina.
—Estoy helada. ¿Crees que bajarán el aire acondicionado si le lo pido?
—Lo dudo. ¿Te dejo mi chaqueta?
—No, no hace falta.
Le sonríe. Pero se siente incómoda, deprimida. La deprimen los dos adolescentes de Bangladesh, con sus chalecos de colores y sus pantalones negros, que son los encargados de traerles el pan caliente con unas tenacillas de plata. Le irrita que el camarero, a pesar de estar muy atento, no los mire a los ojos, sino a una botella de agua mineral, mientras les describe la carta. Sabe que es demasiado tarde para cambiar de plan. Pero incluso después de haber pedido, a una parte de ella le invade la necesidad imperiosa de levantarse y marcharse de allí. Hace unas semanas ya hizo una cosa parecida, en una peluquería muy cara. Se levantó y se fue, aprovechando que la estilista había ido un momento a atender a otra dienta, y eso que ya tenía puesto el babero. Pero había algo en la peluquera, en su expresión hastiada al levantarle un mechón de pelo y estudiarlo en el espejo, que le resultó insultante. Se pregunta qué será lo que a Donald y a Astrid les gusta de este sitio, y llega a la conclusión de que tiene que ser la comida. Pero la comida también la decepciona cuando llega a la mesa. Los platos, cuadrados, tienen una presentación elaboradísima, pero las raciones son microscópicas. Como de costumbre, se intercambian los platos cuando van por la mitad, pero esta vez lo que ha pedido Gógol no le gusta, así que acaba quedándose con lo suyo. Se termina los escalopines demasiado pronto, y tiene que esperar mucho rato mientras Nikhil da cuenta de su codorniz. O al menos a ella se le hace eterno.
—No tendríamos que haber venido aquí —le dice de pronto, frunciendo el entrecejo.
—¿Por qué no? —dice él, mirando a su alrededor con cara de satisfacción—. Está bastante bien, ¿no?
—No lo sé, no es lo que esperaba.
—Bueno, vamos a intentar pasarlo bien de todos modos.
Pero ella no puede. Cuando ya están a punto de terminar, Moushumi constata que no está ni muy borracha ni muy llena. A pesar de los dos cócteles y de la botella de vino que se han bebido a medias, está más bien totalmente sobria. Se fija en los finísimos huesos de la codorniz que Nikhil va dejando a un lado del plato y siente una ligera repulsión. A ver si termina de una vez y puede encender ya el cigarrillo de después de la cena.
—Señora, su chal —le dice un camarero, que se lo recoge del suelo y se lo da.
—Lo siento —responde ella, que de pronto se siente torpe, descuidada.
En ese momento se da cuenta de que tiene el vestido negro lleno de pelusilla lila. Se lo frota un poco con la mano, pero los hilos se resisten a moverse, testarudos, como pelos de gato.
—¿Qué pasa? —le pregunta Nikhil, levantando la vista del plato.
—Nada —responde ella, que no quiere ofenderlo encontrándole defectos a su caro regalo.
Son los últimos clientes en abandonar el restaurante. La cena ha sido exageradamente cara, bastante más de lo que esperaban. Pagan con tarjeta de crédito. Al ver a Nikhil firmar la factura se siente incómoda, le irrita tener que dejar tanta propina a un camarero que no ha hecho nada especial para ganársela. Ve que ya han recogido algunas mesas, que incluso algunas tienen las sillas puestas encima.
—No me puedo creer que ya estén recogiendo las mesas.
Él se encoge de hombros.
—Es tarde. Seguramente los domingos cierran más temprano.
—Pues a mí me parece que podrían esperar a que nos fuéramos —replica ella, que nota que se le forma un nudo en la garganta y que los ojos se le llenan de lágrimas.
—Moushumi, ¿qué pasa? ¿No quieres contármelo?
Ella niega con la cabeza. No le apetece explicar nada. Quiere irse a su apartamento, meterse en la cama, olvidarse de esa noche. Cuando salen, constata con alivio que está lloviznando, con lo que la opción de volver andando queda descartada y pueden tomar un taxi.
—¿Estás segura de que no te pasa nada? —insiste él camino de casa.
Está empezando a perder la paciencia con ella, lo nota.
—Me he quedado con hambre —responde, mirando por la ventanilla los restaurantes que todavía quedan abiertos a esas horas; locales muy iluminados con menús anunciados en platos de papel, pizzerías baratas con serrín en el suelo, restaurantes en los que nunca se le ocurriría entrar pero que, de pronto, le resultan atractivos. Me comería una pizza.
A los dos días, empieza un nuevo curso. Es el octavo semestre en la Universidad de Nueva York. Ha terminado las asignaturas de doctorado, ya no volverá a asistir a clases. Nunca más se presentará a un examen. La idea le encanta; por fin, una emancipación formal de su vida de estudiante. Aunque todavía tiene que redactar la tesis y cuenta con un director que va a supervisar sus progresos, ya se siente liberada, fuera de los márgenes del mundo que la han definido, estructurado y limitado durante tanto tiempo. Es la tercera vez que da ese curso de francés para principiantes. Lunes, miércoles y viernes, tres horas a la semana. Lo más complicado va a ser aprenderse los nombres de los alumnos. Siempre se siente halagada cuando la toman por nativa, o cuando le preguntan si es medio francesa. Le encantan sus miradas de incredulidad cuando les dice que es de Nueva Jersey y que sus padres son bengalíes.
La clase que le han asignado empieza a las ocho de la mañana, algo que en un principio no le hizo ninguna gracia. Pero ahora que ya se ha levantado, que está duchada y vestida, y que se está tomando un café con leche comprado en la tienda de la esquina, se siente con energías renovadas. Salir de casa tan temprano ya es una especie de proeza. Cuando se ha ido, Nikhil todavía estaba en la cama, y no se ha inmutado cuando el despertador ha empezado a sonar con insistencia. La noche anterior, ella se ha preparado la ropa y ha dejado a mano todo el material, algo que no hacía desde que iba al colegio, cuando era niña. Le gusta caminar por la calle a esa hora temprana, le ha gustado levantarse cuando apenas clareaba, le ha gustado la sensación de promesa por cumplir del nuevo día. Todo eso supone un cambio respecto de su rutina habitual: Nikhil duchado y vestido dirigiéndose a toda prisa hacia la puerta mientras ella se sirve el primer café del día. Agradece no tener que enfrentarse de mañana a su mesa de trabajo, encajada en su rincón del dormitorio, rodeada de bolsas llenas de ropa sucia que siempre tienen la intención de llevar a la lavandería pero que sólo acaban llevando una vez al mes, cuando ya no les queda más remedio, a menos que estén dispuestos a comprarse calcetines y ropa interior nueva. Moushumi se pregunta cuánto tiempo más vivirá con los privilegios de la vida de estudiante, a pesar de ser una mujer casada, a pesar de estar en la culminación de su carrera, a pesar de que Nikhil tiene un trabajo muy respetable pero no muy lucrativo. Con Graham las cosas habrían sido distintas: ganaba dinero más que suficiente para mantenerlos a los dos. Pero aquello también resultaba frustrante, porque la hacía sentir que sus estudios eran algo gratuito, innecesario. Se dice que cuando consiga trabajo, un trabajo de verdad, a jornada completa, una plaza fija, las cosas serán distintas. Se imagina dónde conseguirá ese primer empleo, da por sentado que será en alguna ciudad pequeña, perdida en mitad de la nada. A veces bromea con Nikhil, comentan la inminente necesidad de un traslado a Iowa, a Kalamazoo, a sitios remotos. Pero los dos saben que él no puede ni plantearse la posibilidad de abandonar Nueva York, que será ella la que tendrá que coger aviones de un sitio a otro para reunirse con Gógol los fines de semana. Hay algo en esa idea que le resulta atractivo, partir de cero en un lugar donde nadie te conoce, como ya hizo en París. Eso es lo que más admira de sus padres; que fueran capaces de dejar atrás su país de origen, para bien o para mal.
Cuando se acerca a su departamento se da cuenta de que pasa algo. Hay una ambulancia aparcada en la acera, con las puertas abiertas. Dentro, se oyen los chasquidos de un walkie-talkie. Al cruzar la calle, mira el interior del vehículo y ve todo el equipo de resucitación en su sitio, pero a nadie dentro. La imagen, de todos modos, le provoca un escalofrío. En el piso de arriba, el pasillo está lleno de gente. No sabe si la urgencia afecta a un alumno o un profesor. No reconoce a nadie, tan sólo a un grupo de desconcertados estudiantes de primero que van con sus impresos de matrícula en la mano. «Creo que alguien se ha desmayado», comenta la gente. «No tengo ni idea». Se abre una puerta y les piden que dejen paso. Ella espera ver a alguien salir en silla de ruedas, pero lo que aparece es una camilla que transporta un cuerpo cubierto con una sábana. Varias de los presentes ahogan un grito de alarma. Moushumi se lleva una mano a la boca. Por los zapatos beige de tacón bajo que sobresalen por un lado, deduce que se trata de una mujer. Y un profesor le cuenta qué ha pasado: Alice, la auxiliar administrativa, se ha desplomado de pronto junto a los casilleros. Estaba tan tranquilamente separando la correspondencia del campus, y un minuto después ya estaba sin vida. Cuando ha llegado el equipo de urgencias, ya había muerto a causa de un aneurisma. No llegaba a los cuarenta años, era soltera y no bebía más que infusiones. A Moushumi nunca le había caído del todo bien. Había algo inflexible en ella, algo quebradizo, era una persona joven con un halo premonitorio de vejez.
Le horroriza pensar en todo eso, en una muerte tan repentina, en una mujer tan tangencial en su vida pero tan fundamental para su mundo. Entra en el despacho que comparte con los demás profesores asistentes y que en ese momento esta vacío. Llama a Nikhil a casa, al trabajo, pero no le contesta. Consulta el reloj, se da cuenta de que debe de estar en el metro, camino del estudio. De pronto se alegra de que no esté localizable. Se acuerda de la forma en que murió su padre: fulminante, sin avisar. Seguro que lo que acaba de suceder se lo recordaría. Siente el impulso de salir del campus, de volver a casa. Pero dentro de media hora empieza la clase que debe dar. Va a la copistería a fotocopiar el temario y un párrafo breve de Flaubert que quiere que sus alumnos traduzcan en clase. Le da al botón que permite ordenar las páginas del temario, pero se olvida de pedirle a la máquina que grape las hojas. Se acerca hasta el armario donde se guarda el material de oficina en busca de una grapadora, pero no la encuentra y, mecánicamente, se dirige al escritorio de Alice. Su teléfono está sonando. Hay una chaqueta de lana colgada del respaldo de la silla. Abre un cajón, temerosa de tocar nada. Encuentra la grapadora entre unos clips y unos frascos de sacarina. Con cinta adhesiva ha pegado su nombre en la parte superior: Alice. Los casilleros de los departamentos todavía están a medio llenar, y hay muchas cartas amontonadas en una bandeja.
Moushumi se acerca al suyo para buscar la parrilla con su horario, pero está vacío, así que se pone a buscar su correspondencia entre el montón de sobres. Mientras lo hace, aprovecha para ir dejando las cartas en su casillero correspondiente. E incluso, cuando ya ha encontrado su horario, sigue con la tarea, completando lo que Alice ha dejado a medias. Ese trabajo mecánico le calma los nervios. De pequeña, todo lo que fuera ordenar y organizar se le daba muy bien: se asignaba siempre la organización de los armarios, del cajón de los cubiertos, de la nevera. Esas labores que ella misma escogía la ayudaban a pasar los días cálidos y tranquilos de sus vacaciones de verano. Su madre la miraba, incrédula, mientras se tomaba su sorbete de sandía bajo el ventilador. En la bandeja ya quedan sólo unos pocos sobres. Se inclina para cogerlos. Y entonces le llama la atención otro nombre, el de un remitente que figura en el margen superior izquierdo de una carta.
Se lleva la grapadora, la carta y el resto de sus cosas al despacho. Cierra la puerta, se sienta a su escritorio. El sobre va dirigido a un profesor de Literatura Comparada que enseña alemán además de francés. Lo abre. Dentro encuentra un currículum y una carta adjunta. Se queda un minuto observando simplemente el nombre que lo encabeza, impreso con láser, con un sobrio tipo de letra. Aquel simple nombre, la primera vez que lo había oído, había bastado para seducirla. Dimitri Desjardins. Ella pronunciaba el apellido tal como sonaba, con la ese intercalada y todo, y a pesar de su conocimiento posterior de la lengua francesa, así es como sigue diciéndolo mentalmente. Bajo el nombre figura la dirección en la calle 164 Oeste. Solicita un puesto de profesor adjunto de alemán a tiempo parcial. Repasa el currículum y se entera exactamente de dónde ha estado y qué ha hecho durante esos últimos diez años. Viajes por Europa, un empleo en la BBC. Artículos y reseñas aparecidas en Der Spiegel y la Critical Inquiry. Un doctorado en literatura alemana obtenido en la Universidad de Heidelberg.
Lo había conocido hacía años, en los últimos meses de instituto. Era una época en la que ella y dos amigas suyas, impacientes por terminar y poder ir por fin a la universidad, desesperadas al ver que ningún chico de su edad quería salir con ellas, se acercaban hasta Princeton y se paseaban por el campus, entraban en la librería, hacían los deberes en edificios donde no pedían identificación para entrar. Sus padres habían alentado aquellas excursiones, porque creían que iba a la biblioteca o que asistía a conferencias: esperaban que acabara matriculándose en esa universidad, que no tuviera que irse de casa. Un día, mientras estaban las tres sentadas en el césped del campus, les propusieron que se apuntaran a una asociación universitaria que protestaba contra el apartheid en Sudáfrica. Estaban organizando una manifestación en Washington en la que se iba a exigir la adopción de sanciones.
Se montaron en un autobús nocturno con destino a Washington D. C. para poder estar ahí a primera hora. Las tres habían mentido a sus padres, les habían dicho que se quedarían a dormir en casa de otra. Todo el mundo en aquel autobús fumaba hierba y escuchaba una y otra vez el mismo álbum de Crosby, «Stills and Nash» en un casete a pilas. Moushumi llevaba un rato con el cuello girado, charlando con sus amigas, que iban dos asientos más atrás, y cuando volvió a mirar al frente, él ya se había sentado a su lado. Parecía estar al margen del resto del grupo, no ser un miembro de la asociación, verlo todo con cierto escepticismo. Era muy flaco, frágil, con los ojos pequeños de párpados caídos y un rostro intelectual de rasgos marcados que hacía que le resultara atractivo, aunque no guapo. Tenía ya unas entradas considerables y el pelo rizado y rubio. No le habría venido mal un afeitado y un corte de uñas. Llevaba una camisa blanca, unos Levi’s desgastados, rotos en las rodillas, y unas gafas doradas de varillas flexibles que se sujetaban enroscándose a la oreja. Sin presentarse, empezó a hablar con ella, como si ya se conocieran. Tenía veintisiete años, había ido a Williams College, estudiaba Historia de Europa. Estaba matriculado en un curso de alemán en Princeton y vivía con sus padres, profesores de la universidad, aunque estaba desesperado. Al terminar la diplomatura, se había pasado unos años viajando por Asia y Sudamérica. Le explicó que más adelante, seguramente, seguiría los estudios y se licenciaría. A Moushumi, toda aquella improvisación le había resultado atractiva. Le preguntó cómo se llamaba y ella se lo dijo. Él se puso la mano en el oído y se acercó a ella, aunque lo había oído perfectamente. «¿Y cómo se escribe eso?», quiso saber. Ella se lo deletreó y entonces él lo pronunció mal, como casi todo el mundo. Le corrigió, diciéndole que se pronunciaba «Mou» y no «Mau», «Mousumi». Pero él negó con la cabeza y le dijo que él pensaba llamarla, simplemente, Mouse.
Aquel apodo la había irritado y divertido a partes iguales. Se había sentido un poco tonta, pero a la vez se daba cuenta de que al darle un nuevo nombre, de algún modo, la reclamaba como algo suyo, la convertía desde el primer momento en parte de él. A medida que el autobús iba quedando en silencio, a medida que la gente iba quedándose dormida, dejó que Dimitri le apoyara la cabeza en el hombro. Estaba dormido, o eso creía ella. Y así, Moushumi fingió dormirse también. Tras un momento notó su mano en el muslo, por encima de la falda vaquera de color blanco que llevaba. Y entonces, muy despacio, empezó a desabrochársela. Entre un botón y otro pasaban varios minutos, y no abría los ojos ni un momento ni levantaba la cabeza de su hombro. El autobús seguía avanzando por la autopista desierta, oscura. Era la primera vez en la vida que un hombre la tocaba. Se mantenía totalmente inmóvil. Aunque se moría de ganas de acariciarlo, estaba aterrorizada. Al final, Dimitri abrió los ojos. Ella notó su boca cerca del oído y se volvió, dispuesta a recibir su primer beso, a los diecisiete años. Pero él no se movió. Se limitó a mirarle a los ojos. «Vas a ser una rompecorazones», le dijo. Y se recostó en su asiento y le retiró la mano de la pierna y cerró los ojos de nuevo. Ella se quedó observándolo, incrédula, enfadada. ¿Por qué daba por sentado que todavía no había roto ninguno? Y halagada al mismo tiempo. Permaneció así, con la falda desabrochada, el resto del viaje, con la esperanza de que él reanudara la labor. Pero no lo hizo, y a la mañana siguiente ninguno de los dos comentó nada. Durante la manifestación no le hizo ni caso. Y en el viaje de regreso, se sentaron en asientos separados.
Terminado el fin de semana, empezó a ir a la universidad cada día para ver si se lo encontraba. Tras varias semanas, lo vio andando por el campus, con un ejemplar de El hombre sin atributos bajo el brazo. Se tomaron un café juntos en un banco, al aire libre. Él le propuso que fueran al cine, a ver Alphaville, de Godard, y a un restaurante chino a la salida. Ella fue vestida con una ropa que todavía hoy le horroriza recordar; una americana cruzada de su padre, que le quedaba enorme y que llevaba arremangada, para que se le viera el forro, y unos vaqueros. Aquélla era la primera cita de su vida, planificada estratégicamente un día en que sus padres iban a ir a una fiesta. De la película no recuerda nada, sabe que no probó bocado en el restaurante, que estaba junto a la Carretera I. Y entonces, después de ver que Dimitri se comía las dos galletas de la suerte sin leer las predicciones, cometió un error: le pidió que fuera su acompañante en su baile de graduación del instituto. Él declinó la invitación, la acompañó a casa, le dio un casto beso en la mejilla y no volvió a llamarla nunca más. Qué noche tan humillante. La había tratado como si fuera una niña. Aquel verano, se lo encontró por casualidad en el cine. Iba con una chica alta, pecosa y con una melena que le llegaba a la cintura. Moushumi quería escapar cuanto antes de allí, pero Dimitri no le ahorró las presentaciones. «Ésta es Moushumi», dijo con énfasis, como si llevara semanas esperando la ocasión de pronunciar su nombre. Le contó que se iba una temporada a Europa, y por la expresión de su acompañante supo que no iría solo. Moushumi le explicó que la habían aceptado en Brown. «Estás muy guapa», le susurró cuando su chica no le oía.
En su época de estudiante, en Brown, de tarde en tarde recibía postales, sobres con sellos enormes y de colores vivos. Dimitri escribía con letra pequeña y poco clara, difícil de leer. Nunca había dirección en el remitente. Durante un tiempo, guardaba aquellas cartas en su agenda, las llevaba consigo a clase. A veces le enviaba libros que había leído y que creía que podían gustarle. En alguna ocasión la llamaba por teléfono en plena noche, la despertaba y se pasaba horas hablando con el a oscuras, en la cama de su habitación compartida, y al día siguiente se quedaba dormida y faltaba a clase. Una sola de aquellas llamadas la tenía flotando semanas enteras. «Iré a visitarte y te llevaré a cenar». No lo hizo nunca. Con el tiempo, las cartas fueron espaciándose hasta que dejaron de llegar. Su último envío fue un paquete de libros, junto con varias postales que le había escrito en Grecia y Turquía pero que no había llegado a enviar. Después de aquello, ella se trasladó a París.
Vuelve a leer el currículum de Dimitri, y la carta adjunta. En ella no expone más que su genuino interés por la enseñanza, menciona una mesa redonda en la que tanto él como la persona a la que va dirigida la carta coincidieron hace unos años. Ella tiene archivada una nota prácticamente idéntica en su ordenador. En la tercera frase le falta un punto y aparte. Ella lo incorpora con mucho cuidado, usando su pluma negra de punta más fina. No se ve capaz de anotar la dirección y guardársela, pero tampoco quisiera que se le olvidara. En la copistería, hace una fotocopia del currículum, que se guarda en el fondo del bolso. Luego, en otro sobre, vuelve a escribir las señas con el ordenador y deja el original en el casillero del profesor. Cuando ya está de vuelta en su despacho, se da cuenta de que en ese sobre no hay ni sello ni timbre, y teme que el profesor se dé cuenta de algo. Pero para tranquilizarse se dice que Dimitri puede haber ido a entregar la carta personalmente; pensar en su presencia en el departamento, ocupando el mismo espacio que ella ocupa ahora, le llena de la misma mezcla de desesperación y deseo que siempre le provocó.
Lo más difícil es decidir dónde apuntar el número de teléfono, en qué parte de su agenda. Desearía tener algún tipo de código secreto. En París, había salido durante poco tiempo con un profesor iraní de filosofía que anotaba en farsi los nombres de sus alumnos, en el reverso de las fichas, junto con alguna nota cruel que le ayudaba a diferenciarlos. En una ocasión le había leído aquellas descripciones a Moushumi: Piel mala, decía una. Pantorrillas gruesas, decía otra. Moushumi no puede recurrir al mismo truco, porque no sabe escribir en bengalí. Apenas recuerda cómo se escribe su propio nombre, algo que su abuela le enseñó una vez. Al final decide anotarlo en la letra D, pero sólo escribe los números, sin nombre. Así no le parece que la traición sea tan grave. Podrían ser de cualquiera. Mira a la calle. Sentada a su escritorio, levanta la vista. La ventana de su despacho llega hasta el techo, y el tejado del edificio de enfrente queda a la altura de su alféizar. De ese modo, la vista produce una sensación contraria al vértigo, que nace no por la atracción de la gravedad de la tierra, sino por la infinita proximidad del cielo.
En casa, esa noche, después de cenar, Moushumi busca algo entre las estanterías del salón que comparte con Nikhil. Desde que se casaron, sus libros se han ido mezclando. Él fue quien los sacó de las cajas, y no hay ninguno que esté donde ella espera. Pasa la vista sobre los montones de revistas de diseño, sobre unos gruesos volúmenes dedicados a Gropius y Le Corbusier. Nikhil, inclinado sobre un plano en la mesa del comedor, le pregunta qué está buscando.
—Stendhal —le responde. Y no es mentira. Una edición antigua de Rojo y negro, de la editorial Modern Library, en inglés, dedicado a «Mouse». Con amor, de Dimitri, había añadido. Fue el único libro en el que le escribió una dedicatoria. En aquella época era lo más parecido a una carta de amor que le había enviado nadie. Se pasó meses durmiendo con ese ejemplar bajo la almohada. Y después lo guardó entre el colchón y el somier. Sin saber muy bien cómo, logró conservarlo muchos años; viajó con ella de Providence a Pans, y de ahí a Nueva York, como un talismán secreto en sus estanterías al que de vez en cuando echaba un vistazo. Siempre se sentía ligeramente halagada ante aquella insistencia suya, y nunca había dejado de tener curiosidad por saber qué había sido de él. Pero ahora que está desesperada por encontrarlo, le invade el temor de que no esté en casa, de que tal vez Graham se lo haya llevado por error cuando se fue a vivir a York Avenue, o que se encuentre en el sótano, en casa de sus padres, en una de las cajas que llevó ahí hace unos años, cuando sus estanterías empezaban a estar demasiado llenas. No recuerda haberlo metido en ninguna caja cuando se trasladó desde su anterior apartamento, ni haberlo desembalado cuando llegó con Nikhil a vivir ahí. Le gustaría poder preguntarle a él si le suena haberlo visto. Un volumen pequeño, verde, con tapas de tela, sin sobrecubierta, con el título grabado en un recuadro negro en el lomo. Y de pronto lo ve, delante de sus narices, en una estantería en la que acaba de mirar. Lo abre, se fija en el símbolo de la editorial, la figura desnuda y elegante que sostiene una antorcha. Lee la dedicatoria, no le pasa por alto que la presión que hizo al escribirla con el bolígrafo fue tanta que se marcó un poco en el reverso de la página. Moushumi no había pasado del segundo capítulo. El punto exacto donde se había quedado todavía está marcado con un recibo de compra de un champú. En francés ya debe de haberlo leído unas tres veces. Ahora, se termina en cuestión de días la traducción inglesa de Scott-Moncrieff, que lee en el despacho de su departamento, y en la biblioteca. Por las noches, en casa, lo lee en la cama hasta que llega Nikhil. Entonces lo guarda y se pone a hojear alguna otra cosa.
Lo llama a la semana siguiente. Para entonces ya ha desenterrado las postales, que conserva en un sobre grande, dentro de la caja en la que guarda las devoluciones de hacienda, y las ha leído. Le resulta insólito que sus palabras, la mera visión de su caligrafía, sean capaces aún de trastornarla hasta ese punto. Se convence de que está llamando a un viejo amigo. Se dice que la casualidad de haber encontrado el currículum, de tropezarse con él de ese modo, resulta demasiado llamativa para pasarla por alto, que cualquiera en su caso haría lo mismo, descolgar el teléfono y llamar. Se dice que es muy posible que esté casado, igual que ella. Tal vez las dos parejas salgan a cenar, quizá se hagan muy amigos los cuatro. Pero, de todos modos, a Nikhil no le cuenta nada de lo del currículum. Una tarde, desde el trabajo, son ya más de las siete y por allí sólo hay un empleado de la limpieza, tras darle unos sorbos a una botella de Maker’s Mark que guarda al fondo del archivador, se decide a llamarlo. Nikhil cree que esa tarde se ha quedado en el trabajo para escribir un artículo para la Asociación de Lenguas Modernas.
Marca los números y oye hasta cuatro tonos, preguntándose si todavía se acordará de ella. El corazón le late con fuerza. Tiene un dedo levantado por si decide colgar en el último momento.
—¿Diga?
Sí, es su voz.
—¿Hola? ¿Dimitri?
—Sí, soy yo, ¿con quién hablo?
Moushumi hace una pausa. Si quiere, todavía está a tiempo de colgar.
Al principio se ven los lunes y los miércoles, después de su clase de francés. Toma el tren y se reúne con él en su apartamento, donde le espera una comida. Los platos son siempre elaborados: pescado al vapor, patatas gratinadas, pollos asados con limones enteros en su interior. Y nunca falta una botella de vino. Se sientan en su mesa de trabajo, tras apartar un poco sus libros, sus papeles y el ordenador portátil. Escuchan la emisora de música clásica del New York Times, toman café y coñac y fuman al terminar. Sólo entonces la toca. La luz se cuela por las ventanas sucias de su viejo apartamento del período de entreguerras. Hay dos habitaciones espaciosas. Las paredes de escayola están desconchadas, el suelo de parqué, rayado y lleno de cajas que Dimitri no se ha molestado en abrir. La cama —colchón nuevo y estructura con ruedas— siempre está deshecha. Y después de hacer el amor, nunca dejan de constatar con sorpresa que se ha separado varios centímetros de la pared, que ha ido a parar a la cómoda que ocupa la pared contraria. A Moushumi le gusta la manera que tiene de mirarla cuando todavía están entrelazados, sin respiración, como si hubiera estado persiguiéndola, esa expresión ansiosa antes de relajarse y sonreír. En la cabeza y en el pecho, Dimitri tiene algunas canas, y algunas arrugas alrededor de la boca y los ojos. Está más gordo que antes, luce una barriga innegable, con lo que la delgadez de sus piernas resulta algo cómica. Hace poco ha cumplido treinta y nueve años. No se ha casado. No parece muy desesperado por conseguir empleo. Se pasa los días cocinando, leyendo, oyendo música clásica. Ella deduce que debe de haber heredado algo de dinero de su abuela.
La primera vez que se vieron, el día posterior a su llamada, en el bar de un restaurante italiano abarrotado que queda cerca de la Universidad de Nueva York, no lograron dejar de mirarse ni un momento, de hablar del currículum, de la manera casual en que había llegado a manos de Moushumi. Él se había trasladado a Nueya York hacía sólo un mes, había intentado localizarla en el listín, pero el teléfono estaba a nombre de Nikhil. Los dos estuvieron de acuerdo en que no importaba. Era mejor así. Se tomaron unas copas de Prosecco. Ella aceptó su propuesta de cenar pronto ahí mismo, porque el Prosecco se les había subido a la cabeza. Dimitri pidió una ensalada rematada con lengua de cordero, huevo escalfado y queso pecorino, algo que ella juró no probar pero de lo que acabó comiéndose la mayor parte. Más tarde, se acercó hasta Balducci para comprar pasta y salsa de vodka ya preparada; ésa sería la segunda cena del día, la que compartiría en casa con Nikhil.
Los lunes y los miércoles nadie sabe dónde está. A la salida del metro, junto a casa de Dimitri, no hay vendedores de fruta bengalíes que la saluden, ni vecinos que la reconozcan cuando llega a su edificio. Eso le recuerda su estancia en París. Durante unas horas, en casa de Dimitri, es inaccesible, anónima. Él no se muestra muy curioso respecto de Nikhil, ni siquiera le pregunta cómo se llama. No parece nada celoso. Cuando, en el restaurante italiano, le dijo que estaba casada, su expresión no se alteró en absoluto. Parece concebir el tiempo que pasan juntos como algo absolutamente normal, como algo a lo que estaban destinados, y ella empieza a darse cuenta de lo fácil que es. Cuando hablan, Moushumi se refiere a Nikhil llamándolo «mi marido»: «Mi marido y yo tenemos una cena el jueves que viene». «Mi marido me ha pegado el resfriado».
En casa, Nikhil no sospecha nada. Como de costumbre, cenan juntos, charlan de cómo les ha ido el día. Recogen juntos la cocina y después se sientan en el sofá a ver la tele, mientras ella corrige los ejercicios de sus alumnos. Mientras miran las noticias de las once, se toman su cuenco de Ben and Jerry’s y luego se cepillan los dientes. Se acuestan, como de costumbre, se dan un beso de buenas noches y lentamente se separan para poder estirarse a sus anchas y dormir más cómodos. Aunque Moushumi se queda despierta. Todos los lunes y los miércoles, la asalta el temor de que note algo, de que le dé un abrazo y lo sepa al momento. Permanece horas en vela, con la luz apagada, preparada para hacerle frente, para mentirle descaradamente. Ha ido de compras, le dirá si le pregunta, porque en realidad eso era lo que había hecho de vuelta a casa aquel primer lunes, interrumpir el regreso a mitad de trayecto desde casa de Dimitri, bajarse en la calle Setenta y dos, entrar en una tienda en la que nunca había estado y comprar un par de zapatos negros normales y corrientes.
Hay una noche que es peor que las demás. Dan las tres, las cuatro. Desde hace unos días, en su calle, hay obras en la noche, mueven enormes contenedores de escombros y de cemento, y a Moushumi le irrita que Nikhil sea capaz de dormir sin inmutarse. Está tentada de levantarse, servirse una copa, darse un baño, lo que sea. Pero el cansancio la mantiene en la cama. Contempla las sombras que el tráfico proyecta en el techo, oye el rugido de un camión en la distancia, que resuena como un animal nocturno, solitario. Está convencida de que va a estar despierta hasta que amanezca. Pero lo cierto es que acaba por quedarse dormida. Poco antes de que se haga de día, la despierta el sonido de la lluvia en los cristales, tan fuerte que parece que estén a punto de romperse. Tiene un dolor de cabeza terrible. Se levanta de la cama y descorre las cortinas. Vuelve a acostarse y despierta a Nikhil.
—¡Mira! —le dice, señalándole la lluvia, como si fuera algo realmente extraordinario.
Nikhil la complace, profundamente dormido como está, abre los ojos, se incorpora, y vuelve a cerrarlos.
A las siete y media se levanta. Ha dejado de llover y el cielo está despejado. Sale del dormitorio y ve que el agua se ha filtrado por el tejado y que hay una mancha de humedad en el techo y algunos charcos en el suelo: uno en el baño y otro en el recibidor. La repisa interior de una ventana que se ha quedado abierta está empapada y manchada de barro, igual que las facturas, los libros y los papeles que había apilados en ella. Al ver el desastre empieza a llorar. Al mismo tiempo, agradece tener algo tangible de lo que preocuparse.
—¿Por qué lloras? —le pregunta Nikhil, con los ojos entornados y aún en pijama.
—Hay goteras.
Nikhil mira al techo.
—Son poca cosa. Avisaré al encargado.
—La lluvia ha entrado directamente desde el tejado.
—¿Qué lluvia?
—¿No te acuerdas? Esta madrugada ha caído un aguacero increíble. Pero si te he despertado.
Pero Nikhil no se acuerda de nada.
Transcurre un mes así, con sus lunes y sus miércoles. Empiezan a verse también los viernes. Uno de esos días, se queda sola en el apartamento de Dimitri; él sale en cuanto ella llega a comprar mantequilla para hacer una salsa con la que ñapar las truchas. En el equipo de música, cuyos caros componentes están desperdigados por el suelo, suena Bartók. Desde la ventana lo ve alejarse, doblar la esquina, un hombre de casi cuarenta años, pequeño, calvo, sin trabajo, pero capaz de hacer zozobrar su matrimonio. Se pregunta si es la única mujer de su familia que ha engañado a su marido, que le ha sido infiel. Admitir eso es lo que más la afecta: que esa aventura la haga sentirse extrañamente en paz consigo misma, que esa complicación la tranquilice, estructure su vida. Después de la primera vez, mientras se lavaba en el baño, se sintió horrorizada por lo que había hecho, por la visión de su ropa esparcida por toda la casa. Antes de irse se peinó mirándose al espejo, el único que había en todo el apartamento. Mantuvo la cabeza baja y sólo al final alzó la vista. Al hacerlo, se dio cuenta de que se trataba de uno de esos espejos que, por algún extraño motivo, favorecen a las personas, por la luz, o la calidad del cristal, y hacen que la piel brille.
Las paredes de la casa de Dimitri están desnudas. Sus cosas todavía están metidas en unas enormes bolsas de lona. Por suerte no es capaz de imaginar su vida con todo detalle, en todo su desorden. Lo único que tiene más o menos organizado es la cocina, el equipo de música y algunos libros. Cada vez que va a visitarlo hay discretos signos de progreso. Se pasea por el salón, se fija en los libros que está empezando a ordenar en una estantería de contrachapado.
Exceptuando las obras en alemán, su colección de libros se parece a la suya. Los mismos lomos verdes de la Princeton Encyclopedia of Poetry and Poetics. La misma edición de Mimesis. La misma edición de Proust, en caja. Saca un gran ejemplar de fotografías de París, de Atget. Se sienta en un sillón, única pieza que integra el mobiliario del salón. Ahí se sentó la primera vez que fue a visitarlo, y él se puso detrás y empezó a darle un masaje en un punto del hombro, y se excitó tanto que al momento se levantó y se fueron a la cama.
Abre el libro para ver las calles y los edificios que conoce tan bien. Piensa en su beca malgastada. En el suelo se refleja la luz que entra por la ventana. Tiene el sol a la espalda, y la sombra de su cabeza se proyecta en las páginas gruesas, sedosas. Algunos mechones sueltos se ven muy grandes, y tiemblan, como si los estuviera observando a través de un microscopio. Echa la cabeza hacia atrás, cierra los ojos. Cuando vuelve a abrirlos, al cabo de un momento, el sol ya se está retirando y la franja de luz que queda se desliza hacia los tablones del suelo, como un telón que se cerrara gradualmente. Las páginas blancas se vuelven de pronto grises. Oye los pasos de Dimitri en la escalera, el sonido limpio de la llave en la cerradura, su entrada brusca en el apartamento. Se levanta para guardar el libro, busca el sitio exacto del que lo ha sacado.