9

Se casan en menos de un año, en un hotel de la cadena Double Tree, en Nueva Jersey, cerca del barrio residencial donde viven los padres de Moushumi. No es el tipo de boda que habrían escogido ellos. Ellos habrían preferido celebrarla en alguno de los sitios en los que se casan sus amigos estadounidenses, los Brooklyn Botanic Gardens, el Metropolitan Club, el Boat House de Central Park. Habrían preferido una cena para pocos invitados en la que la gente se sentara en torno a mesas, con jazz de fondo, fotos en blanco y negro. Pero sus padres insisten en invitar a casi trescientas personas, en servir comida india, en que no haya problemas de aparcamiento. Gógol y Moushumi están de acuerdo en que es mejor rendirse a las expectativas de sus padres que empezar a discutir. Les está bien merecido, bromean, por haber hecho caso a sus respectivas madres y enamorarse. El hecho de estar unidos en su resignación hace que las consecuencias sean algo más soportables. A las pocas semanas de anunciar su compromiso, fijan la fecha de la boda, reservan el hotel, escogen el menú y, aunque durante algún tiempo reciben llamadas nocturnas en las que sus madres les preguntan si prefieren una tarta plana o de pisos, o si les gustan más las servilletas verde salvia o rosa palo, o si quieren Chardonnay o Chablis, lo cierto es que Gógol y Moushumi pueden hacer poco más que escuchar y decir sí, lo que te parezca mejor, todo suena muy bien. «Pues podéis consideraros afortunados», le comentan a Gógol sus compañeros de trabajo. Organizar una boda es muy estresante, la primera prueba de fuego de un matrimonio, añaden. Con todo, no deja de resultarles raro mantenerse tan al margen de los preparativos de su propia boda. Gógol recuerda las distintas celebraciones de su vida, los cumpleaños y fiestas de graduación que sus padres han ido organizando en su honor a medida que él se iba haciendo mayor, fiestas a las que acudían los amigos de sus padres y de las que él siempre se sentía algo ajeno.

El sábado de la boda hacen las maletas, alquilan un coche y se van a Nueva Jersey. Sólo se separan al llegar al hotel, donde sus familias los reclaman por última vez. Gógol se sorprende al pensar que, a partir de mañana, él y Moushumi van a ser considerados una familia por derecho propio. Es la primera vez que ven el hotel. Su rasgo más destacado es un ascensor transparente que sube y baja sin cesar para entretenimiento de niños y adultos. Las habitaciones se distribuyen en torno a sucesivas galerías elípticas que se ven desde el vestíbulo; a Gógol todo le recuerda un poco a un aparcamiento. Tiene reservada una habitación para él solo, en la misma planta que las de su madre y su hermana, y las de algunos amigos muy íntimos de los Ganguli. Moushumi se aloja, castamente, en la planta de arriba, en la habitación contigua a la de sus padres, a pesar de que los dos llevan un tiempo viviendo prácticamente juntos en el apartamento de ella. La madre de Gógol le ha traído la ropa que tiene que ponerse, una camisa color pergamino que pertenecía a su padre, un dhoti plisado con cordón en la cintura y unas zapatillas, nagrais, con las puntas en espiral. Como su padre no había llevado nunca aquel punjabi, tiene que colgarlo en el baño y dejar correr el agua caliente para que se le vayan las arrugas.

—Que sus bendiciones estén siempre contigo —le dice su madre, levantando un momento las dos manos y poniéndoselas en la cabeza. Es la primera vez desde la muerte de Ashoke que viste con ropa elegante. Lleva un sari verde claro y un collar de perlas, y ha dejado que Sonia le pinte un poco los labios—. ¿No será demasiado? —pregunta, preocupada, mirándose al espejo.

Sin embargo, hace bastantes años que Gógol no la ha visto tan guapa, tan contenta, tan emocionada. Sonia también se ha puesto un sari, fucsia con bordados plateados, y lleva una rosa en el pelo. Le entrega una caja envuelta en papel de regalo.

—¿Qué es esto? —pregunta Gógol.

—No pensarás que me he olvidado de que acabas de cumplir treinta años.

Su cumpleaños fue hace unos días, pero cayó entre semana. Moushumi y él estaban demasiado ocupados y apenas lo celebraron. Incluso su madre, atareada con los detalles de última hora, se olvidó de llamarlo a primera hora de la mañana, como hacía normalmente.

Creo que ya he llegado oficialmente a una edad en la que prefiero que la gente se olvide de mis cumpleaños.

—Pobre Gol-Gol.

Abre el paquete y dentro hay una botella de bourbon y una petaca de piel roja.

—La he hecho grabar —le dice su hermana.

Le da la vuelta y ve las iniciales NG. Se acuerda del día en que entró en la habitación de su hermana, hace años, para comunicarle su decisión de cambiarse el nombre, de ponerse Nikhil. Ella tenía unos trece años y estaba haciendo los deberes en la cama.

—No puedes hacerlo —le dijo ella negando con la cabeza.

—¿Por qué no?

—Pues porque no —se limitó a responder—. Porque tú eres Gógol.

Ahora la observa mientras se maquilla en su habitación, tensándose la piel cercana al ojo para pintarse una fina línea negra en el párpado, y se acuerda de su madre en las fotos del día de su boda.

—Tú eres la próxima, ya sabes.

—No me lo recuerdes. —Hace una mueca y se ríe. La sensación compartida de vértigo, la emoción de los preparativos, le entristece, porque le recuerda que su padre está muerto. Se lo imagina con una ropa parecida a la que él lleva, con un pañuelo sobre un hombro, igual que para las pujas. El conjunto que teme que a él le quede ridículo, se vería muy digno y elegante en su padre, le sentaría como a él no le sienta. Los nagrais no son de su talla, le van grandes, y tiene que ponerse pañuelos de papel dentro. A diferencia de Moushumi, que está con una profesional que la peina y la maquilla, él está listo en cuestión de minutos. Siente no haberse traído las zapatillas deportivas; podría haber dado varias vueltas a la redonda antes de prepararse para el evento.

La ceremonia, hindú aunque algo descafeinada, dura una hora y se celebra en una tarima cubierta con telas. Gógol y Moushumi se sientan con las piernas cruzadas, primero uno delante de la otra, después de lado. Los invitados siguen la ceremonia desde unas sillas plegables de metal. Para que haya más sitio, la puerta de corredera que separa los dos salones de banquetes se deja abierta. Delante de ellos hay instaladas una cámara de video y unos potentes focos. Por los altavoces suena música shenai. Nadie les ha explicado nada ni han ensayado antes. Tienen montones de mashis y de meshos a su alrededor que les van diciendo lo que tienen que hacer, cuándo tienen que hablar, ponerse de pie o arrojar flores a una pequeña urna de cobre. El oficiante es un amigo de los padres de Moushumi, un anestesista que resulta ser brahman. Se hacen ofrendas ante las fotos de sus abuelos y del padre de Gógol, se vierte arroz en una pira que la dirección de hotel les ha prohibido encender. Piensa en sus padres, desconocidos el uno para el otro hasta aquel momento, dos personas que no habían hablado nunca hasta que estuvieron casadas. De pronto, sentado ahí, junto a Moushumi, se da cuenta de lo que significa eso, y admira su coraje, el sentido de la obediencia que hacía falta para entregarse a algo así.

Es la primera vez que ve a Moushumi vestida con sari, sin contar con las pujas de su infancia, que había sufrido en silencio. Lleva casi ocho kilos de oro encima. En un momento determinado, cuando están sentados de frente, con las manos juntas y envueltas en un paño de cuadros, le cuenta hasta once collares. Le han pintado dos enormes paisleys rojos y blancos en las mejillas. Hasta ese momento, ha seguido llamando Shubir Mesho al padre de Moushumi, y a su madre Rina Mashi, como siempre, como si fueran sus tíos, como si Moushumi siguiera siendo una especie de prima. Pero cuando termine la noche, se convertirá en su yerno, y tendrá que pensar en ellos como en unos segundos padres, es decir, llamándolos Baba y Ma.

Antes del banquete, se cambian de ropa: Gógol se pone un traje y Moushumi, un sari rojo de Benarés de tirantes finos que se ha diseñado ella misma y que le ha hecho una amiga suya modista. Ese vestido se lo pone pese a las protestas de su madre («¿qué tiene de malo una salwar kameeze?», le gustaría saber) y en un momento determinado, cuando se le olvida el chal en la silla y muestra los hombros desnudos, morenos, que brillan ligeramente por efecto de unos polvos especiales que se ha extendido en ellos, su madre se las apaña, en medio de la multitud, para dedicarle unas miradas de reproche que su hija pasa por alto. Son innumerables las personas que se acercan a felicitar a Gógol, que le dicen que lo conocen desde que era tan pequeño, que le piden que pose para las fotos, que les pase el brazo por los hombros y sonría. Él lo vive todo algo aturdido por el alcohol, gracias a la barra libre que los padres de Moushumi han contratado. Al entrar en el salón del banquete, Moushumi queda horrorizada al ver que las mesas están cubiertas de tules, y que en las columnas se enroscan hiedras y florecillas blancas. Se encuentran un momento a la salida del baño y se dan un beso furtivo. A pesar de la gominola de menta que ella tiene en la boca, Gógol nota que ha fumado. Se la imagina en el retrete, con la tapa del inodoro bajada. Apenas se han dirigido la palabra en toda la noche; durante la ceremonia, han mantenido la vista bajada y, en el banquete, cada vez que él la miraba, ella estaba en plena conversación con gente a la que él no conocía. De pronto siente deseos de estar con ella a solas, la tentación de escaparse a su habitación, de prescindir del resto de la fiesta, como habría hecho cuando era niño.

—Vamos —le dice, empujándola hacia el ascensor—. Sólo quince minutos. Nadie se dará cuente.

Pero la cena ya ha empezado, y por megafonía están empezando a llamar a cada uno por su número.

—Tendría que pedirle a alguien que me ayudara a arreglarme el peinado —replica ella.

Como deferencia a los invitados estadounidenses, los distintos platos, que se mantienen calientes en los calientaplatos, están convenientemente etiquetados. Se trata de una comida típica del norte de la India, montañas de tandori rosa, picante, aloo gobi con una espesa salsa naranja. En la cola, Gógol oye a alguien que comenta que los garbanzos están malos. Los novios se sientan presidiendo una mesa colocada en el centro del salón, con su madre, Sonia, los padres de Moushumi y su hermano, Samrat, que ha tenido que saltarse la jornada de adaptación en la universidad para poder asistir a la boda. La presidencia la completan unos pocos parientes que han venido desde Calcuta. Se hacen brindis algo forzados y sus familias y los amigos de sus padres pronuncian discursos. El padre de Moushumi se pone de pie, nervioso, sin acordarse de levantar la copa.

—Muchas gracias por venir —empieza. Se vuelve para mirar a Gógol y a su hija—. Muy bien. Que seáis felices.

Las mashis, con sus saris, hacen sonar las copas con los tenedores, indicándoles así cuándo deben besarse. Gógol las complace en todo momento, y besa a la novia castamente en la mejilla.

Entonces aparece la tarta. «Nikhil se casa con Moushumi» reza la inscripción. Moushumi sonríe, como siempre que tiene una cámara apuntándole, con la boca cerrada, la cabeza ligeramente ladeada hacia la izquierda y un poco levantada. Gógol es consciente de que, con su unión, él y ella están satisfaciendo un deseo colectivo y muy arraigado. Como los dos son bengalíes, todos pueden sincerarse un poco más. A veces, al fijarse en los invitados, no puede evitar pensar que, un par de años atrás, él podría haber estado sentado entre un mar de mesas redondas, viéndola casarse con otro hombre. La idea le asalta con la fuerza de una ola imprevista, pero se recuerda que es él quien está sentado hoy a su lado. El sari rojo de Benarés y las joyas de oro los compró hace dos años, para su boda con Graham. En esta ocasión, todo lo que sus padres han tenido que hacer ha sido bajar las cajas de lo alto de un armario, recuperar las joyas de la caja fuerte del banco, rescatar la lista detallada del servicio de banquetes. La nueva invitación, diseñada por Ashima (con su traducción inglesa a cargo de Gógol), es lo único de toda esa celebración que no se ha aprovechado de la anterior.

Como Moushumi tiene que dar una clase tres días después de la boda, tienen que posponer la luna de miel y conformarse con pasar una noche en el Double Tree, que ambos están deseando abandonar cuanto antes. Pero sus padres se han tomado muchas molestias y se han gastado mucho dinero para reservar la suite matrimonial.

—Necesito darme una ducha —le dice ella cuando por fin se quedan solos, y desaparece en el baño. Gógol sabe que está cansada, como él; la noche ha terminado con una larga sesión de baile con canciones de Abba. Inspecciona la habitación, mira en el interior de los cajones y revisa el papel de carta, abre el minibar, lee el menú del servicio de habitaciones, aunque no tiene nada de hambre. Más bien al contrario, está un poco empachado por la combinación del bourbon y los dos pedazos de tarta que se ha comido, porque durante la cena no había podido probar bocado. Se tumba en la enorme cama. La colcha está salpicada de pétalos de flores, un detalle final de su familia antes de decirles adiós. Espera a que salga del baño, pone la tele y empieza a cambiar de canales. Junto a él está el cubo con la botella de champán, los bombones con forma de corazón sobre un plato cubierto de un papel calado. Le da un bocado a uno. El interior es de toffee duro, y tiene que masticar más de lo que creía.

Le da vueltas al anillo que Moushumi le ha puesto después de cortar la tarta, idéntico al que él le ha puesto a ella. Gógol le propuso matrimonio el día de su cumpleaños, y para la ocasión le regaló una sortija con un brillante, además del sombrero que le había comprado después de su segunda cita. Lo hizo todo a lo grande. Con la excusa del cumpleaños, la llevó a un hotelito de montaña a pasar el fin de semana, en un pueblo a la orilla del Hudson. Era la primera vez que salían de la ciudad, exceptuando las visitas a sus padres a Nueva Jersey o a Pemberton Road. Era primavera, y la temporada para el sombrero de terciopelo ya había pasado. A ella le impresionó mucho que Gógol se hubiera acordado, después de tanto tiempo.

—Me parece increíble que en la sombrerería todavía lo tuvieran.

Él no le confesó cuándo lo había comprado. Se lo regaló en el comedor, después de que les sirvieran el Chateaubriand. Cuando Moushumi se lo puso, algunos otros comensales se volvieron para admirarla. Después dejó la sombrerera debajo de la silla, sin percatarse de la cajita que había escondida entre el papel del envoltorio.

—Hay algo más ahí dentro —se vio obligado a decir Gógol.

Visto con la distancia, cree que a Moushumi la sorprendió más el sombrero que su proposición de boda. Porque aquél era algo realmente inesperado, mientras que ésta cabía dentro de lo previsible; desde el principio, las dos familias lo dieron por hecho sin dudarlo un momento, y ellos no tardaron en asumirlo también, que si se caían bien, el noviazgo no duraría mucho y acabarían casándose.

—Sí —respondió ella al levantar la vista de la sombrerera, con una sonrisa de oreja a oreja, sin que a él le hubiera dado tiempo siquiera a preguntarle nada.

Ahora sale de la ducha envuelta en el inmaculado albornoz del hotel. Se ha desmaquillado y se ha quitado las joyas. Se ha lavado la cabeza para quitarse el bermellón con la que se había pintado la raíz del pelo al final de la ceremonia. Ya no lleva los zapatos de tacón que se puso cuando terminó la ceremonia religiosa, y que la hicieron sobresalir en medio de casi todo el mundo. Así es como a él sigue gustándole más, sin adornos, consciente de que con ese aspecto no se muestra a nadie más que a él. Se sienta al borde de la cama, se extiende una crema azul en las pantorrillas y en los pies. En una ocasión ella le había dado un masaje en los suyos con aquella misma crema, el día que cruzaron a pie el puente de Brooklyn y se les quedaron agarrotados y fríos. Luego se tiende apoyando la cabeza en las almohadas, y la mira, y le alarga una mano. Bajo el albornoz, Gógol espera encontrarse con sofisticadas prendas de lencería; en Nueva York, en un rincón del dormitorio, había entrevisto el montón de ropa interior que le habían regalado para la noche de bodas. Pero no. Está desnuda, la piel muy perfumada con algún aroma a fruta silvestre. Le besa el vello de los brazos, la prominente clavícula que, en una ocasión, ella le había confesado que era la parte de su cuerpo que más le gustaba. A pesar de su agotamiento, hacen el amor. El pelo húmedo y liso de ella le azota suavemente la cara, los pétalos de las flores se les pegan a los hombros, a los codos, a las pantorrillas. Gógol aspira el perfume de su piel, sin asumir que ya son marido y mujer. ¿Cuándo acabará de creérselo? Ni siquiera ahora se siente totalmente a solas con ella, y no le abandona el temor a que en cualquier momento alguien llame a la puerta y les diga cómo tienen que actuar. Y aunque la desea tanto como siempre, siente alivio al terminar, cuando se quedan desnudos, el uno junto al otro, y sabe que ya no se espera nada más de ellos, que por fin pueden relajarse.

Después abren el champán, se sientan en la cama y se ponen a revisar una bolsa llena de tarjetas de felicitación que esconden cheques al portador, regalo de los cientos de amigos de sus padres. Moushumi no ha querido hacer lista de bodas esta vez. La excusa que le había dado a Gógol era que no tenía tiempo, pero él sospechaba que no se veía capaz de enfrentarse a todo aquello de nuevo. A él no le importa en absoluto, prefiere no tener el apartamento lleno de montones de floreros de cristal, de fuentes, de cazuelas y sartenes a juego. Como no tienen calculadora, van sumando las cantidades en vanos papeles de carta con membrete del hotel. Casi todos los han extendido al Sr. y la Sra. Nikhil y Moushumi Ganguli. Hay unos pocos que prescinden del tratamiento. Los importes son de ciento un dólares, doscientos un dólares, alguna vez de trescientos un dólares, porque los bengalíes consideran que trae mala suerte regalar números redondos. Gógol va sumando los subtotales al final de cada página.

—Siete mil treinta y cinco dólares —anuncia al fin.

—No está mal, señor Ganguli.

—Yo diría que hemos arrasado, señora Ganguli.

Aunque en realidad ella no se ha convertido en la señora Ganguli, porque ha decidido mantener su apellido de soltera. Ni siquiera añade el Ganguli al Mazoomdar mediante un guión, porque opina que su apellido paterno ya es lo bastante largo, y que, si lo hiciera, no le cabría el nombre en las ventanillas de los sobres. Además, ya ha empezado a publicar con su nombre en varias revistas académicas de prestigio, artículos sobre teoría del feminismo francés con sesudas notas a pie de página. Cuando Gógol ha intentado leer alguno, no sabe por qué siempre ha acabado haciéndose cortes en los dedos con los bordes de las hojas. Aunque no se lo ha admitido a ella, el día en que rellenaron la solicitud del libro de familia, Gógol fue con la esperanza de que ella cambiara de opinión, aunque sólo fuera como tributo al recuerdo de su padre. Pero la verdad es que a ella el cambio de apellido nunca se le había pasado por la cabeza. Cuando, con el tiempo, van llegando cartas de parientes de la India dirigidas a la Sra. Moushumi Ganguli, ella niega con la cabeza y suspira.

Con el dinero de la boda, dan una paga inicial para un apartamento de un dormitorio entre las calles Veinte y Treinta, junto a la Tercera Avenida. Es algo más caro de lo que inicialmente habían pensado, pero quedan seducidos por el toldo granate de la entrada, por el portero que trabaja media jornada, por el vestíbulo cubierto de azulejos color calabaza. El apartamento en sí es pequeño pero lujoso, con librerías de caoba que llegan hasta el techo y suelos de madera oscura, brillante. Hay un salón con claraboya, una cocina con caros electrodomésticos de acero inoxidable, un baño con suelo y paredes de mármol. Junto al dormitorio se abre una pequeña galería, y en una de sus esquinas Moushumi instala el escritorio, el ordenador, la impresora, el archivador. Están en una última planta, y si se asoman a la ventana del baño y miran hacia la izquierda, ven el Empire State. Durante varios fines de semana van a Ikea en el autobús especial y así decoran la casa: lámparas de imitación de Noguchi, un sofá negro en rinconera, kilims y alfombras griegas, una cama baja de madera clara. Tanto los padres de Moushumi como Ashima quedan impresionados y desconcertados a partes iguales cuando van a visitarlo. ¿No es un poco pequeño, ahora que están casados? Pero ellos de momento no piensan en tener hijos, no hasta que ella termine la tesis, por lo menos. Los sábados van juntos a hacer la compra en el mercadillo al aire libre de Union Square, con sus capachos de lona al hombro. Adquieren productos que no saben exactamente cómo preparar, puerros y habas frescas, y unos helechos comestibles, y buscan recetas en los libros de cocina que les han regalado para la boda. Alguna vez, mientras preparan esos platos, se activa la alarma contra incendios, que es extremadamente sensible, y tienen que apagarla con el palo de la escoba.

Esporádicamente reciben a gente en casa. El tipo de fiestas que organizan no tiene nada que ver con las de sus padres. Preparan Martinis en una coctelera de acero inoxidable, invitan a los colegas arquitectos de Gógol o a compañeros de doctorado de Moushumi. Ponen discos de bossa nova y sirven pan con quesos y salami. Gógol transfiere el dinero de su cuenta a la de ella, que se convierte en la conjunta, y reciben unos cheques de color verde claro con ambos nombres impresos en el margen superior derecho. La contraseña que escogen para el cajero automático, Lulu, es el nombre del restaurante francés en el que cenaron juntos por primera vez. Casi siempre cenan en la barra de la cocina, o en la mesa baja del salón, frente al televisor. Sólo de tarde en tarde preparan comida india. Lo normal es que coman pasta, pescado hervido o algún plato que compran hecho en el restaurante tailandés que hay en la esquina. Pero a veces, los domingos, cuando añoran el sabor con el que los dos se han criado, cogen el tren hasta Queens y se van a Jackson Diner, y se llenan los platos de pollo tandori, pakoras y kabobs, y después compran arroz basmati y las especias que les hagan falta. O se acercan hasta alguna de las teterías a pie de calle y se toman un té con crema de leche en vasos de papel, y le piden a la camarera, en bengalí, que les sirva cuencos de yogur azucarado y haleem. Gógol la llama por teléfono todas las tardes, antes de salir del trabajo, para informarle de que va para casa y para preguntarle si hace falta que compre algo, una barra de pan, una lechuga. Después de la cena ven la tele, mientras Moushumi escribe unas líneas a todos los amigos de sus padres, agradeciéndoles los cheques, para los que necesitaron veinte sobres el día que fueron a ingresarlos. Ésas son las cosas que le hacen sentirse casado. Por lo demás, es igual que antes, aunque ahora están siempre juntos. Por la noche, ella duerme a su lado, y él le pasa el brazo por el vientre. Por la mañana, siempre se despierta con la almohada apoyada en su cabeza.

En algunas ocasiones, en el apartamento, Gógol encuentra algún resto de la vida de su mujer anterior a su aparición, de su vida con Graham: la dedicatoria de los dos en un libro de poemas, una postal de la Provenza guardada dentro de un diccionario y enviada al apartamento que habían compartido en secreto. Una vez, incapaz de controlarse, fue hasta aquella dirección al salir del trabajo al mediodía, preguntándose cómo era su vida en aquella época. Se la imaginó caminando por la acera, con las bolsas del supermercado de la esquina, enamorada de otro hombre. No es exactamente que se sienta celoso de su pasado, es que a veces no sabe si para ella él representa cierta forma de derrota, de capitulación. No siempre se siente así, sólo a veces, las suficientes para molestarlo, para enredar sus pensamientos como telas de araña. Pero en esos casos, cuando está en casa, mira a su alrededor, al apartamento, y se recuerda la vida en común que han iniciado y que comparten. Mira la foto de su boda, en la que aparecen con guirnaldas de flores en el cuello. Está puesta en un elegante marco de piel marrón, sobre la tele. Entra en el dormitorio, donde ella está trabajando, le da un beso en el hombro, la arrastra a la cama. Pero en el armario que ahora comparten hay una bolsa de ropa con un vestido blanco dentro, y él sabe que es el que Moushumi se habría puesto un mes después de la ceremonia india planeada para ella y Graham, una segunda celebración ante un juez de paz que iba a celebrarse en casa del padre de Graham, en Pensilvania. Ella misma se lo contó. La bolsa tiene un recuadro transparente y a través de él se ve un trozo de vestido. Una vez llegó a abrir la cremallera, intuyó algo sin mangas, largo hasta las rodillas, con el cuello liso, redondo, parecido a un uniforme de tenista. Un día le pregunta por qué lo conserva.

—Ah, eso. Siempre pienso que tengo que teñirlo.

En marzo se van a París. A Moushumi la han invitado a dar una conferencia en la Sorbona, y deciden convertir la estancia en unas vacaciones. Gógol se toma una semana libre en el trabajo. En vez de quedarse en un hotel, lo hacen en un apartamento en la zona de la Bastilla, propiedad de un amigo de Moushumi, Emanuel, periodista que casualmente está pasando unos días en Grecia. El apartamento es minúsculo, sin apenas calefacción, y está situado en una sexta planta sin ascensor. El baño es del tamaño de una cabina telefónica. La cama es elevada y está a poquísimos centímetros del techo, por lo que hacer el amor se convierte en una actividad de riesgo. La cocina de dos quemadores está ocupada casi en su totalidad por una cafetera. Además de dos sillas y una mesa de comedor, no hay más sitio donde sentarse. Hace un tiempo desapacible, sombrío, el cielo está blanco, el sol no hace acto de presencia en ningún momento. Ése es el clima típico de París, le informa Moushumi. Él se siente invisible. En la calle, los hombres miran a su mujer constante y descaradamente, a pesar de que él va siempre a su lado.

Es su primera visita a Europa. La primera vez que ve con sus propios ojos las obras arquitectónicas que ha estudiado durante tantos años, que ha admirado sólo en las páginas de los libros y en diapositivas. No sabe por qué, pero la presencia de Moushumi es más un obstáculo que un acicate para sus exploraciones arquitectónicas. Se siente culpable. Aunque un día van de excursión a Chartres y otro a Versalles, tiene la sensación de que ella se lo pasaría mejor yendo a tomar un café con sus amigos parisinos, asistiendo a otras conferencias, comiendo en sus bistrós favoritos, comprando en las tiendas que frecuentaba. Desde el primer momento, se siente inútil. Ella es la que toma todas las decisiones, la que habla con los demás. Él no abre la boca en las braserías a las que van a comer; ni en las tiendas en las que descubre preciosos cinturones, corbatas, plumas, papeles de carta; ni en el Musée d’Orsay, donde pasan una tarde lluviosa. Y la abre mucho menos cuando salen a cenar con grupos de amigos de ella, cenas en las que se bebe Pernod y se come cuscús o col fermentada, en las que se fuma y se discute en torno a mesas cubiertas con manteles de papel. Él se esfuerza por entender el tema de conversación: el euro, Monica Lewinsky, el «Efecto 2000», pero todo lo demás es borroso, incomprensible, enterrado entre ruido de platos, ecos y risas. Los observa reflejados en los enormes espejos de marco dorado que cuelgan en las paredes, con las cabezas morenas muy juntas.

Una parte de él sabe que estar en París con una persona que conoce tan bien la ciudad es un privilegio, pero su otra parte quiere ser, simplemente, un turista más, construir frases muy básicas con su pequeño diccionario, ir a visitar los monumentos de su lista, perderse. Una noche, camino del apartamento, le confiesa su deseo a Moushumi.

—¿Y por qué no me habías dicho nada?

A la mañana siguiente, ella le explica cómo llegar a la estación de metro, le dice que tiene que sacarse una foto en un fotomatón y adquirir la Carte Orange. Así, Gógol se va de visita turística, solo, mientras su mujer acude a alguna charla, o se queda en el apartamento dando los últimos retoques a su conferencia. Su única compañía es el Plan de París, una pequeña guía roja en la que figuran los arrondissements, con un mapa doblado en la parte posterior. En la última página, Moushumi le escribe unas frases de supervivencia, por si acaso: Je voudrais un café, s’il vous plaît; Ou sont les toilettes?, y, cuando ya está saliendo por la puerta, le advierte de que no pida café crème si no es por la mañana. Los franceses no lo hacen nunca, añade.

Aunque para variar hace sol, el día ha amanecido muy frío, y el aire le hiela las orejas. Se acuerda de la primera vez que fue a comer con Moushumi, de la tarde en que ella lo llevó a aquella sombrerería. Se acuerda de que los dos gritaban a la vez cuando el viento les golpeaba la cara y no se conocían lo bastante para abrazarse y darse calor. Ahora se acerca a la esquina y piensa que quiere otro croissant de la panadería donde Moushumi y él van todos los días a comprar el desayuno. Ve a una pareja joven en un tramo de acera en el que toca el sol. Ahí, de pie, se están intercambiando trocitos de pastel. De pronto, siente el impulso de volver sobre sus pasos, de subir hasta el apartamento, de olvidarse de la visita turística, de abrazar a Moushumi. Quiere quedarse en la cama con ella el día entero, como al principio, cuando se saltaban las comidas y salían a pasear a horas intempestivas, desesperados en busca de algo que llevarse a la boca. Pero ella tiene que dar la conferencia el fin de semana, y sabe que no la convencerá para que deje de repasarla en voz alta, cronometrando su duración, haciendo pequeñas marcas en los márgenes. Consulta el mapa y se pasa los días siguientes siguiendo las rutas que ella le ha señalado con lápiz. Camina sin descanso por los famosos bulevares, callejea por el Marais, llega, tras muchas vueltas, al Museo Picasso. Se sienta en un banco y hace un boceto de los edificios de la Place des Vosges, recorre los senderos solitarios de los Jardines de Luxemburgo. Se pasa horas paseando por los alrededores de la Académie des Beaux-Arts, entra en las tiendas en las que venden grabados antiguos y finalmente se decide por un dibujo del Hotel de Lauzun. Fotografía las aceras estrechas, las oscuras calles empedradas, las buhardillas, los edificios antiguos y destartalados de piedra clara. Todo le parece extraordinariamente hermoso, y al mismo tiempo le deprime pensar que nada de todo eso sea nuevo para Moushumi, que ella ya lo haya visto cientos de veces. Ahora entiende que se quedara en París el tiempo que se quedó, lejos de su familia, lejos de todos sus conocidos. Sus amigos franceses la adoran. Los camareros y los dependientes de las tiendas la adoran. Encaja a la perfección en todo eso, y a la vez no deja de ser ligeramente novedosa. Moushumi se había reinventado sin temores, sin culpabilidades. La admira, incluso la envidia un poco, por haberse trasladado a otro país y haber vivido una vida aparte. Se da cuenta de que eso fue lo que sus padres hicieron en Estados Unidos. Lo que él, con toda probabilidad, no hará nunca.

El último día de su estancia, por la mañana, se dedica a comprar regalos para sus suegros, para su madre y para Sonia. Es el día en que Moushumi da la conferencia. Él se ha ofrecido a acompañarla, a sentarse entre el público y a oírla hablar. Pero ella le ha dicho que sería una tontería, que por qué iba a pasar la mañana en una sala llena de gente que hablaba una lengua que no entendía, cuando había tantas cosas en la ciudad que aún no había visto. Así que, tras comprar los regalos, se va él solo al Louvre, destino que ha ido posponiendo hasta ese momento. Por la noche, se encuentran en un café del Barrio Latino. Ella ya lo está esperando en una terraza cubierta, con los labios pintados de granate y una copa de vino en la mano.

Gógol se sienta y pide un café.

—¿Cómo te ha ido?

Ella enciende un cigarrillo.

—Bien. Bueno, en todo caso ya se ha terminado.

De todos modos, parece más triste que liberada, y mantiene la vista fija en la mesa redonda que los separa, de mármol y con vetas azuladas, como las de un queso.

Normalmente Moushumi quiere conocer sus itinerarios con pelos y señales, pero hoy se quedan en silencio, viendo pasar a la gente. Gógol le enseña las cosas que ha comprado, una corbata para su suegro, jabones para las madres, una camisa para Samrat, una bufanda de seda para Sonia, cuadernos de bocetos para él, frascos de tinta, una pluma. Ella admira los dibujos que ha hecho. En ese café ya han estado antes, y siente la ligera nostalgia que invade a la gente cuando una estancia prolongada en una tierra extraña toca a su fin. Piensa en los detalles que pronto se difuminarán en su mente: el camarero taciturno que les ha servido las dos veces, la vista de las tiendas que hay al otro lado de la calle, las sillas de anea verdes y amarillas.

—¿Te da pena que tengamos que irnos? —le pregunta, revolviendo el café, antes de bebérselo de un trago.

—Un poco. Supongo que una parte de mí desearía no haberse ido nunca de París.

Él se inclina sobre la mesa, le coge las manos.

—Pero entonces no nos habríamos conocido —le dice, en un tono que denota más seguridad de la que siente.

—Es verdad —reconoce—. Bueno. Tal vez nos vengamos a vivir aquí algún día.

—Sí, tal vez.

Moushumi está muy guapa, así, cansada, con la última luz del día concentrada en su rostro, iluminada con un resplandor ámbar y rosado. Gógol observa las volutas de humo que ascienden, que se alejan de ella. Así es como quiere recordar París. Saca la cámara y le encuadra el rostro.

—Nikhil, por favor, no —le dice entre risas, negando con la cabeza—. Pero si estoy horrorosa.

Se tapa la cara con la mano. Él no le hace caso.

—Venga, Mo. Pero si estás guapísima. Estás genial.

Pero ella se niega a complacerlo, y aparta la silla arrastrándola sobre la acera. No quiere que la confundan con una turista en esta ciudad, dice.

Sábado por la noche, en mayo. Cena en Brooklyn. Doce personas están reunidas en torno a una mesa larga, rayada, fumando y bebiendo vino del Chianti en vasos, sentados en varios bancos de madera. La sala está oscura, iluminada sólo por una lámpara metálica de techo que cuelga de un cable largo y que proyecta una única mancha de luz sobre el centro. En el viejo equipo de música que hay en el suelo suena una ópera. Los comensales se van pasando un porro. Gógol da una calada, pero mientras aguanta la respiración, ahí sentado, ya empieza a lamentarlo; tiene tanta hambre que sólo le falta eso. Aunque ya son casi las diez, la cena todavía no se ha servido. Aparte del chianti, lo único que ha aparecido en la mesa hasta el momento ha sido una hogaza de pan y un cuenco pequeño de olivas. La mesa está salpicada de migas y de huesos puntiagudos color violeta. El pan, que parece un cojín duro y polvoriento, está lleno de ojos del tamaño de ciruelas y tiene una costra que a Gógol le hace daño en el paladar.

Están en casa de Astrid y Donald, amigos de Moushumi. Se trata de un edificio antiguo en proceso de restauración. Astrid y Donald están esperando su primer hijo, y en trámites de extender sus dominios desde la única planta que ocupan ahora hasta las tres superiores. Del techo cuelgan planchas de plástico que crean pasillos transparentes, provisionales. A sus espaldas, falta un tabique. A pesar de la hora, siguen llegando invitados. Entran quejándose del frío que sigue haciendo a estas alturas de la primavera, del viento punzante y desagradable que, fuera, dobla las copas de los árboles. Se quitan los abrigos, se presentan y se sirven vino. Si es la primera vez que visitan la casa, acaban levantándose de la mesa y suben al piso de arriba, a admirar las puertas con molduras, los techos originales de latón, el inmenso espacio que acabará siendo la habitación del niño, la deslumbrante vista de Manhattan que hay desde el último piso.

Gógol ya ha estado otras veces en esa casa, demasiadas para su gusto. Moushumi es amiga de Astrid desde que estudiaban juntas en Brown. La primera vez que los vio fue el día de su boda, o al menos eso es lo que dice Moushumi, porque él no lo recuerda. Cuando empezaron a salir, aquel primer año, Astrid y Donald estaban viviendo en Roma, con una beca Guggenheim que le habían dado a ella. Pero después volvieron a instalarse en Nueva York, donde Astrid ha empezado a dar clases de teoría cinematográfica en la New School. Donald es un pintor de algún talento, y se dedica a crear naturalezas muertas con un único objeto, siempre sacado de la vida cotidiana; un huevo, una taza, un peine, puestos sobre fondos de colores vivos. En el dormitorio de Gógol y Moushumi hay colgado un cuadro de Donald que representa un carrete de hilo, su regalo de bodas. Donald y Astrid forman una pareja confiada y tranquila, modelo, sospecha Gógol, de lo que a Moushumi le gustaría que fuera su vida en común. Se mantienen en contacto con la gente, organizan cenas, entregan trocitos de sí mismos a sus amigos. Son defensores apasionados de su estilo de vida, y dan a Gógol y a Moushumi consejos constantes e incuestionables sobre aspectos cotidianos de la vida. Tienen fe ciega en una determinada panadería de Sullivan Street, en una determinada carnicería de Mott, son fieles a un cierta forma de preparar el café, a cierto diseñador florentino de ropa de cama. Su manera de sentar cátedra saca a Gógol de sus casillas. Pero Moushumi sigue sus consejos. Con frecuencia se desvía bastante de su ruta habitual, y de su presupuesto, para comprar el pan en su panadería o la carne a su carnicería.

Esta noche reconoce a varias caras conocidas: Edith y Colin, que dan clases de sociología en Princeton y Yale, respectivamente, y Louise y Blake, ambos aspirantes a obtener el doctorado en la Universidad de Nueva York, como Moushumi. Oliver es editor de una revista de arte y su mujer, Sally, chef de repostería. Los demás son amigos de Donald, pintores, poetas, realizadores de documentales. Todos están casados. Incluso a esas alturas, un hecho tan evidente, tan normal, sigue sorprendiéndolo. ¡Todos están casados! Pero ahora ésa es su vida, y a veces los fines de semana resultan más fatigosos que la semana en sí, una sucesión interminable de cenas, con baile y drogas, para que no olviden que siguen siendo jóvenes, seguidas de brunches dominicales con sus montones de Bloody Marys y sus huevos de abultado precio.

Forman un grupo inteligente, atractivo y bien vestido. Y algo endogámico. Casi todos se conocen de su época de Brown, y Gógol no puede evitar pensar que la mitad de los que están hoy reunidos se han acostado entre sí. La conversación gira en torno a los mismos temas académicos de siempre, que lo excluyen, variaciones del mismo tema, comentarios sobre conferencias, descripciones de empleos, quejas sobre alumnos desagradecidos, fechas límite para presentación de proyectos de tesis. En la cabecera de la mesa, una pelirroja de pelo corto y gafas felinas habla de una obra de Brecht en la que participó en San Francisco y en la que actuaba totalmente desnuda. En el otro extremo, Sally está dando los últimos retoques a un postre que ha traído: con gran concentración, monta capas de algo y las cubre de un merengue blanco, brillante, que sube como una densa llamarada. Astrid está enseñando a unos invitados varias muestras de pintura que ha alineado como si fueran cartas del tarot, variaciones del verde manzana con el que están pensando en pintar la pared frontal de la entrada. Las gafas que lleva podrían haber pertenecido a Malcolm X. Observa con precisión las muestras de pintura y, aunque pide el consejo de sus invitados, ya ha decidido qué tonalidad concreta va a escoger. Sentada a la izquierda de Gógol, Edith justifica su negativa a comer pan. «Si no tomo trigo, mis niveles de energía aumentan notablemente».

Gógol no tiene nada que decirle a esa gente. No le importan nada sus temas de conversación, sus restricciones dietéticas, el color de sus paredes. Al principio, aquellas reuniones no lo torturaban tanto. Sí, Moushumi le presentó a sus amigos, pero ellos pasaban la noche cogidos de la mano, y sus conversaciones no eran más que notas a pie de página de las que ellos dos mantenían. Una vez, en casa de Sally y Oliver, se habían escapado un momento y habían hecho el amor con urgencia en el vestidor de su anfitriona, rodeados de pilas de suéteres. Sabe que esa especie de aislamiento pasional no puede durar eternamente. Aun así, la devoción que siente Moushumi por ese grupo no deja de desconcertarlo. Ahora la mira. Está encendiendo un Dunhill. Al principio, que fumara no le había molestado. Le gustaba que, después de hacer el amor, ella se volviera y encendiera una cerilla. Él se quedaba a su lado y le oía aspirar en silencio, y se dedicaba a observar el humo que se elevaba sobre sus cabezas. Pero ahora, el olor rancio que lleva siempre pegado al pelo y a la punta de los dedos, y que impregna el dormitorio en el que tiene el ordenador, empieza a desagradarle, y de vez en cuando le asalta la visión fugaz de sí mismo trágicamente abandonado como consecuencia de su leve pero persistente adicción. Un día le confiesa sus temores y ella se echa a reír.

—Nikhil, por favor. No lo dirás en serio.

Ahora también está riéndose, y le da la razón a Blake, que le cuenta algo. Parece estar bastante más animada que últimamente. Se fija en su pelo liso, suave, que, como hace tiempo que no se corta, se le está empezando a abrir por las puntas. En las gafas, que no hacen más que acentuar su belleza. En su boca pequeña, pálida. Sabe que contar con la aprobación de esas personas significa algo para ella, aunque no sepa qué es exactamente. Y sin embargo, por bien que lo pase cuando van a visitar a Astrid y a Donald, últimamente Gógol ha detectado que después se queda como triste, como si verlos sólo le sirviera para constatar que nunca podrían estar a la altura de ellos. Tras la última cena a la que los habían invitado, nada más llegar a casa empezó a pelearse con él por lo ruidosa que era la Tercera Avenida, por las puertas de corredera de los armarios, que siempre se salían de los raíles, por el zumbido ensordecedor del extractor que había instalado en el cuarto del baño. Él se dice a sí mismo que es por culpa del estrés; está estudiando mucho, tiene las exposiciones orales pronto y se pasa los días metida en la biblioteca hasta las nueve de la noche. Se acuerda de cómo estaba él antes de su examen para colegiarse, que aprobó tras dos suspensos. Recuerda el aislamiento constante que requería, los días enteros sin hablar con nadie, y por eso no le dice nada. Esta noche tenía la esperanza de que Moushumi pusiera las exposiciones orales como excusa para declinar la invitación de Astrid y Donald. Pero a estas alturas ya ha aprendido que, cuando se trata de sus amigos, nunca hay motivos para decir que no.

Fue a través de ellos como Moushumi conoció a su anterior novio, Graham; Donald había ido al instituto con él, y fue él quien le dio su número de teléfono cuando ella se trasladó a París. A Gógol no le gusta la idea de que la conexión con Graham se mantenga a través de Astrid y Donald, el hecho de que a través de ellos Moushumi se haya enterado de que ahora Graham vive en Toronto, está casado y es padre de gemelos. Cuando salían juntos, formaban un cuarteto inseparable con Donald y Astrid. Alquilaban casas de campo en Vermont o en los Hamptons. Ahora intentan incorporar a Gógol al mismo tipo de planes. Este verano, por ejemplo, están pensando en alquilar una casa en la costa de Bretaña. Aunque han acogido a Gógol con mucho cariño, él a veces tiene la sensación de que piensan que Moushumi sigue saliendo con su ex novio. Una vez, incluso, Astrid se equivocó y lo llamó Graham. Nadie se dio cuenta menos él. Todos estaban un poco borrachos, era ya hacia el final de una noche parecida a ésta, pero estaba seguro de haber oído bien. «Mo, ¿por qué no os lleváis Graham y tú este lomo de cerdo a casa? —dijo mientras retiraba los platos de la mesa—. Va genial para hacer bocadillos».

En este momento, todos los invitados hablan de lo mismo: el nombre del futuro bebé.

—Queremos ponerle un nombre único —dice Astrid.

Gógol ha constatado últimamente que, desde que habitan en ese mundo de parejas, las charlas en las cenas giran en torno a los nombres de los niños. Y si en la reunión hay alguna mujer embarazada, entonces ya no hay manera de evitar el tema.

—A mí siempre me han gustado los nombres de los papas —comenta Blake.

—¿Como Juan y Pablo, quieres decir? —pregunta Louise.

—No, más bien Clemente, Inocencio, nombres así.

Alguien sale con alguna ocurrencia absurda, como Jet o Tipper, que suscitan el rechazo general. Hay quien asegura haber conocido a una chica llamada Anna Grama. «¿Lo pilláis? ¡Anagrama!», y todo el mundo se ríe.

Moushumi opina que un nombre como el suyo es una maldición, se queja de que nadie lo pronuncia bien, de que sus compañeros de colegio la llamaban «Muusuumi», y que para abreviar decían «Mus».

—No soportaba ser la única Moushumi que conocía.

—Pues mira, a mí me habría encantado —le dice Oliver.

Gógol se sirve otro vaso de Chianti. No le gusta en absoluto intervenir en esas conversaciones, ni escucharlas. Por la mesa circulan varios libros de nombres: Encontrar el nombre perfecto, Nombres alternativos para tu bebé, Guía de nombres para padres inútiles. Hay uno que se titula Qué nombre no ponerle a tu bebé. Hay páginas dobladas, algunas tienen asteriscos o marcas en los márgenes. Un comensal sugiere «Zacarías». Pero alguien dice que tuvo un perro que se llamaba así. Todo el mundo quiere buscar su nombre para saber qué significa. Todo el mundo se alegra o se decepciona al descubrirlo. Ni Gógol ni Moushumi figuran en esos libros, y por primera vez en toda la noche recupera un vestigio del curioso vínculo que los unió en un primer momento. Se acerca hasta ella y le coge de la mano, que tiene apoyada en la mesa. Moushumi se vuelve.

—Hola —dice ella, sonriéndole. Le apoya un momento la cabeza en el hombro y Gógol se da cuenta de que está borracha.

—¿Qué quiere decir Moushumi? —le pregunta Oliver, que está sentado delante.

—Es el nombre de una brisa húmeda que sopla del suroeste —responde ella, negando con la cabeza y poniendo los ojos en blanco.

—¿Como la que hay fuera hoy, más o menos?

—Siempre he sabido que eras una fuerza de la naturaleza —se ríe Astrid.

Gógol se vuelve para mirarla.

—¿En serio? —Se da cuenta de que es algo que nunca se le ha ocurrido preguntarle, algo que no sabía—. No me lo habías dicho.

Moushumi mueve la cabeza, confundida.

—¿Ah, no?

Se siente molesto, aunque no está seguro de por qué. De todos modos, no es momento para pensar en esas cosas. Se levanta y va al baño. Cuando sale, en vez de regresar al comedor, sube al piso de arriba a ver cómo van las obras. Se detiene junto a los marcos de las puertas, ve las habitaciones desnudas, blancas, algunas con escaleras abiertas en medio. Otras están llenas de cajas amontonadas. Se fija en unos planos que hay en el suelo. Recuerda que una vez, cuando empezaba a salir con Moushumi, se pasaron toda una tarde en un bar dibujando bocetos de su casa ideal. Él quería algo moderno, lleno de cristal y de luz, pero ella prefería un edificio de piedra como aquél. Al final, acabaron diseñando algo inverosímil, una casa de pueblo de cemento poroso y con la fachada de vidrio. Aquello fue antes de que se acostaran juntos por primera vez, y recuerda la vergüenza que les había dado a los dos decidir dónde estaría el dormitorio.

Acaba el recorrido en la cocina, donde Donald apenas ha empezado a preparar los spaguetti alle vongole. Se trata de una cocina antigua, que formaba parte de uno de los estudios alquilados, y que usan hasta que la nueva esté lista. El suelo de linóleo y los muebles alineados en una sola pared le recuerdan su apartamento de Amsterdam Avenue. La olla vacía, de reluciente acero inoxidable, es tan grande que ocupa dos fogones. En un cuenco hay unas hojas de lechuga cubiertas de papel de cocina húmedo. En el fregadero, en remojo, hay una montaña de almejas minúsculas, de un verde muy pálido.

Donald es alto, lleva vaqueros, chancletas y una camisa color pimentón con las mangas subidas hasta los codos. Es atractivo, de rasgos patricios, y tiene el pelo castaño claro, peinado hacia atrás, ligeramente graso. Va con un delantal, y está separando las hojas de un ramillete de perejil muy grande.

—Eh, hola —le dice Gógol—. ¿Necesitas ayuda?

—Nikhil, bienvenido. —Le alarga el perejil—. Sí, échame una mano.

Gógol agradece tener algo que hacer, estar ocupado en algo productivo, aunque sea haciendo el papel de pinche de Donald.

—Bueno, ¿y cómo van las obras?

—Ni me lo preguntes. Acabamos de despedir al contratista. A este ritmo, el niño ya se habrá ido de casa cuando esté acabado su cuarto.

Gógol observa a Donald, que empieza a escurrir las almejas, a frotar las conchas con algo parecido a un cepillo de uñas, y luego las va echando una a una en la olla. Gógol mira en su interior y ve el vongole, las conchas uniformemente abiertas en el caldo que hierve a borbotones.

—¿Y qué? ¿Cuándo os venís a vivir a esta zona? —le pregunta Donald.

Gógol se encoge de hombros. No tiene ningún interés en trasladarse a Brooklyn, y menos aún tan cerca de Donald y Astrid.

—La verdad es que no me lo he planteado. Yo prefiero Manhattan, y Moushumi también.

Donald niega con la cabeza.

—Te equivocas. A Moushumi le encanta Brooklyn. Si casi tuvimos que echarla de aquí después de todo lo de Graham.

La mención de ese nombre le pone en alerta, le deprime, como siempre.

—¿Se quedó aquí, con vosotros?

—Ahí mismo, junto al recibidor. Estuvo un par de meses. Estaba fatal. Nunca había visto a nadie tan destrozado.

Gógol asiente con la cabeza. Es otra de las cosas que no le ha contado nunca. No sabe por qué. De repente le desagrada esa casa, consciente de que fue ahí, en compañía de Donald y Astrid, donde Moushumi pasó sus horas más negras. Que fue ahí donde lloró la pérdida de otro hombre.

—Pero tú eres mucho mejor para ella —concluye Donald.

Gógol alza la vista, sorprendido.

—No me interpretes mal, Graham es un tío genial. Pero no sé, se parecían demasiado, eran demasiado intensos cuando estaban juntos.

A Gógol esa observación no le resulta precisamente tranquilizadora. Termina de separar las últimas hojas de perejil. Donald las coge y las pica muy finas, con mano experta y veloz, apoyando la otra en la parte superior del cuchillo.

De repente, Gógol se siente incompetente.

—Yo nunca he sabido hacer eso —dice.

—Sólo hace falta tener un buen cuchillo —le explica Donald—. Éstos son perfectos.

Gógol sale de la cocina con los platos, los tenedores y los cuchillos. De camino al comedor, se asoma a la habitación que queda junto a la entrada, donde dormía Moushumi. Ahora está vacía, con un trapo en el suelo y unos cables pelados que asoman del centro del techo. Se la imagina en una cama, en un rincón, seria, demacrada, fumando. Una vez abajo, se sienta a su lado y le da un beso en la oreja.

—¿Dónde te habías metido?

—Le estaba haciendo compañía a Donald.

En la mesa, la conversación sobre nombres sigue en pleno apogeo. Colin dice que le gustan los que significan alguna virtud: Paciencia, Fe, Castidad. Dice que una bisabuela suya se llamaba Silencio, algo que los demás se niegan a creer.

—¿Y Prudencia? ¿No es Prudencia una de las virtudes? —pregunta Donald, que baja por la escalera con la bandeja de espaguetis.

Cuando la deja sobre la mesa, se oyen algunos aplausos. Sirve la pasta y va pasando los platos.

—Es que ponerle un nombre a tu hijo es una responsabilidad enorme —insiste Astrid—. ¿Y si no le gusta?

—Bueno, pues que se lo cambie —dice Louise—. Por cierto, ¿os acordáis de John Chapman, de la facultad? Pues me han dicho que ahora es Joanne.

—No, por Dios, yo no me cambiaría nunca el nombre —interviene Edith—. Es el de mi abuela.

—Nikhil se cambió el suyo —suelta Moushumi de pronto, y por primera vez en toda la noche, a excepción de los cantantes de ópera del equipo de música, el comedor se queda en absoluto silencio.

Él se la queda mirando, petrificado. Nunca le ha dicho que no se lo dijera a nadie, es cierto. Sencillamente, ha dado por sentado que no lo haría nunca. Le clava la mirada. Moushumi le sonríe, inconsciente de la gravedad de lo que acaba de hacer. Los demás comensales lo miran, boquiabiertos, sonrientes, confusos.

—¿Cómo que se cambió el nombre? —pregunta Blake tentativamente.

—Que Nikhil no es el nombre que le pusieron al nacer —prosigue ella, asintiendo, con la boca llena, antes de dejar una concha de almeja en la mesa—. Que no era su nombre cuando éramos pequeños.

—¿Y qué nombre te pusieron cuando naciste? —pregunta Astrid, que lo mira con teatral desconfianza, y arquea las cejas para que el efecto sea mayor.

Se queda unos instantes en silencio.

—Gógol —dice al fin.

Desde hace ya bastantes años sólo ha sido Gógol para sus familiares y los amigos de sus familiares. El nombre le suena como siempre, simple, imposible, absurdo. Mientras lo pronuncia, le dedica a Moushumi otra mirada asesina. Pero ella está demasiado ebria para captar su reproche.

—¿Gógol como el de El capote? —pregunta Sally.

—Ahora lo entiendo —dice Oliver—. Nickolái Gógol.

—No puedo creerme que no nos lo hayas dicho nunca, Nick —le reprende Astrid.

—¿Y cómo se les pudo ocurrir a tus padres ponerte un nombre así? —quiere saber Donald.

A Gógol le viene a la mente la historia, tan vivida y tan imprecisa como siempre, que no quiere compartir con ese grupo de gente: el tren descarrilado en plena noche, el brazo de su padre colgando por la ventana, la página arrugada del libro en su mano cerrada. La historia que le contó a Moushumi meses después de que empezaran a salir, del accidente, del día en que su padre se lo contó todo en el coche, frente a la casa de Pemberton Road. Le confesó que, a veces, todavía se sentía culpable por haberse cambiado el nombre, y más desde su muerte. Y ella le dijo que era comprensible, que cualquiera en su lugar habría hecho lo mismo. Pero ahora Moushumi lo ha convertido en un chiste. De pronto se arrepiente de habérselo confiado. Quién sabe; a lo mejor empieza a explicarle a todos los presentes lo del accidente de su padre. A la mañana siguiente, la mitad de ellos ya lo habrán olvidado. Sólo será un dato curioso y nimio sobre él, una anécdota que, tal vez, se contará en alguna otra cena con amigos. Eso es lo que más le afecta.

—Era el escritor favorito de mi padre —se limita a decir, finalmente.

—Bueno, en ese caso podríamos llamar Verdi a nuestro hijo —interviene Donald en tono jocoso, en el momento en que el aria da sus últimos compases y el casete termina con un clic.

—Pues no estás siendo de mucha ayuda, la verdad —le dice Astrid malhumorada, besándolo en la nariz.

Gógol los mira y sabe que todo es comedia, que no son tan impulsivos para hacer algo así, tan ingenuos para meter la pata de esa manera, como hicieron sus padres.

—No os pongáis nerviosos —dice Edith—. El nombre perfecto os llegará a tiempo.

—Eso no existe —declara Gógol.

—¿Que no existe qué? —pregunta Astrid.

—El nombre perfecto. Yo creo que a los seres humanos debería permitírseles escoger su nombre al llegar a la mayoría de edad. Hasta ese momento, pronombres.

Los demás invitados niegan con la cabeza, en desacuerdo. Moushumi le dedica una mirada de desaprobación que él pasa por alto. Sirven la ensalada. La conversación deriva hacia otros derroteros, sigue adelante sin él. Y sin embargo no puede evitar acordarse de una novela que Moushumi tenía junto a la cama, la traducción de una obra francesa en la que a los personajes principales se les llamaba Él y Ella a lo largo de centenares de páginas. La había devorado en cuestión de horas, curiosamente aliviado por el hecho de que nunca se revelaran sus nombres. Era una historia de amor desgraciado. Ojalá su vida fuera tan sencilla.