8

Ha pasado un año desde la muerte de su padre. Sigue viviendo en Nueva York, sigue pagando el alquiler del apartamento de Amsterdam Avenue y sigue trabajando para el mismo estudio. La única diferencia significativa, aparte de la permanente ausencia de su padre, es la ausencia adicional de Maxine. Al principio tuvo paciencia con él, y durante un tiempo él volvió a entrar en su vida. Volvía a casa de sus padres al salir del trabajo, a su mundo, en el que nada había cambiado. En los primeros momentos, Maxine toleraba sus silencios durante la cena, su indiferencia en la cama, su necesidad de hablar con su madre y con Sonia todas las noches, de ir a visitarlas, él solo, los fines de semana. Pero no entendió que la excluyeran del plan de ir en verano a Calcuta a ver a sus parientes y a esparcir las cenizas de su padre en el Ganges. Empezaron a discutir por ese motivo y por otros, hasta el punto de que Maxine reconoció un día que sentía celos de su madre y de su hermana, cosa que a Gógol le pareció tan absurda que no pudo seguir discutiendo más. Y así, a los pocos meses de la muerte de su padre, se alejó para siempre de su vida. Hace poco, se encontró con Gerald y Lydia en una galería de arte, y le dijeron que su hija se había prometido con otro hombre.

Los fines de semana se va en tren a Massachusetts, a la casa donde la fotografía de su padre, la que usaron durante el funeral, está enmarcada y colgada en el descansillo de la planta de arriba. El día del primer aniversario de su muerte, y el de su cumpleaños, fecha que en vida suya jamás celebraron, se ponen frente a la foto, cuelgan una guirnalda de flores rosadas del marco y le pegan un poco de pasta de sándalo en la frente. Más que cualquier otra cosa, lo que atrae a Gógol a su casa una y otra vez es esa foto y un día, al salir del baño camino de la cama y ver el rostro sonriente de su padre, se da cuenta de que eso es lo más parecido a una tumba que tiene.

Ahora sus visitas a casa son distintas. Muchas veces la que cocina es Sonia, que sigue viviendo con su madre y ha vuelto a instalarse en el dormitorio que ha ocupado desde niña. Cuatro días a la semana sale de casa a las cinco y media de la madrugada y coge un autobús y un tren que la llevan al centro de Boston. Trabaja de ayudante de abogado, y está intentando matricularse en alguna Facultad de Derecho de la zona. Es ella la que lleva en coche a su madre a las fiestas, los fines de semana, y a Haymarket los sábados por la mañana. Ashima ha adelgazado y tiene el pelo canoso. A Gógol le duele verle esas raíces blancas, esas muñecas sin pulseras. Por Sonia sabe que se pasa las noches en la cama, sin dormir, viendo la tele con el sonido apagado. Un fin de semana sugiere que vayan a una playa que a su padre le gustaba. En un primer momento su madre está de acuerdo, y la idea parece animarla, pero cuando llega al estacionamiento desprotegido del viento, apenas baja del coche y ya vuelve a subirse, y les dice que prefiere esperar ahí.

Él se está preparando para el examen que ha de permitirle colegiarse, ese lío que dura dos días y que si aprueba le facultará para ejercer por su cuenta, firmar proyectos y diseñar cosas con su propio nombre. Estudia en su apartamento y, de vez en cuando, en alguna de las bibliotecas de Columbia. Se prepara sobre los aspectos más prácticos de su profesión: electricidad, materiales, fuerzas laterales. Se matricula en una clase de repaso enfocada a la preparación del examen. El curso se imparte un par de veces por semana en horario nocturno, y asiste al salir del trabajo. Le gusta esa sensación de pasividad, sentarse en un aula de nuevo a escuchar a un instructor que le dice lo que tiene que hacer. Le recuerda su época de estudiante, época en la que su padre aún vivía. Es una clase con pocos alumnos, y al cabo de poco tiempo varios empiezan a salir de copas. Aunque le invitan a ir con ellos, él siempre les dice que no. Pero una noche, una de las mujeres se le acerca.

—¿Qué excusa tienes hoy? —le pregunta, y como no tiene ninguna, se une al grupo.

La chica se llama Bridget, y en el bar se sienta a su lado. Es muy atractiva, y lleva un corte de pelo que a la mayoría de mujeres le quedaría fatal, casi rapado. Habla despacio, pausadamente. Es del sur, de Nueva Orleans, y trabaja para una empresa pequeña, un equipo formado por un matrimonio que tiene el estudio en Brooklyn Heights. Se pasan un rato hablando de los proyectos que están preparando, de los arquitectos a los que ambos admiran: Gropius, Van der Rohe, Saarinen. Tiene la misma edad que él y está casada. A su marido, que es profesor en una universidad de Boston, lo ve sólo los fines de semana. Al oír eso piensa en su padre, que vivió separado de su mujer los últimos meses de su vida.

—Debe de ser difícil —le dice.

—A veces lo es. Pero en Nueva York sólo tenía plaza de adjunto.

Le cuenta que su marido vive en una casa alquilada en Brooklyn, una gran mansión victoriana por la que paga menos de la mitad de lo que les cuesta su apartamento de un dormitorio en Murray Hill.

Y que ha insistido en poner su nombre en el buzón, y grabar el mensaje de bienvenida del contestador con su voz. Hasta se ha llevado alguna ropa suya para colgarla en el armario, y un lápiz de labios para meterlo en el armario con espejo del baño. Le cuenta que él se entrega a ese tipo de ilusiones, que le consuelan, mientras que a ella sólo le parecen recordatorios de lo que no tiene.

Esa misma noche, comparten un taxi que los lleva al apartamento de Gógol. Bridget pregunta por el baño y cuando sale, ya no lleva el anillo de casada. En la cama, él está muy excitado, porque hace bastante tiempo que no hace el amor con nadie. Y sin embargo, ni se le pasa por la cabeza en ningún momento volver a quedar con ella. El día en que sale con su Guía AIA de Nueva York a explorar Roosevelt Island no se le ocurre invitarla a ir con él. Pero dos veces por semana, en la clase de repaso, le hace ilusión encontrársela. No se han intercambiado sus números de teléfono. El no sabe exactamente dónde vive Bridget. Ella siempre acaba acompañándolo a su apartamento, pero nunca se queda a dormir. A él ese límite le gusta. Nunca ha mantenido una relación en que su compromiso fuera tan pequeño, de la que se esperara tan poco. No sabe, o no quiere saber, el nombre de su marido. Y entonces, un fin de semana, en el tren que le lleva a Massachusetts a ver a su madre y a Sonia, por la otra vía pasa un tren en dirección contraria y él se pregunta si el marido de Bridget irá en él, si estarán a punto de encontrarse. De pronto se imagina la casa en la que ese hombre vive solo, en la que la echa de menos, con el nombre de su esposa infiel en el buzón y el lápiz de labios junto a su espuma de afeitar. Sólo entonces se siente culpable.

De vez en cuando su madre le pregunta si tiene otra novia. Hasta hace poco era un tema que le ponía a la defensiva, pero ahora se preocupa en silencio y parece esperar la noticia con ilusión. Incluso quiere saber si no podría arreglar las cosas con Maxine. Cuando él le señala que a ella Maxine no le caía bien, su madre responde que eso no es lo que importa, que lo que importa es que él haga su vida. Durante esas conversaciones, hace esfuerzos por mantener la calma, para no acusarla de entrometida, como habría hecho antes. Cuando le dice a su madre que ni siquiera tiene treinta años, ella le dice que a esa edad ella ya llevaba diez años casada. Aunque no se lo diga, Gógol sabe que la muerte de su padre ha acelerado ciertas expectativas, que su madre quiere que siente cabeza. Ser soltero no es algo que a él le preocupe, pero es consciente de hasta qué punto sí preocupa a su madre. Nunca deja de comentarle las bodas de los niños bengalíes de Massachusetts con los que se ha criado, ni las de sus primos de la India. Y nunca deja pasar la ocasión de hablar de los nietos de sus amigas y familiares.

Un día, por teléfono, Ashima le pregunta si estaría dispuesto a llamar a alguien. Le explica que se trata de una chica a la que conoce desde niña. Se llama Moushumi Mazoomdar. Gógol la recuerda vagamente. Era la hija de unos amigos de sus padres que vivieron un tiempo en Massachusetts antes de trasladarse a Nueva Jersey, en la época en que él iba al instituto. Tenía acento británico y, en las fiestas, siempre iba con un libro en la mano. Es lo único que recuerda de ella: detalles que no le dicen nada. Su madre le cuenta que tiene un año menos que él y un hermano mucho menor, que su padre es un prestigioso químico con un producto patentado a su nombre. Que llamaba a su madre Rina Mashi y a su padre Shubir Mesho. Sus padres vinieron desde Nueva Jersey para asistir al funeral de su padre, insiste su madre, pero Gógol no los recuerda. Ahora Moushumi vive en Manhattan, es alumna de posgrado de la Universidad de Nueva York. Estuvo a punto de casarse el año pasado, de hecho estaban los tres invitados a la boda, pero su prometido, estadounidense, se echo atrás cuando ya tenían el hotel del banquete, las invitaciones enviadas y la lista de bodas hecha. Sus padres están un poco preocupados por ella. Le vendría muy bien hacer amigos nuevos, le dice su madre. ¿Por qué no la llama algún día?

Cuando su madre le pregunta si tiene a mano un bolígrafo para anotar el número, Gógol le miente y le dice que sí. Ella se lo recita despacio, pero él no lo apunta, porque no tiene intención de llamar a Moushumi; se presenta al examen dentro de muy poco y, además, por contenta que quiera ver a su madre, se niega a dejar que le apañe una cita. A tanto no llega. Cuando va a casa a pasar el fin de semana, Ashima vuelve a sacar el tema. Esa vez, como están juntos, sí tiene que anotarse el número de teléfono, aunque no piensa llamarla. Pero su madre insiste y la próxima vez que hablan por teléfono le recuerda que sus padres asistieron al funeral de Ashoke y que es lo menos que puede hacer. Tomarse un té con ella, charlar un rato, ¿ni para eso tiene tiempo?

Quedan en un bar del East Village que ha propuesto Moushumi cuando han hablado por teléfono. Se trata de un local pequeño, oscuro y tranquilo, con sólo tres mesas puestas contra la pared. Cuando llega, la encuentra ahí sentada, leyendo un libro, y a pesar de ser ella la que está esperándolo, levanta la vista y a él le da la sensación de que la interrumpe. Tiene la cara alargada, los rasgos felinos y grandes párpados, que se maquilla como las estrellas de cine de la década de 1960. Lleva el pelo con la raya en medio y recogido en un moño, y unas gafas modernas de carey. Va con una falda gris de lana y un suéter azul fino y ceñido, y unas medias negras y tupidas que le cubren las piernas. Debajo de su banco se amontonan varias bolsas de la compra. Cuando han quedado, no se ha molestado en preguntarle qué aspecto tenía, convencido de que la reconocería al momento. Pero ya no está tan seguro.

—¿Moushumi? —le dice, acercándose.

—Sí —responde ella, que le da dos besos y cierra el libro. Tiene la cubierta color marfil y un título en francés. Su acento británico, una de las pocas cosas que recuerda de ella con más claridad, ha desaparecido; ahora es tan estadounidense como el suyo, y habla con esa voz grave que ya lo ha sorprendido por teléfono. Se ha pedido un Martini con oliva. Junto a la copa hay un paquete azul de Dunhill—. ¿Nikhil? —añade mientras él se sienta en el banco, a su lado, y pide un whisky.

—Sí.

—Que no Gógol.

—Exacto.

Cuando le telefoneó, le molestó que no lo hubiera reconocido al presentarse como Nikhil. Es la primera vez que sale con una mujer que lo ha conocido por su otro nombre. Tuvo la sensación de que estaba a la defensiva, de que se mostraba desconfiada, igual que él. La conversación fue breve y nada fluida. «Espero que no te importe que te llame», le dijo él, tras explicarle que se había cambiado el nombre. «Déjame que lo consulte en mi agenda», le respondió ella cuando le preguntó si tenía un rato libre el domingo por la noche.

Y oyó sus pasos sobre una tarima de madera.

Ahora ella lo estudia un momento, torciendo los labios cómicamente.

—Si no recuerdo mal, y dado que eres un año mayor que yo, mis padres me enseñaron a llamarte Gógol Dada.

Él se da cuenta de que el camarero los mira un momento, como evaluándolos. Huele el perfume de Moushumi, ligeramente excesivo, que le hace pensar en musgo mojado y ciruelas. El silencio y la intimidad del local le desconcierta.

—Mejor que no entremos en eso.

Moushumi se ríe.

—Brindo por ello —dice, levantando su copa—. No lo hice nunca, claro —añade.

—¿No hiciste qué?

Llamarte Gógol Dada. En realidad ni siquiera recuerdo haber hablado nunca contigo.

—Yo tampoco —replica él dando un sorbo a su bebida.

—Bueno, y esto también es la primera vez que lo hago —comenta ella tras una pausa. Habla relajadamente, pero de todos modos esquiva su mirada.

Él sabe a qué se refiere, pero disimula y le pide una aclaración.

—¿Que haces qué?

Ir a una cita a ciegas urdida por mi madre.

—Bueno, a ciegas del todo no es.

—¿Ah, no?

—En cierto modo, nosotros ya nos conocemos.

Moushumi se encoge de hombros y le sonríe, como si no estuviera totalmente convencida. Tiene los dientes muy juntos y no del todo rectos.

Supongo que sí, supongo que ya nos conocemos.

Ven que el camarero pone un CD en el equipo de música. Algo de jazz. Gógol lo agradece.

—Siento lo de tu padre.

Aunque parece sincera, se pregunta si se acordará siquiera de qué aspecto tenía. Está a punto de preguntárselo, pero se calla y asiente.

—Gracias —dice.

Es lo único que se le ocurre.

—¿Cómo lo lleva tu madre?

—Bien, supongo.

—¿Y lo de vivir sola?

—Ahora vive con Sonia.

—Ah. Eso está bien. Debe de ser un alivio para ti. —Abre el paquete de Dunhill y retira el papel dorado. Tras ofrecerle un cigarrillo, saca una cerilla de una caja que hay dentro de un cenicero en la barra y se enciende uno para ella—. ¿Todavía viven en la casa a la que íbamos a visitaros?

—Sí.

—La recuerdo bien.

—¿En serio?

—Me acuerdo de que el caminito de entrada quedaba a la derecha. Estaba empedrado y rodeado de césped.

Que se acuerde con tanto detalle de algo así le resulta desconcertante y cautivador.

—Vaya. Estoy impresionado.

—Y también me acuerdo de que mirábamos mucho la tele en un cuarto que tenía una moqueta muy mullida de color marrón dorado.

—Todavía sigue en el mismo sitio —dice él.

Moushumi se disculpa por no haber ido al funeral, pero en ese momento estaba en París. Tras licenciarse en Brown, se fue a Francia, le explica. Ahora está a punto de empezar un doctorado en Literatura Francesa en la Universidad de Nueva York. Lleva casi dos años viviendo en la ciudad. Se ha pasado el verano trabajando como eventual en el departamento administrativo de un hotel caro del centro. Su empleo consistía en revisar y archivar las encuestas que los clientes rellenaban antes de irse, en hacer copias y en distribuirlas al personal correspondiente. Para hacer algo aparentemente tan simple tardaba todo un día. Le parecía sorprendente que la gente se esmerara tanto en rellenar aquellas encuestas. Se quejaban de lo duras o lo blandas que eran las almohadas, de que no había suficiente espacio en el lavabo para dejar los artículos de higiene personal, de que el tejido de la colcha era muy ligero. La mayor parte de la gente que se hospedaba en aquel hotel no se pagaba la habitación. Participaba en simposios y convenciones, y sus empresas se lo pagaban todo. Un cliente se quejó una vez de que el plano enmarcado que había en la pared, sobre el escritorio, tenía una mancha de polvo bajo el cristal.

La anécdota le divierte.

—A lo mejor era obra mía —aventura.

Ella se ríe.

—¿Por qué volviste de París? ¿No sería mejor estudiar Literatura Francesa en Francia?

—Volví por amor —responde ella. Su franqueza le sorprende—. Supongo que ya estarás al corriente de mi desastre prematrimonial.

—La verdad es que no —miente Gógol.

—Bueno, pues debes de ser el único —dice, negando con la cabeza—. Lo saben todos los bengalíes de la Costa Este. —Aunque lo dice en broma, detecta cierta amargura en su voz—. De hecho, estoy casi segura de que tú y tu familia estabais invitados a la boda.

—¿Cuándo fue la última vez que nos vimos? —le pregunta él, intentando cambiar de tema.

—Corrígeme si me equivoco, pero creo que fue en tu fiesta de graduación del instituto.

La mente de Gógol retrocede hasta un espacio muy iluminado en el sótano de una iglesia que sus padres y sus amigos a veces alquilaban para organizar fiestas especialmente concurridas. Ahí es donde normalmente se hacía la catequesis. Del techo del pasillo colgaban móviles de fieltro, máximas sobre Jesús. Recuerda las enormes mesas plegables que ayudó a montar a su padre, las pizarras de las paredes en las que Sonia, subida a una silla, escribió «Felicidades».

—¿Tú estuviste en mi fiesta?

Moushumi asiente con la cabeza.

Fue justo antes de que nos trasladáramos a Nueva Jersey. Tú estabas con tus amigos estadounidenses del instituto. También asistieron algunos de tus profesores. Parecías algo incómodo con todo aquello.

—No me acuerdo de que estuvieras ahí —dice negando con la cabeza—. ¿Hablé contigo?

—No me hiciste el menor caso. Pero no importa —sonríe—. Seguro que me llevé un libro para leer.

Piden otra copa. El bar está empezando a llenarse. Los pequeños grupos que llegan ocupan las mesas. Entra uno más numeroso, y ahora tienen a gente de pie tras ellos, pidiendo sus bebidas. Al llegar, la falta de gente, de ruido, le había intimidado y le hizo sentirse más expuesto. Pero ahora, su llegada le molesta todavía más.

—Esto se está llenando mucho —dice.

—Normalmente los domingos está más tranquilo. ¿Nos vamos?

—Quizá sí.

Piden la cuenta, pagan y salen a la calle. Es una noche fría de octubre. Gógol consulta el reloj y se da cuenta de que no ha pasado ni una hora.

—¿Hacia dónde vas? —le pregunta ella en un tono que deja claro que cree que su cita ha terminado.

No tenía previsto llevarla a cenar. Pensaba volver a su apartamento, pedir comida china por teléfono y ponerse a estudiar un rato. Pero se descubre a sí mismo respondiendo que está pensando en ir a comer algo, y que si quiere acompañarlo.

—Sí, estaría bien.

A ninguno de los dos se le ocurre adonde podrían ir, así que deciden caminar un poco. Él se ofrece a llevarle las bolsas de la compra, y aunque no pesan nada, ella acepta y le cuenta que, antes de quedar con él, se ha pasado por una tienda donde venden artículos de muestra. Se detienen frente a un pequeño local que parece inaugurado hace poco tiempo. Estudian el menú, escrito a mano y colgado de la ventana, el recorte de prensa con la reseña que salió hace unos días en el Times. El reflejo de Moushumi en el cristal le distrae.

En él adivina una versión más severa de ella, más impresionante.

—¿Probamos? —le pregunta apartándose un poco y haciendo ademán de abrir la puerta.

Dentro, las paredes están pintadas de rojo, con carteles antiguos de vinos, señales de tráfico y fotos de París.

—Este sitio te parecerá una tontería —le dice al ver que se queda mirando la decoración.

Ella niega con la cabeza.

—En realidad es bastante auténtico.

Pide una copa de champán y consulta con detalle la carta de vinos. Él pide otro whisky, pero le dicen que sólo sirven vino y cerveza.

—¿Pedimos una botella? —le pregunta Moushumi pasándole la carta.

—Escoge tú.

Ella pide ensalada, bullabesa y una botella de Sancerre. Él se decide por la cassoulet. Aunque no se dirige en francés al camarero, que lo es, su manera de pronunciar los platos de la carta no deja lugar a dudas sobre su dominio de la lengua, cosa que le impresiona. Además del bengalí, Gógol nunca ha mostrado interés por aprender otra lengua. La cena transcurre velozmente. Él habla de su trabajo, de los proyectos en los que participa, de su próximo examen. Intercambian impresiones sobre los platos que han escogido y cada uno prueba del otro. Piden café y comparten una crème brûllé, cuya costra dorada van partiendo desde los dos lados de la mesa con sus cucharas.

Ella se ofrece a pagar su parte cuando llega la cuenta, como ya ha hecho en el bar, pero en esa ocasión él insiste en invitarla. La acompaña a pie hasta su apartamento, que está en un tramo de calle algo descuidado pero bonito, cerca de donde han quedado. Su edificio tiene un tramo exterior de escalones viejos, una fachada color terracota y una curiosa cornisa verde. Moushumi le da las gracias por la cena, le dice que se lo ha pasado muy bien. Vuelve a darle dos besos y empieza a buscar las llaves en el bolso.

—No te las olvides —le dice él alargándole las bolsas, que ella recoge y se cuelga de la muñeca. Ahora que no las lleva, se siente incómodo, no sabe dónde meter las manos. El alcohol que ha bebido le ha dado mucha sed.

—Bueno, qué, ¿hacemos felices a nuestras madres y volvemos a vernos?

Ella lo mira y lo estudia con detenimiento.

—Puede ser. —La vista se le va a un coche que pasa y que con sus faros los ilumina un instante, pero en seguida vuelve a mirarlo a él. Le sonríe y asiente—. Llámame.

Gógol la observa mientras sube rápidamente la escalera con las bolsas de la compra en la mano, sin apoyar los tacones en los peldaños, en una especie de precario equilibrio. Se vuelve un instante para despedirse y se pierde tras la puerta de cristal antes de que a él le dé tiempo a levantar la mano para decirle adiós. Se queda un buen rato ahí de pie, y ve al portero que abre la puerta y sale a echar algo en el cubo de la basura. Siente curiosidad por saber en qué apartamento vivirá, así que levanta la vista y espera un poco más para ver si se ilumina alguna ventana.

No fue a la cita con la esperanza de divertirse, de sentirse atraído por ella en absoluto. Le sorprende que no haya ningún término para describir lo que en otro tiempo fueron el uno respecto de la otra. Sus padres eran amigos, pero ellos no. Es una conocida de la familia, pero no es familia. El contacto que han mantenido hasta esa noche ha sido artificial, impuesto, parecido al que mantiene con sus primos de la India, pero sin siquiera la justificación de los lazos de sangre. Hasta esa noche, nunca se ha encontrado con ella fuera del ámbito de sus familias. Se le ocurre que es precisamente esa familiaridad lo que le despierta la curiosidad, y cuando empieza a andar en dirección al metro, se pregunta cuándo volverá a verla. Al llegar a Broadway, cambia de opinión y toma un taxi. Aunque no es tarde y no hace frío ni llueve, ni tampoco tiene una prisa especial para llegar a casa, de pronto siente la necesidad de estar solo, de dejarse llevar, de repasar la velada en soledad. El taxista es de Bangladesh; el nombre que figura en la tarjeta identificativa que hay pegada en el separador de plexiglás es Mustafa Sayeed. Va hablando en bengalí con el teléfono móvil. Se queja del tráfico, de los clientes pesados, mientras siguen subiendo por la ciudad, dejando atrás las tiendas cerradas y los restaurantes de la Octava Avenida. Si hubieran sido sus padres los que se hubieran montado a ese taxi, seguro que ya habrían iniciado una conversación con el taxista, le habrían preguntado de qué parte de Bangladesh era, cuánto tiempo llevaba en el país, si su esposa y sus hijos vivían aquí o allí. Gógol va en silencio, como un pasajero más, perdido en sus propios pensamientos, recordando a Moushumi. Pero al acercarse a su casa, se apoya en el separador de plexiglás y se dirige a él en bengalí.

—Es esa calle, a la derecha.

El taxista se vuelve, sorprendido, y le sonríe.

—No me había dado cuenta —dice.

—No pasa nada —contesta él, sacándose la billetera.

Le deja mucha propina y se baja del taxi.

En los días siguientes, le vienen a la mente recuerdos de Moushumi, imágenes que se le aparecen sin previo aviso cuando está en su mesa, en el trabajo, o antes de quedarse dormido, o mientras se ducha. Son escenas que ha llevado siempre consigo, que estaban enterradas pero intactas, escenas en las que nunca ha pensado y que no ha tenido necesidad de invocar hasta ese momento. Se alegra de haberlas retenido; está satisfecho consigo mismo, como si acabara de descubrir un talento innato para un deporte al que nunca hubiera jugado. Sobre todo se acuerda de ella en las pujas a las que asistía dos veces al año con su familia. En aquellas ocasiones iba vestida con un sari que llevaba sujeto al hombro con esmero. Sonia iba igual, pero después de una o dos horas, su hermana siempre se lo quitaba, se ponía unos vaqueros, metía el sari en una bolsa de plástico y le pedía a Gógol o a su padre que se lo guardaran en el coche. No recuerda que Moushumi acompañara nunca a los demás adolescentes al McDonald’s, que quedaba frente al edificio de Watertown donde muchas veces se celebraban las pujas, ni que fuera con los demás a escuchar la radio y a beber cerveza en el coche de algún padre. Aunque lo intenta, no logra recordarla en Pemberton Road, pero de todos modos se alegra secretamente de que ella haya estado en sus habitaciones, de que haya probado los platos de su madre, de que se haya lavado las manos en su cuarto de baño, aunque de eso haga mucho tiempo.

Sí recuerda que unas Navidades fueron a una fiesta que se celebraba en casa de sus padres. Sonia y él no querían ir. La Navidad era para pasarla sólo con la familia. Pero sus padres replicaron que en Estados Unidos sus amigos bengalíes eran lo más parecido a la familia que tenían, así que se fueron a Bedford, que era donde vivían los Mazoomdar. Su madre, Rina Mashi, sirvió pasteles fríos y calentó unos donuts congelados que se desmoronaban con sólo tocarlos. Su hermano, Samrat, que ahora estaba en su último curso en el instituto, tenía entonces cuatro años, y estaba obsesionado con Spiderman. Rina Mashi se había tomado muchas molestias para organizar un intercambio de regalos anónimo. Pidió a cada familia que trajera tantos regalos como miembros la componían, para que todo el mundo tuviera algo. A Gógol le pidieron que escribiera en unos trocitos de papel una serie de números repetidos, uno para pegar con celo a los regalos, y el otro para doblarlo, meterlo en un saco de tela y pasarlo a todos los invitados. Todos se reunieron en una habitación en la que no cabía nadie más. Recuerda estar sentado en el salón, escuchando con todos los demás a Moushumi, que tocaba alguna pieza al piano. En la pared, detrás de ella, había una reproducción de la niña de Renoir con la regadera verde. Tras muchas deliberaciones, y cuando la gente ya empezaba a inquietarse, tocó una pieza breve de Mozart adaptada para niños, pero los invitados querían oír Jingle Bells. Ella negó con la cabeza, pero en ese momento intervino su madre. «Oh, Moushumi es muy tímida, pero sabe tocar muy bien Jingle Bells». Durante una fracción de segundo, Moushumi le dedicó una mirada asesina a su madre, pero acabó tocando la canción varias veces, de espaldas a los demás, mientras se cantaban los números en voz alta y la gente iba a buscar sus regalos.

Una semana después de su primer encuentro, quedan para comer. No es fin de semana, y ella le propone que vayan a algún sitio cerca de su trabajo. Él sugiere que vaya a buscarlo a su oficina. Cuando la recepcionista le informa de que le está esperando en el vestíbulo, nota una punzada de impaciencia en el pecho. Lleva toda la mañana sin poder concentrarse en el alzado en el que está trabajando. Le enseña el despacho, le muestra algunas fotos de los proyectos en que ha participado, le presenta a uno de los proyectistas de más peso, la lleva a la sala de reuniones de los socios. Sus compañeros levantan la vista para mirarla. Es noviembre y ese día las temperaturas han caído en picado, trayendo los primeros fríos intensos del año. Fuera, los peatones desprevenidos caminan a toda prisa con los brazos cruzados sobre el pecho. En el suelo se arremolinan las hojas secas, rotas y descoloridas. Gógol no lleva ni gorro ni guantes, y se mete las manos en los bolsillos de la chaqueta. A diferencia de él, Moushumi va envidiablemente abrigada, bien resguardada del frío, con un chaquetón de lana azul marino, una bufanda negra, también de lana, y unas botas altas de piel negra que se abrochan con cremalleras a los lados.

La lleva a un restaurante italiano al que va de vez en cuando con gente del trabajo, a celebrar cumpleaños, ascensos y proyectos culminados con éxito. La entrada queda unos peldaños por debajo del nivel de la calle, y unas cortinas brocadas cubren las ventanas. El camarero lo reconoce y le sonríe. Los conducen hasta una pequeña mesa que hay al fondo, tan distinta de la grande y redonda que ocupa el centro del local y en la que normalmente se sienta. Ve que bajo el chaquetón, Moushumi lleva un traje gris, con botones grandes en la chaqueta y una falda acampanada por encima de la rodilla.

—Hoy he dado clase —se justifica, al ver que él sigue mirándole la ropa. Prefiere llevar traje chaqueta cuando da clases, le dice, porque con sus alumnos se lleva menos de diez años. Si no, no se siente con suficiente autoridad. De pronto, Gógol envidia a sus alumnos, que la ven sin falta tres veces por semana. Se los imagina sentados en torno a una mesa, mirándola constantemente mientras ella anota cosas en la pizarra.

—Aquí la pasta la hacen muy buena —le dice cuando el camarero les trae las cartas.

Me apetece una copa de vino. ¿Te apuntas? Ya he terminado mi jornada laboral por hoy.

Qué suerte. Yo después de comer todavía tengo una reunión que será pesada, seguro.

Moushumi lo mira y cierra el menú.

—Razón de más para beber algo —apunta con voz alegre.

—Tienes razón. Dos copas de merlot —le pide al camarero cuando vuelve a tomar nota.

Ella pide lo mismo que él, ravioli de funghi porcini y ensalada de rúcula con peras. A Gógol le inquieta la posibilidad de que no le guste lo que ha elegido, pero cuando los platos llegan a la mesa, ella los mira con deleite, y come con entusiasmo, de prisa, mojando pan en la salsa. Mientras ella esta así, bebiendo vino y comiendo, Gógol se dedica a admirar la cara iluminada por la luz, el vello finísimo que le brilla en el contorno de las mejillas. Le habla de sus alumnos, del tema que ha escogido para la tesis que tiene que redactar, los poetas argelinos francófonos del siglo XX. Él le habla de la fiesta de Navidad en que la habían obligado a tocar el Jingle Bells.

—¿Te acuerdas de aquella noche? —le pregunta, confiando en que sea así.

—No. Mi madre siempre me obligaba a hacer esas cosas.

—¿Todavía tocas el piano?

Moushumi niega con la cabeza.

—Yo no quería aprender. Era una de las fantasías de mi madre. Una de las muchas. Creo que por fin se ha apuntado a un curso.

La sala ha vuelto a quedar en silencio. La gente que la abarrotaba ha comido y se ha ido. Gógol busca al camarero con la mirada, le hace un gesto para que le traiga la cuenta, desarmado al ver que los platos están vacíos y que ya ha pasado el tiempo.

—¿Es su hermana, signore? —le pregunta el camarero al dejar la cuenta en la mesa, mirando un momento a Moushumi y después volviendo a mirarlo a él.

—No, no —responde Gógol, negando con la cabeza y riéndose, ofendido y a la vez extrañamente emocionado. Se da cuenta de que, en cierto sentido, es verdad; comparten el mismo color de piel, las mismas cejas rectas, los miembros delgados y esbeltos, los pómulos salidos y el pelo oscuro.

—¿Seguro? —insiste el camarero.

—Bastante seguro —dice Gógol.

—Pues podrían serlo —sostiene el camarero—. Sí, sí, se parecen bastante.

—¿Eso cree? —interviene Moushumi. No parece molesta con la comparación, y mira a Gógol de reojo con expresión divertida. Con todo, él se da cuenta de que se ha puesto un poco roja, aunque no sabe si es por el vino o por la situación.

—Es curioso que haya dicho una cosa así le comenta ella cuando salen a la calle.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, que es curioso pensar que durante toda nuestra vida nuestros padres nos han criado con la fantasía de que eramos primos, de que todos formábamos parte de una gran familia bengalí inventada, y ahora aquí estamos tu y yo, años después, y alguien va y cree que somos parientes de verdad.

Gógol no sabe qué decir. El comentario del camarero lo ha incomodado, como si su atracción por Moushumi fuera ligeramente ilícita.

—Vas muy poco abrigado —le comenta ella mientras se anuda la bufanda al cuello.

—En mi apartamento hace siempre tanto calor —le dice—. Acaban de encender la calefacción, y no sé por qué, pero cuando estoy en casa nunca pienso que fuera la temperatura es distinta.

—¿Y no consultas el periódico?

—Lo compro camino del trabajo.

—Pues yo, antes de salir de casa, siempre llamo por teléfono a información para saber qué tiempo va a hacer —dice Moushumi.

—No lo dices en serio.

La mira, sin acabar de creérselo. Ella se ríe.

—No se lo confesaría a cualquiera, claro.

Se termina de anudar la bufanda pero no retira las manos de ella.

—¿Por qué no te la pones tú? —le dice, y empieza a quitársela otra vez.

—No, gracias, estoy bien. —Se pone una mano en el cuello, sobre el nudo de la corbata.

—¿Seguro?

El asiente, medio tentado a decir que sí, para sentir su bufanda contra su piel.

Pues al menos te va a hacer falta un gorro —insiste ella—. Conozco un sitio que queda cerca. ¿Tienes que volver al trabajo ahora mismo?

Lo lleva a una pequeña boutique en Madison. El escaparate está lleno de sombreros de mujer sobre las cabezas sin cara de unas maniquíes con cuellos de casi treinta centímetros de largo.

—En la parte de atrás tienen cosas de hombre —le dice. La tienda está atestada de señoras. La parte trasera es relativamente tranquila, y sobre unos estantes semicirculares están expuestos sombreros y boinas. Gógol coge un gorro de pelo de animal y se lo prueba en broma. La copa de vino se le ha subido un poco a la cabeza y está alegre. Moushumi empieza a rebuscar dentro en una cesta.

—Ésta debe de abrigar —dice, poniendo las manos dentro de una gorra azul marino con tiras amarillas en el borde. Le pasa los dedos por el interior, comprobando su resistencia—. ¿Qué te parece a ti? —Se la pone, le toca el pelo, la cabeza. Sonríe y le señala un espejo. Gógol se mira en él, mientras ella no deja de observarlo.

Se da cuenta de que, más que mirar su reflejo, lo está mirando a él. Se pregunta cómo será su cara sin gafas, con el pelo suelto. Se pregunta cómo debe de ser besarla en los labios.

—Me gusta —dice—. Me la quedo.

Ella se la quita de prisa, lo despeina.

—¿Qué estás haciendo?

—Quiero regalártela.

—No hace falta.

—Pero es que quiero hacerlo —insiste, dirigiéndose ya hacia la caja—. Además, ha sido idea mía. Tú estabas estupendamente congelándote de frío.

En el mostrador, la cajera se fija en que Moushumi se ha quedado mirando un sombrero marrón de lana y terciopelo tocado con plumas.

—Es una pieza elegantísima —comenta, levantándolo con mucho cuidado del maniquí—. Hecho a mano por una sombrerera en España. Es una pieza única. ¿Le gustaría probárselo?

Moushumi se lo pone. Una clienta le dice lo bien que le queda, y la cajera también.

—No cualquier mujer puede llevar un sombrero así.

Ella se ruboriza, mira la etiqueta con el precio que cuelga a un lado.

—Me temo que se sale un poco de mi presupuesto dice.

La cajera vuelve a dejarlo en su sitio.

—Bueno, ahora ya sabe qué regalarle para su cumpleaños —añade mirando a Gógol.

Él se pone su nueva gorra y salen de la tienda. Va a llegar tarde al trabajo. De no ser por la reunión, sucumbiría a la tentación de quedarse con ella, de caminar por las calles a su lado, de desaparecer en la penumbra de una sala de cine. Cada vez hace más frío y más viento, el sol es una débil mancha en el cielo. Moushumi lo acompaña hasta el despacho. El resto del día, primero en la reunión y luego, mientras lucha por volver al trabajo, no deja de pensar en ella. Al terminar la jornada, en vez de coger el metro, vuelve por el mismo camino que ha recorrido con ella ese mediodía, pasa frente al restaurante en el que ahora hay gente cenando, y llega a la sombrerería. Al ver el escaparate, se le levanta un poco el ánimo. Son casi las ocho y es de noche. Supone que ya estará cerrada, pero se sorprende al ver que dentro hay luz, y que la persiana no está bajada del todo. Estudia los artículos del escaparate, y su reflejo en la luna, con la gorra que ella le ha comprado ahí mismo. Después de un rato, entra. No queda ya ningún cliente. Oye el sonido de una aspiradora en la parte trasera del local.

—Sabía que volvería —le dice la vendedora cuando lo ve aparecer. Saca el sombrero del busto de poliuretano sin que él le diga nada—. Ha estado aquí antes, con su novia —le cuenta a su asistente—. ¿Se lo envuelvo?

—Sí, por favor. —Le excita oír que se refieren a él en esos términos. Mira cómo meten el sombrero en una caja redonda color chocolate y cómo lo atan con una cinta ancha color crema. Se da cuenta de que no ha preguntado el precio, pero sin pensárselo dos veces firma la factura de doscientos dólares. Se lleva el sombrero a su apartamento y lo esconde en el fondo del armario, aunque Moushumi no ha estado nunca ahí. Se lo regalará para su cumpleaños, a pesar de que no tiene la más remota idea de cuándo es.

Y eso que tiene la sensación de haber asistido a más de un cumpleaños suyo, de la misma manera que ella ha ido a sus fiestas. Ese fin de semana, en casa de sus padres, confirma esa sospecha. Cuando su madre y Sonia se van a acostar, la busca en los álbumes de fotos que su madre ha ido recopilando con los años. Y ahí aparece Moushumi, detrás de un pastel de cumpleaños con todas las velas encendidas, en el comedor de sus padres. Ella no mira a la cámara, y lleva puesto un sombrero cónico. Él si tiene la mirada clavada en el objetivo, el cuchillo en la mano, apoyado ligeramente en el pastel, para la foto, y la cara brillante, preludio de una adolescencia inminente. Intenta despegar la foto del álbum para enseñársela la próxima vez que se vean, pero la foto se aferra obstinadamente al cartón, negándose a desmarcarse limpiamente del pasado.

El fin de semana siguiente, Moushumi lo invita a cenar a su casa. Tiene que bajar a abrirle la puerta del edificio; el intercomunicador no funciona, ya se lo ha advertido cuando han quedado por teléfono.

—Bonita gorra —le dice al verlo. Ella va con un vestido negro sin mangas, atado holgadamente a la espalda. Lleva las piernas descubiertas, tiene los pies muy finos y, como lleva sandalias, se le ven las uñas pintadas de granate. Del moño se le han soltado varios mechones. Sostiene un cigarrillo a medio fumar entre los dedos, pero justo antes de adelantarse para darle dos besos, lo tira al suelo y lo aplasta con la sandalia. Lo conduce por la escalera hasta su apartamento, que está en el tercer piso. Ha dejado la puerta abierta. Huele a comida. En los fogones, unos trozos grandes de pollo se están dorando en una cazuela llena de aceite. En el equipo de música suenan las canciones de alguien que canta en francés. Gógol le entrega el ramo de girasoles que le ha comprado, y que tienen unos tallos que pesan más que la botella de vino que también ha traído. Ella no sabe dónde poner los girasoles; las encimeras, estrechas de por sí, están llenas de los ingredientes del plato que está preparando: cebollas, champiñones, harina, una barra de mantequilla que, con el calor, se está ablandando por momentos, la copa de vino que se está bebiendo, bolsas de la compra que todavía no ha tenido tiempo de guardar.

—Debería haber traído algo más manejable —le dice cuando ve que ella busca con la mirada un espacio libre, con las flores apoyadas en el hombro, como si esperara que alguna superficie se despejara por arte de magia.

—No, llevo semanas con la idea de comprar girasoles —dice ella. Mira un momento la cazuela que tiene en el fuego y se lleva a Gógol al salón. Desenvuelve las flores—. Hay un jarrón ahí arriba —le dice, señalando a lo alto de la librería—. ¿Te importaría bajármelo?

Moushumi lo coge y se lo lleva al baño. Gógol oye que se abre un grifo. Aprovecha el momento para quitarse el abrigo y la gorra y los deja sobre el sofá. Se ha vestido para la ocasión: una camisa italiana azul, con rayas blancas, que Sonia le compró en Filene’s Basement, y unos vaqueros negros. Moushumi entra con el jarrón, pone los girasoles dentro y lo deja sobre una mesa baja. El apartamento es más bonito de lo que esperaba, a juzgar por el deteriorado aspecto del vestíbulo del edificio. Los suelos son nuevos y las paredes están recién pintadas. En el techo hay focos empotrados. El salón cuenta con una mesa cuadrada en una esquina, y un escritorio y unos archivadores en otra. En una de las paredes hay una librería de contrachapado. Sobre la mesa de comedor, un salero y un pimentero, un cuenco lleno de mandarinas brillantes, de un naranja pálido. Reconoce algunas variantes de cosas que también decoran la casa de sus padres: una alfombra bordada, de Cachemira, en el suelo, unos cojines de seda del Rajastán en el sofá, un natraj de hierro forjado, en una de las estanterías.

Vuelve a la cocina y en unos platitos sirve olivas y queso de cabra cubierto de ceniza. Le alarga un sacacorchos y le pide que abra la botella que ha traído y se sirva una copa. Espolvorea otros trozos de pollo con harina. La cazuela chisporrotea con estruendo y la pared que hay detrás de los fogones queda salpicada de aceite. Él la observa, de pie, y ella le habla de un libro de recetas de Julia Child. Gógol está algo desbordado ante la gran cantidad de preparativos que tienen lugar en su honor. A pesar de que ya han comido juntos alguna vez, esta cita le pone nervioso.

—¿Cuándo quieres comer? —le pregunta Moushumi—. ¿Tienes hambre?

Cuando quieras. ¿Qué estás preparando?

Ella lo mira, insegura.

Coq au vin. Es la primera vez que lo hago. Y acabo de descubrir que, en teoría, hay que cocinarlo veinticuatro horas antes de comerlo. Me temo que voy con un poco de retraso.

Él se encoge de hombros.

—Pues ya huele muy bien. Si quieres te ayudo. —Gógol se arremanga—. ¿Qué puedo hacer?

—Veamos —dice ella, leyendo la receta—. Ah, sí, coge estas cebollas, márcales una X en la base con un cuchillo y ponlas en ese cazo.

—¿Con el pollo?

—No. Mier… —Se arrodilla y saca un cazo de uno de los armarios bajos—. Tienen que hervir un minuto, luego las sacas.

Hace lo que le pide; llena el cazo de agua y la acerca al fuego. Busca un cuchillo y marca las cebollas, como una vez le enseñaron a hacer con las coles de Bruselas en la cocina de los Ratliff. La observa mientras ella vierte una cantidad exacta de vino y concentrado de tomate en la cazuela del pollo. Abre un armario y saca una bandeja de acero inoxidable llena de especias. Coge una hoja de laurel y la echa en el guiso.

—Mi madre, claro, se ha escandalizado al saber que no te iba a preparar una cena india —dice, sin dejar de vigilar la cazuela.

—¿Le has dicho que venía?

—Me ha llamado hoy —responde—. ¿Y tú? ¿Mantienes a la tuya al corriente?

—Yo no le he dicho nada. Pero supongo que sospecha algo, porque es sábado y no he ido a verlas.

Moushumi se inclina sobre el guiso y observa la lenta cocción de los ingredientes. Remueve los trozos de pollo con una cuchara de madera. Vuelve a revisar la receta.

—Creo que tengo que ponerle más líquido —dice, vertiendo agua caliente de la tetera, tras lo que las gafas le quedan todas empañadas—. No veo nada —dice, riéndose. Se aparta un poco del fuego y se sitúa más cerca de él. El CD se ha terminado y, además de los ruidos de la cocina, el apartamento está en silencio. Se vuelve hacia Gógol, sin dejar de reír, con los ojos aún velados. Levanta las manos, manchadas de comida, llenas de harina y de grasa de pollo—. ¿Te importaría quitarme las gafas?

Con las dos manos, él se las quita, cogiéndoselas por el punto de la montura que le toca las sienes. Las deja sobre la encimera. Entonces se adelanta un poco y la besa. Con los dedos le roza los brazos desnudos, que están fríos a pesar del calor de la cocina. La abraza con fuerza y le pone una mano en la espalda, sobre el nudo del vestido, recreándose en el sabor cálido y algo amargo de su boca. Atraviesan el salón y se meten en el dormitorio. Ahí hay sólo un somier y un colchón. Le desanuda torpemente la cinta que le ata el vestido a la espalda y después le baja la cremallera. A sus pies, el vestido forma una especie de charco negro. A la luz que entra desde el salón, ve unas braguitas negras a juego con el sujetador. Tiene más curvas de las que aparenta vestida, los pechos más prominentes, las caderas generosas. Hacen el amor sobre la colcha, rápidamente, con pericia, como si se conocieran los cuerpos desde hace años. Pero al terminar, ella enciende la luz que hay a su lado y se examinan mutuamente, descubren en silencio lunares, marcas, costillas.

—Quién lo habría dicho —comenta con voz cansada, satisfecha.

Está sonriendo, y tiene los ojos entrecerrados.

Él la mira a los ojos.

—Eres muy guapa.

—Tú también.

—¿Me ves bien sin gafas?

—Sólo si te quedas muy cerca.

—Entonces será mejor que no me mueva.

—No, no te muevas.

Retiran la colcha y se quedan ahí juntos, sudorosos, cansados, abrazándose. Él empieza a besarla de nuevo, y ella lo rodea con sus piernas. Pero un olor a quemado le hace salir disparada de la cama y entrar a toda prisa en la cocina, riéndose. La salsa se ha evaporado, y el pollo se ha quemado hasta tal punto de que la cazuela también ha quedado inservible. Los dos se mueren de hambre, pero como les da tanta pereza salir como prepararse alguna otra cosa, optan por pedir comida china por teléfono, y mientras esperan se van dando el uno al otro trocitos de tarta y gajos de mandarina.

No han pasado tres meses y los dos ya guardan un cepillo de dientes y algo de ropa en el apartamento del otro. Gógol la ve sin maquillar cuando pasa con ella los fines de semana, con ojeras mientras redacta sus trabajos sentada al escritorio, y cuando le besa la cabeza nota la grasa que se le acumula en el pelo entre un lavado y el siguiente. Le ve el vello que le crece en las piernas entre una depilación y la siguiente, las raíces negras que aparecen entre dos visitas al salón de belleza y, en esos instantes, ante esas fugaces visiones, le parece que nunca ha experimentado tanta intimidad con nadie. Descubre que Moushumi siempre duerme con la pierna izquierda recta y la derecha doblada, que apoya el tobillo en la rodilla, como formando un cuatro. Descubre que tiende a roncar, aunque débilmente, y que el sonido que emite se parece al de una segadora de césped que se resistiera a arrancar, y que aprieta mucho las mandíbulas, que él le masajea mientras duerme. Cuando están en algún bar o restaurante, a veces intercalan frases en bengalí, para poder criticar con impunidad un corte de pelo desafortunado o unos zapatos infames.

Hablan sin cansarse del conocimiento y desconocimiento mutuo que hay entre ellos. En cierto modo tienen poco que contarse. Crecieron asistiendo a las mismas fiestas; viendo los mismos episodios de Vacaciones en el mar y La isla de la fantasía con los demás niños mientras los mayores celebraban sus cosas en otra parte de la casa; comiendo lo mismo en los mismos platos de papel; viendo los mismos periódicos extendidos sobre las moquetas cuando los anfitriones eran especialmente maniáticos. A Gógol no le cuesta imaginarse su vida, incluso la posterior a su traslado a Nueva York, con sus padres. Se imagina la casa espaciosa en las afueras; el aparador con la porcelana en el salón, la posesión más preciada de su madre; el gran instituto público en el que ella había destacado pero al que había asistido sin ilusión. Hicieron los mismos viajes frecuentes a Calcuta, que los arrancaban durante meses de sus vidas estadounidenses. En algunas ocasiones se dedican a calcular el número de meses que han estado al mismo tiempo en esa ciudad distante, en viajes en los que a veces han coincidido durante semanas, en un caso concreto durante meses, sin tener conciencia el uno de la otra. Hablan de las veces que los han tomado por griegos, por egipcios, por mexicanos; hasta esos errores tienen en común.

Moushumi habla con nostalgia de los años que pasó en Inglaterra, con su familia, primero en Londres, de la que casi no recuerda nada, y luego en una casa adosada en Croydon, con rosales en la fachada principal. Describe la edificación estrecha, las chimeneas de gas, el olor a humedad de los baños, los desayunos a base de Weetabix con leche caliente, el uniforme del colegio. Le cuenta que no soportaba la idea de trasladarse a Estados Unidos, que mantuvo su acento británico tanto como pudo. No sabía por qué, pero a sus padres Estados Unidos les daba mucho más miedo que Inglaterra, tal vez por su extensión, tal vez porque, para ellos, el vínculo con la India era menor. Pocos meses después de su llegada a Massachusetts, desapareció un niño mientras jugaba en el patio de su casa, y ya no volvieron a encontrarlo; durante mucho tiempo, en los supermercados había carteles con su foto. Recuerda que cada vez que se iba con sus amigas a casa de alguna de ellas, visible desde la suya, a jugar con sus juguetes, a merendar galletas con ponche, tenía que llamar a su madre para decírselo. Y en cuanto llegaba, tenía que pedir permiso para usar el teléfono. A las madres estadounidenses, su sentido del deber les resultaba tierno y desconcertante a partes iguales. «Estoy en casa de Anna», informaba a su madre en ingles. «Estoy en casa de Sue».

Gógol no se siente insultado cuando ella le confiesa que, durante una gran parte de su vida, él ha encarnado a la perfección el tipo de persona a la que evitaba a toda costa. Más bien le halaga el comentario. Desde que era muy niña, le dice, se ha empeñado siempre en no permitir que sus padres intervinieran en su matrimonio. Siempre le aconsejaron que no se casara con un estadounidense, igual que a él, pero Gógol sabe que, en el caso de Moushumi, esos consejos fueron incesantes, lo que la atormentó mucho más. Cuando sólo tenía cinco años, sus familiares le preguntaron si se iba a casar con sari rojo o con vestido blanco. Aunque se negó a responder, sabía muy bien cuál era, según ellos, la respuesta correcta. A los doce años, con otras dos amigas bengalíes, hizo un pacto de no casarse nunca con un bengalí. Redactaron una declaración en la que juraban no hacerlo jamás, y las tres escupieron sobre ella al mismo tiempo, y la enterraron en el jardín trasero de la casa de sus padres.

Desde la adolescencia fue la heroína de una serie de situaciones que culminaban en fracaso: con cierta frecuencia, un grupito de solteros bengalíes se personaban en su casa, colegas jóvenes de su padre. Ella nunca hablaba con ellos. Se metía en su habitación alegando que tenía deberes y no bajaba ni a despedirse. Durante sus visitas estivales a Calcuta, había hombres que aparecían misteriosamente en la salita del piso de sus abuelos. Una vez, durante un viaje en tren a Durgapur (iban a visitar a un tío suyo), una pareja fue lo bastante descarada como para preguntarle a sus padres si estaba prometida; ellos tenían un hijo que estudiaba cirugía en Michigan. «¿No pensáis concertarle un matrimonio?», le preguntaban sus parientes a sus padres. Aquellas preguntas la llenaban de temor. Le desagradaba aquella manera de comentar los detalles de su boda, el menú, los colores de los saris que llevaría en las distintas ceremonias, como si aquélla fuera una certeza absoluta en su vida. No soportaba que su abuela abriera su almari, que siempre tenía cerrado con llave, y le mostrara las joyas que algún día serían suyas.

La triste realidad era que no salía con nadie, que en realidad estaba desesperadamente sola. Rechazaba a los hombres indios, que no le interesaban, y sus padres, durante su adolescencia, le prohibían salir con chicos. En la universidad vivió prolongados enamoramientos, en los que los objetos de su pasión eran alumnos con los que nunca hablaba, profesores o adjuntos. Mentalmente, tenía relaciones con ellos y organizaba sus días en función de los encuentros fortuitos que pudieran producirse entre ellos en la biblioteca, o de las conversaciones mantenidas durante las horas lectivas, o de la única clase que ella y ese alumno especial compartían, hasta el punto de que, incluso en la actualidad, asociaba un curso concreto con el hombre o el chico al que deseaba en silencio, perdida, tontamente. De tarde en tarde alguno de aquellos enamoramientos culminaba en un almuerzo, en un café compartido, encuentros en los que ella depositaba todas sus esperanzas pero que no acababan en nada. La verdad era que en su vida no había nadie, así que cuando estaba a punto de terminar la carrera, empezó a estar íntimamente convencida de que nunca encontraría el amor. A veces se preguntaba si no sería su horror a casarse con alguien a quien no quería lo que inconscientemente la hacía cerrarse a los afectos. Mientras habla, niega con la cabeza, molesta por haber abordado ese aspecto de su pasado. Incluso en la actualidad, lamenta su adolescencia. Lamenta su obediencia, su pelo largo y liso, sus clases de piano, sus blusas con lazo. Lamenta su torturadora falta de confianza en sí misma, los cuatro kilos de más que tenía en esa época. «No me extraña que no me dirigieras la palabra», le dice. Cuando Gógol la oye hablar así de sí misma, siente ternura por ella. Y aunque fue testigo de esa etapa de su vida, ya no logra imaginársela; esos recuerdos vagos de ella que ha conservado toda la vida han sido barridos de un plumazo, reemplazados por la mujer que ahora conoce.

En Brown, su rebelión fue académica. Ante la insistencia familiar, se licenció en Química, porque ellos tenían la esperanza de que siguiera los pasos de su padre. Pero, sin decírselo, se matriculó también en francés. Sumergirse en una tercera lengua, en una tercera cultura, había sido su refugio; en vez de a lo estadounidense o a lo indio, se acercaba a lo francés sin culpa, sin recelos, sin expectativas de ningún tipo. Era más fácil dar la espalda a los dos países que podían reclamarle algo y abrazar otro que no le pedía nada a cambio. Sus cuatro años de estudios clandestinos le sirvieron de preparación, en esa última etapa universitaria, para escapar lo más lejos posible. Les comunicó a sus padres que no tenía intención de ejercer de química y, haciendo caso omiso de sus protestas, reunió todo el dinero que tenía y se trasladó a París sin planes concretos.

De pronto todo era fácil, y tras años convencida de que nunca tendría ningún amante, empezó a tener aventuras sin proponérselo. Sin pensárselo dos veces, consintió en que los hombres la sedujeran en los cafés, en los parques, en los museos. Se entregaba a ellos abierta y completamente, sin importarle las consecuencias. Ella era la misma persona de siempre, con el mismo aspecto y el mismo comportamiento, pero de repente, en aquella nueva ciudad, se transformó en el tipo de chica a la que en otro tiempo habría envidiado, en el tipo de chica en la que jamás habría creído llegar a convertirse. Dejaba que los hombres le pagaran las copas, las cenas, que luego la llevaran en taxi hasta sus casas, en barrios que aún no conocía. Al recordarlo, se da cuenta de que aquella súbita falta de inhibición la embriagaba más que todos aquellos hombres. Algunos estaban casados, eran mucho mayores que ella, eran padres de hijos que ya estudiaban en secundaria. Casi todos eran franceses, pero también hubo un alemán, un persa, un italiano, un libanés. Había días en los que se acostaba con uno al mediodía y con otro por la noche. Eran un poco excesivos, le dice a Gógol, poniendo los ojos en blanco; le regalaban perfumes y joyas.

Encontró trabajo en una agencia en la que los empresarios estadounidenses iban a practicar francés y los empresarios franceses, inglés. Quedaba con sus alumnos en cafés, o hablaba con ellos por teléfono, les hacía preguntas sobre su familia, su pasado, sus libros o sus platos favoritos. Empezó a salir con otros estadounidenses residentes en París. Su prometido formaba parte de aquel grupo. Era inversor de banca, de Nueva York, y estaba pasando un año en París.

Se llamaba Graham. Se enamoro de el y al cabo de poco tiempo se trasladó a vivir a su casa. Fue por él por quien se matriculó en la Universidad de Nueva York. Se fueron a vivir juntos a York Avenue. Vivían ahí en secreto, con dos líneas telefónicas independientes para que sus padres no se enteraran. Cuando iban a visitarla a la ciudad, él desaparecía y se instalaba en un hotel, tras borrar todas las huellas de su presencia en el apartamento. Al principio, mantener una mentira tan compleja era emocionante, pero al final se hizo pesado, imposible. Lo llevó a casa de sus padres, en Nueva Jersey, dispuesta a presentar batalla, pero para su asombro, descubrió que ellos se sentían aliviados. Para entonces ella ya era lo bastante mayor y no les importaba que su novio fuera de Estados Unidos. Varios de los hijos de sus amigos se habían casado con estadounidenses, les habían dado nietos de piel clara, pelo oscuro, medio estadounidenses, y nada de todo aquello era tan terrible como temían. Así, sus padres hicieron todo lo posible por aceptarlo. Le dijeron a sus amigos bengalíes que Graham era muy educado, que había estudiado en las mejores universidades, que ganaba un muy buen sueldo. Tuvieron que pasar por alto el hecho de que sus padres estuvieran divorciados, de que su padre se hubiera vuelto a casar no una vez, sino dos, de que su segunda esposa fuera apenas diez años mayor que Moushumi.

Una noche, en un taxi parado en medio de un embotellamiento, ella le pidió impulsivamente que se casaran. Viéndolo en perspectiva, supone que lo que la llevó a hacerlo fueron todos aquellos años en que la gente intentaba reclamarla, escogerla, todos aquellos años en que sentía como si llevara una red invisible alrededor. Graham aceptó, le regaló el diamante de su abuela. Quiso viajar con ella y su familia a Calcuta, conocer a su numerosa familia y obtener la bendición de sus abuelos. Consiguió cautivar a todo el mundo, aprendió a sentarse en el suelo, a comer con los dedos, a tocar el suelo que pisaban sus abuelos. Visitaron las casas de muchísimos parientes, comieron platos llenos de pegajoso mishti, posaron pacientemente en los terrados, rodeados de primos, mientras les hacían innumerables fotos. Aceptó que el matrimonio fuera hindú, y su madre fue a comprar a Gariahat y a New Market, y escogió una docena de saris y joyas de oro en cajitas rojas forradas de terciopelo granate, así como un dhoti y un topor para Graham, que su madre llevó en la mano en el avión en que volvieron a Estados Unidos. La fecha de la boda se fijó para el verano siguiente en Nueva Jersey. Celebraron una fiesta de compromiso, recibieron algunos regalos. Su madre redactó en el ordenador un resumen de rituales bengalíes y se lo envió a todos los invitados estadounidenses. Les tomaron una foto que hicieron publicar en las páginas de sociedad del periódico local que leían sus padres.

Pocas semanas antes de la boda, estaban cenando en un restaurante, con unos amigos, emborrachándose felizmente, cuando oyó que Graham hablaba de su viaje a Calcuta. Para su sorpresa, lo que hacía era quejarse, comentar que le había parecido agotador, que creía que se trataba de una cultura reprimida. Todo lo que habían hecho era ir a visitar parientes, dijo. Aunque la ciudad le resultó fascinante, en su opinión la sociedad era un poco provinciana. La gente tendía a quedarse en casa, por regla general. No había bebidas alcohólicas. «Imaginaos tener que enfrentarme a cincuenta parientes de ella sin nada de alcohol. Y ni siquiera podíamos cogernos de la mano en la calle sin ser blanco de todas las miradas», añadió. Ella escuchó todo aquello, dándole la razón en parte, pero también horrorizada. Porque una cosa era que fuera ella la que rechazara su lugar de origen, la que se mostrara crítica con su herencia familiar, y otra muy distinta tener que oírlo de sus labios. Se dio cuenta de que Graham había engañado a todo el mundo, incluida ella. Al salir del restaurante, camino de casa, sacó el tema y le confesó que aquellos comentarios la habían afectado. Quiso saber por qué no se lo había dicho antes. ¿Acaso había estado fingiendo todo el rato y en realidad no se lo había pasado bien en Calcuta? Empezaron a discutir, y entre ellos se abrió un abismo que se los tragó y de pronto, ella, enfurecida, se quitó el anillo de su abuela y lo tiró al suelo, a la calle, a los coches que pasaban, y Graham le dio un bofetón ante la mirada de la gente que pasaba. Aquella misma semana él se fue del apartamento que compartían. Moushumi dejó de ir a clase. Se tomó medio frasco de pastillas, y en urgencias le obligaron a beber carbón. La mandaron al psicólogo. Llamó a su tutor de la universidad y le dijo que había tenido un ataque de nervios y que pensaba dejar el curso ese semestre. Se canceló la boda, tuvieron que hacerse cientos de llamadas. Perdieron la paga y señal que habían dado para el catering en Sha Jahan, así como el viaje de bodas, que había de ser en el Palacio sobre Ruedas, en el Rajastán. Las joyas se guardaron en la caja fuerte de un banco, y los saris, las blusas y las enaguas en un arcón a prueba de polillas.

Su primer impulso fue volver a París. Pero estaba en la universidad, se había empeñado demasiado para dejarla y, además, no tenía dinero para el viaje. Dejó el apartamento de York Avenue, porque ella sola no podía pagarlo. No quiso volver a casa de sus padres. Unos amigos de Brooklyn la acogieron. Vivir con una pareja, en aquellos momentos, fue doloroso, le explicó a Gógol, oírlos ducharse juntos por las mañanas, verlos besarse y cerrar la puerta de su dormitorio al llegar la noche, pero al principio no podía soportar la idea de estar sola. Empezó a aceptar trabajos temporales. Cuando ahorró lo bastante para trasladarse a su apartamento del East Village, ya tenía ganas de estar sola. Se pasó el verano yendo al cine sin compañía, a veces hasta a tres sesiones en un mismo día. Se compraba una guía de televisión y la leía de cabo a rabo, planificando las noches en función de sus programas favoritos. Empezó a alimentarse de raita y galletas saladas. Adelgazó más que nunca, y en las pocas fotos que le hicieron en esa época cuesta reconocerle la cara. Fue a las rebajas de final de verano y se lo compró todo de la talla 36. Seis meses después se vio obligada a darlo todo a una tienda de segunda mano. Al llegar el otoño, se concentró en sus estudios, y recuperó todas las materias que había abandonado en primavera. Empezó a salir de vez en cuando con chicos. Y entonces, un día, su madre le llamó y le preguntó si se acordaba de un chico que se llamaba Gógol.