7

Ashima está sentada en la cocina de su casa, en Pemberton Road, escribiendo postales de Navidad. A su lado, el té Lipton se le va enfriando. Tiene delante tres agendas abiertas y varias plumas estilográficas que ha encontrado en un cajón del escritorio de Gógol, además del paquete de tarjetas y de la esponja empapada que usa para cerrar los sobres. La agenda más vieja, comprada hace veintiocho años en una papelería de Harvard Square, tiene las tapas negras, rugosas, y las páginas azules, y se mantiene unida gracias a una goma elástica. Las otras dos son más grandes, más bonitas, y las lengüetas con las letras del abecedario todavía están intactas. La cubierta de una de ellas es acolchada, verde oscura, con los bordes de las hojas dorados. Su favorita, un regalo de cumpleaños de Gógol, intercala ilustraciones de cuadros del Museo de Arte Moderno. En las primeras y últimas páginas de las tres están anotados los teléfonos de todas las líneas aéreas con las que han volado a Calcuta, así como los números de reserva, salpicados de unas marcas de bolígrafo que indican las largas esperas que han hecho falta para conseguirlos.

Al tener las direcciones en tres sitios distintos, su tarea se hace más complicada. Pero Ashima no es partidaria de mezclar las cosas, ni de unificar todos los datos en una sola agenda. Está orgullosa de todas y cada una de las señas escritas en cualquiera de las tres, porque el conjunto es el registro de todos los bengalíes que su marido y ella han ido conociendo con el transcurso de los años, de toda la gente con quien ha tenido la suerte de compartir el arroz en tierra extraña. Aún recuerda el día en que compró la más antigua de las tres, al poco de llegar a Estados Unidos, una de las primeras veces que salía de casa sin Ashoke. El billete de cinco dólares que llevaba en el monedero le parecía una fortuna. Recuerda haberla escogido por ser la más sencilla, la más barata. «Querría comprar esto», dijo, dejándola sobre el mostrador. Tenía tanto miedo de que no la entendieran, que el corazón le latía con fuerza. Pero el dependiente ni siquiera levantó la vista, y se limitó a decirle el precio. Volvió a casa, y en las páginas azules anotó la dirección de sus padres en Calcuta, en Amherst Street, y la de sus suegros en Alipore, y finalmente la suya, la de su apartamento en Central Square, para acordarse. También anotó la extensión de Ashoke en el MIT, consciente de que estaba escribiendo aquel nombre por primera vez en su vida, y lo acompañó de su apellido. Aquél era su mundo.

Este año las postales de Navidad las ha hecho ella misma, a partir de una idea que ha sacado de un libro de manualidades que ha consultado en la biblioteca. Normalmente compra paquetes a mitad de precio en las rebajas de enero de los grandes almacenes, y cuando llega el momento de usarlas nunca recuerda en qué rincón de la casa las guardó. Se cuida siempre mucho de escoger las que tienen lemas como «Felices Vacaciones» o «Paz y Amor», y no las que rezan «Feliz Navidad». Asimismo, evita las escenas de la Natividad y opta por imágenes más laicas: un trineo en un campo nevado, unos patinadores en un lago. La tarjeta de este año es un dibujo que ha hecho ella misma, un elefante decorado con joyas rojas y verdes pegado a un papel plateado. El elefante es una copia del que su padre le dedicó a Gógol hace más de veintisiete años en los márgenes de un aerograma. Conserva las cartas de sus padres muertos en el estante superior de su armario, dentro de un bolso blanco que llevaba en la década de 1970 hasta que se le rompió un asa. Una vez al año, saca las cartas, las echa sobre la cama y las va releyendo. Así dedica una jornada completa a sus palabras y llora sin reprimirse. Revive sus afectos, sus preocupaciones, que semana tras semana, indefectiblemente, cruzaban continentes; todos los detalles que no tenían nada que ver con su vida en Cambridge pero que, de todos modos, tanto la ayudaban en aquella época. Ella misma ha sido la primera sorprendida al ver que el elefante le quedaba tan bien. Como no se ponía a dibujar desde que era niña, ha dado por sentado que no recordaría nada de lo que su padre le enseñó y de lo que su hijo ha heredado: sostener el lápiz con firmeza y dibujar con trazos rápidos y seguros. Se ha pasado todo un día haciendo diversas pruebas en distintas hojas de papel, coloreándolo, recortándolo, y finalmente le ha sacado fotocopias en la universidad. Otra tarde la ha dedicado a ir a varias papelerías en busca de sobres rojos de la medida equivalente.

Ahora que está sola, tiene tiempo para hacer esas cosas. Ahora que no tiene a nadie para quien cocinar, a quien atender, con quien hablar, a veces durante semanas. A los cuarenta y ocho años entra en contacto con una soledad que su marido y sus hijos ya conocen y que, según aseguran, no les molesta. «No hay para tanto —le dicen los niños—. Todos deberíamos vivir solos en algún momento de nuestra vida». Pero Ashima se siente ya demasiado mayor para aprender a estar sola. No soporta volver a casa por la noche y encontrársela vacía y a oscuras, acostarse en un lado de la cama y levantarse en el otro. Los primeros días desplegó una actividad frenética, se dedicó a limpiar armarios, a frotar muy bien los muebles de la cocina y los estantes de la nevera, a repasar los recipientes de las verduras. A pesar de haberse instalado la alarma, se despertaba sobresaltada en plena noche, con algún ruido que creía oír en alguna parte de la casa, o con el repicar de las tuberías de la calefacción. Durante bastante tiempo, no se acostaba ninguna noche sin comprobar varias veces que las ventanas estuvieran bien cerradas. En una ocasión se despertó al oír que llamaban repetidamente a la puerta y telefoneó a Ashoke en Ohio. Sin soltar el inalámbrico, bajó al recibidor, miró por la mirilla y se dio cuenta de que había olvidado cerrar la pantalla mosquitera y con el viento se abría y se cerraba sin control.

Ahora lava la ropa una vez al mes. Ya no quita el polvo, ni se fija siquiera en si lo hay o no. Come en el sofá, frente al televisor, cosas simples, tostadas con mantequilla y dal, que prepara un día y le dura toda la semana, y a veces, si le apetece, una tortilla. En alguna ocasión ha comido con Gógol o Sonia cuando vienen de visita: de pie delante de la nevera, sin molestarse en calentarse la comida en el horno ni de servírsela en un plato. Su pelo es cada vez más escaso y más canoso. Todavía se lo peina con la raya en medio, pero ya no se hace la trenza; se lo recoge en un moño. Desde hace poco usa gafas bifocales, que lleva sujetas a una cadena y le cuelgan entre los pliegues del sari. Trabaja en la biblioteca pública tres tardes por semana y dos sábados al mes, igual que Sonia cuando iba al instituto. Es el primer empleo de Ashima en Estados Unidos, el primero desde que se casó. Le envía los cheques de su modesto sueldo a Ashoke que los ingresa en su cuenta común. Su trabajo es para ella un pasatiempo. Acudía regularmente a la biblioteca desde hacía años, llevaba a sus hijos a las sesiones de lectura cuando eran pequeños, e iba muchas veces a leer revistas y libros con patrones de calceta. Un día, la señora Buxon, la jefa de bibliotecarias, le preguntó si le interesaría un trabajo de media jornada. Al principio, sus responsabilidades habían sido las mismas que las de las alumnas del instituto, guardar en los estantes los ejemplares que la gente devolvía, asegurarse de que las secciones mantenían un estricto orden alfabético, pasar de tanto en tanto un plumero por los lomos. También reparaba libros viejos, forraba las nuevas adquisiciones, organizaba exposiciones mensuales sobre temas como jardinería, biografías de presidentes, poesía, historia afroamericana. Últimamente ha empezado a trabajar en el escritorio principal, y ya saluda por su nombre a los usuarios habituales cuando entran para rellenar las solicitudes de préstamo. Se lleva bien con las demás mujeres que trabajan en la biblioteca, la mayoría de las cuales tienen también a los hijos mayores. Varias viven solas, como Ashima en estos momentos, porque están divorciadas. Son las primeras amigas estadounidenses que tiene. En la sala de personal, mientras meriendan, intercambian chismes sobre este o aquel usuario, comentan los peligros de salir con hombres a su edad. De vez en cuando invita a comer a sus amigas a casa, y los fines de semana va con ellas de compras a los centros comerciales de Maine que venden ropa de ocasión.

Ashoke vuelve a casa un fin de semana de cada tres. Llega en taxi; aunque ella conduce por el barrio, no se atreve a meterse en la autopista para ir al aeropuerto. Cuando su marido regresa a casa, vuelve a comprar y a cocinar como antes. Si alguna familia amiga los invita a cenar, asisten los dos, sin los niños, y durante el trayecto les entristece constatar que Gógol y Sonia ya son adultos y no volverán a sentarse en el asiento de atrás con ellos. Cuando viene a pasar el fin de semana, Ashoke no saca la ropa de la maleta ni las cosas de afeitar del neceser, que deja junto al lavabo. Y se ocupa de los asuntos con los que ella todavía no se atreve. Es él quien paga las facturas, quien pasa el rastrillo por el jardín para limpiarlo de hojas, quien llena el depósito en la gasolinera de autoservicio. Sus visitas son tan breves que apenas se notan, y pareciera que en cuestión de horas ya vuelve a ser domingo y se queda otra vez sola. Cuando está en Ohio, hablan por teléfono todas las noches, a las ocho en punto. A veces, cuando no sabe qué hacer después de cenar, a las diez ya está acostada, con la bata puesta, y se pone a mirar la pequeña tele en blanco y negro que tienen hace siglos y que sigue a los pies de la cama. La imagen cada vez se hace más pequeña, y el marco negro que la rodea, más grande. Si no dan nada interesante, hojea algún libro que ha sacado de la biblioteca y que ocupa el sitio de Ashoke.

Ahora son las tres de la tarde. El sol ya empieza a perder fuerza. Es el típico día que parece terminar minutos después de haber empezado, y que echa por tierra los planes que tenía Ashima de hacer muchas cosas, porque la inminencia de la noche la distrae. Un día de esos en que a las cinco ya empieza a pensar en la cena. Si hay algo que nunca le ha gustado de la vida en ese país es precisamente eso: las jornadas gélidas y cortísimas de principios de invierno en que la oscuridad llega pocas hora después del mediodía. De días como ése no espera nada, sólo aguarda su conclusión. Se ha resignado a calentarse la cena temprano, a ponerse el camisón y la bata, a conectar la manta eléctrica en la cama. Da un sorbo al té, que ya está frío del todo. Se levanta para poner más agua a hervir y se prepara otro. Las petunias que hay en el alféizar de la ventana y que plantaron el Día de los Caídos, la última vez que Gógol y Sonia estuvieron juntos en casa, han quedado reducidas a unos tallos marrones y arrugados que lleva semanas queriendo arrancar. Ya lo hará Ashoke, piensa, y entonces suena el teléfono y es él, y eso es precisamente lo primero que le dice. Oye ruidos de fondo, más gente que habla.

—¿Estás viendo la tele? —le pregunta.

—No, estoy en el hospital.

—¿Qué te ha pasado?

Apaga la tetera, porque el agua ya hierve, asustada, con el corazón en un puño, aterrorizada ante la idea de que haya habido algún accidente.

—Desde esta mañana me duele el estómago.

Le explica que seguramente será algo que habrá comido, que la noche anterior lo invitaron a casa de unos alumnos bengalíes que ha conocido en Cleveland y que todavía no cocinan muy bien, y que le ofrecieron un biryani de pollo con un aspecto algo dudoso.

Ashima suspira ruidosamente, aliviada al saber que no es nada serio.

—Pues tómate un Alka-Seltzer.

—Ya lo he hecho, pero no me ha servido de nada. He venido a urgencias porque hoy todas las consultas están cerradas.

—Trabajas demasiado. Ya no eres estudiante, no sé si lo sabes. Espero que no te salga una úlcera.

—Yo también.

—¿Y quién te ha acompañado?

—Nadie. He venido solo. No hay para tanto, en serio.

A pesar de sus palabras, la imagen de su marido conduciendo solo hasta el hospital le da mucha lástima. De repente lo echa mucho de menos, se acuerda de los mediodías de hace muchos años, cuando acababan de instalarse en el barrio y él se escapaba de la universidad y aparecía en casa por sorpresa, en pleno día. En aquellas ocasiones, en vez de los bocadillos a los que ya se habían acostumbrado, se regalaban un almuerzo bengalí completo, hervían arroz y calentaban las sobras de las noches anteriores, comían hasta hartarse y se quedaban en la mesa, conversando, soñolientos, saciados, mientras las palmas de las manos se les iban secando y poniendo amarillas.

—¿Y qué dice el médico? —le pregunta a Ashoke.

—Todavía no me ha visitado. Hay bastante cola. Hazme un favor.

—Dime.

—Mañana llama al doctor Sandler. De todos modos me tocaba hacerme un chequeo. Pídeme hora para el próximo sábado, si tiene alguna libre.

—Está bien.

—No te preocupes. Ya me encuentro un poco mejor. Cuando llegue a casa, te llamo.

—De acuerdo.

Cuelga, se prepara el té y vuelve a la mesa. En un sobre rojo, escribe «Llamar al doctor Sandler» y lo apoya contra el salero. Da un sorbo y arruga la frente, porque en el borde de la taza quedan restos de detergente. Tiene que tener más cuidado cuando friega los platos. No sabe si llamar a sus hijos para decirles que su padre está en el hospital. Pero al momento se recuerda a sí mima que técnicamente no lo está, que si no fuera domingo estaría, simplemente, en la consulta de algún médico. Por teléfono su voz sonaba como de costumbre, tal vez algo cansado, pero no parecía estar tan mal.

Así que vuelve a su tarea. En la parte baja de las tarjetas escribe sus nombres: el de su marido, que nunca ha pronunciado en presencia de él, seguido del suyo propio y del de sus hijos, Gógol y Sonia. Se niega a poner Nikhil, aunque sabe que eso es lo que él preferiría. Los padres no llaman a sus hijos por su nombre oficial. Esos nombres no son para usarlos en familia. Los cuatro nombres los escribe por orden de edad, Ashoke, Ashima, Gógol, Sonia. Decide enviarles una tarjeta a cada uno, no incluyendo su nombre en ese caso: una se la enviará a Ashoke a Cleveland y otra a Gógol a Nueva York. En ésa también pondrá el nombre de Maxine en el encabezamiento. Aunque fue amable con ella la vez que Gógol la trajo a comer, Ashima no la quiere como nuera. Le escandalizó que se dirigiera a ellos llamándolos Ashima y Ashoke. Sin embargo, ya llevan más de un año saliendo. Y ya sabe que su hijo duerme con ella, bajo el mismo techo que sus padres, cosa que no le ha contado a ninguna de sus amigas bengalíes. Hasta tiene el teléfono de su casa, al que ha llamado sólo una vez. En aquella ocasión, en el contestador oyó la voz de una mujer, la madre de Maxine, supuso, pero no dejó ningún mensaje. Sabe que debe aceptar esa relación. Se lo ha dicho Sonia, y también sus amigas estadounidenses de la biblioteca. También le envía una tarjeta a su hija y a las dos compañeras con las que vive en San Francisco. Ashima tiene muchas ganas de que sea Navidad, para estar los cuatro juntos. Todavía le duele que ninguno de los dos haya venido a casa para Acción de Gracias. Sonia, que trabaja para una agencia encargada de temas medioambientales y estudia para el examen de ingreso en la Facultad de Derecho, puso como excusa que estaba demasiado lejos para venir por tan pocos días. Gógol, que trabajaba al día siguiente, porque tenía que entregar un proyecto, había pasado el día con la familia de Maxine, en Nueva York. Privada de la compañía de sus padres desde su llegada a Estados Unidos, la independencia de sus hijos, su necesidad de mantenerse distanciados de ella, es algo que no comprenderá jamás. De todos modos, no quiso que eso fuera motivo de discusión. Porque también eso está empezando a aprenderlo. Lo ha comentado con sus amigas de la biblioteca, y le han dicho que es algo inevitable, que al final los padres tienen que dejar de suponer que los hijos van a volver en sus vacaciones. Así, Ashima y Ashoke pasaron Acción de Gracias solos, y por primera vez en muchos años no se molestaron en comprar el pavo. «Con amor, Ma», escribe ahora en las tarjetas que va a enviar a sus hijos. En la de Ashoke pone, simplemente, «Ashima».

Pasa dos páginas llenas de las sucesivas direcciones de sus hijos. Ha dado a luz a dos nómadas. Ahora ella es la custodia de todos esos nombres y números, señas que en determinados momentos ha llegado a saberse de memoria y que ni Gógol ni Sonia recuerdan ya. Piensa en todos los apartamentos oscuros y calurosos en los que ha vivido su hijo, empezando por su primer dormitorio compartido en New Haven y pasando por el que tiene ahora en Manhattan, con su radiador despintado y sus paredes con grietas. Y Sonia ha hecho lo mismo que su hermano, ha ido pasando de habitación en habitación desde que tenía dieciocho años, ha compartido piso con compañeras a las que le cuesta seguir la pista cuando llama. Piensa en el apartamento de su marido en Cleveland, que ella le ayudó a organizar cuando fue a visitarlo un fin de semana. Le compró platos y vasos baratos, de los que usaban cuando vivían en Cambridge, tan distintos de los que sus hijos le regalan, tan brillantes, comprados en Williams-Sonoma. También le llevó sábanas y toallas, unas cortinas sencillas para las ventanas, un saco grande de arroz. A lo largo de toda su vida, ella ha vivido sólo en cinco casas: el piso de sus padres en Calcuta, la casa de sus suegros, en la que pasó un mes, la que alquilaron al llegar a Cambridge, en la planta baja de los Montgomery, el apartamento del campus y, por último, la casa en la que viven ahora. Le bastan cinco dedos para contarlas todas. Su vida cabe en una sola mano.

De vez en cuando mira por la ventana, al cielo violáceo de la tarde, traspasado por dos franjas paralelas de un rosa subido. Se fija en el teléfono de la pared, desea que suene. Decide que va a comprarle a su marido un teléfono móvil como regalo de Navidad. Sigue escribiendo felicitaciones. La casa está en silencio, oscurece, pero ella sigue, sin descanso, aunque ya está empezando a dolerle la muñeca. Hasta que suena el teléfono, ni se molesta en levantarse para encender la luz de la cocina, ni las del jardín, ni ninguna otra. Responde al instante, pero se trata de una televendedora, alguna pobre chica que tiene que trabajar en fin de semana. Le pregunta si está en casa la señora… eh…

—Ganguli —dice secamente Ashima antes de colgar.

Al anochecer el cielo adquiere un tono azul claro pero intenso, y los árboles del jardín y las casas vecinas se convierten en siluetas negras, macizas. A las cinco, todavía no sabe nada de su marido. Lo llama a su apartamento, pero no le contesta. Vuelve a intentarlo diez minutos después, veinte minutos después. Lo que le sale es su propia voz en el contestador, que recita el número y le pide al interlocutor que deje un mensaje. Cada vez que llama oye la señal, pero no dice nada. Piensa en los sitios en los que puede haberse detenido de camino a casa: la farmacia, para ir a buscar lo que el médico le haya recetado, el supermercado, para comprar comida. Hacia las seis ya no consigue distraerse pegando los sellos y cerrando los sobres. Llama a información, pide que le pasen con alguna operadora de Cleveland y pregunta el número de teléfono del hospital donde le ha dicho que estaba. Llama y empiezan a pasarle de extensión en extensión. «Sólo ha ido a hacerse una revisión», les dice a las personas que descuelgan y que le piden que espere. Les deletrea el apellido, como ha hecho ya otros cientos de veces. «G de Gris, N de Nube». Espera mucho rato, sin colgar, está a punto de desistir varias veces, piensa que tal vez su marido esté intentando contactar con ella en ese momento, lamenta no tener activada la función de llamada en espera. La comunicación se interrumpe. Vuelve a llamar. «Ganguli», insiste. Una vez más le piden que espere. Entonces descuelga una mujer joven, a juzgar por su voz, probablemente no mayor que Sonia.

—Sí, siento la espera. ¿Con quién hablo?

—Soy Ashima Ganguli. La esposa de Ashoke Ganguli. ¿Quién es usted?

—Ya. Lo siento. Soy la interna que le ha hecho la primera revisión a su marido.

—Llevo media hora esperando. ¿Mi marido sigue ahí o ya se ha ido?

—Lo siento mucho, señora —insiste la joven—. Llevamos un rato intentando ponernos en contacto con usted.

Y es entonces cuando le comunica que el paciente Ashoke Ganguli, su esposo, ha expirado.

Expirado. Una palabra que se usa para hablar de plazos vencidos. Una palabra que, durante unos segundos, no provoca ninguna reacción en Ashima.

—No, no, debe tratarse de un error —dice sin perder la calma, negando con la cabeza, emitiendo una risa ahogada—. Mi marido no ha ido de urgencias. Sólo le dolía el estómago.

—Lo siento, señora… Ganguli, ¿lo digo bien?

Y oye algo de un infarto masivo, que todos los intentos por reanimarlo han sido en vano. ¿Desea que sus órganos se destinen a donaciones?, le preguntan, y quieren saber también si hay alguien en la zona de Cleveland que pueda identificar el cuerpo y hacerse cargo de él. Pero Ashima no responde. Lo que hace es colgar y dejarla con la palabra en la boca. Aprieta el auricular tan fuerte como puede y no lo suelta en un minuto, como si quisiera borrar las palabras que acaba de oír. Mira la taza de té vacía, la tetera que tuvo que apagar para poder oír a su marido hacía apenas unas horas. Empieza a temblar violentamente, parece que la temperatura de la casa haya descendido diez grados de golpe. Se levanta el sari y se cubre con él los hombros, como si fuera un chal. Se levanta, empieza a caminar por todas las habitaciones de la casa, enciende todas las luces, la farola del jardín, el foco del garaje, como si ella y Ashoke esperaran invitados. Regresa a la cocina y mira el montón de tarjetas que hay sobre la mesa, metidas en los sobres rojos que tanto le gustaron cuando los compró, la mayor parte ya listas para ser enviadas. El nombre de su marido aparece en todas ellas. Abre la agenda, porque de pronto es incapaz de recordar el teléfono de su hijo, cosa excepcional, pues en condiciones normales lo marcaría con los ojos cerrados. Ni en el trabajo ni en su apartamento le contesta nadie, así que lo intenta en el número de Maxine, que tiene anotado también en la G, de Gógol y de Ganguli.

Sonia llega de San Francisco para estar con su madre. Gógol viaja solo directamente a Cleveland. Sale a la mañana siguiente, en el primer vuelo que consigue. Tras el despegue, mira por la ventanilla y contempla el paisaje que se extiende a sus pies, las llanuras del Medio Oeste medio cubiertas de nieve, los ríos serpenteantes, que brillan al sol y parecen de papel de aluminio. El avión proyecta su sombra sobre la tierra. El vuelo va medio vacío, algunos hombres y mujeres en viaje de negocios, a juzgar por la ropa que llevan, gente acostumbrada a esos vuelos, a viajar a esas horas, que usan sus ordenadores portátiles o leen los periódicos. No está acostumbrado a la tranquilidad de los vuelos domésticos, a la estrechez de la cabina, a ir con sólo una bolsa que no ha facturado y lleva como equipaje de mano en el compartimiento superior. Maxine se ha ofrecido a acompañarlo, pero él no ha querido. No quiere estar con alguien que apenas conocía a su padre, que lo vio sólo en una ocasión. Ha ido con él hasta la Novena Avenida y se ha quedado ahí esperando, despeinada, amodorrada, con el pijama puesto debajo del abrigo y las botas. Gógol retira dinero de un cajero automático y para un taxi. La ciudad entera, incluyendo a Gerald y a Lydia, duerme todavía.

Esa noche fueron a la fiesta de presentación del libro de un amigo de Maxine. Luego salieron a cenar con un pequeño grupo. Hacia las diez volvieron a casa de los padres de Maxine, como de costumbre. Estaban muy cansados, como si fuera mucho más tarde, y entraron sólo un momento a dar las buenas noches a Gerald y Lydia, que estaban en su salita, viendo un vídeo francés en el sofá, tapados con una manta y dando sorbos al vino que les había sobrado de la cena. Tenían la luz apagada, pero al resplandor del televisor Gógol vio que Lydia apoyaba la cabeza en el hombro de Gerald, y que tenían los pies encima de la mesa de centro.

—Ah, Nick, te ha llamado tu madre —le dijo Gerald, apartando la vista de la pantalla.

—Dos veces —añadió Lydia.

Gógol sintió cierta vergüenza. No, no había dejado ningún mensaje, le dijeron. Últimamente, desde que estaba sola, su madre lo llamaba más a menudo. Parecía que le hacía falta oír a diario las voces de sus hijos. Pero a casa de Maxine no le había llamado nunca. Telefoneaba al trabajo, o le dejaba mensajes en su apartamento, mensajes que él escuchaba con varios días de retraso. Decidió que, fuera lo que fuera, podía esperar hasta la mañana siguiente.

—Gracias, Gerald —dijo, cogiendo a Maxine por la cintura. Hicieron ademán de irse, pero el teléfono volvió a sonar.

Gerald respondió.

—Es para ti, Gógol. Tu hermana.

En el aeropuerto coge un taxi que lo lleva al hospital. Le sorprende el frío que hace en Ohio, mucho más acusado que en Nueva York; la gruesa capa de nieve que lo cubre todo. El hospital es un recinto formado por edificios de piedra clara, situado en lo alto de una colina. Entra en la misma sala de urgencias en la que el día anterior ingresó su padre. Tras dar su nombre, le indican que suba en ascensor hasta la sexta planta, y luego le hacen esperar en un espacio vacío de oscuras paredes azules. Se fija en el reloj de pared que, junto al resto de mobiliario, es una donación de la familia de un tal Eugene Arthur. En la sala de espera no hay revistas ni televisor, sólo unas sillas pegadas a la pared y un dispensador de agua en un rincón. A través de la puerta de cristal intuye un pasillo blanco, algunas camas vacías. No hay actividad frenética, no se ven médicos ni enfermeras yendo de un lado a otro a toda velocidad. Mantiene la mirada fija en el ascensor, casi esperando que su padre aparezca de un momento a otro para llevárselo de allí, para indicarle, con un ligero movimiento de cabeza, que es hora de irse. Cuando las puertas se abren por fin, ve un carrito lleno de bandejas de desayuno, casi todas cubiertas con tapas, y pequeños envases de tetrabrik de leche. De repente tiene hambre, se le ocurre que tendría que haberse guardado el panecillo que la azafata le ha ofrecido en el avión. No ha comido nada desde la cena de la noche anterior, en ese restaurante ruidoso y muy iluminado de Chinatown. Tuvieron que esperar media hora en la calle para conseguir mesa. Pero luego se dieron un festín a base de cebollinos tiernos, calamares salados y almejas con salsa de alubias negras, que a Maxine le encantan. Ya se habían medio emborrachado en la presentación del libro, y luego siguieron con cerveza o té de jazmín. Durante todo ese tiempo, su padre estaba en el hospital, ya muerto.

Las puertas vuelven a abrirse y entra un hombre bajo, de aspecto agradable y barba entrecana. Lleva una bata blanca que le llega a las rodillas y una carpeta en la mano.

Hola le dice a Gógol esbozando una cálida sonrisa.

¿Es usted… es usted el medico de mi padre?

—No, yo soy el señor Davenport. Tengo que conducirlo abajo.

El señor Davenport le guía hasta un ascensor reservado a pacientes y a médicos, y en él bajan hasta el segundo sótano del hospital. Le acompaña entonces al depósito de cadáveres, y se queda a su lado cuando retiran la sábana para mostrarle el rostro de su padre. Tiene la piel amarilla, como de cera, extrañamente hinchada. Los labios parecen haber perdido todo el color, y esbozan un gesto de arrogancia nada propio de él. Gógol se percata de que su padre está desnudo bajo la sábana, cosa que le incomoda y le hace girar momentáneamente la cara. Cuando vuelve a mirar, estudia ese rostro con mayor detenimiento, sin dejar de pensar que tal vez se trate de un error, que tal vez si le da unas palmaditas en el hombro, su padre se despertará. Lo único que le resulta familiar es el bigote, el exceso de pelo en unas mejillas y una barbilla que se afeitó hace menos de veinticuatro horas.

—Le faltan las gafas —dice Gógol, alzando la vista para mirar al señor Davenport.

Éste no dice nada hasta pasados unos minutos.

—Señor Ganguli, ¿se siente capacitado para identificar el cuerpo? ¿Puede afirmar sin dudarlo que se trata de su padre?

—Sí, es él —se oye decir.

Tras unos momentos, se percata de que alguien le ha traído una silla, y que el señor Davenport ha retrocedido un poco. No está seguro de si debe tocarle la cara a su padre, ponerle la palma de la mano en la frente, como hacía él cuando Gógol se encontraba mal, para saber si tenía fiebre. Pero la idea le aterroriza, y es incapaz de moverse. Al final, con el dedo índice, le roza el bigote, una ceja, un mechón del pelo de la cabeza, las partes de él que sabe que siguen viviendo en silencio.

El señor Davenport le pregunta a Gógol si está listo, vuelve a cubrir el cadáver con la sábana y salen del depósito. Llega un residente, que le explica cómo y en qué momento exacto se produjo el infarto, por qué los médicos no pudieron hacer nada. Le entregan la ropa que llevaba su padre, sus pantalones azules, su camisa blanca a rayas marrones, el suéter gris L. L. Bean que Gógol y Sonia le regalaron un año por Navidad. Los calcetines marrones, los zapatos beige. Las gafas. El abrigo y la bufanda. Y los objetos personales que llevaba, que llenan una bolsa de papel. En el bolsillo del abrigo hay un libro, Los comediantes, de Graham Greene, con las páginas amarillentas y la letra muy pequeña. Al abrirlo, ve que es de segunda mano, y que tiene la firma de un desconocido, un tal Roy Goodwin, en la primera página. En un sobre aparte le dan la billetera de su padre y las llaves del coche. Informa al hospital de que no quieren que se oficie ninguna ceremonia religiosa, y le dicen que las cenizas estarán listas dentro de unos días. Puede ir a buscarlas él personalmente, en la funeraria que le indican, o hacérselas enviar, junto con el certificado de defunción, directamente a Pemberton Road. Antes de irse, pide que le muestren el lugar exacto de la sala de urgencias donde se le vio con vida por última vez. Buscan el número de cama en un tablón de anuncios. Ahora la ocupa un joven con el brazo en cabestrillo pero con buen aspecto general, que habla por teléfono. Gógol ve las cortinas que lo rodearon parcialmente cuando la vida le abandonó, con un estampado de flores verdes y grises, y un calado blanco en la parte superior; del techo cuelgan unos ganchos metálicos, suspendidos sobre unos raíles en forma de U.

El coche alquilado de su padre, y que su madre le describió por teléfono la noche anterior, sigue estacionado en el aparcamiento. En cuanto lo pone en marcha, la voz de la radio atruena y le asusta. Le parece raro, porque él siempre la apagaba antes de bajarse del coche. En realidad, no hay ningún rastro de su presencia en el vehículo. Ni mapas, ni trozos de papel, ni vasos de cartón vacíos, ni monedas ni recibos. Lo único que encuentra en la guantera es la documentación del coche y el manual de instrucciones. Se pasa varios minutos leyéndolo, comparando la ilustración con el salpicadero real que tiene delante. Activa un momento los limpiaparabrisas y comprueba las luces, aunque en ese momento es de día. Apaga la radio, conduce en silencio. La tarde es fría y gris, y él atraviesa la ciudad anodina y sin encanto que jamás volverá a visitar. Sigue las indicaciones que le ha dado una enfermera del hospital para llegar al apartamento de su padre, y se pregunta si ésa fue la misma ruta que tomó él el día anterior. Cada vez que pasa por delante de un restaurante siente la tentación de parar, pero de pronto se encuentra en una zona residencial con calles en cuadrícula, salpicadas de casas victorianas y jardines cubiertos de nieve y aceras con placas de hielo.

El apartamento de su padre forma parte de un complejo que se llama Baron’s Court. Pasada la verja aparecen unos buzones plateados, muy grandes, en los que cabría sin amontonarse el correo de todo un mes. En el exterior del primer edificio, con un rótulo en que se lee Oficina de alquiler hay un hombre que hace una señal de asentimiento cuando pasa con el coche, como si lo hubiera reconocido. ¿Lo habrá tomado por su padre?, se pregunta Gógol. La idea le reconforta. Lo único que distingue a un edificio de otro es el número; a ambos lados hay más unidades residenciales, todas idénticas, de tres plantas de altura, construidas en torno a una amplia calle en herradura. Fachadas estilo Tudor, pequeños balcones de hierro, tablones de madera bajo los peldaños. La implacable uniformidad de todo le afecta profundamente, más aún que la visita al hospital y la visión del rostro de su padre. Al imaginarlo viviendo ahí, solo, los últimos tres meses de su vida, le asalta un primer amago de llanto, pero sabe que a su padre no le importaba, que a él aquellas cosas no le molestaban. Aparca frente al edificio y se queda un buen rato en el coche, el suficiente para ver a una enérgica pareja de avanzada edad salir con unas raquetas de tenis. Recuerda que su padre le comentó que la mayor parte de los residentes eran gente jubilada, o divorciada. Hay senderos para pasear, una pequeña zona de ejercicio, un estanque artificial rodeado de bancos y sauces.

El apartamento de su padre está en la segunda planta. Abre la puerta, se quita los zapatos, los deja sobre la alfombrilla de plástico que su padre debía de haber colocado ahí para proteger la moqueta color hueso que cubría todo el suelo. Ve un par de zapatillas deportivas y unas chancletas, las que seguramente llevaba por casa.

Franqueada la entrada aparece un espacioso salón con una puerta corredera de cristal a la derecha y la cocina a la izquierda. De las paredes recién pintadas de amarillo pálido no cuelga ningún cuadro. La cocina está separada de ese espacio con una división a media altura, algo que su madre siempre quiso tener en su casa, porque así se podía estar en la cocina y al mismo tiempo hablar con la gente que estaba en el salón. En la nevera hay una foto de él, Sonia y su madre, sujeta con un imán publicitario de una entidad bancaria local. Están en Fatehpur Sikri con unos trapos atados a los pies para protegérselos del suelo de piedra, que estaba ardiendo. Él estudiaba en el instituto, y era delgado y taciturno. Sonia era una niña, y su madre llevaba un salwar kameeze, algo que le daba vergüenza ponerse cuando estaba con sus parientes de Calcuta, que siempre esperaban verla en sari. Abre los armarios, primero los de arriba y después los de abajo. Casi todos están vacíos. Encuentra cuatro platos, dos tazas, cuatro vasos. En un cajón hay un cuchillo y dos tenedores, del mismo modelo que tienen en casa. En otro armario descubre un paquete de té en bolsitas, unas galletas Peek Freans, un paquete de azúcar que hace las veces de azucarero, y una lata de leche evaporada. Hay varias bolsas de guisantes amarillos partidos, y un paquete de arroz. En la encimera, desconectada, una vaporera para cocinar el arroz. En la balda que hay sobre los fogones ve algunos frascos con especias, etiquetados con letra de su madre. Y bajo el fregadero, una botella de lavavajillas, un rollo de bolsas de basura y una esponja.

Recorre el resto del apartamento. Detrás del salón hay un pequeño dormitorio con sólo una cama, y enfrente un cuarto de baño sin ventana. Un frasco de crema Ponds, la eterna alternativa de su padre a la loción para después del afeitado, está sobre el lavabo. Se pone manos a la obra al momento, empieza a meter las cosas en bolsas de basura: las especias, la crema, el último número de la revista Time que hay sobre la cama. «No te traigas nada —le dijo su madre por teléfono—. Ésa no es una costumbre nuestra». En un principio, su intención es obedecerla, pero al llegar a la cocina se detiene. Tirar la comida le hace sentirse culpable; de haber sido su padre, habría cogido el arroz y el té y se los habría metido en la maleta. A él le horrorizaba el malgasto, fuera del tipo que fuera, hasta tal punto que reñía a Ashima si llenaba la tetera con más agua de la necesaria.

Baja al sótano y ve que hay una mesa sobre la que otros residentes han dejado cosas que no les hacen falta, por si otros las quieren: libros, vídeos, una cacerola blanca con tapa de vidrio. Decide dejar ahí la aspiradora de mano de su padre, la vaporera para el arroz, el radiocasete, el televisor, las cortinas, aún sujetas a sus barras extensibles. De la bolsa que se ha traído del hospital, se queda con la billetera de su padre, que contiene cuarenta dólares, tres tarjetas de crédito, varios recibos y unas fotos de cuando él y Sonia eran recién nacidos. Recoge también la foto de la nevera.

Tarda mucho más de lo que en un primer momento le pareció. La tarea de recoger los objetos de tres habitaciones en apariencia vacías lo deja agotado. Le sorprende darse cuenta de la cantidad de bolsas que ha llenado, del montón de viajes al sótano que ha tenido que hacer. Cuanto termina, ya está empezando a oscurecer. Tiene una lista de gente a la que debe llamar en horario de oficina. «Llamar a la inmobiliaria. Llamar a la universidad. Dar de baja los servicios». «Lo sentimos muchísimo», le dicen las voces de personas a las que no ha visto en su vida. «Este mismo viernes estuve con él», se lamenta un colega de su padre. «Qué disgusto tan grande». En la inmobiliaria le dicen que no se preocupe, que enviarán a alguien a recoger el sofá y la cama. Cuando termina, se va hasta la agencia de alquiler de vehículos a devolver el coche de su padre, y desde ahí pide un taxi para que lo lleve a Baron’s Court. En el vestíbulo hay publicidad de un servicio de pizzas a domicilio. Pide una y llama a casa mientras espera a que llegue. Pero no para de comunicar durante una hora. Al final le contestan, pero es una amiga de su madre que le dice que tanto ella como Sonia están durmiendo. Se oye mucho ruido en la casa, y sólo en ese momento se da cuenta del silencio que lo rodea a él. Podría bajar al sótano y recuperar el radiocasete o el televisor. Pero no lo hace. Llama a Maxine y le describe con todo lujo de detalles el día que ha pasado. Le parece increíble que aquella misma mañana hubieran estado juntos, que él hubiera despertado en sus brazos, en su cama.

—Tendría que haber ido contigo —le dice ella—. Aún podría salir mañana temprano.

—Yo ya estoy. Aquí no tengo nada más que hacer. Mañana cojo el primer vuelo.

—No irás a pasar la noche ahí, ¿verdad, Nick? —le pregunta Maxine.

—No tengo otro remedio. El último avión ya ha salido.

—Me refiero al apartamento.

Gógol se pone a la defensiva. Después de todos sus esfuerzos, se siente obligado a custodiar esas tres habitaciones vacías.

—No conozco a nadie en esta ciudad.

—Por el amor de Dios. Sal de ahí y vete a un hotel.

—Está bien —le dice. Piensa en la última vez que vio a su padre, hace tres meses, le viene a la mente su imagen al despedirse de ellos en la puerta de casa, cuando se iban a New Hampshire. No recuerda la última vez que él y su padre hablaron. ¿Hacía dos semanas? ¿Cuatro? A diferencia de su madre, él no era de los que llamaba casi a diario.

—Estabas conmigo —le dice a Maxine.

—¿Qué?

—Que la última vez que vi a mi padre tú estabas conmigo.

—Ya lo sé. Lo siento mucho, Nick. Prométeme que te vas a ir a un hotel.

—Sí, te lo prometo.

Cuelga y busca hoteles en la guía telefónica. Está acostumbrado a obedecerla, a seguir sus consejos. Marca uno de los números.

—Buenas noches, ¿en qué puedo ayudarle? —responde una voz.

Pregunta si tienen alguna habitación libre, pero cuelga antes de que se lo confirmen. No le apetece pasar la noche en una habitación anónima. Mientras esté ahí, no quiere dejar vacío el apartamento de su padre. Se tumba en el sofá, a oscuras, con la ropa puesta, tapado con la chaqueta. Prefiere eso al colchón desnudo del dormitorio. Se queda así varias horas. A ratos duerme, a ratos está despierto. Piensa en su padre, en que apenas ayer por la mañana estaba donde ahora está él. ¿Qué estaría haciendo cuando empezó a encontrarse mal? ¿Estaba en la cocina, preparándose un té? ¿Estaba sentado en el mismo sofá que ahora ocupa él? Gógol se lo imagina junto a la puerta, agachándose para atarse los cordones de los zapatos por última vez. Poniéndose el abrigo y la bufanda y saliendo de casa camino del hospital. Deteniéndose en el semáforo, escuchando la previsión meteorológica en la radio, sin pensar en la muerte. Al cabo de mucho rato, Gógol se da cuenta de que por la ventana entra una luz azulada. Se siente extrañamente alerta, como si prestando la atención suficiente hubiera de ser capaz de captar alguna manifestación de su padre que pusiera fin a los acontecimientos de aquel día. Observa el cielo que va clareando, nota que el zumbido levísimo del tráfico rompe el silencio absoluto de la noche; y entonces, de repente, se sumerge en un sueño muy profundo que dura varias horas y se queda con la mente en blanco y los miembros inmóviles, muy pesados.

Son casi las diez de la mañana cuando despierta. El sol entra a raudales en la habitación sin cortinas. Un dolor intenso y persistente, que parte del interior del cráneo, se le ha instalado en la zona derecha de la cabeza. Abre la puerta de corredera de cristal y sale al balcón. Los ojos le duelen del cansancio. Contempla el estanque artificial alrededor del que, según le contó su padre un día por teléfono, daba veinte vueltas al día, antes de la cena, cosa que equivalía a caminar más de tres kilómetros. En ese momento hay poca gente. Algunos pasean a sus perros, hay parejas que hacen ejercicio juntas, con gruesas bandas elásticas sobre la frente. Gógol se pone el abrigo y sale con la intención de dar una vuelta al estanque. En un primer momento agradece el aire helado que le da en la cara, pero el frío es brutal, inclemente, se le mete en el cuerpo, le penetra en las piernas a través de los pantalones. Vuelve a entrar en casa, se pone la misma ropa del día anterior. Llama a un taxi, entra por última vez en el sótano para dejar la toalla con la que se ha secado, así como el teléfono gris de teclas. Llega al aeropuerto y toma el primer avión con destino a Boston. Sonia y su madre, junto con algunos amigos de la familia, estarán esperándolo en la terminal de llegadas. Ojalá no fuera así. Ojalá pudiera sencillamente tomar otro taxi, meterse en la autopista, dilatar el momento de enfrentarse a ellas. Ver a su madre le da más terror que el que le dio estar frente al cuerpo de su padre en el depósito de cadáveres. Ya conoce el sentimiento de culpa que sus padres han llevado dentro por no poder hacer nada cuando sus padres murieron, por haber llegado a la India semanas o incluso meses después, cuando ya todo era inútil.

El trayecto hasta Cleveland se le hizo interminable pero ahora, con la vista clavada en el ala, sin ver nada, de pronto nota que el avión inicia el descenso. Momentos antes de aterrizar se mete en el baño y se lava un poco la cara. Se mira en el espejo. Aparte de la barba de un día, está exactamente igual. Se acuerda de cuando murió su abuelo paterno, en la década de 1970; se acuerda de los gritos de su madre cuando entró en el baño y vio a su padre, que se estaba afeitando todo el pelo con una maquinilla desechable. Se había hecho varios cortes en el cuero cabelludo, y durante semanas había ido a trabajar con gorro para ocultar las costras. «Basta, te estás haciendo daño», le dijo Ashima. Pero él se encerró en el baño y salió calvo y compungido. Hasta pasados unos años Gógol no aprendió el significado de ese gesto. La obligación de todo hijo bengalí era afeitarse la cabeza la mañana siguiente a la muerte de su padre. Pero en aquel momento Gógol era muy joven para entenderlo; cuando se abrió la puerta del bañó, se rio al ver a su padre sin pelo y con aquel rictus de dolor.

Y su hermana Sonia, que era una recién nacida, se echo a llorar.

Durante la primera semana no pasan ni un momento solos. Ahora que han dejado de ser una familia de cuatro miembros, la casa la ocupan diez y hasta veinte amigos que vienen a hacerles compañía y se sientan en silencio en el salón, con las cabezas gachas, y toman té. Toda esa gente agrupada intenta compensar la pérdida de su padre. Su madre se ha lavado el pelo para quitarse el bermellón. Para quitarse la pulsera de plata de la boda ha tenido que usar crema de manos; tampoco lleva ya ninguna de las muchas que siempre tenía puestas. A casa no dejan de llegar flores y tarjetas de condolencia: de los compañeros de su padre en la universidad, de las mujeres que trabajan con su madre en la biblioteca, de los vecinos que por lo general se limitan a saludarlos desde sus jardines. Hay gente que llama desde la Costa Oeste, desde Texas, desde Michigan, desde Washington D. C. Toda esa gente cuyas señas anotaba su madre en su agenda y no borraba nunca, queda impresionada al conocer la noticia. No había derecho a que alguien que lo sacrificó todo para venir a este país a buscar un futuro mejor, muriera así. El teléfono suena sin parar, y les duelen los oídos de hablar con tanta gente, y se quedan afónicos de tener que explicarlo todo una y otra vez. No, no estaba enfermo, dicen; sí, ha sido totalmente inesperado. En el periódico local publican una pequeña esquela en la que aparecen los nombres de Ashima, Gógol y Sonia y en la que se menciona que los hijos han ido al colegio en la población. En plena noche, llaman a sus familiares de la India. Por primera vez en su vida, son ellos los que comunican las malas noticias.

Durante los diez días siguientes a la muerte de su padre, se abstienen de comer carne y pescado, por la restricción que impone el luto. Se alimentan exclusivamente de arroz, dal y verduras que preparan de la manera más sencilla. Gógol recuerda que cuando era más joven tuvo que hacer lo mismo por la muerte de sus abuelos, y que su madre le gritó un día en que se olvidó y se comió una hamburguesa en el colegio. Recuerda también que entonces esa costumbre le aburría, le molestaba tener que observar una norma que ninguno de sus amigos respetaba, en honor de unas personas a las que había visto apenas unas pocas veces en la vida. Recuerda a su padre sentado en una silla, sin afeitar, mirándolos sin verlos, sin hablar con nadie. Recuerda esas comidas en absoluto silencio, con la tele apagada. Ahora se sientan los tres juntos cada tarde, a las seis y media, aunque cuando miran por la ventana parece que sea medianoche, y al ver la silla vacía de su padre, esa cena sin carne es lo único que parece tener sentido. Esa comida no pueden saltársela; por el contrario, en esas diez noches siguientes, curiosamente, tienen mucha hambre, y se muestran impacientes por degustar esos platos tan sosos. Es lo único que da sentido a sus días: el sonido del microondas que calienta la comida, de los tres platos que se bajan del armario, de los vasos que se llenan de agua. Todo lo demás no significa nada, ni las llamadas, ni las flores que están por todas partes, ni las visitas, ni las horas que se pasan juntos en el salón, incapaces de decir nada. Sin expresárselo los unos a los otros, hallan consuelo en el hecho de que ése sea el único momento del día en que están solos, aislados, en familia; aunque haya visitas en casa, los únicos que comparten esa comida son ellos. Y sólo mientras dura, su dolor se aplaca ligeramente, y la forzosa ausencia de ciertos alimentos invoca de algún modo la presencia de su padre.

Al undécimo día invitan a sus amigos y señalan así el fin del período de luto. Se celebra una ceremonia religiosa que tiene lugar en el suelo, en un rincón del salón. A Gógol le piden que se siente frente a una foto de su padre, mientras un sacerdote recita versos en sánscrito. Antes de la ceremonia, se han pasado un día entero buscando en los álbumes alguna foto que enmarcar. Pero apenas hay fotos de su padre solo, porque él era el que estaba siempre detrás de las cámaras. Acaban decidiéndose por una en la que aparece con Ashima delante del mar. Va vestido como un típico residente de Nueva Inglaterra, con su parka y su bufanda. Sonia la lleva a que se la amplíen y preparan una comida muy elaborada. Por la mañana, que es gélida, van a comprar carne y pescado en Chinatown y en Haymarket, y luego los preparan como le gustaba a su padre, con muchas patatas y hojas de cilantro fresco. Con el olor de la comida, si cierran los ojos, es como si estuvieran celebrando una fiesta más. A Ashima le preocupa que no haya bastante arroz; Gógol y Sonia recogen los abrigos de la gente y los llevan a la habitación de invitados. Los amigos que sus padres han ido haciendo durante casi treinta años vienen a presentar sus respetos y Permberton Road está llena de coches llegados de seis estados.

Maxine viene en el suyo desde Nueva York y le trae la ropa que normalmente él guarda en su casa, además del ordenador portátil y la correspondencia. Los jefes le han dado a Gógol un mes de permiso en el trabajo. Ver a Maxine, presentársela a Sonia, le resulta un poco duro. En esta ocasión no le preocupa qué pensará de la casa, de todos los zapatos de los invitados amontonados en el recibidor. Nota que ella se siente inútil, algo excluida en esa casa llena de bengalíes. Pero no se molesta en traducirle lo que dicen, en presentársela a todo el mundo, en no moverse de su lado.

—Lo siento mucho —oye que le dice a su madre, consciente de que la muerte de su padre no afecta a Maxine en absoluto.

Después de la ceremonia, en un momento en que se quedan solos en su habitación, sentados al borde de la cama, le comenta:

—No podéis quedaros con vuestra madre toda la vida. Eso lo sabes muy bien.

Lo dice con cautela, pasándole la mano por la mejilla. Él la mira, le coge la mano y se la vuelve a poner en el regazo.

—Te echo de menos, Nikhil.

Gógol asiente con la cabeza.

—¿Qué pasará en fin de año? —le pregunta.

—¿Qué pasará con qué?

—¿Todavía quieres ir a New Hampshire?

Hablaron de ir juntos. Maxine pasaría a recogerlo después de Navidad y se quedarían unos días en la casa del lago. Ella iba a enseñarle a esquiar.

—Creo que no.

Tal vez te iría bien —dice ella ladeando un poco la cabeza. Recorre el dormitorio con la mirada—. Para escaparte un poco de todo esto.

No quiero escaparme.

En las semanas que siguen, a medida que los setos y las ventanas de los vecinos se llenan de luces y montones de tarjetas navideñas llegan a la casa, cada uno de ellos asume alguna de las tareas de las que, en otras circunstancias, se habría hecho cargo su padre. Por las mañanas, su madre es la nueva encargada de abrir el buzón y sacar el periódico. Sonia va en coche a hacer la compra semanal de comida. Gógol paga las facturas y quita la nieve de la entrada cuando hace falta. En vez de ir poniendo las tarjetas de Navidad sobre la chimenea, Ashima echa un vistazo a los remitentes y las tira.

Hasta los actos más mínimos parecen grandes logros. Su madre se pasa horas al teléfono para que el nombre de su padre deje de figurar en las cuentas corrientes, en la hipoteca, en las facturas. Por muchos años seguirá llegando un montón de propaganda dirigida a él, y ella no podrá hacer nada para impedirlo. En las tristes y monótonas tardes, Gógol sale a correr. A veces se acerca en coche hasta la universidad y aparca detrás del departamento de su padre. Corre por los caminos del campus, atraviesa el universo cerrado y pintoresco que durante sus últimos veinticinco años fue su mundo. Alguna vez, en fin de semana, empiezan a aceptar las invitaciones de los amigos que viven más cerca. Gógol conduce a la ida y Sonia a la vuelta, o viceversa. Ashima se sienta detrás. En el transcurso de esas reuniones, su madre cuenta el momento de su llamada al hospital. «Fue porque le dolía el estómago», repite una y otra vez, recitando todos los detalles de aquella tarde, las franjas rosadas que surcaban el cielo, la pila de tarjetas de felicitación, la taza de té que tenía al lado, de una manera que Gógol no soporta ya más, de una manera que no tarda en temer. Los amigos de su madre le sugieren que vaya a la India una temporada a visitar a su hermano y a sus primos. Pero por primera vez en su vida, Ashima no tiene ganas de escaparse a Calcuta, al menos por el momento. Se niega a estar tan lejos del lugar en el que su esposo hizo su vida, del país donde ha muerto. «Ahora ya sé por qué se fue a Cleveland —le dice a la gente—. Para enseñarme a vivir sola».

A principios de enero, después de unas fiestas que no celebran, en los primeros días de un año que su padre ya no ha de ver, Gógol se monta en un tren y vuelve a Nueva York. Sonia se queda con Ashima y se empieza a plantear la posibilidad de alquilar un apartamento en Boston o en Cambridge para estar más cerca de ella. Su familia incompleta lo acompaña a la estación. En el frío andén, Ashima y Sonia miran por la ventanilla, pero los cristales están coloreados y no logran ver a Gógol, que se despide de ellas con la mano. Recuerda que todos fueron a decirle adiós cuando se fue a la universidad.

Y aunque, con los años, sus marchas se hicieron cada vez menos excepcionales, su padre siempre se quedaba en el andén hasta que el tren desaparecía de su vista. Ahora Gógol golpea la ventana con los nudillos, pero la locomotora se pone en marcha y su madre y Sonia siguen sin localizarlo.

El tren avanza, traquetea de un lado a otro, el motor suena como el propulsor de un avión. A intervalos se oye un silbido sordo. Va sentado en el lado izquierdo del tren, y el sol del invierno le da en la cara. En el vidrio hay pegado un cartel que explica en tres pasos cómo salir en caso de emergencia. El suelo amarillento está cubierto de nieve. Los árboles se yerguen como lanzas, y en algunas ramas todavía resisten hojas secas de la estación pasada. Ve la fachada trasera de unas casas hechas de ladrillo y madera. Pequeños parterres con césped. Unas gruesas nubes invernales se extienden muy cerca del horizonte. Esa noche se esperan nevadas que podrían ser fuertes. Oye a una mujer que, en otro asiento de su mismo vagón, habla con su novio por el teléfono móvil y se ríe discretamente. Están comentando dónde van a ir a cenar cuando ella llegue a la ciudad. «Estoy tan aburrida», se queja. Gógol también va a llegar a Nueva York a tiempo para la cena. Maxine estará esperándolo en Penn Station, algo que nunca ha hecho hasta ahora, bajo el panel de llegadas y salidas.

El paisaje se aproxima y va quedando atrás, y el tren, a su paso, proyecta una sombra contra los anodinos edificios. Las vías parecen escalones interminables que, en vez de ascender, se aferran a la tierra. Entre Westerly y Mystic, los raíles se curvan y se peraltan de un lado para adaptarse a la ondulación del terreno, y por un momento da la sensación de que el tren vaya a descarrilar. Aunque los demás pasajeros casi nunca comentan nada, a diferencia de lo que ocurre, por ejemplo, cuando en New Haven la locomotora cambia de diésel a electricidad con un súbito tirón, esa ligera inclinación siempre despierta a Gógol si es que se ha quedado dormido, o hace que levante la vista del libro que está leyendo, o que interrumpa la conversación que está manteniendo o el pensamiento que en ese momento le está pasando por la mente. Cuando el tren va hacia el sur camino de Nueva York, se inclina hacia la izquierda, y cuando va hacia el norte, camino de Boston, hacia la derecha. En ese breve instante de peligro él siempre piensa en ese otro tren que no ha visto nunca, el que por poco mata a su padre, en el desastre al que debe su nombre.

El tren se endereza, la curva queda atrás. Vuelve a sentir el movimiento en la espalda. Durante varios minutos las vías avanzan paralelas al mar, que casi se puede tocar. Unas débiles olas rompen contra la delgada franja de la costa. Ve un puente de piedra, islotes dispersos del tamaño de viviendas, hermosas construcciones grises y blancas de agradables vistas. Casas cuadradas montadas sobre pilones. Hay garzas y cormoranes solitarios posados en postes de madera desgastada. El club náutico está lleno de barcas de mástiles desnudos. Es una vista que a su padre le habría gustado, y a Gógol le vienen a la memoria las veces en que iba con su familia a ver el mar, en coche, algunas tardes frías de domingo. Tan frías que en ocasiones ni salían del coche, se quedaban en el estacionamiento, mirando el mar. Sus padres, en el asiento delantero, compartían el té que llevaban en unos termos, y dejaban el motor en marcha para que el coche se mantuviera caliente. Un día fueron a cabo Cod, condujeron por aquella extensión ondulada de tierra hasta que ya no pudieron seguir avanzando. Su padre y él fueron caminando hasta la punta, más allá del espigón formado por inmensas piedras grises montadas las unas sobre las otras, hasta el final mismo de la barra interior de arena con forma de cuarto creciente. Su madre, después de superar algunas piedras, se sentó a esperar con Sonia, que era demasiado pequeña para ir con ellos. «No vayáis demasiado lejos —les advirtió—, no quiero perderos de vista». A él le empezaron a doler las piernas a medio camino, pero su padre iba delante y de vez en cuando se detenía para darle la mano, con el cuerpo en tensión apoyado en alguna roca. A veces eran tan grandes que tenían que parar y pensar en la mejor manera de escalarlas, y el agua los rodeaba por los dos lados. Era a principios de invierno. En las piscinas naturales nadaban los patos. Las olas rompían en dos direcciones. «Es demasiado pequeño —gritó su madre. ¿Me oyes? Es demasiado pequeño para ir tan lejos». En aquel momento Gógol se detuvo, pensando que tal vez su padre le daría la razón y darían media vuelta.

—¿Tú qué crees? —le preguntó su padre—. ¿Eres demasiado pequeño? Yo creo que no.

Al final del espigón había una extensión de juncos amarillos a la derecha, y detrás unas dunas y el mar. Gógol suponía que su padre daría media vuelta, pero siguieron avanzando sobre la arena. El agua quedaba a su izquierda, y ellos se dirigían hacia el faro, dejando atrás esqueletos oxidados de barcas, raspas de pescado tan grandes como tuberías pegadas a calaveras amarillentas, una gaviota muerta con las plumas blancas del pecho todavía manchadas de sangre fresca. Empezaron a recoger pequeñas piedras negras con franjas blancas y a metérselas en los bolsillos. Recuerda las huellas de su padre en la arena; a causa de su cojera, la punta del pie derecho siempre se le marcaba hacia fuera, mientras que la izquierda se veía recta. Aquel día, sus sombras eran anormalmente alargadas y estrechas y se juntaban mucho, porque avanzaban con el sol de la tarde a la espalda. Se detuvieron a admirar una boya de madera rota, pintada de azul y blanco y con forma de parasol antiguo. Su superficie estaba cubierta de algas marrones y de percebes incrustados. Su padre la levantó y la inspeccionó, y le señaló un mejillón vivo que había debajo. Al final, agotados, llegaron al faro, rodeado por tres lados de agua, verde en la bahía, de un azul intenso más allá. Acalorados por el ejercicio que habían hecho, se desabrocharon los abrigos. Su padre se alejó un poco para orinar. Y le oyó lamentarse. Se habían dejado la cámara con su madre.

—Hemos llegado hasta aquí y no podemos hacer ni una foto —dijo, negando con la cabeza.

Se metió la mano en el bolsillo y empezó a arrojar piedras al agua. «Entonces, tendremos que conservarlo en el recuerdo». Miraron a su alrededor, al pueblo blanco y gris que brillaba al otro lado de la bahía. Y después empezaron a desandar el camino. Al principio intentaron no dejar más huellas, meter los pies en las mismas pisadas de la ida. Se levantó un viento tan fuerte que a veces no podían ni avanzar.

—¿Recordarás este día, Gógol? —le preguntó su padre, girándose para mirarlo, con las manos apretadas a ambos lados de la cara a modo de orejeras.

—¿Cuánto tiempo tengo que recordarlo?

A pesar del ulular del viento, oyó las carcajadas de su padre. Estaba ahí delante, esperándolo, extendiéndole la mano para ayudarlo.

—Intenta recordarlo siempre —le respondió cuando llegó a su lado y empezaron a avanzar despacio por el espigón para regresar a donde Sonia y su madre los esperaban—. Recuerda que tú y yo hemos hecho este viaje, que hemos ido juntos a un sitio desde donde ya no se puede seguir avanzando.