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1994

Gógol vive en Nueva York. En mayo se licenció en Arquitectura en la Universidad de Columbia. Desde entonces está trabajando para un estudio del Midtown que ha firmado con éxito varios proyectos a gran escala. No es el tipo de trabajo que imaginaba cuando estaba estudiando; él quería dedicarse al diseño y la rehabilitación de residencias particulares. Sus compañeros le dicen que tal vez eso llegue con el tiempo, pero que de momento le conviene aprender con los grandes nombres. Y así, ante una pared de ladrillos oscuros que pertenece al edificio contiguo, junto al tubo de ventilación, trabaja con un equipo que se dedica a proyectar hoteles, museos y edificios de oficinas para ciudades en las que nunca ha estado: Bruselas, Buenos Aires, Abu Dhabi, Hong Kong. Sus contribuciones son muy secundarias, y nunca del todo personales: una escalera, una claraboya, un pasillo, un conducto de aire acondicionado. Con todo, sabe que cualquier componente de un edificio, por pequeño que sea, es esencial, y tras todos esos años de vida académica, de crítica y de proyectos no materializados, le resulta gratificante que sus esfuerzos tengan algún tipo de finalidad práctica. Normalmente se queda trabajando hasta tarde, y muchos fines de semana, preparando diseños por ordenador, dibujando planos, redactando especificaciones, construyendo maquetas de cartulina o poliuretano. Vive en un estudio de Morningside Heights con dos ventanas que dan a Amsterdam Avenue, orientadas a poniente. La puerta de entrada, de cristal, está muy rayada y pasa inadvertida porque queda entre un quiosco y una manicura. Es el primer apartamento que tiene para él solo, después de la sucesión de compañeros con los que ha compartido piso a lo largo de sus años universitarios. La calle es tan ruidosa que cuando habla por teléfono con las ventanas abiertas la gente le pregunta si está en una cabina. La cocina ocupa un espacio tan pequeño junto a la entrada que la nevera no cabe y está instalada junto a la puerta del baño. Sobre la estufa hay una tetera para calentar agua que no ha usado nunca, y en la encimera, una tostadora también sin estrenar.

A sus padres les preocupa que gane tan poco dinero, y de vez en cuando le envían algún cheque para ayudarle a pagar el alquiler y las facturas de la tarjeta de crédito. Cuando escogió Columbia ya mostraron su decepción. Ellos habrían preferido que fuera al Instituto de Tecnología de Massachusetts, la otra Facultad de Arquitectura donde lo habían aceptado. Pero después de cuatro años en New Haven, no quería volver a Massachusetts, a la única ciudad de Estados Unidos que sus padres conocían. No quería estudiar donde su padre trabajaba, vivir en un apartamento de Central Square, como sus padres cuando llegaron, caminar por las calles de las que ellos hablaban con nostalgia. No quería ir a pasar los fines de semana a casa, asistir con ellos a pujas y fiestas bengalíes, quedarse irremisiblemente en su mundo.

Prefiere Nueva York, ciudad que sus padres no conocen bien; son ajenos a su belleza y siempre le han tenido miedo. Él la conoce un poco, de las visitas de grupo que hizo cuando estudiaba arquitectura en Yale. Asistió a varias fiestas en Columbia. A veces, con Ruth, se montaban en el Metro-North y se acercaban hasta algún museo, o iban al Village, o a comprar libros al Strand. Pero de niño sólo estuvo una vez con su familia, en un viaje que no le había mostrado realmente cómo era la ciudad. Fueron un fin de semana a visitar a unos amigos bengalíes que vivían en Queens. Y ellos les organizaron un recorrido turístico por Manhattan. Gogol tenía diez años, y Sonia cuatro. «Quiero ir a ver el barrio Sésamo», dijo su hermana, que creía que era un sitio de verdad, y se puso a llorar cuando Gógol se rió de ella y le dijo que plaza Sésamo no existía. Durante aquella visita pasaron en coche por delante de sitios como el Rockefeller Center, el Central Park y el Empire State, y Gógol asomó la cabeza por la ventanilla para ver lo altos que eran aquellos edificios. Sus padres no paraban de comentar que había mucho tráfico, mucha gente en la calle, mucho ruido. Calcuta no era peor que aquello, decían. Recuerda que quiso bajarse del coche y subirse a lo alto de aquellos rascacielos, como hizo una vez en Boston, con su padre, que lo llevó a la última planta del Prudential Center cuando era pequeño. Pero sólo los dejaron bajarse del coche cuando llegaron a Lexington Avenue, para comer en un restaurante indio y comprar comida y saris de poliéster y aparatos eléctricos de 220 voltios para llevárselos a sus parientes de Calcuta. Según sus padres, aquello era lo que uno venía a hacer a Manhattan. Se recuerda a sí mismo deseando que lo llevaran al parque, al Museo de Historia Natural a ver a los dinosaurios, incluso que se subieran al metro. Pero ellos no mostraban interés en ninguna de aquellas cosas.

Una noche, Evan, uno de los delineantes del trabajo con quien se lleva bien, le comenta que le han invitado a una fiesta. Le dice que se celebra en un apartamento que merece la pena ver, un loft de Tribeca que ha sido diseñado por uno de los socios del estudio. El que organiza la fiesta es Russell, un viejo amigo de Evan, que trabaja en las Naciones Unidas y ha pasado varios años en Kenya, motivo por el que el apartamento cuenta con una colección impresionante de muebles, esculturas y máscaras africanas. Gógol supone que será una de esas reuniones con cientos de personas abarrotando un espacio inmenso, una de esas celebraciones a las que uno puede llegar y de las que puede irse sin que nadie se dé cuenta. Pero cuando llegan, la fiesta casi está terminando, no hay más de diez personas sentadas alrededor de una mesa baja rodeada de cojines, comiendo uvas con queso. En un momento dado Russell, que es diabético, se levanta la camisa y se inyecta la insulina. Al lado de su compañero de trabajo hay una mujer a la que Gógol no puede dejar de mirar. Está arrodillada en el suelo y extiende una generosa cantidad de brie sobre una galleta salada. No le presta la menor atención a lo que Russell está haciendo, y se dedica a discutir con un hombre que tiene delante sobre una película de Buñuel. «Vamos, por favor —no para de decir—. Pero si es genial». Escandalosa y seductora a partes iguales, está un poco borracha. Lleva el pelo rubio ceniza recogido en un moño mal hecho, y varios mechones le caen graciosamente sobre la cara. Tiene la frente despejada y limpia, las mandíbulas curvadas y muy finas. Los iris de sus ojos verdes están rodeados de un halo negro. Lleva unos pantalones pirata de seda y una camisa blanca sin mangas que deja ver su bronceado.

—¿Y a ti qué te pareció? —le pregunta a Gógol, metiéndolo sin previo aviso en la conversación.

Él le responde que no ha visto la película, y al momento ella aparta la mirada.

Vuelve a abordarlo cuando está de pie, admirando una imponente máscara de madera suspendida sobre una escalera metálica, con los huecos de los ojos en forma de diamante y la boca abierta tras la que asoma la pared blanca que hay detrás.

—En el dormitorio hay otra que todavía da más miedo —le dice haciendo como que siente un escalofrío y poniendo una mueca—. Imagínate lo que debe ser abrir los ojos por la mañana y encontrarte con algo así.

Por la manera como lo dice, se pregunta si habla por experiencia, si es la amante de Russell, o su ex amante, si es eso lo que quiere dar a entender.

Se llama Maxine. Empieza a preguntarle cosas sobre Columbia, le cuenta que ella estudió en Barnard, que se licenció en Historia del Arte. Se apoya en una columna mientras habla, le sonríe mucho, tiene en la mano una copa de champán. En un primer momento le parece que es mayor que él, que está más cerca de los treinta que de los veinte. Pero le sorprende saber que se licenció el año antes de que él empezara la especialización, que durante un año coincidieron en Columbia, que vivían a tres travesías de distancia, y que seguramente se deben de haber cruzado más de una vez en Broadway, o en las escalinatas de la Biblioteca Low, o en Avery. Le recuerda a Ruth, porque también en aquel caso vivían muy cerca sin saberlo, como dos desconocidos. Maxine le cuenta que trabaja de asistente de edición en una editorial de libros de arte. En ese momento están preparando un volumen sobre Andrea Mantegna, y él la deja impresionada, porque recuerda que sus frescos se encuentran en el Palazzo Ducale de Mantua. Charlan de esa manera algo nerviosa y tonta que ha aprendido a asociar con el flirteo. La conversación resulta totalmente arbitraria, incoherente. Podría estar hablando con cualquiera, pero Maxine consigue concentrarse por completo en él, le mantiene la mirada con sus ojos claros, atentos, y le hace sentir, durante esos breves instantes, que es el centro absoluto de su mundo.

A la mañana siguiente lo llama por teléfono y lo despierta; son las diez de la mañana y aun esta en la cama. Le duele la cabeza porque se pasó la noche bebiendo whisky con soda. Responde con cierta dureza en la voz, algo impaciente, porque supone que es su madre que le llama para saber qué tal le ha ido la semana. Por su tono, tiene la sensación de que Maxine lleva horas levantada, que ya ha desayunado hace un buen rato, que ya ha leído el Times.

—Soy Maxine. Nos conocimos ayer —le dice, sin molestarse en disculparse por haberlo despertado. Le aclara que ha encontrado su número en el listín, aunque él no recuerda haberle dado su apellido—. Qué apartamento tan ruidoso tienes, comenta.

Y acto seguido, sin atisbo de vergüenza ni de vacilación, le invita a cenar en su casa el viernes, y le da la dirección; queda por Chelsea. Da por sentado que será una fiesta, que irá más gente, y le pregunta si quiere que lleve algo. Ella responde que no, que basta con que se traiga a sí mismo.

—Creo que debo advertirte de que vivo con mis padres —añade—. Oh.

Ese dato le sorprende, le confunde. Le pregunta si a sus padres no les importará que vaya, si no sería mejor que quedaran en un restaurante.

Pero ella se echa a reír, como si acabara de decir una tontería.

—¿Y por qué les iba a importar?

Coge un taxi desde el trabajo y se para en una bodega a comprar una botella de vino. La noche de septiembre está fresca y llueve a ratos. Los árboles todavía conservan las hojas del verano. Dobla la esquina de una calle tranquila y alejada que queda entre las avenidas Nueve y Diez. Es su primera cita en mucho tiempo. Descontando algunos episodios irrelevantes en Columbia, no ha estado con nadie en serio desde que rompió con Ruth. No sabe muy bien qué pensar de esa invitación de Maxine, pero por rara que le parezca, se ha visto incapaz de rechazarla. Siente curiosidad por ella, se siente atraído y halagado por el descaro de su iniciativa.

La casa, una recreación del estilo griego clásico, le fascina, y se detiene extasiado frente a ella varios minutos, como un turista más, antes de cruzar la verja. Se fija en los frontones que decoran las ventanas, en las pilastras dóricas, en las grecas de los cornisamentos, en la puerta negra de moldura cruciforme. Sube los pocos peldaños de una escalera con barandillas de hierro forjado. El nombre que figura bajo el timbre es Ratliff. Bastante rato después de pulsarlo, tanto que vuelve a comprobar en el papel que lleva en el bolsillo de la chaqueta si la dirección es la correcta, Maxine aparece. Le da un beso en la mejilla, apoyándose sobre un pie y levantando ligeramente la otra pierna. Va descalza, y tiene puestos unos pantalones anchos de lana negra y un cárdigan fino de color beige, aparentemente sin nada debajo, aparte del sujetador. Lleva el mismo peinado informal de la otra noche. Deja la gabardina doblada sobre una rejilla, el paraguas cerrado en un paragüero. Se mira un instante en un espejo del recibidor, y se alisa el pelo y la corbata.

Maxine lo conduce por una escalera hasta una planta inferior, ocupada en su totalidad, según parece, por una cocina. Uno de sus extremos está ocupado por una gran mesa rústica, tras de la que unas puertas acristaladas dan a un jardín. De las paredes cuelgan grabados de gallos y de hierbas aromáticas, así como una batería de cazos de cobre. Sobre unos estantes abiertos se apilan platos y bandejas de cerámica, y cientos de libros de cocina, enciclopedias gastronómicas y volúmenes de ensayos sobre comida. En la superficie de trabajo que ocupa el centro de la habitación hay una señora que, con unas tijeras, corta los tallos de unas judías verdes.

—Ésta es mi madre, Lydia —dice Maxine—. Y éste es Silas —añade, señalando a un cocker spaniel marrón que dormita debajo de la mesa.

Lydia es alta y delgada, como su hija, con el pelo gris y un corte juvenil que le enmarca el rostro. Viste muy bien, lleva pendientes y cadena de oro y tiene puestos un delantal azul marino atado a la espalda y unos zapatos negros de piel brillante. Tiene alguna arruga y la piel no tan firme, pero es todavía más guapa que Maxine; sus rasgos son más armónicos, las mandíbulas más altas, los ojos más definidos, más elegantes.

—Encantada de conocerte, Nikhil —le dice, esbozando una amplia sonrisa. Aunque lo mira con atención, no deja su tarea ni le alarga la mano para estrechársela.

Maxine le sirve una copa de vino, sin preguntarle si prefiere otra cosa.

—Ven, te enseño la casa.

Lo conduce por los cinco tramos de la escalera, que no tiene alfombra y cruje ruidosamente con el peso combinado de los dos. La estructura del edificio es simple, dos inmensos espacios por planta. Está seguro de que cada uno de ellos es mayor que su apartamento. Admira cortésmente las molduras de los techos, los rosetones de escayola, las chimeneas de mármol, elementos de los que podría hablar durante horas sin cansarse. Las paredes están pintadas de colores vivos: rosa hibisco, lila, pistacho, y llenas de pinturas, dibujos y fotografías. En una habitación se fija en el retrato al óleo de una niña que supone debe de ser Maxine, sentada sobre el regazo de una Lydia jovencísima, con un vestido amarillo sin mangas. En los rellanos de cada planta hay altos estantes repletos de las novelas que toda persona debería leer en el transcurso de una vida, de biografías, enormes monográficos de todos los artistas, todos los libros de arquitectura que Gógol lleva toda la vida deseando poseer. A pesar de cierto desorden, hay en la casa una austeridad que le gusta. Los suelos están desnudos, la madera decapada, muchas de las ventanas carecen de cortinas, lo que resalta sus generosas proporciones.

Maxine ocupa toda la planta superior: un dormitorio pintado de color melocotón, con una cama al fondo, y un baño en tonos negros y rojos. La balda que hay sobre el lavabo está llena de cremas de todo tipo, para el cuello, los ojos, los pies, cremas de día, de noche, para el sol, para la sombra. Al otro lado del dormitorio se abre una salita que hace las veces de armario, porque el suelo, los respaldos de las sillas y el sofá descolorido están cubiertos de zapatos, bolsos y ropa. La visión de ese desorden no le importa; la casa es tan espectacular que no admite distracciones y se le perdona todo.

—Qué frisos tan bonitos sobre las ventanas comenta, levantando la vista.

Ella se vuelve para mirarlo, desconcertada.

—¿Qué?

—Así es como se llaman —le explica, señalándoselos. Son bastante frecuentes en las construcciones de este período.

Ella también mira hacia arriba, impresionada.

—No lo sabía.

Se sienta con Maxine en el sofá descolorido y se ponen a hojear un libro de sobremesa que ha ayudado a editar sobre papeles pintados franceses del siglo XVIII. Cada uno aguanta una mitad del libro sobre las rodillas. Le cuenta que ella se crió en esa casa, y deja caer como de pasada que hace apenas seis meses que ha vuelto de Boston, donde vivió con su novio, aunque aquello no funcionó. Cuando él le pregunta si no piensa buscar piso en Nueva York, ella le responde que no se le ha ocurrido.

—Es tan complicado alquilar algo en la ciudad —dice—. Además, esta casa me encanta. No se me ocurre otro sitio mejor para vivir.

A pesar de todo su refinamiento, el hecho de que haya vuelto a casa de sus padres tras una historia de amor truncada le resulta de lo más anticuado. Él no se imagina haciendo una cosa así a esas alturas de su vida.

A la hora de cenar conoce a su padre, un señor alto, atractivo, de pelo blanco, abundante, y los mismos ojos verdes de Maxine. Lleva unas gafas rectangulares de montura delgada cerca de la punta de la nariz.

—Encantado. Soy Gerald —dice mientras asiente con la cabeza y le estrecha la mano. Gerald le pasa los cubiertos y las servilletas de tela y le pide que ponga la mesa. Gógol obedece, consciente de que tiene en sus manos las posesiones domésticas de una familia a la que apenas conoce.

—Tú te sentarás aquí, Nikhil —le dice una vez ha colocado los cubiertos.

Se sienta a un lado de la mesa, frente a Maxine. Sus padres ocupan los dos extremos. Ese día Gógol se ha saltado la comida para poder salir de la oficina a tiempo, y el vino que se ha tomado, más espeso y a la vez más suave que el que está acostumbrado a beber, se le ha subido a la cabeza. Siente un dolor agradable en las sienes, y una súbita gratitud por el día que lo ha llevado hasta ahí. Maxine enciende un par de velas. Gerald descorcha el vino. Lydia sirve la cena en unos platos hondos, blancos. Un filete fino formando un rollito atado con un hilo, sobre un lecho de salsa oscura, y unas judías escaldadas, crujientes. Se van pasando una fuente de patatas rojas asadas, y después se sirven ensalada. Mientras comen, comentan lo tierna que está la carne, lo frescas que son las judías. La madre de Gógol nunca habría servido tan poca variedad de comida a un invitado. No le habría quitado los ojos de encima al plato de Maxine, y le habría insistido para que repitiera una o dos veces. La mesa habría estado llena de fuentes para que se sirviera quien quisiera. Pero Lydia no presta atención al plato de Gógol. No hace hincapié en el hecho de que queda más comida. Silas se ha sentado junto a Maxine, y en un momento dado Lydia corta un pedazo de carne de considerable tamaño y se lo pone en la mano para que él se lo coma.

No tardan en terminarse dos botellas de vino, y abren la tercera. Los Ratliff gritan, tienen opiniones sobre cosas que a sus padres les resultan indiferentes: películas, exposiciones en museos, buenos restaurantes, diseños de objetos cotidianos. Hablan de Nueva York, de las tiendas, los barrios y los edificios que detestan o que adoran, con tal familiaridad y soltura que Gógol tiene la sensación de no conocer apenas la ciudad. Le cuentan cosas de la casa, que compraron en la década de 1970, cuando nadie quería vivir en esa zona, le hablan de la historia del barrio, de Clement Clarke Moore, del que Gerald cuenta que era profesor de Lenguas Clásicas en el seminario que había al otro lado de la calle.

—Él fue el responsable de que aquí se construyera una zona residencial —dice Gerald—. Además de escribir La nochebuena, claro.

Gógol no está acostumbrado a ese tipo de conversaciones durante las comidas, al ritual reposado de las sobremesas, a la agradable proliferación de botellas, migas y vasos vacíos que van poblando el espacio. Algo le dice que todo eso es normal, que no actúan de manera distinta porque tengan un invitado, que así es como los Ratliff comen todas las noches. Gerald es abogado. Lydia es conservadora del departamento de textiles del Metropolitan Museum. Se muestran encantados e intrigados por su procedencia, por sus años de estudiante en Yale y en Columbia, por su trabajo de arquitecto, por su aspecto mediterráneo.

—Podrías ser italiano —comenta Lydia en cierto momento de la cena, mirándolo iluminado por el resplandor de las velas.

Gerald se acuerda de que, cuando venía a casa, ha comprado una tableta de chocolate francés. Lo trae a la mesa, abre el envoltorio, lo parte y lo va pasando. Al final, la conversación desemboca en la India. Gerald le hace preguntas sobre el reciente incremento del fundamentalismo hindú, tema del que Gógol no sabe gran cosa. Lydia se explaya hablando de alfombras y miniaturas indias, y Maxine le cuenta que en la facultad se matriculó en un curso sobre stupas budistas. No conocen a nadie que haya estado nunca en Calcuta. Gerald tiene un colega indio en el trabajo que acaba de pasar en la India su luna de miel. Le ha mostrado unas fotos espectaculares de un palacio construido en el centro de un lago. ¿Eso estaba en Calcuta?

—Eso es Udaipur —responde Gógol—. Yo no he estado nunca. Calcuta está en el este del país, más cerca de Tailandia.

Lydia se acerca la ensaladera y coge un trocito de lechuga con los dedos. Ahora parece estar más relajada, sonríe más y tiene las mejillas rojas por el vino.

—¿Cómo es Calcuta? ¿Es bonita?

La pregunta le sorprende. Está acostumbrado a que la gente le pregunte por la pobreza, por los mendigos, por el calor que hace.

—Hay zonas que sí lo son. Hay mucha arquitectura victoriana, preciosa, que se conserva de le época británica. Pero la mayor parte de la ciudad es muy desvencijada.

—Suena como Venecia —dice Gerald—. ¿Hay canales?

—Sólo durante la época de los monzones, que es cuando se inundan las calles. Supongo que entonces es cuando más se parece a Venecia.

Yo quiero ir a Calcuta —dice Maxine, como si fuera algo que se le hubiera negado toda la vida. Se levanta y se acerca a la cocina—. Me apetece un té. ¿Alguien más quiere?

Pero Gerald y Lydia dicen que no; quieren ver un vídeo de Yo, Claudio antes de acostarse. Se levantan, sin molestarse en recoger los platos. Gerald coge las dos copas y lo que queda del vino.

—Buenas noches, querido —le dice Lydia dándole un beso en la mejilla.

Y sus pasos resuenan con estrépito en la escalera.

—Supongo que es la primera vez que te enfrentas a unos padres en una primera cita —le dice Maxine cuando se quedan solos, dando unos sorbos al Lapsang Soachong, que se ha servido en una taza de pesada cerámica.

—Me ha gustado mucho conocerlos. Son encantadores.

—Es una manera de decirlo.

Se quedan un rato ahí sentados, charlando. La lluvia repica en el espacio cerrado que hay detrás de la casa. Las velas se están consumiendo y la cera empieza a derramarse sobre la mesa. Silas, que lleva un rato dando vueltas por la cocina, se acerca y le empuja la pierna con la cabeza, mirándolo y meneando la cola. Gógol se agacha y lo acaricia con cierta precaución.

—Nunca has tenido perro, ¿verdad? —observa Maxine.

—No.

—¿Y nunca quisiste tenerlo?

—Cuando era pequeño. Pero mis padres no estaban dispuestos a asumir esa responsabilidad. Además, teníamos que ir a la India cada dos años.

Se da cuenta de que es la primera vez que le habla de sus padres, de su pasado. Tal vez ella quiera saber más. Pero no.

—A Silas le has caído bien —dice—. Y es muy exigente, no te creas.

La mira y ve que se está soltando el pelo y se lo deja caer un momento sobre los hombros, antes de envolverse con él la mano, despreocupadamente. Le devuelve la mirada y sonríe. El vuelve a darse cuenta de que no lleva nada debajo del cárdigan.

—Quizás sea mejor que me vaya —dice.

Pero se alegra cuando Maxine acepta su ofrecimiento de ayudarle a recoger la cocina antes de irse. Se demoran bastante, llenan el lavavajillas, le pasan un trapo a la mesa y a la encimera. Lavan y secan los cacharros y las sartenes. Quedan en ir juntos al Film Forum el domingo por la tarde, a la sesión doble de películas de Antonioni que Lydia y Gerald han visto hace poco y les han recomendado durante la cena.

—Te acompaño al metro —le dice cuando terminan, poniéndole la correa a Silas—. Tengo que sacarlo igualmente.

Suben a la planta baja, se ponen los abrigos. Oye el débil sonido del televisor en el piso de arriba.

—No les he dado las gracias a tus padres dice.

—¿Por qué?

—Por haberme invitado. Por la cena.

—Ya se las darás la próxima vez —responde ella y lo coge del brazo.

Desde el principio se siente integrado sin esfuerzo a sus vidas. Se trata de una hospitalidad distinta de la que ha conocido hasta ese momento, porque aunque los Ratliff son generosos, no son de los que se desviven por adaptarse a los demás, convencidos, en este caso con razón, de que su existencia ha de resultarles atractiva. Gerald y Lydia, ocupados con sus compromisos, viven su vida. Gógol y Maxine entran y salen cuando quieren, van al cine o a cenar fuera. Él la acompaña a comprar a Madison Avenue, en tiendas en las que para entrar tienes que llamar al timbre. Maxine se compra cárdigans de cachemira, colonias inglesas carísimas que ella adquiere sin pensarlo dos veces, sin sentirse en absoluto culpable. Van juntos a restaurantes oscuros, de apariencia sencilla, en la parte baja de la ciudad, donde las mesas son minúsculas y las cuentas abultadas. Y casi siempre acaban en casa de sus padres. Siempre hay algún queso delicioso, algún paté de que echar mano, siempre algún buen vino que beber. En su bañera de patas se bañan juntos, con las copas de vino o los vasos de whisky en el suelo. Pasa la noche con ella, en el dormitorio que ha sido suyo desde que era niña, sobre un colchón mullido y algo hundido, y no se separa ni un momento de su cuerpo, caliente como un horno; le hace el amor en la habitación que queda justo encima de la de Gerald y Lydia. Hay días en los que sale muy tarde de trabajar, y se pasa directamente por allí. Maxine le guarda un poco de cena y luego suben al último piso y se meten en la cama. Gerald y Lydia no dicen nada cuando, a la mañana siguiente, bajan juntos a la cocina, despeinados, y empiezan a servirse el café con leche y las tostadas de pan francés con mermelada. La primera noche que se quedó a dormir estaba angustiadísimo por tener que enfrentarse a ese momento, y se duchó antes, y se puso su camisa arrugada y los mismos pantalones que llevaba el día anterior, pero ellos se habían limitado a sonreírle, con los albornoces puestos, y le habían ofrecido unos bollos recién hechos, comprados en su panadería favorita del barrio, y una sección del periódico.

Se enamora rápida y simultáneamente de Maxine y de la casa, de la manera de vivir de Gerald y Lydia, porque conocerla y amarla a ella es conocer y amar todas esas cosas. Le encanta el desorden que rodea a Maxine, los cientos de cosas que siempre están tiradas por el suelo y amontonadas en la mesilla de noche, su costumbre de no cerrar la puerta del baño cuando están solos en el piso de arriba. Ese caos es un desafío a sus gustos, cada vez más minimalistas, pero le encanta. Aprende a apreciar la comida que comen ella y sus padres, la polenta, el risotto, la bullabesa, el ossobuco, la carne sellada en papel de pergamino y asada. Llega a conocer el peso de su vajilla, aprende a ponerse la servilleta de tela medio doblada sobre el regazo; que el parmesano rallado no se come con platos de pasta con marisco; que las cucharas de madera no se ponen en el lavavajillas, como hizo él equivocadamente una noche. Cuando se queda a dormir, se despierta más temprano, con los ladridos de Silas que, desde el recibidor, anuncia que quiere salir de paseo. Aprende a esperar, cada noche, el ruido del tapón de corcho que indica que acaban de abrir otra botella de vino.

Maxine habla abiertamente de su pasado, le muestra fotos de sus ex novios, que conserva en un álbum de páginas duras, y no parece incómoda al contarle detalles de esas relaciones, ni parece lamentar haberlas vivido. Tiene el don de aceptar las circunstancias de su vida. A medida que va conociéndola mejor, se da cuenta de que ella nunca ha deseado ser distinta de como es, haber crecido en ningún otro lugar, haberse educado de ningún otro modo. En opinión de Gógol, ésa es la mayor diferencia que hay entre ellos, algo que le resulta más ajeno que la hermosa casa en la que vive, que su educación en colegios privados. Además, no deja de sorprenderle nunca hasta qué punto Maxine emula a sus padres, hasta qué punto respeta sus gustos y sus costumbres. Durante las cenas, conversa con ellos de libros, de pintura, de gente que conocen, y lo hace como se hace con unos amigos. No hay ni rastro de la exasperación que él siente cuando está con los suyos. Ni sensación de obligación. A diferencia de sus padres, los de Maxine no la presionan para que haga nada, y sin embargo ella vive a su lado entregada a ellos, feliz.

A Maxine le sorprende enterarse de algunas cosas de su vida: que todos los amigos de sus padres sean bengalíes, que su matrimonio haya sido concertado, que su madre prepare comida india todos los días, que lleve sari y un bindi en la frente.

—¿En serio? —le pregunta, incrédula—. Pero tú no tienes nada que ver con todo eso. No lo hubiera dicho nunca.

No se siente insultado por ese comentario, pero se da cuenta de que la línea que los separa se ha hecho más explícita. A él, el tipo de matrimonio de sus padres le resulta a la vez inimaginable e irrelevante. Casi todos sus amigos y parientes se han casado siguiendo ese sistema. Pero sus vidas no se parecen en nada a las de Gerald y Lydia; por su cumpleaños, Gerald le compra a Lydia joyas caras, y le regala flores sin motivo aparente. Se besan sin reparos, van a pasear juntos por la ciudad, salen a cenar, igual que hacen Maxine y él. Al verlos acurrucados en el sofá, por las noches, la cabeza de Gerald apoyada en el hombro de Lydia, Gógol se da cuenta de que no ha presenciado jamás ninguna muestra de afecto físico entre sus padres. El amor que exista entre ellos es un asunto absolutamente privado, y en ningún caso es motivo de celebración.

—Qué deprimente —dice Maxine cuando se lo cuenta, y aunque le afecta esa reacción suya, no puede sino estar de acuerdo.

Un día, ella le pregunta si sus padres quieren que se case con una chica india. Se lo pregunta movida por la curiosidad, sin esperar ninguna respuesta en concreto. Pero en ese momento él se siente enfadado con sus padres, desearía que pudieran ser de otra manera, porque conoce muy bien la respuesta a esa pregunta.

—No sé —le dice—. Supongo. Pero lo que ellos quieran no importa.

Maxine no va casi nunca a visitarlo a su apartamento. Ni ella ni Gógol se identifican con su barrio, y ni siquiera la mayor intimidad que tendrían allí les compensa. Sólo alguna noche, si sus padres celebran alguna fiesta a la que no le apetece asistir, o algún día, sin más, para compensar, se acerca hasta su casa, y llena al momento ese espacio tan pequeño con su perfume de gardenia, con su abrigo, su enorme bolso de piel marrón, su ropa, y hacen el amor sobre el futón, con el ruido del tráfico que les pasa por debajo. A él le incomoda que venga, se da cuenta de que no ha colgado ni un cuadro en las paredes, de que no se ha molestado en comprar una lámpara que neutralice la luz mortecina que da la bombilla del techo.

—Oh, Nikhil, esto es demasiado horroroso —le dice un día, apenas tres meses después de conocerlo—. No puedo permitir que sigas viviendo aquí.

Cuando su madre le había dicho más o menos lo mismo, la primera vez que fue con su padre a visitar el apartamento, él se puso a discutir con ella, a defender a capa y espada las ventajas de su vida espartana y solitaria. Pero ahora es Maxine quien lo piensa.

—Vente a vivir con nosotros, no se hable más —añade, y a él, secretamente, la idea le emociona. A esas alturas la conoce lo bastante para saber que no se lo habría ofrecido si no lo pensara sinceramente. Con todo, no acaba de decidirse. ¿Qué pensarán sus padres? Maxine se encoge de hombros.

—Mis padres te adoran —responde sin pensárselo dos veces, sin vacilar, que es como por otra parte dice todo lo demás.

Así que se traslada a vivir con ella. La mudanza se reduce a unas pocas bolsas con ropa. El futón y la mesa, la tetera, la tostadora, el televisor y el resto de sus cosas se quedan en Amsterdam Avenue. Su contestador automático sigue grabándole los mensajes. Y sigue recibiendo ahí sus cartas, en un buzón metálico sin nombre.

No han pasado seis meses y ya tiene las llaves de la casa de los Ratliff. Maxine se las ha entregado atadas a una cadena de plata de Tiffany, a modo de regalo. Como hacen sus padres, él también ha empezado a llamarla Max. Deja las camisas sucias en la tintorería de la esquina. Tiene un cepillo de dientes y una maquinilla de afeitar en su lavabo de pie. Varias veces por semana se levanta temprano y sale a correr con Gerald por la orilla del Hudson y por Battery Park City. Se ofrece voluntario para sacar a pasear a Silas. Lo lleva sujeto con la correa mientras él olisquea y levanta la pata contra los árboles, y recoge sus cacas tibias con una bolsa de plástico. Se pasa fines de semana enteros metido en casa, leyendo los libros de Gerald y Lydia, admirando la luz natural que se filtra por los enormes ventanales a lo largo del día. Empieza a tener preferencias por ciertos sofás y ciertas sillas.

Cuando está ausente, recuerda los cuadros y las fotos de las paredes. Cada vez le cuesta más volver a su estudio, rebobinar la cinta del contestador automático, pagar el alquiler y las facturas.

Muchas veces, los fines de semana, ayuda a comprar y a preparar la casa para las cenas que organizan Gerald y Lydia; pela las manzanas y le quita la cáscara a las gambas, o ayuda a abrir las ostras, o baja a la bodega con Gerald a buscar el vino y las sillas que faltan. Le fascina la manera de Lydia de atender a los invitados, sencilla, relajada. Esas cenas siempre le impresionan: no hay nunca más de doce personas en torno a una mesa iluminada con velas, escogidos grupos de pintores, editores, profesores, propietarios de galerías de arte, que comen plato tras plato y hablan con inteligencia hasta el fin de la velada. Qué distintas son esas fiestas de las que daban sus padres, de esas noches alegres y desordenadas en las que nunca había menos de treinta personas, niños incluidos. La carne y el pescado se servían a la vez, y había tantos platos que la gente tenía que comer por turnos, y las cazuelas en las que se cocinaban las cosas se ponían directamente sobre una mesa siempre abarrotada. Se sentaban donde podían, por toda la casa, y la mitad de los invitados ya había terminado cuando la otra mitad se disponía a empezar. A diferencia de Gerald y Lydia, que siempre presiden la mesa, sus padres eran más como unos camareros en su propia casa, siempre solícitos y vigilantes, y no comían nada hasta que se aseguraban de que los platos de sus invitados ya estuvieran en el fregadero; sólo entonces se servían ellos. A veces, cuando en la mesa de Gerald y Lydia resuenan las risas y se descorcha otra botella de vino, cuando Gógol levanta la copa para que se la llenen de nuevo, es consciente de que su inmersión en la familia de Maxine supone una traición a la suya propia. No es solo que sus padres no sepan nada de ella, que no tengan ni idea del mucho tiempo que pasa con los Ratliff; es que sabe que, posición económica aparte, los padres de Maxine cuentan con una seguridad de la que los suyos no gozarán nunca. No se los imagina sentados a esa mesa, disfrutando de la cena de Lydia, de los vinos de Gerald. No se los imagina aportando nada interesante a la conversación. Y sin embargo ahí está él, noche tras noche, un añadido gustosamente aceptado en el universo de los Ratliff, haciendo precisamente eso.

En junio, Gerald y Lydia desaparecen y se instalan en la casa que tienen junto a un lago, en New Hampshire. Se trata de un ritual invariable, una migración anual al pueblo donde viven los abuelos paternos de Maxine. Durante varios días se van acumulando grandes capazos de lona en la entrada, cajas de cartón llenas de licores y de vino, bolsas con comida. A Gógol, esos preparativos le recuerdan a los de su familia antes de un viaje a Calcuta, cuando el salón se iba poblando de maletas que sus padres hacían y deshacían una y otra vez y en las que metían cada vez más regalos para sus familiares. A pesar de la emoción de sus padres, en aquellas tareas siempre había cierta solemnidad, y Ashima y Ashoke se mostraban temerosos e impacientes a partes iguales, se armaban de valor porque sabían que iban a encontrarse con menos caras conocidas en el aeropuerto de Calcuta, que deberían enfrentarse al hecho de que algunos parientes hubieran muerto desde su última visita. No importaba cuántas veces hubieran ido ya los cuatro juntos; su padre siempre se ponía nervioso por tener que llevarlos tan lejos. Gógol tenía conciencia de que todo aquello era una obligación que había que cumplir; que más que cualquier otra cosa, lo que empujaba a sus padres hasta su ciudad natal era el sentido del deber. En el caso de Gerald y Lydia, por el contrario, es el sentido del placer el que los arrastra a New Hampshire. Se van sin grandes aspavientos, a mediodía, cuando tanto Gógol como Maxine están trabajando. Al volver a casa, notan algunas ausencias: Silas ha desaparecido, en la cocina se echan de menos varios libros y el robot. También se han llevado algunas novelas y discos, así como el fax, que Gerald necesita para mantenerse en contacto con sus clientes, y la camioneta roja Volvo que aparcan en la calle. En la encimera les han dejado una nota: «¡Nos vamos!» Está escrita con la letra de Lydia, que les da muchos besos y abrazos.

De pronto, Gógol y Maxine tienen la casa de Chelsea para ellos solos. Se trasladan a los pisos bajos, hacen el amor sobre varias piezas del mobiliario, en el suelo, en la superficie de trabajo que ocupa el centro de la cocina, y en una ocasión, incluso, metidos entre las sábanas gris perla de la cama de Gerald y Lydia. Los fines de semana se pasean desnudos arriba y abajo, de habitación en habitación.

Comen en distintos sitios, según les apetece; a veces extienden una vieja colcha de algodón en el suelo, a veces compran comida para llevar y la sirven en la mejor vajilla de porcelana de Lydia, y duermen a deshoras. Los días más largos del verano empujan la luz del sol a través de los ventanales, hasta sus cuerpos. Como cada vez hace más calor, dejan de preparar platos muy elaborados. Se alimentan de sushi, de ensaladas y de salmón frío. Cambian el vino tinto por el blanco. Ahora que están solos, Gógol tiene más que nunca la sensación de que viven juntos. Y sin embargo, por algún extraño motivo, no se siente adulto, sino dependiente. Vive libre de expectativas, de responsabilidades, en un exilio libremente escogido de su propia vida. No es responsable de nada en la casa. A pesar de su ausencia, y sin saberlo, Gerald y Lydia siguen rigiendo sus vidas. Son sus libros los que lee, su música la que escucha. Es su puerta la que abre cada vez que llega del trabajo. Son las llamadas dirigidas a ellos las que anota en el bloc que hay junto al teléfono.

Descubre que la casa, a pesar de su belleza, tiene unos defectos que se ponen de manifiesto en los meses de verano, y le parece lógico que Gerald y Lydia se vayan todos los años. No tiene aire acondicionado, porque como nunca están ahí cuando hace calor no se han molestado en instalarlo. Los enormes ventanales carecen de persianas y, de día, las habitaciones se caldean muchísimo. Por la noche, como hay que dejar las ventanas abiertas de par en par, les invaden los mosquitos, que zumban en sus orejas y lo acribillan en los dedos de los pies, los brazos y las piernas. Desea instalar una mosquitera sobre la cama de Maxine, y recuerda las de Calcuta, de nailon azul muy fino, dentro de las que dormían Sonia y él, sujetas del techo y apoyadas en los cuatro barrotes de la cama, metidas bajo el colchón para crear una zona de descanso impenetrable, temporal, minúscula, en el que pasar la noche. Hay momentos en que no puede soportarlo más, enciende la luz y se pone de pie en la cama, buscándolos, con una revista enrollada o una zapatilla en la mano, mientras Maxine, a quien no le molestan ni le pican, le suplica que vuelva a acostarse. A veces los ve en la pared color melocotón, manchas débiles llenas de sangre, de su sangre, a unos centímetros del techo, siempre fuera de su alcance.

Alegando exceso de trabajo, no se acerca a Massachusetts en todo el verano. Su estudio de arquitectura va a participar en un concurso, y tiene que presentar un proyecto para la construcción de un hotel en Miami. A las once de la noche todavía sigue en el trabajo, junto con la mayoría de proyectistas de su equipo; les falta tiempo para terminar todos los planos y las maquetas dentro de la fecha límite, a final de mes. Cuando suena el teléfono, supone que será Maxine conminándole a salir de la oficina. Pero es su madre.

—¿Por qué me llamas tan tarde al trabajo? —le pregunta distraído, con la vista aún clavada en la pantalla del ordenador.

—Porque no estabas en tu apartamento —responde su madre—. No estás nunca en casa, Gógol. Te he llamado en plena noche y no estás.

—Sí estoy, Ma —le miente—. Pero necesito dormir y desconecto el teléfono.

—Pues no entiendo para qué lo tienes si lo desconectas —replica ella.

—Bueno, ¿me llamas por algo en concreto?

Su madre le pide que vaya a verlos el fin de semana siguiente, el sábado anterior a su cumpleaños.

—No puedo —le dice, y le explica que tienen un proyecto que entregar en el trabajo, aunque no es cierto. La verdad es que ese día tiene previsto irse con Maxine a pasar dos semanas a New Hampshire. Pero su madre insiste; su padre tiene que irse a Ohio el domingo. ¿No quiere ir a despedirle al aeropuerto?

Conoce vagamente los planes de su padre de ir a pasar nueve meses en una pequeña universidad, cerca de Cleveland, sabe que él y un colega han recibido unas ayudas de la universidad de éste con el fin de dirigir una investigación para una empresa de la zona. Su padre le ha enviado un recorte del boletín del campus donde se explica lo de las ayudas, junto con una fotografía de él en el exterior del edificio de Ingeniería. «Conceden prestigiosa beca al profesor Ganguli», reza el pie de foto. En un primer momento todos pensaron que cerrarían la casa o que la alquilarían a estudiantes, que su madre iría con él. Pero Ashima los ha sorprendido a todos, les ha dicho que ella no sabría qué hacer en Ohio durante nueve meses, que su padre estaría ocupado todo el día en el laboratorio y que prefiere no moverse de Massachusetts, aunque ello implique quedarse sola.

—¿Y por qué tengo que ir al aeropuerto a despedirme de él? —le pregunta a su madre. Sabe que, para su familia, un viaje siempre es algo importante, que incluso en los desplazamientos más ordinarios siempre van a buscar a la gente y a despedirse de ella. Pero insiste—. Baba y yo vivimos en dos Estados distintos. Estoy prácticamente tan lejos de Ohio como de Boston.

—Eso no quiere decir nada —sostiene su madre—. Gógol, por favor, no vienes desde mayo.

—Tengo un trabajo, Ma. Estoy muy ocupado. Y, además, Sonia tampoco va a ir.

—Sonia vive en California. Tú estás muy cerca.

—Oye, ese fin de semana no voy a poder ir —le dice. Despacio, la verdad empieza a salir de sus labios. Sabe que, llegados a ese punto, es su única defensa—. Me voy de vacaciones. Ya he hecho planes.

—¿Y por qué esperas siempre al último momento para contarnos esas cosas? —le pregunta su madre—. ¿Qué vacaciones son esas? ¿Qué planes has hecho?

—Voy a ir a pasar un par de semanas en New Hampshire.

—Ah. —Su madre no parece impresionada, sino más bien aliviada—. ¿Y por qué quieres ir allí, si puede saberse? ¿Qué más te da irte a New Hampshire que venir aquí?

Voy con una chica con la que estoy saliendo. Sus padres tienen una casa allí.

Aunque se queda un buen rato callada, Gógol sabe lo que está pensando, que esta dispuesto a irse de vacaciones con los padres de otra persona, pero no a ver a los suyos.

—¿Y dónde está ese sitio exactamente?

—No lo sé. En las montañas.

—¿Cómo se llama la chica?

—Max.

—Ése es un nombre de chico.

Niega con la cabeza.

—No, Ma, se llama Maxine.

Y así, camino de New Hampshire, hacen un alto en Pemberton Road para comer. Al final ha cedido. A Maxine no le importa, después de todo les va de paso, y siente curiosidad por conocer a sus padres. Han alquilado un coche en Nueva York, y llevan el maletero lleno a rebosar de las cosas que Gerald y Lydia les han pedido que traigan en una postal que les han escrito: vino, unos paquetes de pasta importada, una lata grande de aceite de oliva y unos tacos de queso parmesano y de Asiago. Cuando le pregunta a Maxine para qué necesitan esas cosas, ella le explica que la casa está muy aislada, que si tuvieran que comprar en la única tienda que les queda cerca se pasarían el día a base de patatas fritas, pan de molde y Pepsi. Camino de Massachusetts, le advierte de las cosas que considera que ella debe saber de antemano: que no deben tocarse ni besarse delante de sus padres, que durante la comida no habrá vino.

—Pero si llevamos mucho en el maletero —señala Maxine.

—Da igual. Mis padres no tienen sacacorchos.

A ella, esas restricciones le parecen divertidas; las ve como un reto que en todo caso apenas durará unas horas, una tarde, como una anomalía que no se repetirá jamás. No asocia a Gógol con las costumbres de sus padres. No termina de creerse que ella sea la primera novia que lleva a casa. A él la idea no le gusta nada, lo único que espera es que pase rápido. Cuando salen de la autopista, se da cuenta de que Maxine es totalmente ajena a ese paisaje: los centros comerciales, el gran instituto público de ladrillo en el que Sonia y él estudiaron, las casas con fachadas de tablones de madera, demasiado juntas las unas a las otras, cada una con su pequeño terreno delante. La señal de tráfico con los niños jugando. Sabe que esa vida, que para sus padres es un logro del que se sienten orgullosos, no tiene la menor importancia ni interés para ella, que si está enamorada de él no es a causa sino a pesar de ello.

Frente a la entrada de casa de sus padres hay una furgoneta que les impide el paso. Aparcan en la calle, junto al buzón, al lado del césped. Conduce a Maxine por el camino empedrado y llama al timbre, porque sus padres tienen siempre la puerta cerrada con llave. Su madre sale a recibirlos. Gógol nota que está nerviosa, que se ha puesto uno de sus mejores saris, y que se ha pintado los labios y se ha perfumado. Nada que ver con ellos, que llevan pantalones cortos, camisetas y mocasines de piel fina.

—Hola, Ma —le dice, dándole un beso rápido—. Ésta es Maxine. Max, ésta es mi madre, Ashima.

—Me alegro de conocerla por fin, Ashima —dice Maxine, que se adelanta un poco y también le da un beso—. Les he traído esto —añade, alargándole una cesta envuelta en celofán llena de patés enlatados y frascos de pepinillos y salsas que Gógol sabe que sus padres jamás abrirán ni disfrutarán. De todos modos, cuando Maxine fue a comprar esas cosas para ponerlas en la cesta, él no hizo nada por disuadirla. Entra en casa con los zapatos puestos, pasando por alto las chancletas que sus padres guardan en el armario del recibidor. Siguen a su madre, que cruza el salón y se mete en la cocina; tiene que volver a los fogones, porque está terminando de freír unas samosas que lo llenan todo de humo.

—El padre de Nikhil está arriba —le dice su madre a Maxine, mientras saca las samosas de la sartén con una espumadera y las va dejando en una fuente cubierta con papel de cocina—. Con el empleado de la empresa de alarmas. Lo siento, la comida estará lista en un momento —añade—. No os esperaba hasta dentro de media hora.

—¿Y por qué nos están instalando un sistema de seguridad, si puede saberse? —pregunta Gógol.

—Ha sido idea de tu padre. Como ahora voy a estar sola. —Su madre explica que han entrado a robar en dos casas de la zona, y en los dos casos en plena tarde—. Hasta en barrios buenos como éste hay delincuencia hoy en día —le dice a Maxine negando con la cabeza.

Ashima les ofrece unos vasos de lassi rosa helado, espeso y dulce, aromatizado con agua de rosas. Se sientan en el salón de las visitas, donde no lo hacen casi nunca. Maxine se fija en las fotos escolares de Sonia y de él, con sus marcos azules, sobre la chimenea de ladrillo, en los retratos familiares hechos en el estudio fotográfico Oían Mills. Su madre le enseña las fotos de infancia de Gógol. A Maxine le encanta la tela del sari de Ashima, y le comenta que su madre es conservadora de la sección de tejidos del Met.

—¿El Met?

—El Museo de Arte Moderno —le aclara.

—Estuviste una vez, Ma —le dice Gógol—. Es ese museo tan grande que hay en la Quinta Avenida. Con todos esos escalones. Te llevé para que vieras el templo egipcio, ¿no te acuerdas?

—Sí, me acuerdo. Mi padre era artista —le dice a Maxine, señalando las acuarelas que cuelgan en las paredes.

Oyen pasos en la escalera y su padre entra en el salón acompañado de un hombre de uniforme que sostiene una carpeta. A diferencia de su madre, su padre no se ha vestido para la ocasión. Lleva unos pantalones marrones de algodón, una camisa de manga corta algo arrugada y unas chancletas. El pelo, canoso, le clarea más que la última vez que Gógol lo vio, y tiene más barriga.

—Aquí tiene copia del recibo. Si hay algún problema, llame a este número gratuito —le dice el operario, estrechándole la mano—. Buenos días.

—Hola, Baba —dice Gógol—. Quiero presentarte a Maxine.

—Hola —saluda su padre, que levanta la mano como si estuviera a punto de hacer un juramento y no se sienta con ellos.

—¿Es tu coche? —le pregunta a Maxine mirando por la ventana.

—No, es alquilado.

—Sería mejor aparcarlo en la entrada —le dice su padre.

—No importa —interviene Gógol—. Ya está bien donde está.

—Mejor evitar sorpresas —insiste su padre—. Los niños del barrio no tienen ningún cuidado. Una vez aparqué en la calle y me rompieron el parabrisas con una pelota de béisbol. Si queréis lo aparco yo.

—No, ya voy —dice Gógol levantándose, molesto con el permanente miedo al desastre del que siempre hacen gala sus padres. Cuando vuelve a entrar en casa, la comida ya está servida; su madre ha preparado unos platos demasiado pesados para el calor que está haciendo. Además de las samosas, hay pollo empanado, garbanzos con salsa de tamarindo, biryani de cordero y chutney hecho con los tomates del huerto. Sabe que su madre se ha pasado todo el día en la cocina para prepararlos, pero todo ese esfuerzo no hace más que avergonzarlo. Sin preguntar, ya han llenado los vasos con agua, y han dispuesto los platos, los tenedores y las servilletas de papel en la mesa del comedor que usan sólo en ocasiones especiales, con sus incómodas sillas de terciopelo dorado y sus altos respaldos.

—Vamos, ya podéis empezar —dice su madre, que sigue entrando y saliendo de la cocina para traer las últimas samosas.

Sus padres se muestran prudentes en presencia de Maxine, mantienen las distancias, no hablan en voz tan alta como cuando están con sus amigos bengalíes. Le preguntan a qué universidad ha ido, a qué se dedican sus padres. Pero Maxine es inmune a sus reservas, les dedica su atención plena, y Gógol se acuerda de la noche en que la conoció y le sedujo del mismo modo. A su padre le pregunta sobre el proyecto de investigación de Cleveland, y a su madre por su trabajo de media jornada en la biblioteca pública local, al que se ha incorporado hace poco tiempo. Gógol sólo atiende a medias a la conversación. Sabe que en su casa no es costumbre pasarse las bandejas para que todo el mundo se sirva, ni masticar con la boca totalmente cerrada. Ashima y Ashoke apartan la vista cuando Maxine, en un acto reflejo, le acaricia el pelo a Gógol. Para alivio suyo, su novia come con apetito, y le pregunta a su madre cómo se prepara esto o aquello y asegura que ésa es la mejor comida india que ha comido en la vida, y acepta encantada las samosas y el pollo que Ashima insiste en que se lleven para el viaje.

Cuando su madre confiesa que el hecho de tener que quedarse un tiempo sola en casa la pone nerviosa, Maxine admite que a ella le pasaría lo mismo. Les explica que una vez entraron a robar en casa de sus padres cuando ella estaba sola. Ashima se sorprende de que siga viviendo con sus padres.

—Creía que eso no pasaba nunca en Estados Unidos.

Ashoke interviene cuando ella les cuenta que es de Nueva York, y que ha vivido ahí toda su vida.

—Nueva York es excesiva. Hay demasiado tráfico, demasiados edificios altos.

Cuenta la anécdota de cuando fueron en coche a la graduación de Gógol en Columbia: a los cinco minutos ya les habían abierto el maletero y les habían robado el equipaje, y tuvo que asistir a la ceremonia sin su traje, con una chaqueta y una corbata.

—Qué lástima que no podáis quedaros a cenar —dice su madre cuando ya están terminando.

Pero su padre opina que no, que es mejor que salgan cuanto antes, que no es bueno conducir de noche.

Les sirven un té y unos cuencos con payesh que han preparado para celebrar su cumpleaños. Le regalan una tarjeta Hallmark firmada por los dos, un cheque de cien dólares y un suéter azul marino, de algodón, de Filene.

Pues le va a ir muy bien —dice Maxine—. Porque donde vamos la temperatura baja bastante de noche.

Se despiden con besos y abrazos en la acera. Es Maxine quien los da primero, y sus padres se los devuelven torpemente. Su madre la invita a volver. A Gógol le dan un trozo de papel con el teléfono de su padre en Ohio, y con la fecha a partir de la cual estará activado.

—Buen viaje a Cleveland. Y buena suerte con el proyecto.

—Gracias —responde su padre, dándole unas palmaditas en el hombro—. Te echaré de menos. Y no te olvides de llamar a tu madre de vez en cuando para saber cómo está —añade en bengalí.

—No te preocupes, Baba. Nos vemos para Acción de Gracias.

—Sí, hasta pronto. Conduce con cuidado, Gógol.

En un primer momento no se da cuenta del lapsus. Pero una vez en el coche, mientras se abrochan los cinturones, Maxine le hace la pregunta.

—¿Cómo te acaba de llamar tu padre?

—Nada, te lo explico luego.

Arranca y da marcha atrás para salir a la calle. Sus padres van a seguir ahí, agitando las manos, hasta que los pierdan de vista.

—Llamadnos cuando lleguéis —le pide su madre en bengalí.

Pero él se despide con la mano y se aleja, fingiendo no haberlo oído.

Qué alivio estar de nuevo en su mundo, conducir rumbo al norte, atravesar la frontera del estado. Durante un rato no hay diferencias, la misma extensión de cielo, la misma autopista, con sus grandes licorerías y sus cadenas de comida rápida a ambos lados. Maxine conoce el camino, por lo que no hay necesidad de consultar el mapa. Él ha estado una o dos veces en New Hampshire con su familia, para ver la caída de las hojas en otoño, en excursiones de un día a lugares en los que se podía aparcar en la misma carretera y bajarse a hacer fotos. Pero no ha llegado nunca tan al norte. Pasan junto a granjas donde unas vacas moteadas pastan en los prados, junto a graneros rojos, iglesias blancas de madera, cobertizos con techos de hojalata oxidada. Pueblos pequeños, dispersos, con nombres que no ha oído en su vida. Dejan atrás la autopista y se internan por una carretera estrecha y empinada. Las montañas surgen de pronto como enormes ondulaciones lechosas suspendidas contra el cielo. En las cimas se arremolinan nubes bajas, como volutas de humo que ascendieran desde los árboles. Otras proyectan grandes sombras sobre el valle. Al final, ya se ven muy pocos coches en la ruta, y los carteles turísticos de instalaciones o zonas de acampada desaparecen. Sólo se ven más granjas y bosques, y los márgenes de la carretera están llenos de flores rojas y azules. No tiene ni idea de dónde está, de cuánta distancia han recorrido. Maxine le dice que no están lejos de Canadá, que si les apeteciera, podrían ir a pasar un día a Montreal.

Giran al llegar a un camino sin asfaltar que hay en medio de un bosque de abedules y cicutas. No hay cartel alguno que indique el desvío, ningún buzón, ninguna señal. En un primer momento no se ve ninguna casa, sólo unos grandes helechos de un verde oscuro que cubren el suelo. Bajo las ruedas cruje la grava, y la sombra de los árboles traza líneas sobre el coche. Llegan a un claro, donde aparece una casa sencilla con la fachada de madera marrón quemada por el sol y rodeada de un muro bajo hecho de piedra. El Volvo de Gerald y Lydia está aparcado en medio del prado, porque no hay zona de aparcamiento. Gógol y Maxine se bajan, y ella lo lleva de la mano hasta la parte trasera de la casa. Él se siente un poco agarrotado porque lleva varias horas al volante. Aunque está empezando a ponerse el sol, todavía se palpa el calor, la quietud y la bondad del aire. Al acercarse, observa que al final del terreno hay una pendiente, y entonces ve el lago, de un azul mil veces más profundo y más brillante que el del cielo, rodeado de pinos. Detrás se levantan las montañas. El lago es mayor de lo que esperaba, de una extensión que no podría cruzar a nado.

—¡Ya hemos llegado! —grita Maxine estirando los brazos. Se acercan a sus padres, que están sentados en unas tumbonas, en el jardín, descalzos y con las piernas al aire, tomándose un cóctel y contemplando la vista. Silas se les acerca ladrando y dando brincos. Los Ratliff están más bronceados, más delgados, y van vestidos de manera más informal. Lydia lleva una camiseta blanca sin mangas y una falda vaquera, y Gerald unos pantalones cortos arrugados y un polo verde descolorido por el uso.

Lydia tiene los brazos casi tan morenos como los suyos. Gerald está quemado. En el suelo, a sus pies, hay libros boca abajo. Sobre sus cabezas zumba una libélula turquesa, que de pronto se aleja y desaparece. Se vuelven a saludarlos.

—Bien venidos al paraíso —dice Gerald.

Ahí llevan una vida radicalmente distinta a la de Nueva York, La casa es oscura, algo húmeda, llena de muebles viejos de procedencias dispares. En los cuartos de baño las tuberías están a la vista, y hay cables grapados siguiendo el perfil de los marcos de las puertas. De algunas vigas sobresale algún clavo. En las paredes hay colecciones enmarcadas de mariposas locales, un mapa de la región dibujado sobre un papel blanco muy fino, y fotos de la familia en el lago, tomadas en distintas épocas. De unas barras blancas y delgadas cuelgan unas cortinas de algodón, a cuadros. No van a compartir la casa con Gerald y Lydia; van a instalarse en una cabaña sin calefacción que hay al final del sendero. Es apenas más grande que una celda, porque originalmente la construyeron para que Maxine jugara cuando era pequeña. Cuenta con un pequeño aparador, una mesilla de noche entre dos camas individuales, una lámpara con pantalla de papel, de cuadros escoceses, y dos arcones de madera donde se guardan las colchas. Las camas están cubiertas con sendas mantas eléctricas viejas. En una esquina hay un aparato que teóricamente sirve para ahuyentar murciélagos. El techo se sostiene con unos troncos bastos, sin pulir, y entre el suelo y las paredes hay un espacio sin rellenar, de manera que desde dentro puede verse una porción de hierba. Hay insectos muertos por todas partes, aplastados contra las ventanas y las paredes, agonizando en los charcos que quedan bajo los grifos del lavabo.

—Es algo así como estar de campamento —le dice Maxine mientras deshacen el equipaje, pero Gógol nunca ha estado en ningún campamento, y aunque está sólo a tres horas de casa de sus padres, ése es un mundo que le resulta desconocido, un tipo de vacaciones del que nunca ha participado.

Durante el día se sienta con la familia de Maxine en una estrecha franja de arena, junto al lago, y contempla su superficie de jade brillante, rodeada de otras casas, de canoas volcadas. Hay algunos embarcaderos largos que se adentran en el agua. Y renacuajos que nadan muy cerca de la orilla. Hace lo que hacen ellos, se sienta en una silla plegable, con un gorro de algodón, y de tanto en tanto se unta crema protectora en los brazos; empieza a leer, pero se queda dormido sin pasar de la primera página. Cuando se le calientan mucho los hombros se mete en el agua y nada hasta el embarcadero. El fondo, sin piedras ni algas, es suave y cede bajo sus pies. Algunas veces vienen a verlos los abuelos de Maxine, Hank y Edith, que viven unas casas más allá. Hank es profesor jubilado de Arqueología Clásica; siempre lleva consigo un pequeño libro sobre cerámica griega, y pasa las páginas delicadamente con las yemas de unos dedos morenos de sol. En determinado momento se levanta, se quita con parsimonia los zapatos y los calcetines y se mete en el agua hasta las pantorrillas, mirando a su alrededor con los brazos en jarras y la barbilla levantada al aire, en un gesto orgulloso. Edith es pequeña y delgada, proporcionada, como una niña, con el pelo blanco corto y la cara muy arrugada. Han viajado bastante por todo el mundo. Italia, Grecia, Egipto, Irán.

—Nunca llegamos a la India —le dice Edith—. Pero nos habría encantado ver todo aquello.

Maxine y él se pasan el día recorriendo, descalzos y en bañador, los límites de la propiedad. Gógol sale a correr junto al lago con Gerald. Los circuitos son difíciles, hay caminos de tierra que suben por las montañas en fuerte pendiente, y por los que pasa tan poca gente que pueden ir tranquilamente por el centro. A medio camino aparece un pequeño cementerio privado, donde están enterrados los miembros de la familia Ratliff, y donde Gerald y Gógol siempre se detienen a reponer fuerzas. Es el lugar donde, un día, enterrarán a Maxine. Gerald pasa muchos ratos en el huerto. Lleva casi siempre las uñas negras, porque cultiva con esmero lechugas y hierbas aromáticas. Un día, Gógol y Maxine van nadando hasta la casa de sus abuelos, que los invitan a bocadillos de huevo y lechuga, y a sopa de tomate. A veces, por la noche, cuando hace demasiado calor en el interior de la cabina, salen en pijama, con una linterna, y se bañan desnudos en el lago. Nadan a oscuras, iluminados sólo por la luz de la luna, y las algas se les enredan en las piernas hasta que alcanzan el embarcadero más cercano. La sensación, desconocida para él hasta ese momento, del agua en contacto con su piel desnuda, le excita mucho, y cuando vuelven a la orilla hacen el amor sobre la hierba, que mojan con sus cuerpos. La contempla y contempla el cielo que tiene encima, lleno de estrellas, una masa informe de polvo y piedras preciosas. Nunca ha visto nada igual.

A pesar de que no hay nada muy concreto que hacer, con los días van adquiriendo una pauta. Hay una cierta frugalidad en todo, una privación voluntaria de muchas cosas. Por las mañanas se despiertan con el canto frenético de los pájaros, y unas finísimas nubes delgadas rasgan el firmamento por el este. El desayuno consiste en mermeladas caseras extendidas sobre grandes rebanadas de pan y se sirve a las siete en el porche que da al lago y que está protegido con mosquiteras. Ahí es, de hecho, donde también comen y cenan. Las noticias del mundo les llegan gracias al escueto periódico local que Gerald trae cada día de la tienda. A última hora de la tarde, se duchan y se visten para la cena. Sentados en el césped, con sus bebidas, comen trozos del queso que Maxine y Gógol han traído de Nueva York, y contemplan la puesta del sol tras las montañas. Los murciélagos aletean entre unos pinos tan altos como edificios de diez plantas. Los bañadores de todos se secan tendidos en una cuerda. Las cenas son sencillas: mazorcas hervidas que han comprado en el tenderete de una granja, pollo frío, espaguetis con pesto, tomates del huerto a rodajas, con un poco de sal. Lydia hace pasteles y tartaletas con los frutos del bosque que va a buscar ella misma. De vez en cuando desaparece un día entero, va en busca de antigüedades por los pueblos vecinos. Ahí no hay televisor, sólo un viejo equipo de música en el que a veces ponen alguna sinfonía o algo de jazz. Un día lluvioso, Gerald y Lydia le enseñan a jugar cribbage. Muchas veces, a las nueve ya están en la cama. El teléfono, que está en la casa grande, apenas suena.

Aprende a valorar esa total desconexión del mundo. Se acostumbra al silencio, al perfume de la madera calentada por el sol. Los únicos sonidos que llegan hasta allí son los de alguna lancha a motor que surca el agua, o los de las pantallas mosquiteras al cerrarse. Una tarde, junto al lago, dibuja un boceto de la casa y se lo regala a los padres de Maxine. Es el primero que hace en muchos años por puro placer. Lo ponen sobre la abarrotada repisa de la chimenea, entre montañas de libros y fotografías, y prometen enmarcarlo. Los Ratliff parecen ser los propietarios de todos los elementos que conforman el paisaje, no sólo de la casa, sino de cada árbol, de cada brizna de hierba. Nada se cierra con llave, ni la casa ni la cabaña en la que duermen. Cualquiera podría entrar. Le viene a la mente la nueva alarma que sus padres se han hecho instalar, se pregunta por qué no podrán mostrarse igual de relajados. Gerald y Lydia son los dueños de la luna que se refleja en el lago, del sol y de las nubes. Es un lugar que les ha sido propicio, y es parte de ellos tanto como pueda serlo un miembro de su familia. La idea de regresar al mismo lugar todos los años empieza a atraerle mucho. Sin embargo, no se imagina a su familia ocupando una casa como ésa, pasando las tardes lluviosas entregada a esos juegos de mesa, contemplando el cielo de noche en busca de estrellas fugaces, todos juntos en una estrecha franja de arena. Sus padres no han sentido nunca ese impulso, esa necesidad de alejarse tanto de las cosas. En un sitio así se sentirían solos, y no pasarían por alto que eran los únicos indios. No querrían ir a pasear, como hacen ellos cuatro casi cada día, por caminos de montaña, para ver la puesta de sol sobre el valle. No se molestarían en cocinar con la albahaca que Gerald cultiva en el huerto, ni se pasarían la tarde cociendo los arándanos para hacer mermelada. Su madre no se pondría un bañador ni se iría a nadar al lago. No siente ninguna añoranza de las vacaciones que ha pasado con su familia, y ahora se da cuenta de que en realidad no se las podía llamar así. Eran más bien expediciones excesivas, confusas, bien a Calcuta, bien a sitios que no teman nada que ver con ellos y que no pensaban volver a visitar. En aquellos otros veranos, con una o dos familias bengalíes más, se desplazaban en furgonetas alquiladas hasta Toronto, Atlanta o Chicago, ciudades en las que tenían amigos de Calcuta. Los padres iban todos juntos en el asiento delantero, conducían por turnos y consultaban mapas. Todos los niños se montaban detrás, con fiambreras de plástico llenas de luchis aplastados envueltos en papel de aluminio, fritos el día anterior. Se paraban en parques nacionales para comer en mesas de picnic. Dormían en moteles, pedían una sola habitación por familia, y nadaban en piscinas visibles desde la carretera.

Un día salen en canoa por el lago. Maxine le enseña a remar, a surcar las aguas remansadas y grises. Le habla con respeto de sus veranos en ese lugar. Es el sitio que más le gusta en el mundo, le dice, y él entiende que el paisaje y el lago en que aprendió a nadar son una parte esencial de ella, más incluso que la casa de Chelsea. Según le confiesa, ahí es donde perdió la virginidad, a los catorce años, en una caseta que se usaba para guardar las barcas, con un chico que también veraneaba allí. Él piensa en sí mismo a los catorce años, cuando su vida no tenía nada que ver con lo que es ahora, cuando sólo se llamaba Gógol. Entonces le viene a la mente la reacción de Maxine cuando, al salir de casa de sus padres, supo que tenía otro nombre.

—Es lo más tierno que he oído en mi vida —dijo.

Y no volvió a mencionarlo. Ese hecho esencial de su existencia se le borró de la mente, como muchos otros. Se da cuenta de que ese lugar siempre estará ahí para ella. Se hace fácil imaginar su pasado, su futuro, imaginársela envejeciendo ahí. La ve con el pelo entrecano, todavía hermosa, con el cuerpo algo más ancho y menos firme, sentada en la orilla, con un sombrero puesto. La ve regresando a ese lugar, triste, para enterrar a sus padres, enseñando a sus hijos a nadar en el lago, agarrándolos de las manos y haciéndolos avanzar, mostrándoles cómo deben tirarse al agua desde la punta del embarcadero.

Ahí es donde cumple veintisiete años. Es la primera vez que no lo celebra con sus padres, ni en Calcuta ni en Pemberton Road. Lydia y Maxine han decidido preparar una cena especial, y se pasan días enteros consultando libros de cocina mientras están en la playa. Quieren hacer una paella, y se van hasta Maine para comprar los mejillones y las almejas. También preparan un pastel de ángel. Sacan la mesa al jardín y añaden alguna otra para que quepan todos. Además de Hank y de Edith, invitan a varios amigos que también viven en el lago. Las mujeres llevan sombreros de paja y vestidos de hilo. La entrada delantera de la casa se llena de coches, y de niños que corretean entre ellos. Se habla del lago, de la bajada de las temperaturas, se comenta que el agua ya está más fría, que el verano ya está tocando a su fin. Se oyen quejas sobre las lanchas con motor, algún que otro chisme sobre el dueño de la tienda, cuya mujer se ha fugado con otro y le ha pedido el divorcio.

—Él es arquitecto, está pasando unos días con Max —dice Gerald en un momento dado, acercándolo a una pareja que está interesada en construirse un anexo en su casa. Gógol habla con ellos sobre sus proyectos y promete ir a echarle un vistazo antes de irse. Durante la cena, una vecina cuarentona llamada Pamela le pregunta que edad tenía cuando llegó a los Estados Unidos.

—Soy de Boston —responde.

Resulta que Pamela también es de Boston, pero cuando él le menciona el nombre del barrio de sus padres, ella niega con la cabeza y dice que nunca lo ha oído.

—Una amiga mía estuvo en la India una vez —prosigue Pamela.

—¿Ah sí? ¿Y adonde fue?

—No sé. Sólo recuerdo que volvió delgadísima, y que me dio mucha envidia. —Se ríe—. Pero tú en eso debes de tener ventaja.

—¿Qué quiere decir?

—Bueno, que tú no te pondrás enfermo.

—Pues en realidad no es así —responde, algo molesto. Mira a Maxine, para ver si ella se ha dado cuenta de la situación, pero está charlando animadamente con la persona que tiene sentada al lado—. Nos ponemos enfermos constantemente. En realidad, nos tienen que vacunar antes de ir. Mis padres llenan buena parte de las maletas con medicamentos.

—Pero si sois indios —insiste Pamela frunciendo el entrecejo—. Habría dicho que, por genética, el clima no tendría que afectaros.

—Pamela, Nick es estadounidense —interviene Lydia, desde el otro lado de la mesa, intentando salvarlo de esa conversación—. Nació aquí. —Se vuelve para mirarlo y, por la expresión de su cara, Gógol se da cuenta de que después de todos esos meses, no está del todo segura—. ¿No?

Con la tarta descorchan el champán.

—A la salud de Nikhil —dice Gerald, levantando su copa. Todos le cantan el «cumpleaños feliz», aunque acaba de conocerlos esa misma tarde, aunque al día siguiente ya lo habrán olvidado. Es en medio de las voces de los adultos que han bebido más de la cuenta, en medio de los gritos de sus hijos, que corren descalzos y cazan luciérnagas por el jardín, cuando recuerda que su padre se trasladó a Cleveland hace una semana, que en ese momento estará ahí, en su apartamento nuevo, sin compañía. Que su madre está sola en Pemberton Road. Sabe que debería llamar para saber si su padre ha llegado sin problemas, si su madre se las apaña bien por su cuenta. Pero esas preocupaciones no tienen sentido ahí, con Maxine y su familia. Esa noche, en la cabaña, junto a ella, el sonido persistente del teléfono le despierta. Convencido de que son sus padres, que le llaman para desearle feliz cumpleaños, se levanta de la cama, avergonzado porque sabe que van a despertar a Gerald y a Lydia. Avanza dando tumbos hacia el jardín, pero cuando sus pies descalzos pisan la hierba, se hace el silencio, y se da cuenta de que lo del teléfono ha sido un sueño. Vuelve a la cama y se acurruca junto al cuerpo cálido y dormido de Maxine, y le pasa el brazo alrededor de la cintura y encaja las rodillas entre sus piernas. A través de la ventana ve que está empezando a amanecer, y que ya sólo se distinguen algunas estrellas. Las formas de los pinos y de las cabañas cercanas empiezan a recortarse contra el cielo, y un pájaro se pone a cantar. Entonces se da cuenta de que sus padres no pueden llamarlo ahí, porque no les ha dado el número, y los Ratliff no figuran en el listín. Ahí, junto a Maxine, en medio de esa naturaleza enclaustrada, es libre.