Mucha gente se cambiaba el nombre: actores, escritores, revolucionarios, travestis. En clase de historia, Gógol ha estudiado que los inmigrantes europeos se cambiaban el nombre al llegar a la isla de Ellis, que los esclavos libertos se rebautizaban. Aunque él no lo sabe, incluso Nikolái Gógol se cambió de nombre a los veintidós años, cuando empezó a publicar en la La Gaceta Literaria, simplificando su apellido de Gógol-Yanovsky a Gógol. (También había publicado algo con el apellido Yánov, y en una ocasión firmó una obra con «OOOO», por las cuatro oes de su nombre completo.)
Un día de verano de 1986, en las frenéticas semanas anteriores al inicio de su primer curso en la Universidad de Yale, que va a suponerle la primera separación prolongada de su familia, Gógol Ganguli también lo hace. Va en el tren de cercanías hasta Boston, coge la línea verde en North Station y se baja en Lechmere. La zona le suena un poco. Ha ido varias veces con su familia, a comprar televisores, aspiradoras, y ha estado en el Museo de la Ciencia con el colegio. Pero es la primera vez que está solo en el barrio y, a pesar de las indicaciones que lleva escritas en un papel, se pierde unos momentos camino del Tribunal de Testamentarías y Familia. Va con una camisa azul y una chaqueta de pana beige que le han comprado para las entrevistas de la facultad y que le abriga demasiado en días bochornosos como ése. También lleva puesta la única corbata que tiene, marrón con rayas amarillas en diagonal. Ya mide casi un metro ochenta, es delgado y a su pelo moreno, abundante, empieza a hacerle falta un corte. Tiene la cara alargada, la expresión inteligente, se le ha puesto atractiva de pronto, los huesos más marcados, la piel dorada, pálida, recién afeitada y limpia. De Ashima ha heredado los ojos, grandes, penetrantes, de cejas anchas y elegantes, y de Ashoke una nariz de punta ligeramente abultada.
El tribunal es un edificio antiguo, imponente, con columnas y fachada de ladrillo, pero se entra por un lateral, bajando un tramo de escaleras. Una vez dentro, Gógol se vacía los bolsillos y pasa por el detector de metales, como si estuviera en un aeropuerto a punto de emprender viaje. Siente con alivio el frío del aire acondicionado, y se fija en los hermosos artesonados de escayola que decoran los techos, en las voces que resuenan agradablemente en las paredes revestidas de mármol. No imaginaba un decorado tan suntuoso. Aun así, sabe que la gente acude a ese lugar para tramitar divorcios, para impugnar testamentos. El funcionario del mostrador de información le dice que espere en la planta de arriba, en una sala llena de mesas redondas en las que la gente come. Gógol aguarda con impaciencia, moviendo una pierna arriba y abajo sin parar. Se le ha olvidado traerse un libro, así que coge una sección del Globe que alguien se ha dejado y lee por encima un artículo de la sección de arte sobre las pinturas de Helga, de Andrew Wyeth. Luego se pone a practicar su nueva firma en los márgenes del periódico. Hace varias pruebas en distintos estilos. No tiene la mano acostumbrada a la ene, a los puntos de las íes. Cuántas veces habrá escrito su antiguo nombre, se pregunta, cuántos exámenes suyos habrá encabezado con él, cuántos trabajos de clase, cuántos tests, cuántas tarjetas de felicitación dedicadas a sus amigos. ¿Cuántas veces escribe su nombre una persona a lo largo de su vida? ¿Un millón? ¿Dos millones?
La idea de cambiarse el nombre se le ocurrió por primera vez hace unos meses. Estaba sentado en la sala de espera del dentista, hojeando el Reader’s Digest. De pronto se encontró por casualidad un artículo que le llamó la atención. Se titulaba «Segundos bautismos», y se iniciaba con el siguiente encabezado: «¿Es usted capaz de identificar a los siguientes personajes célebres?» A continuación aparecía una lista de nombres y, en la parte inferior de la página, cabeza abajo, las celebridades a las que aquellos nombres correspondían. El único que él acertó fue el de Robert Zimmerman, que era el verdadero nombre de Bob Dylan. No tenía ni idea de que a Moliere lo bautizaron como Jean-Baptiste Poquelin, ni que León Trotski se llamaba en realidad Lev Davídovich Bronstein. Tampoco sabía que Gerald Ford se llamaba Leslie Lynch King, Jr., ni que el nombre de Engelbert Humperdinck era Arnold George Dorsey. El artículo informaba de que todos ellos se habían cambiado el nombre, y añadía que ése era un derecho que tenía todo ciudadano de Estados Unidos. Leyó que, cada año, cientos de miles de estadounidenses se cambiaban el nombre. Según aquel artículo, lo único que había que hacer era una solicitud legal. Y de pronto imaginó que a aquella lista se añadía «Gógol» y que en letras muy pequeñas, boca arriba, podía leerse «Nikhil».
Aquella noche, mientras cenaba con sus padres, sacó el tema. Una cosa era que Gógol fuera el nombre escrito a mano en el título de bachiller, o impreso en el anuario del instituto. Incluso admitía que figurara en la solicitud de ingreso en una universidad de la Ivy League, además de en las de Stanford y Berkeley. Pero tener que verlo impreso, cuatro años después, en la licenciatura de letras no le parecía bien. O escrito en la parte superior de un currículum, o grabado en una tarjeta de visita. Lo que él quería era que en todos esos sitios figurara el nombre que sus padres habían escogido, el nombre de verdad por el que habían optado cuando tenía cinco años.
—Lo hecho, hecho está —le dijo su padre—. Si no, va a ser muy complicado. El caso es que Gógol se ha convertido en tu nombre a todos los efectos.
—Ahora ya es demasiado difícil —opinó su madre—. Ya eres muy mayor.
—No lo soy —insistió—. Es que no lo entiendo. ¿Por qué tuvisteis que ponerme un apodo? ¿Qué sentido tiene?
—Nosotros lo hacemos así, Gógol —sostuvo su madre. Es una costumbre bengalí.
—Pero si ni siquiera es un nombre bengalí.
Les dijo a sus padres que, en clase del señor Lawson, había aprendido que Gógol había sido tremendamente desgraciado y un desequilibrado mental, y que se había dejado morir de hambre.
—¿Sabíais vosotros todas esas cosas cuando me pusisteis ese apodo?
—Te has olvidado de mencionar que también era un genio —dijo su padre.
—No lo entiendo. ¿Cómo fuisteis capaces de ponerme el nombre de una persona tan rara? Nadie me toma en serio.
—¿Quién? ¿Quién no te toma en serio? —le preguntó Ashoke apuntándole con el dedo.
—La gente —respondió, mintiendo a sus padres. Porque Ashoke tenía razón: la única persona que no se tomaba en serio a Gógol, la única que lo atormentaba, la única que pensaba siempre en su nombre y se avergonzaba de él constantemente, la única que lo cuestionaba y deseaba que fuera otro, era él mismo, el propio Gógol.
Pero siguió insistiendo, les dijo que deberían preferir que su nombre oficial fuera bengalí y no ruso.
—No lo sé, Gógol. De verdad, no sé qué decirte —manifestó su madre en tono vacilante y negando con la cabeza. Se levantó y empezó a recoger la mesa.
Sonia se escabulló como pudo y se fue a su habitación. Gógol se quedó a solas con su padre. Ahí sentados, oían a Ashima, que fregaba los platos. El agua se colaba por el fregadero.
—Pues entonces cámbiatelo —le dijo Ashoke al cabo de un rato, en voz baja y serena.
—¿En serio?
—En Estados Unidos todo es posible. Haz lo que quieras.
Así que fue al gobierno de Massachusetts a buscar el impreso de solicitud de cambio de nombre, al que debía adjuntar una copia compulsada de su certificado de nacimiento y la conformidad del Tribunal de Testamentarías y Familia de Middlesex. Se lo dio a su padre, que lo firmó sin apenas leerlo, con la misma resignación con que firmaba los cheques o los recibos de las tarjetas de crédito, con las cejas algo arqueadas por encima de las gafas, calculando mentalmente el gasto. Rellenó el resto del impreso en su habitación, cuando sus padres y su hermana ya se habían acostado. Se trataba de una simple hoja de color crema, pero tardó en rellenarlo más que los de ingreso en la universidad. En la primera línea escribió el nombre que quería cambiar, así como su lugar y fecha de nacimiento. A continuación puso el nombre nuevo, el que deseaba adoptar, y entonces estampó su vieja firma en la solicitud. Sólo se detuvo en un epígrafe: le pedían que, en tres líneas, explicara las razones que le llevaban a solicitar el cambio de nombre. Se quedó en blanco durante casi una hora, sin saber qué poner. Y al final no escribió nada.
Lo llaman a la hora concertada. Entra en una sala y se sienta en un banco de madera vacío que hay al fondo. La jueza, una mujer negra, corpulenta, cuarentona, que lleva unas gafas semicirculares, está delante, en el estrado. La secretaria, una mujer delgada de pelo cortado a lo paje, le pide la solicitud y la revisa antes de entregársela a la jueza. En la sala no hay ningún adorno, exceptuando las banderas americana y del estado de Massachusetts, así como un retrato al óleo de un juez.
—Gógol Ganguli —dice la secretaria, que le indica que se acerque al estrado.
Y él, aunque está impaciente por cumplir con todos los trámites, siente una punzada de tristeza al darse cuenta de que ésa va a ser la última vez que oiga su nombre en un ámbito oficial. A pesar de la aprobación de sus padres, tiene la sensación de estar pasándoles por encima, de estar corrigiendo un error que cometieron.
—¿Por qué motivo desea cambiarse el nombre, señor Ganguli? —le pregunta la jueza.
La pregunta le pilla con la guardia baja y se queda unos segundos sin saber qué decir.
—Por motivos personales —aventura al fin.
La jueza se adelanta un poco más para mirarlo, apoyando la barbilla en la mano.
—¿Le importaría concretar un poco más?
En un primer momento no contesta, porque no se le ocurre nada. No sabe si explicarle la historia entera, con todos sus detalles, hablarle de la carta de su abuela que nunca llegó hasta Cambridge, de la diferencia entre nombres formales y apodos, de lo que había sucedido el primer día que fue al parvulario. Pero no. Lo que hace es contarle a la gente del tribunal lo que nunca se ha atrevido a admitir ante sus padres.
—Odio mi nombre. Siempre lo he odiado.
—Muy bien —dice la jueza, que firma y le pone un sello a la solicitud antes de devolvérsela a la secretaria.
Le explican que debe informar del cambio a todas las demás instancias oficiales, que es responsabilidad suya notificar el nuevo nombre a la Jefatura de Tráfico, a los bancos, a las escuelas. Solicita tres copias certificadas del decreto de cambio de nombre, dos para él y una para que sus padres la guarden en la caja fuerte. Nadie lo acompaña durante ese rito de paso legal, y al salir de la sala no hay nadie esperándolo para conmemorar el momento con flores, globos o fotos. De hecho, el trámite es de lo más anodino, y cuando consulta la hora se da cuenta de que no ha estado más de diez minutos en el tribunal. Vuelve a internarse en la calurosa tarde de verano, sudoroso, medio convencido aún de que todo es un sueño. Coge el metro, cruza el río y ya está de nuevo en el centro de Boston. Se ha quitado la chaqueta y la lleva sobre el hombro, sujeta de un dedo. Deja atrás el Common, cruza el Public Garden, atraviesa los puentes y los senderos que bordean el estanque. El cielo está cubierto de grandes nubarrones, y sólo se ven algunos retazos azules, como lagos en un mapa. Hay una amenaza de lluvia en el aire.
Se pregunta si así es como se sentirá un gordo que consiga perder peso, un preso que recobre la libertad. «Soy Nikhil», querría decirle a la gente que pasea a sus perros, a la que lleva a sus niños en cochecitos, a la que da de comer a los patos. Cuando enfila Newbury Street empiezan a caer las primeras gotas. Se mete en Newbury Comics, se compra London Calling y Talking Heads:77 con el dinero que le regalaron por su cumpleaños, y un póster del Che para colgarlo en su dormitorio. Rellena un impreso para solicitar una tarjeta de estudiante de American Express, y se alegra al pensar que en su primera tarjeta de crédito no va a figurar el nombre de Gógol. «Me llamo Nikhil», está tentado de decirle a la atractiva cajera, que lleva una argolla en la nariz y el pelo negro teñido y es pálida como la cera. La chica le da el cambio y empieza a atender al cliente que viene detrás de él, pero no importa, porque él ya está pensando en la cantidad de mujeres a las que, el resto de su vida, va a poder comunicar ese dato incuestionable y falto de interés. Sin embargo, en el transcurso de las tres semanas siguientes, a pesar de que en su nuevo permiso de conducir pone «Nikhil», a pesar de haber cortado el viejo con las tijeras de su madre, a pesar de haber arrancado las primeras páginas de sus libros preferidos, en los que había escrito su anterior nombre, hay un pequeño problema: todas las personas de su entorno siguen llamándolo Gógol. Es consciente de que sus padres y los amigos de sus padres, así como los hijos de éstos, que todos sus propios amigos del instituto nunca lo llamarán de otro modo. Seguirá siendo Gógol durante las vacaciones, y los veranos. Gógol vendrá a hacerle una visita cada vez que cumpla años. Todos los que acuden a su fiesta de despedida, antes de su ingreso en la universidad, le escriben «Buena suerte, Gógol» en las tarjetas que le regalan.
Hasta su primer día en New Haven, cuando su padre, su llorosa madre y Sonia van ya camino de Boston, no empieza a presentarse como Nikhil. Los primeros en llamarlo así son sus compañeros de habitación, Brandon y Jonathan, a los que, ese mismo verano, por carta, les han notificado que se llamaba Gógol. Brandon, alto y rubio, también es de Massachusetts, de una ciudad cercana a la de Gógol, y ha ido al instituto en Andover. Jonathan, que es de origen coreano y toca el violonchelo, viene de Los Ángeles.
—¿Y te llamas Gógol de nombre o de apellido? —le pregunta Brandon.
Hasta hace poco esa pregunta siempre le había inquietado. Pero hoy puede dar una respuesta nueva.
—Pues en realidad no es ninguna de las dos cosas. Es mi segundo nombre —dice, a modo de explicación, sentado con sus nuevos compañeros en la sala adjunta al dormitorio—. Me llamo Nikhil, que no sé por qué no lo ponen en ninguna parte.
Jonathan asiente con la cabeza y sigue intentando montar su equipo de música. Brandon se da también por enterado.
—Eh, Nikhil —añade tras una pausa durante la que se han dedicado a organizar a su gusto los muebles de la sala—. ¿Nos liamos un canuto?
Y como de repente todo es tan nuevo, que lo llamen por otro nombre no le parece tan raro. Vive en otro estado, tiene otro número de teléfono. Va a un comedor universitario de autoservicio, comparte el baño con un montón de gente, se ducha cada mañana en una cabina que está junto a muchas otras, duerme en una cama nueva que, por cierto, su madre insistió en hacerle antes de irse.
Se pasa los primeros días, que les dejan libres para que se familiaricen con las instalaciones, recorriendo el campus de una punta a otra por los senderos de piedra, pasando una y otra vez frente a la torre del reloj y a los edificios con almenas y torreones. Al principio no está lo bastante relajado para echarse en el césped como los demás alumnos, entre estatuas mohosas de hombres sentados, ataviados con túnicas, a consultar los programas de las asignaturas, ni para jugar con el Frisbee y entrar así en contacto con sus compañeros. Hace una lista de todos los lugares a los que debe acudir, y rodea con un círculo los edificios en el mapa del campus. Cuando se queda solo en su dormitorio, redacta una carta con su máquina de escribir Smith Corona en la que comunica a la oficina de matriculación su cambio de nombre y en la que adjunta muestras de sus firmas anterior y actual. Presenta esos documentos en secretaría, junto a una copia de la aprobación del cambio. Le cuenta la situación al tutor de primero, así como a la persona encargada de rectificar los carnets de estudiante y de la biblioteca. Hace todos esos trámites discretamente, sin explicarles a Jonathan y a Brandon por qué está tan ocupado. Pero por fin lo arregla todo y, después de tantos trámites, ya no le queda nada más por hacer. Cuando llegan los alumnos de los cursos superiores y se inician las clases, todo está dispuesto para que la universidad entera lo llame Nikhil: alumnos, profesores, adjuntos, las chicas en las fiestas. Nikhil se matricula en sus primeras cuatro asignaturas: Introducción a la Historia del Arte, Historia Medieval, un semestre de Español y Astronomía, obligatoria en su itinerario de Ciencias. En el último momento se apunta también a un curso de dibujo que se imparte a última hora de la tarde. A sus padres no les comenta nada de esa decisión, porque seguro que les parecería poco serio, a pesar de que su abuelo era artista. Ya no les ha gustado mucho que no haya escogido una carrera de las consideradas importantes. Como el resto de sus amigos bengalíes, sus padres esperan que sea ingeniero, médico, abogado, o como mínimo economista. Ésas son las áreas profesionales que los han traído a Estados Unidos, y su padre no deja de recordarle que son esos trabajos los que les han aportado seguridad y con los que se han ganado el respeto de los demás.
Pero ahora que se llama Nikhil le resulta más fácil hacer caso omiso de sus padres, olvidarse de sus miedos y sus súplicas. Con renovada sensación de alivio, encabeza los trabajos de primero con su nuevo nombre. Lee los mensajes que sus compañeros le escriben en cualquier parte cuando alguien le llama por teléfono. Abre una cuenta corriente, escribe «Nikhil» en los libros de texto que se compra. «Me llamo Nikhil», dice en su clase de español. Y es Nikhil quien se deja perilla durante ese primer semestre, quien empieza a fumar Camel Lights en las fiestas, mientras redacta los trabajos de clase y antes de los exámenes; es Nikhil quien descubre a Brian Eno y a Elvis Costello y a Charlie Parker; es Nikhil quien se va con Jonathan a Manhattan a pasar un fin de semana, y quien se falsifica el carnet de identidad para que le sirvan alcohol en los bares de New Haven; es Nikhil quien pierde la virginidad en una fiesta en Ezra Stiles, con una chica que lleva falda escocesa de lana y botas militares y medias color mostaza. Cuando se despierta, a las tres de la mañana, con resaca, ella ya no está en la habitación, y él es incapaz de recordar cómo se llamaba.
Sólo hay una problema: no se identifica con su nuevo nombre. Todavía no. En parte, lo que pasa es que la gente que ahora lo conoce como Nikhil no tiene ni idea de que antes se llamaba Gógol. Sólo lo conocen en el presente, y no saben nada de su pasado. Pero después de dieciocho años siendo Gógol, dos meses escasos de Nikhil son muy poco, casi nada. A veces le parece que es como si estuviera participando en una obra de teatro, representando el papel de unos gemelos, indistinguibles al ojo inexperto y, sin embargo, radicalmente distintos. En ocasiones todavía siente su antiguo nombre, dolorosamente, sin previo aviso, del mismo modo en que, en las últimas semanas, ha sentido un insoportable pinchazo en uno de sus dientes después de que le hicieran un empaste, un dolor tan intenso que por un momento parecía que fuera a separársele de las encías cuando se tomaba un café, o un vaso de agua helada; una vez también le pasó mientras iba en un ascensor. Le da miedo que lo descubran, que toda esa pantomima acabe descubriéndose de alguna manera, y en sus pesadillas salen a la luz todos sus secretos, y su nombre original aparece impreso en la portada del Yale Daily News. Un día, en la librería de la facultad, firma por error un recibo de la tarjeta de crédito con su antiguo nombre. Y a veces le llaman Nikhil y no se da cuenta de que quieren hablar con él.
Más desconcertante aún es cuando los que normalmente le llaman Gógol se refieren a él por su nuevo nombre. Sus padres, por ejemplo, llaman los sábados por la mañana. Si Brandon o Jonathan descuelgan el teléfono, preguntan si Nikhil está por ahí. Aunque ha sido él, precisamente, quien les ha pedido que lo hagan así, el caso es que en esos momentos le da la sensación de que no pertenece a la familia, de que no es su hijo. «Por favor, venid a visitarnos algún fin de semana con Nikhil», les dice Ashima a sus compañeros de habitación en octubre, durante un fin de semana de puertas abiertas. (Han hecho desaparecer a toda prisa las botellas y los ceniceros y el chocolate de Brandon.) Esa sustitución nominal le suena mal; es correcta pero parece desafinada, exactamente igual que cuando sus padres le hablan en inglés en vez de en bengalí. Más raro todavía le resulta cuando su padre lo llama Nikhil delante de sus compañeros: «Nikhil, enséñanos los edificios en los que dais clases», sugiere su padre. Esa misma noche, en un restaurante de Chapel Street al que han ido a cenar con Jonathan, a su madre se le escapa: «Gógol, ¿ya has decidido qué especialidad vas a seguir?». Y aunque Jonathan no lo oye, porque en ese momento está atendiendo a su padre, que le está contando algo, se siente impotente y enfadado, pero incapaz de culpar a su madre, atrapada en el lío que él mismo ha creado.
Durante ese primer semestre, vuelve a casa cada quince días, después de la última clase de los viernes. Lo hace a regañadientes pero sin protestar. Va en tren hasta Boston y ahí coge otro de cercanías. Lleva la bolsa de lona llena de libros de texto y ropa sucia. En algún punto impreciso del trayecto, que dura dos horas y media, Nikhil se evapora y Gógol vuelve a reclamarlo. Su padre lo va a buscar a la estación; siempre lo llama antes para saber si el tren sale puntual. Atraviesan juntos la ciudad, las avenidas flanqueadas de árboles, y su padre le pregunta cómo le van los estudios. Entre el viernes por la noche y el domingo por la tarde, gracias a su madre, la ropa sucia se transforma en ropa limpia, pero los libros de texto se quedan donde están. A pesar de sus buenas intenciones, a Gógol le cuesta hacer en casa de sus padres cualquier cosa que no sea comer o dormir. El escritorio de su habitación le parece pequeño. El teléfono le distrae, sus padres le distraen, Sonia le distrae cuando habla por teléfono o va de un lado a otro. Echa de menos la Biblioteca Sterling, donde va cada noche a estudiar después de la cena, y el grupo de estudio nocturno del que ahora forma parte. Echa de menos no estar en sus habitaciones de Farnam, fumándose uno de los cigarrillos de Brandon, escuchando música con Jonathan, aprendiendo a distinguir a los compositores clásicos.
En casa, mira la MTV con Sonia, que mientras tanto se corta los tejanos, les abre huecos en el trasero y les pone cremalleras en los tobillos que se acaba de estrechar. Un fin de semana descubre que la lavadora está ocupada, porque su hermana se está tiñendo de negro casi toda la ropa. Ya está en el instituto, y tiene de profesor de inglés al señor Lawson, y va a los bailes a los que Gógol no fue nunca, y asiste a fiestas con chicos y chicas. Ya le han quitado los hierros de la boca, y ahora exhibe una sonrisa confiada, americana. Una amiga suya le ha cortado la melena, que le llegaba a los hombros, a trasquilones asimétricos. Ashima teme que su hija cumpla su amenaza y se tiña un mechón de rubio, y que vaya al centro comercial a hacerse más agujeros en las orejas. Madre e hija se pelean mucho por esas cosas; Ashima acaba llorando, y Sonia dando portazos. Algunos fines de semana a sus padres los invitan a alguna fiesta, e insisten en que Gógol y Sonia los acompañen. Los anfitriones le llevan hasta alguna habitación de la casa y se la ofrecen para que pueda estudiar, si quiere, mientras la fiesta se desarrolla con gran estrépito en la planta baja. Pero él siempre acaba viendo la tele con Sonia y los demás niños, como ha hecho siempre.
—Ya tengo dieciocho años —les dice a sus padres un día en el coche, camino de casa, después de una de esas fiestas, pero eso a ellos no les importa. Otro fin de semana, Gógol comete el error de referirse a New Haven como «su casa». «Lo siento, me lo he dejado en casa», le dice a su padre, que le ha preguntado si se ha acordado de traerles la pegatina de Yale que quieren poner en la ventanilla trasera del coche. A Ashima le ofende profundamente ese comentario, y vuelve a él una y otra vez durante todo el día. «Solo llevas tres meses allí y ya ves», le dice, tras confesar que a ella, que lleva más de veinte años en Estados Unidos, todavía le cuesta referirse a Pemberton Road como a su casa.
Pero ahora es en su habitación de Yale donde Gógol se siente más cómodo. Le gusta su antigüedad, su elegancia. Le gusta que muchos otros alumnos la hayan ocupado antes que él. Le gusta la solidez de sus paredes encaladas, de sus suelos de madera oscura, por más gastados y manchados que estén. Le gusta la buhardilla que ve en cuanto se levanta, cuando abre los ojos, y contempla Battell Chapel. Se ha enamorado de la arquitectura gótica del campus, y no deja de maravillarle la belleza física que le rodea, que lo ancla al entorno de un modo que nunca sintió durante su infancia en Pemberton Road. En clase de dibujo le piden que presente media docena de bocetos cada semana, y él usa como temas los diversos detalles de los edificios: contrafuertes, bóvedas ojivales traspasadas por ricas nervaduras, gruesos arcos de medio punto, columnas bajas de piedra rosada. Durante el segundo semestre, se matricula a un curso de Introducción a la Arquitectura. Se documenta sobre la construcción de las pirámides, los templos griegos, las catedrales medievales, estudia los planos de las iglesias y los palacios que aparecen en su libro de texto. Aprende la infinidad de términos, el vocabulario que se emplea para catalogar los detalles de los edificios antiguos, los anota en fichas individuales y dibuja bocetos en el reverso: arquitrabe, cornisamento, tímpano, clave. Juntas, las palabras forman un lenguaje que desea llegar a conocer. Ordena esas fichas en una caja de zapatos, las revisa antes del examen, memoriza muchos más términos de los que le hacen falta, e incluso después de terminado el curso conserva la caja y va añadiendo a ella nuevos términos en sus ratos libres.
En otoño de su segundo año, se monta en un tren abarrotado que sale de Union Station. Es el miércoles anterior al día de Acción de Gracias. Se abre paso por los vagones, con la bolsa de lona llena de los libros que tiene que leer para la asignatura de arquitectura renacentista; debe entregar un trabajo dentro de cinco días. Los pasajeros ya han empezado a ocupar parte de las plataformas que hay entre vagones, sentados en silencio sobre su equipaje. «Aquí sólo se puede ir de pie», advierte el revisor cuando pasa. «Que me devuelvan el dinero», protesta alguien. Gógol sigue pasando de un vagón a otro, en busca de alguna plataforma que no esté demasiado llena y donde pueda sentarse. En el último vagón encuentra un sitio libre. Junto a la ventana hay una chica que lee The New Yorker.
En el asiento contiguo tiene puesto el abrigo, de ante marrón oscuro, que ha sido lo que ha hecho pasar de largo al pasajero que iba delante de Gógol. Pero a él algo le dice que ese abrigo es de ella, así que se detiene y se lo pregunta.
—Perdona, ¿es tuyo?
Se incorpora un poco y, con un movimiento rápido se coloca el abrigo entre las nalgas y las piernas. Es una cara que le suena del campus, de haberse cruzado con ella en los pasillos, entre clase y clase. Se acuerda de que en primero llevaba el pelo por encima de los hombros, teñido de rojo intenso. Ahora lo lleva más largo y de un color que parece ser el suyo, castaño claro y con reflejos rubios. Lo lleva peinado con la raya casi al medio, y algo desigual en las puntas. El tono de las cejas es más oscuro, y le da a sus rasgos, por lo demás amables, una expresión seria. Va vestida con unos vaqueros desgastados, con unas botas marrones de piel, con cordones amarillos y suelas gruesas de goma, y con un suéter de punto trenzado, de un gris jaspeado idéntico al de sus ojos, que le queda demasiado grande. Las mangas le tapan media mano. En el bolsillo delantero de los vaqueros se le marca, ostensiblemente, una billetera de hombre.
—Hola, soy Ruth —le dice.
Al parecer, también a ella le suena vagamente.
—Yo soy Nikhil. —Se sienta, demasiado agotado para poner la bolsa en la rejilla que hay sobre los asientos. La mete lo mejor que puede debajo del suyo, y dobla con dificultad sus largas piernas. Se da cuenta de que está sudando. Se baja la cremallera de su parka azul. Se da un masaje en las manos, marcadas con las asas de la bolsa.
—Lo siento —dice Ruth, mirándolo—. Supongo que estaba intentando retrasar al máximo lo inevitable.
Sin levantarse, Gógol se quita las mangas de la parka.
—¿Qué quieres decir?
—Que hacía ver que a mi lado había alguien. Al poner el abrigo, digo.
—Pues la verdad es que es buena idea. A veces yo hago como que estoy dormido, por el mismo motivo —admite. Nadie quiere sentarse a mi lado si voy dormido.
Ruth se ríe un poco, y se pasa un mechón de pelo por detrás de la oreja. Tiene una belleza natural, discreta. No va maquillada, solo lleva un poco de brillo en los labios. Dos pequeños lunares marrones en el pómulo derecho son lo único que rompe el tono melocotón, pálido, de su rostro. Tiene las manos finas, de uñas descuidadas y cutículas mordidas. Se adelanta un poco para guardar la revista y coger un libro del bolso que tiene en el suelo, y por un momento Gógol le ve parte del antebrazo.
—¿Vas a Boston? —le pregunta.
—A Maine. Ahí vive mi padre. En South Station cojo un autobús. Son otras cuatro horas de viaje desde ahí. ¿Dónde te alojas tú?
—En J. E.
Según le cuenta, ella está en Silliman, y va a especializarse en Filología Inglesa. Comparan las asignaturas que han cursado hasta el momento, y se dan cuenta de que, la primavera pasada, los dos estuvieron matriculados en Psicología 1. El libro que lee ella es una copia en rústica de Timón de Atenas, y aunque tiene un dedo puesto entre dos páginas, a modo de marca, no llega a leer ni una sola palabra en todo el trayecto. Él, por su parte, no se molesta en abrir el libro sobre perspectiva que ha sacado de su bolsa. Ruth le cuenta que se crió en Vermont, en una comuna, que es hija de unos hippies, que no fue al colegio hasta séptimo de primaria. Sus padres están divorciados. Su padre vive con su madrastra y se dedican a la cría de llamas en una granja. Su madre es antropóloga y ahora está haciendo un trabajo de campo sobre las comadronas de Tailandia.
Gógol no se imagina cómo debe de ser tener unos padres así, haber crecido en un entorno como ése. Cuando le describe cómo ha sido su infancia, su educación, le parece anodina en comparación. Pero Ruth muestra interés, y le pregunta cosas sobre sus visitas a Calcuta. Le dice que sus padres estuvieron una vez en la India, en un ashram o algo así, antes de que ella naciera. Le pregunta cómo son las calles, las casas, y Gógol, en la primera página de su libro sobre perspectiva, que está en blanco, le dibuja un plano de la casa de sus abuelos maternos, y conduce a Ruth a través de balcones y suelos de terrazo, le habla de las paredes pintadas de azulete, de la estrecha cocina de piedra, de la sala con sus muebles de ratán que parecían propios de un porche. Dibuja con pulso firme, gracias al curso de bocetos en que se ha matriculado este semestre. Le indica la habitación en la que Sonia y él duermen cuando van, y le describe la vista del estrecho callejón plagado de tiendas cubiertas con techos de hojalata. Cuando termina, Ruth le coge el libro y mira un rato el dibujo, pasando el dedo por las habitaciones.
Me encantaría ir le dice, y de pronto Gógol se imagina su cara y sus brazos morenos, con una mochila a la espalda, caminando por Chowringhee como los otros turistas occidentales, comprando en New Market, alojándose en el Grand.
Siguen hablando, y de pronto una mujer les llama la atención. Lleva un rato queriendo echar una cabezadita, dice. Pero eso no hace más que animarlos a seguir charlando, en voz más baja, acercando más las cabezas. Gógol no sabe en qué estado se encuentran, por cuántas estaciones han pasado ya. El tren traquetea sobre un puente. La puesta de sol es hermosa, y tiñe de rosa encendido las fachadas de las casas de madera que puntúan la orilla. En cuestión de minutos esos tonos se desvanecen y dan paso a la palidez que precede el ocaso. Cuando se hace de noche, Gógol se fija en que su imagen se refleja en el cristal, como si estuvieran fuera del tren. Tienen la boca seca de tanto hablar, y en un momento dado se ofrece a ir a la cafetería. Ella le pide que le traiga una bolsa de patatas fritas y un té con leche. A Gógol le gusta que no haga el gesto de sacarse la billetera del bolsillo, que le permita invitarla. Regresa a su asiento con un café para él, y con las patatas y el té, además de con un vaso en el que el camarero ha puesto la leche, en vez de darle la tarrina de crema de rigor. Y siguen conversando. Ruth se come sus patatas y con la mano se quita la sal que se le queda pegada a los labios. Le ofrece varias veces a Gógol, se las va dando de una en una. Él le cuenta que en el tren de Delhi a Agrá, en el viaje que hizo con su familia, les daban de comer, le habla de los rotis y del dal ligeramente amargo que encargaban en una estación y que les servían recién hecho al llegar a la siguiente, de los especiados guisos de verduras que les servían con pan y mantequilla para desayunar. Le habla del té, de cómo se lo servían por las ventanas unos hombres que, desde los andenes, lo llevaban en unas descomunales teteras de aluminio, con la leche y el azúcar ya incorporados; le cuenta que se bebía en unas tazas de barro que, después de usarse, se arrojaban a las vías. A Ruth le encantan todos esos detalles, y Gógol se da cuenta de que nunca ha hablado de sus experiencias en la India con ninguno de sus amigos estadounidenses.
Se despiden bruscamente, una vez Gógol ha reunido el valor suficiente para pedirle su número de teléfono, que ha escrito en el mismo libro en el que ha dibujado el plano de la casa de sus abuelos. Le encantaría hacerle compañía en South Station, mientras espera su autobús para Maine, pero dentro de diez minutos sale el tren de cercanías que ha de llevarlo a casa. Los días de fiesta se le hacen interminables. Sólo piensa en volver a New Haven y en llamar a Ruth. Se pregunta cuántas veces se habrán cruzado, cuántas veces habrán comido juntos sin saberlo en los comedores universitarios. Piensa en la asignatura de Psicología 1. Ojalá su memoria le trajera alguna imagen de ella tomando apuntes en el otro extremo del auditorio de la Facultad de Derecho, con la cabeza inclinada sobre el pupitre. Pero la mayor parte de las veces piensa en el tren, se muere por volver a sentarse a su lado, se imagina sus caras rojas por el calor del vagón, sus cuerpos vueltos en la misma dirección, el pelo de ella brillante con las luces que la iluminan desde arriba. En el viaje de vuelta la busca, inspecciona todos los compartimientos, pero no la encuentra por ninguna parte y acaba sentándose junto a una monja de edad avanzada que lleva un hábito marrón, luce un gran bigote blanco y se pasa el viaje roncando.
A la semana siguiente, de nuevo en Yale, quedan en la cafetería de la librería Atticus. Ruth llega unos minutos tarde, con los mismos vaqueros, las mismas botas y el mismo abrigo de ante marrón oscuro del primer día. Vuelve a pedir té. Al principio, Gógol nota una incomodidad que no notó en el tren. En la cafetería hay mucho ruido y mucho trasiego de gente, y la mesa es demasiado ancha. Ella está más callada que la otra vez, baja la vista y juega con los sobrecitos de azúcar. A veces desvía la mirada hacia los libros que se alinean en las estanterías. Pero no tardan en volver al tono distendido de su primer encuentro, y se ponen a intercambiar anécdotas de sus respectivas vacaciones. Él le cuenta que se pasó un día entero en la cocina, con Sonia, rellenando el pavo y preparando la masa de las tartas, tareas que a su madre no le entusiasmaban mucho.
—Te busqué en el tren cuando volvía —le confiesa, y le cuenta la historia de la monja y sus ronquidos.
Después se acercan hasta el Centro de Arte Británico, donde se presenta una exposición sobre obras renacentistas sobre papel, exposición que los dos tenían intención de ver. Al salir, Gógol la acompaña hasta Silliman, y quedan en verse unos días después. Se despiden, y Ruth se queda un rato junto a la verja, con la mirada clavada en los libros que sostiene contra el pecho, y él se pregunta si debería besarla, que es lo que desea desde hace horas, o si, para ella, son simplemente amigos. Ruth empieza a retroceder sin darse la vuelta, sonriendo, en dirección a la puerta. Da bastantes pasos antes de decirle adiós con la mano y dirigirse a la entrada.
Gógol empieza a ir a buscarla al salir de clase. Ha memorizado sus horarios, la busca por los edificios y la espera bajo los soportales. Ella siempre parece alegrarse de verle, y deja a sus amigas para ir a saludarlo.
—Pues claro que le gustas —le dice Jonathan, tras atender pacientemente la detallada exposición que le hace su amigo de un reciente encuentro en el comedor.
Días después, acompaña a Ruth hasta su habitación, porque se ha olvidado un libro que le hace falta para una clase, y le cubre la mano con la suya cuando ella la acerca al tirador de la puerta. Sus compañeras de habitación han salido. La espera en el sofá de la salita mientras ella busca el libro. Es mediodía, está nublado, llueve débilmente.
—Ya lo he encontrado —dice finalmente, y aunque los dos tienen clase, se quedan en la habitación, sentados en el sofá, besándose hasta que se hace tan tarde que ya no merece la pena ir.
Al terminar las clases van juntos a estudiar a la biblioteca, pero se sientan en extremos opuestos de las mesas para no pasarse el rato cuchicheando. Ella lo lleva a su comedor, y él al suyo. Le enseña el jardín de esculturas. Piensa en ella constantemente, mientras se inclina sobre la mesa de dibujo, en clase de bocetos, bajo las potentes luces blancas del estudio, y en el aula en penumbra en la que se imparte la asignatura de arquitectura renacentista, entre diapositivas de villas de Palladio que se proyectan en la pantalla. Las semanas pasan de prisa y se les echa encima el final del semestre, y los exámenes y los trabajos y los cientos de páginas pendientes de leer los acosan. Pero no es la cantidad de trabajo pendiente lo que le preocupa; es la separación forzosa de las vacaciones de invierno. Un sábado por la tarde, en la biblioteca, justo antes de los exámenes, Ruth le comenta que sus compañeras de habitación van a estar fuera todo el día. Cruzan juntos el Cross Campus, llegan a Silliman y él se sienta a su lado en la cama deshecha. La habitación huele a ella, un aroma seco, floral, que no es tan fuerte como el perfume. Sobre su escritorio, en la pared, hay clavadas postales de escritores, de Oscar Wilde, de Virginia Woolf. Todavía tienen los labios y la cara insensibles por el frío, y en un primer momento se dejan los abrigos puestos. Se tienden juntos sobre las sábanas arrugadas, y ella le guía la mano por debajo del suéter. La otra vez que ha estado con una chica, la única vez, no había sido así. De aquel episodio no recuerda nada, sólo el alivio de saber que ya no era virgen.
Pero en esta ocasión se da cuenta de todo, del espacio cálido del abdomen de Ruth, del pelo liso que se esparce en mechones sobre la almohada, de sus rasgos, que cambian un poco cuando está así tumbada.
—Eres maravilloso, Nikhil —le susurra mientras él le acaricia los pechos redondos, separados, con un pezón ligeramente más grande que el otro.
Gógol se los besa, le besa los lunares que le puntúan el vientre, y ella se arquea un poco acercándose a él, siente sus manos primero en la cabeza, después en los hombros, guiándolo hacia sus piernas separadas. Él se siente inexperto, torpe, mientras la prueba y la huele, pero le oye pronunciar su nombre, decirle que le gusta mucho lo que le está haciendo. Ella sabe lo que tiene que hacer. Le baja la cremallera de los vaqueros, se levanta llegados a un punto, y busca la caja del diafragma que guarda en un cajón del tocador.
Una semana después vuelve a estar en casa, ayudando a Sonia y a su madre a decorar el árbol, quitando nieve de la entrada con su padre, yendo al centro comercial a comprar regalos de última hora. Se pasea inquieto por toda la casa, finge estar incubando un resfriado. Ojalá pudiera pedirle prestado el coche a sus padres y conducir hasta Maine para ver a Ruth después de Navidad. O que ella viniera a visitarlo a él. Podía ir, si quería, le había dicho ella, a su padre y a su mujer no les importaría. Dormiría en la habitación de invitados, le había dicho. Y de noche se metería sigilosamente en su cama. Se imagina en la granja que Ruth le ha descrito, despertando con el chisporroteo de los huevos fritos, paseando con ella por campos desiertos, nevados. Pero para poder ir tendría que contarle a sus padres lo de Ruth, cosa que no le apetece nada. No tiene prisa por enfrentarse a su sorpresa, a sus nervios, a su callada decepción, al interrogatorio sobre sus padres y a su interés por saber si su relación va en serio. Por más deseos que tenga de verla, no logra imaginársela en la mesa de la cocina de Pemberton Road, con sus vaqueros y el suéter grande, comiéndose educadamente la comida de su madre. No logra imaginarse con ella en una casa en la que sigue siendo Gógol.
Cuando sus padres y Sonia se acuestan, telefonea a Ruth desde la cocina, y carga las llamadas a su número de la universidad. Quedan en verse un día en Boston y pasan el día juntos en Harvard Square. Hay un palmo de nieve en el suelo, y el cielo es de un azul intenso. Primero van a ver una película al Brattle, compran entradas para la siguiente película, sin importarles cuál sea, y se sientan en la última fila y se comen a besos, y la gente se vuelve y los mira. Comen en el café Pamplona, en el rincón más apartado, bocadillos de jamón y sopa de ajo. Se intercambian regalos: ella un pequeño libro de segunda mano con ilustraciones de Goya, y él unas manoplas azules de lana y un casete con sus canciones favoritas de los Beatles. Descubren que justo encima del café hay una librería especializada en cuestiones arquitectónicas, y Gógol se dedica a recorrer los pasillos. Se compra una edición de bolsillo de El viaje de Oriente, de Le Corbusier, porque está pensando en matricularse en arquitectura a partir de la primavera. Luego pasean cogidos de la mano, besándose de vez en cuando apoyados contra alguna pared, por las mismas calles por las que, de niño, paseaba en cochecito. Le enseña la casa del profesor estadounidense en la que vivió con sus padres, antes de que naciera Sonia, época de la que no conserva recuerdos. Ha visto el edificio en fotos, conoce por sus padres el nombre de la calle. No sabe quién vive ahí ahora, pero sea quien sea no parece estar; la nieve se amontona en los escalones del porche, y sobre la alfombrilla se acumulan varios periódicos.
—Ojalá pudiéramos entrar —le dice a Ruth—. Ojalá pudiéramos estar solos.
Así, a su lado, agarrándole la mano cubierta con la manopla, contemplando la casa, se siente curiosamente desamparado. Aunque sólo era un niño pequeño en esa época, se siente igualmente traicionado por no haber podido saber entonces que algún día, años después, volvería a aquella casa en circunstancias muy distintas, y que sería tan feliz.
Al año siguiente, sus padres tienen ya una idea vaga de su relación con Ruth. Aunque ha estado un par de veces en la granja de Maine y ha conocido al padre y a su mujer, Sonia, que también tiene un novio «secreto», es el único miembro de la familia que la conoce, porque un fin de semana fue a visitar a su hermano a New Haven y se la presentó. Sus padres no han demostrado ninguna curiosidad por su novia. Su relación con ella es un aspecto de su vida del que no se sienten en absoluto orgullosos ni contentos. Ruth le dice que a ella no le importa el rechazo de sus padres, que le parece romántico. Pero Gógol sabe que eso no está bien. Ojalá la aceptaran sin más, igual que la familia de ella lo acepta a él, sin presiones de ningún tipo.
—Eres demasiado joven para liarte de esa manera —le dicen sus padres. Y hasta llegan al extremo de hablarle de hombres bengalíes que se han casado con mujeres estadounidenses, matrimonios que han acabado en divorcio. Cuando él les dice que en lo último que piensa es en casarse, no hace más que empeorar las cosas. A veces les cuelga el teléfono. Al oír a sus padres diciendo esas cosas, siente lástima por ellos, porque se da cuenta de que no han tenido nunca la experiencia de ser jóvenes y estar enamorados. Sospecha que sienten un secreto alivio cuando Ruth se va a Oxford un trimestre. Llevaba mucho tiempo queriendo ir, ya se lo dijo cuando empezaron a salir juntos, cuando la perspectiva del primer año de especialización no era más que un punto remoto en el horizonte. Llegado el momento, Ruth le pregunta si le importa que solicite la beca, y él, aunque la idea le da vértigo, le dice que no, que claro que no, que doce semanas pasarán volando.
Esa primavera, sin ella, se siente perdido. Se pasa los días metido en su estudio, especialmente los viernes por la noche y los fines de semana, en los que en otras circunstancias estaría con ella, iría con ella a comer a Naplex, o a ver películas en la sala de actos de la Facultad de Derecho. Escucha la música que sabe que le gusta: Simón y Garfunkel, Neil Young, Cat Stevens, y se compra los discos que ella ha heredado de sus padres. Le pone enfermo pensar en la distancia física que hay entre los dos, pensar que cuando es de noche y él está dormido, ella está en alguna parte, delante de un lavamanos, cepillándose los dientes y lavándose la cara para empezar un nuevo día. La añora tanto como sus padres han añorado, durante todos esos años, a sus seres queridos de la India. Por primera vez en la vida conoce esa sensación. Pero sus padres se niegan a darle dinero para que se compre un billete de avión y se vaya a Inglaterra a pasar las vacaciones de Pascua. Lo poco que él gana trabajando en los comedores se lo gasta en llamarla por teléfono dos veces a la semana. Revisa el buzón dos veces al día para ver si le han llegado cartas o postales con los sellos multicolores de la reina. Las que recibe las lleva siempre consigo, metidas entre las páginas de sus libros.
«El curso sobre Shakespeare es el mejor al que he asistido en mi vida —le ha escrito con tinta violeta—. El café es asqueroso. Todo el mundo dice “cheers” constantemente. No dejo de pensar en ti».
Un día asiste a una mesa redonda sobre novela india escrita en inglés. Se siente obligado, porque uno de los ponentes, Amit, es un primo lejano que vive en Bombay, aunque no se conocen. Su madre le ha pedido que lo salude de su parte. A Gógol le aburren los ponentes, que no dejan de referirse a algo llamado «marginalidad» como si fuera algún tipo de dolencia. Se pasa casi la hora entera haciendo bocetos de los participantes, que están sentados a lo largo de una mesa rectangular, inclinados sobre sus notas. «Teleológicamente hablando, los ABCDs son incapaces de responder a la pregunta “¿De dónde eres?”», declara un sociólogo. Gógol nunca ha oído el término ABCD. Al final deduce que son las siglas de American born confused deshi. En otras palabras, que están hablando de él. Se entera de que la C de «confuso» también podría ser de «conflictuado». Sabe que deshi, que significa «campesino», ha pasado a significar, simplemente, «indio», y sabe que sus padres y todos sus amigos se refieren siempre a la India llamándola «Desh». Pero cuando Gógol piensa en la India nunca piensa en Desh. Para él, como para el resto de los estadounidenses, la India es la India.
Gógol se pone cómodo en su silla y reflexiona sobre algunas incómodas verdades. Por ejemplo, aunque entiende su lengua materna y la habla con fluidez, la lee y la escribe con dificultades. En sus viajes a la India, su inglés de acento estadounidense es fuente de inagotable diversión entre sus parientes, y cuando Sonia y él se comunican entre sí, sus tíos y primos siempre niegan con la cabeza, incrédulos, y comentan que no entienden una palabra de lo que acaban de decir. Vivir con dos nombres, el público y el privado, en un país en el que esa distinción no existe es, sin duda, representativo de la mayor de todas las confusiones. Busca entre los asistentes a algún conocido, pero ése no es su ambiente. Muchos alumnos de los últimos cursos con carteras de cuero, gafas con montura dorada y plumas estilográficas, gente a la que seguramente Ruth sí conoce. Y también hay muchos «abecedés». No tenía ni idea de que hubiera tantos en el campus. Él no tiene ningún amigo abecedé. Los evita, le recuerdan demasiado al modo de vida por el que han optado sus padres, que se relacionan con la gente no en función de sus afinidades, sino de un pasado que casualmente comparten.
—Gógol, ¿por qué no eres miembro de la asociación india de la universidad? —le pregunta Amit más tarde, mientras están tomándose algo en el Anchor.
—No tengo tiempo —responde, sin explicarle a su bien intencionado primo que no se le ocurre mayor hipocresía que pertenecer a un grupo que organiza voluntariamente actos a los que sus padres los han obligado a asistir a lo largo de toda su infancia y adolescencia—. Y ahora me llamo Nikhil —añade, deprimido de pronto al pensar en las veces que todavía tendrá que repetir esa frase, en las veces que tendrá que pedirle a la gente que se acuerde, en las veces que tendrá que recordárselo, como si llevara siempre, pegada en el pecho, la corrección de una errata de imprenta.
Para el Día de Acción de Gracias de su último año de comunes, toma el tren, solo, hasta Boston. Ruth y el ya no están juntos. En vez de regresar de Oxford al cabo de las doce semanas, se matriculó en un curso de verano, tras explicarle que el profesor que lo impartía se jubilaba inmediatamente después. Gógol pasó aquellos meses en Pemberton Road. Había aceptado hacer unas prácticas no remuneradas en un despacho de arquitectos de Cambridge. Era el encargado de hacer los recados en Charrette, lo enviaban a sacar fotos de localizaciones vecinas y le pedían que rotulara algunos dibujos. Para ganar dinero, fregaba platos en un restaurante italiano que quedaba cerca de casa de sus padres. A finales de agosto, fue a esperar a Ruth al aeropuerto de Logan. La recibió en la puerta de llegadas, la llevó a un hotel a pasar la noche (pagó con el dinero que había ganado en el restaurante). La habitación tenía vistas a Public Garden, y las paredes empapeladas de rosa y crema. Hicieron el amor por primera vez en una cama de matrimonio. Salieron a comer fuera, porque no se podían permitir los precios del servicio de habitaciones. En Newbury Street encontraron un restaurante griego con mesas en la calle. Hacía mucho calor. Ruth estaba igual que siempre, pero su discurso estaba salpicado de palabras y expresiones que se le habían pegado en Inglaterra, como «Imagino que», «supongo que», «presumiblemente». Le contó cosas del semestre, le dijo que Inglaterra le encantaba, que había ido de viaje a Barcelona y a Roma. Quería volver para terminar allí la licenciatura.
—Imagino que también tendrán buenas escuelas de arquitectura —añadió—. Tú también podrías venir.
A la mañana siguiente, la acompañó hasta el autobús que iba a llevarla a Maine. Pero días después de regresar a New Haven, en el apartamento que él había alquilado junto con otros amigos, empezaron a discutir por todo, y al final tuvieron que admitir que algo había cambiado.
Ahora, si se cruzan en la biblioteca, o por la calle, se evitan. Él ha tachado sus teléfonos y direcciones de Oxford y de Maine. Pero al montarse en el tren no puede evitar pensar en aquella tarde de hace dos años, cuando se conocieron. Como de costumbre, todos los vagones están abarrotados de gente, y esta vez tiene que pasarse medio viaje sentado en la plataforma. Pasado Westerly encuentra un asiento y se pone a consultar el programa académico del siguiente semestre. Pero no se concentra, está de mal humor, y no ve el momento de bajarse del tren. Ni se ha molestado en quitarse el abrigo, y no se levanta para ir a la cafetería a buscarse algo de beber, aunque tiene sed. Cierra el programa y abre un libro de la biblioteca que tal vez le sea útil para el proyecto de fin de curso, un estudio comparativo entre el Renacimiento italiano y los diseños palaciegos del Imperio mogol. Pero tras unos pocos párrafos, también abandona la lectura. Tiene mucha hambre y se pregunta qué habrá de cenar en casa, qué habrá preparado su padre. Su madre y Sonia han ido a la India a pasar tres semanas, a la boda de una prima, y ese año ellos dos pasarán el Día de Acción de Gracias en casa de unos amigos.
Mira por la ventana y ve pasar el paisaje otoñal: las aguas rojizas y rosadas que vomita una fabrica de tintes, las plantas eléctricas, un gran depósito de agua redondo y oxidado. Fábricas abandonadas, con hileras de ventanas pequeñas, algunas medio rotas, como comidas por las polillas. Las copas de los arboles ya están desnudas, y las hojas que quedan se ven amarillas y secas. Avanzan más despacio que de costumbre, y cuando consulta la hora se da cuenta de que llevan bastante retraso. Y entonces, cerca de Providence, en medio de un terreno baldío, el tren se detiene. Se quedan parados más de una hora, mientras el disco macizo del sol se hunde en un horizonte de árboles alineados. Se apagan las luces y el aire se caldea en el interior del vagón. Los revisores van de un lado a otro, nerviosos.
—Seguramente se habrá roto algún cable —dice el señor que tiene delante.
Al otro lado del pasillo, una señora de pelo canoso lee y se cubre con el abrigo como si fuera una manta. Detrás, unos alumnos hablan de la poesía de Ben Jonson. Como el motor está parado, oye una ópera que suena en el walkman de alguien. Contempla admirado el azul zafiro del cielo que se oscurece. Ve montones de raíles oxidados en los márgenes de las vías. Y hasta que el tren no se pone de nuevo en marcha, no anuncian por megafonía que la parada se ha debido a una emergencia médica. Pero alguien ha oído lo que ha dicho uno de los revisores, y la verdad no tarda en propagarse por los compartimentos: alguien se ha suicidado arrojándose al paso del tren.
La noticia le turba y le desconcierta. Se siente culpable por haberse mostrado impaciente e irritado, se pregunta si la víctima será hombre o mujer, joven o vieja. Se imagina a la persona consultando el mismo horario que él lleva en el bolsillo, determinando con exactitud el momento en que el tren pasaría, la aproximación de las luces de la locomotora. Por culpa del retraso, pierde la conexión con su cercanías y tiene que esperar cuarenta minutos más. Llama a casa, pero no le contesta nadie. Intenta localizar a su padre en el departamento de su universidad, pero tampoco hay respuesta. Cuando llega a la estación, ve que le está esperando en el andén oscuro, con sus zapatillas deportivas y sus pantalones de pana, y con cara de preocupación. Lleva el impermeable ajustado a la cintura, una bufanda que le hizo Ashima y un gorro de lana.
—Siento llegar tarde —se disculpa Gógol—. ¿Cuánto tiempo llevas esperando?
—Desde las seis menos cuarto.
Gógol mira el reloj. Son casi las ocho.
—Ha habido un accidente.
—Ya lo sé. He llamado. ¿Qué ha pasado? ¿Te has hecho daño?
Gógol niega con la cabeza.
—Alguien se ha tirado a la vía. Por Rhode Island. He intentado llamarte. Creo que tenían que esperar a que llegara la policía.
—Estaba preocupado.
—Espero que no te hayas pasado todo el rato aquí afuera, con el frío que hace —dice Gógol, y el silencio de su padre le indica que eso es precisamente lo que ha pasado. Se pregunta cómo lo estará pasando sin su mujer ni su hija en casa. ¿Se sentirá solo? Pero él no es de los que admiten ese tipo de cosas, de los que hablan abiertamente de sus deseos, sus estados de ánimo, sus necesidades. Llegan al estacionamiento, se montan en el coche y se van a casa.
Hace tanto viento que avanzan dando bandazos, y las hojas marrones de los árboles, grandes como pies, cruzan volando la carretera, iluminadas por los faros. Normalmente, en esos trayectos de vuelta a casa desde la estación, su padre le pregunta por las clases, por si le alcanza el dinero, por sus planes de futuro para después de la graduación. Pero esta noche conduce en silencio. Gógol mueve el dial de la radio, cambia la AM, en la que dan noticias, por la Radio Nacional Pública.
—Quiero contarte una cosa —dice su padre cuando acaba la canción y acaban de incorporarse a Pemberton Road.
—¿Qué?
—Es sobre tu nombre.
Gógol mira a su padre, desconcertado.
—¿Sobre mi nombre?
Su padre apaga la radio.
—Gógol.
Ya son tan pocas las veces que le llaman así que oír ese nombre no le molesta tanto como antes. Después de tres años de ser Nikhil en casi todo momento, ya no le importa.
—No es un nombre escogido al azar, tiene una historia prosigue su padre.
—Claro, Baba. Gógol es tu escritor favorito. Ya lo sé.
—No. —Su padre se mete en el acceso al garaje y apaga el motor y las luces. Se desabrocha el cinturón y lo guía con la mano hasta que queda enrollado en su sitio, por detrás de su hombro izquierdo—. Hay otro motivo.
Y allí, sentados en el coche, su padre regresa a aquel campo a 209 kilómetros de Howrah. Mientras sujeta con las manos la parte inferior del volante y mantiene la mirada clavada en la puerta del garaje, le cuenta a Gógol la historia del tren al que se subió hace veintiocho años, en octubre de 1961, para ir a visitar a su abuelo en Jamshedpur. Le habla de la noche en la que casi perdió la vida, del libro que se la salvó, del año que pasó sin poder moverse.
Gógol lo escucha, asombrado, con la vista fija en el perfil de su padre. Aunque sólo les separan unos centímetros, durante un momento el hombre que tiene al lado es un desconocido, alguien que ha mantenido un secreto, que ha sobrevivido a una tragedia, alguien con un pasado que no conoce del todo. Un hombre vulnerable, que ha sufrido de manera inconcebible. Se imagina a su padre con la edad que tiene ahora él, sentado en un tren, igual que él mismo hace un momento, leyendo un cuento, a punto de morir. Hace esfuerzos por visualizar el paisaje de Bengala occidental que sólo ha visto en contadas ocasiones, su cuerpo magullado entre centenares de cadáveres, transportado en camilla junto a un amasijo interminable de vagones marrones. Contraviniendo la lógica natural, se fuerza a imaginarse la vida sin su padre, un mundo en el que su padre no existiera.
—¿Y por qué no sabía yo todo esto? —le pregunta Gógol. El tono es duro, acusatorio, pero tiene los ojos arrasados en lágrimas—. ¿Por qué no me has contado nada hasta ahora?
Nunca parecía ser el momento propicio.
Pero es como si hubieras estado mintiéndome todos estos años.
Su padre no responde.
—Por eso cojeas un poco, ¿no?
Todo eso pasó hace mucho tiempo. No quería preocuparte.
—Y eso qué más da. Tendrías que habérmelo contado.
—Es posible —admite su padre, mirando un instante en dirección a su hijo. Saca la llave del contacto—. Vamos, seguro que tienes hambre. El coche se está enfriando.
Pero Gógol no se mueve. Se queda ahí sentado, procurando asimilar toda esa información, invadido por un sentimiento extraño, mezcla de vergüenza y de culpa.
—Lo siento, Baba.
Su padre se ríe.
—Tú no tuviste nada que ver en eso.
—¿Lo sabe Sonia?
Su padre niega con la cabeza.
—Todavía no. Algún día se lo contaré. La única persona que lo sabe en este país es tu madre. Y ahora tú. Siempre he querido que lo sepas, Gógol.
Y de pronto el sonido de su antiguo nombre, que lleva oyendo toda la vida, pronunciado por su padre, significa algo totalmente nuevo, algo ligado a una catástrofe que él ha encarnado inconscientemente durante años.
—¿Y es en eso en lo que piensas cuando piensas en mí? —le pregunta—. ¿Te recuerdo a esa noche?
—En absoluto —responde su padre después de un rato, llevándose la mano a las costillas, en un gesto que hasta ahora siempre ha desconcertado a Gógol—. Tú me recuerdas a todo lo que siguió.