1982
Gógol cumple catorce años. Como sucede con la mayoría de los acontecimientos de su vida, esa fecha es otra excusa para que sus padres organicen una fiesta e inviten a sus amigos bengalíes. Con sus compañeros de colegio ya lo celebró ayer. Estuvieron en casa, comiéndose unas pizzas que su padre compró al salir del trabajo, vieron un partido de baloncesto por la tele y jugaron al ping-pong en el porche. Por primera vez en su vida ha dicho no a la tarta de cumpleaños, a la barra de helado de tres gustos, a los perritos calientes, a las serpentinas y los globos colgados de las paredes. La otra celebración, la bengalí, tiene lugar ese sábado. Como de costumbre, su madre se pasa varios días cocinando, llenando la nevera de bandejas cubiertas con papel de aluminio. No se olvida de prepararle sus platos favoritos: curry de cordero con muchas patatas, luchis, un dal espeso de channa con unas pasas marrones, hinchadas, chutney de piña, sandeshes hechas con queso ricotta teñido de azafrán. A ella, todo eso le pone menos nerviosa que tener que dar de comer a unos cuantos niños estadounidenses, muchos de los cuales aseguran ser alérgicos a la leche, y entre los que no hay ninguno que se coma la costra del pan.
A la fiesta asisten casi cuarenta invitados llegados de tres estados. Las mujeres llevan unos saris mucho más llamativos que los pantalones y los polos de sus maridos. Un grupo de hombres se sienta formando un círculo en el suelo y al momento empieza una partida de póquer. Ahí están sus mashis y sus meshos, sus tías y tíos honorarios. Todos se traen a sus hijos; los amigos de sus padres no son partidarios de niñeras ni de canguros. Como siempre, Gógol es el mayor de todos ellos. Ya está demasiado crecido para ponerse a jugar al escondite con Sonia, de ocho años, y con sus amigas con coletas y dientes a medio salir, pero todavía no es lo bastante mayor para sentarse en el salón con su padre y los demás hombres a hablar de Reagan y su política, ni con su madre y las mujeres en la mesa del comedor, a chismorrear. La única persona que tiene más o menos su misma edad es una niña que se llama Moushumi, cuya familia se ha trasladado hace poco a Massachusetts desde Inglaterra y que unos meses atrás, al cumplir los trece, celebró su cumpleaños de manera parecida. Pero Gógol y Moushumi no tienen nada que decirse. Ella está sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, con sus gafas de pasta marrón y una diadema de lunares que le sujeta la espesa media melena. En el regazo sostiene un bolso verde con asas de madera y remates rosa, del que a veces saca una barra de crema de cacao con sabor a 7-Up y se la pasa por los labios. Está leyendo Orgullo y prejuicio en un ejemplar de bolsillo bastante usado, mientras los demás niños, incluido Gógol, miran «Vacaciones en el mar» y «La Isla de la fantasía» en la tele, amontonados encima de la cama de sus padres, o sentados a su alrededor. De vez en cuando, algún niño le pide a Moushumi que diga algo, cualquier cosa, con su acento inglés. Sonia le pregunta si se ha encontrado alguna vez a la princesa Diana por la calle. «Detesto la televisión americana», dice al fin Moushumi, para regocijo de todos, y a continuación sale al pasillo para seguir leyendo.
Cuando los invitados se van es cuando se abren los regalos. A Gógol le han traído varios diccionarios, varias calculadoras, varios estuches Cross de pluma y lápiz, varios suéteres feos. Sus padres le regalan una cámara Instamatic, un cuaderno de bocetos nuevo, lápices de colores y un bolígrafo que ha pedido, además de veinte dólares para que se los gaste en lo que quiera. Sonia le ha hecho una tarjeta con sus ceras en una hoja que ha arrancado de uno de sus cuadernos de dibujo. Ha escrito «¡Feliz cumpleaños, Gol-Gol!», que es como casi siempre le llama, prescindiendo del «Dada». Su madre aparta las cosas que no le gustan, que son la mayoría, y las guarda para llevárselas a los primos la próxima vez que vayan a la India. Por la noche, solo en su habitación, escucha la cara tres del Álbum blanco en el viejo tocadiscos RCA de sus padres. Es un regalo que le hizo uno de sus amigos en la fiesta estadounidense. Aunque cuando Gógol nació los Beatles ya estaban a punto de separarse, es un devoto de John, Paul, George y Ringo. En los últimos años ha conseguido casi todos sus discos, y lo único que tiene clavado al tablón de corcho que hay detrás de su puerta es la necrológica de John Lennon, ya amarillenta y medio rota, que recortó del Boston Globe. Está sentado en la cama, con las piernas cruzadas, siguiendo las letras en el cancionero, cuando llaman a la puerta.
Entra grita Gógol, que imagina que será Sonia en pijama, a punto de pedirle que le deje su octaedro mágico o su cubo de Rubik. Por eso le sorprende ver a su padre, en calcetines, con la barriga un poco salida por debajo de la camiseta beige y el bigote entrecano.
Y le sorprende aún más ver que sostiene un regalo entre las manos. Su padre nunca le ha regalado nada, descontando las cosas que su madre le compra, pero este año, le dice mientras se acerca, tiene algo especial para él. Está mal envuelto en un papel de rayas rojas, verdes y doradas que sobró de las Navidades pasadas. Está claro que se trata de un libro, de un libro grueso de tapas duras, y también está claro que lo ha envuelto él mismo. Gógol lo desenvuelve con mucho cuidado, pero a pesar de ello la cinta adhesiva deja una marca. Relatos de Nikolái Gógol, reza la sobrecubierta. El precio está arrancado de la primera página.
—Lo encargué en la librería. Especialmente para ti —le dice su padre levantando la voz, para hacerse oír por encima de la música—. Cada vez es más difícil encontrar ediciones de tapa dura. Esta es inglesa, y tiene la letra muy pequeña. Ha tardado cuatro meses en llegar. Espero que te guste.
Gógol se incorpora para bajar un poco la música. Él habría preferido que le regalara la Guía del autoestopista galáctico, o incluso otro ejemplar de El Hobbit, porque el que tenía se lo dejó en Calcuta, en Alipore, en la azotea de casa de su padre, y se lo llevaron los cuervos. A pesar de que su padre se lo sugería de vez en cuando, nunca le daba por leer a Gógol, ni de hecho a ningún otro escritor ruso. Nunca le han contado la razón verdadera por la que le pusieron su nombre, no sabe nada del accidente que casi le cuesta la vida a su padre. Cree que su cojera es consecuencia de una herida que se hizo jugando al fútbol cuando era adolescente. Sólo le han contado la verdad a medias: su padre es un gran admirador del escritor.
—Gracias, Baba —dice Gógol, impaciente por volver a la letra de la canción.
Últimamente está perezoso, se dirige a sus padres en inglés, aunque éstos siguen hablándole en bengalí. Y de vez en cuando va por casa con los zapatos puestos. A la hora de cenar, a veces usa tenedor.
Su padre sigue en la habitación, mirándolo con expectación, con las manos entrelazadas en la espalda, así que Gógol empieza a hojear el libro. En la primera página, más delgada que las demás, hay un dibujo a lápiz del autor, retratado con chaqueta de terciopelo, holgada camisa blanca y corbatín. Tiene cara de zorro, con ojos pequeños y oscuros, bigote fino y cuidado y nariz muy larga y afilada. El pelo le cae en diagonal sobre la frente, y lo lleva engominado en las sienes. Sus labios delgados esbozan una sonrisa vagamente desdeñosa, turbadora. A Gógol Ganguli le alivia constatar que no se parecen en nada. Sí, él también tiene la nariz larga, aunque no tanto, y tiene el pelo oscuro, pero no tan negro, y es pálido, pero no tanto. Los cortes de pelo son radicalmente distintos: él lleva un flequillo a lo beatle que le tapa las cejas. Gógol Ganguli lleva una sudadera de Harvard y unos Levi’s grises de pana. Sólo ha llevado corbata una vez en su vida, para asistir al Bar Mitzvah de un amigo. No, concluye convencido, no se parecen en nada.
Es más o menos por esa misma época cuando empieza a odiar las preguntas sobre su nombre, no soporta tener que dar siempre explicaciones. Le molesta tener que decirle a la gente que no significa nada «en indio». Odia tener que llevar una etiqueta con su nombre el día que en su colegio se celebra el Día de Naciones Unidas, e incluso tener que firmar con su nombre en los dibujos de clase de plástica. No le gusta nada que su nombre sea al mismo tiempo absurdo y extraño, que no tenga nada que ver con lo que él es, que no sea ni indio ni estadounidense, que sea, precisamente, un nombre ruso. Le molesta tener que convivir con él, con un apodo cariñoso que se ha convertido en su nombre oficial porque lo ha estado usando día tras día, segundo tras segundo. No le gusta verlo impreso en la faja marrón que cubre la National Geographic, revista a la que sus padres lo suscribieron el año anterior, por su cumpleaños, y no soporta verlo en el cuadro de honor del periódico local. A veces, su nombre, entidad amorfa y sin peso, logra sin embargo afectarle físicamente, como si fuera la etiqueta de una camisa, que le pica pero que está obligado a llevar siempre. A veces desearía poderlo disimular, acortárselo de alguna manera, como hace el otro niño indio de la escuela, Jayadev, que ha conseguido que lo llamen Jay. Pero Gógol ya es un nombre corto, y fácil de recordar, y se resiste a las mutaciones. Otros chicos de su edad ya han empezado a salir con chicas, las invitan a ir al cine o a la pizzería, pero él no se imagina diciendo: «Hola, soy Gógol» en una situación potencialmente romántica. No se lo imagina en absoluto.
Por lo poco que sabe de los escritores rusos, le horroriza que sus padres escogieran el nombre más raro. Con Liev o con Antón se habría conformado mejor. Habría preferido con diferencia llamarse Alexander, que podía abreviarse «Alex». Pero Gógol le suena fatal, carece por completo de dignidad, no es serio. Y lo que más le horroriza es lo intrascendente que es todo. Gógol será el autor favorito de su padre, no el suyo, ha estado a punto de decir en más de una ocasión. Pero por otra parte, él tiene la culpa. Al menos en el colegio podrían haberlo llamado Nikhil. Aquel primer día de parvulario, que ya no recuerda, podría haberlo cambiado todo. Podría haber sido Gógol sólo el cinco por ciento de su tiempo. Como sus padres cuando iban a Calcuta, podría haber tenido una identidad alternativa, una «cara B» de sí mismo. «Nosotros lo intentamos —explican sus padres a los familiares y amigos que les preguntan por qué su hijo no tiene nombre oficial—, pero él sólo respondía a Gógol. Y en el colegio insistían. Vivimos en un país —añadían— en el que el presidente se llama Jimmy. La verdad es que no pudimos hacer nada».
—Gracias, de verdad —le dice Gógol a su padre. Cierra el libro y se vuelve para dejarlo en un estante. Su padre aprovecha para sentarse en el borde de la cama. Le pone un instante la mano en el hombro. El chico ha crecido mucho en los últimos meses, y ya está casi tan alto como él. La redondez infantil de su cara ha desaparecido. Ha empezado a cambiarle la voz, que ahora le sale un poco ronca. A Ashoke se le ocurre que a lo mejor los dos ya calzan el mismo número de zapatos. A la luz de la lámpara que hay sobre la mesilla de noche, constata que a su hijo han empezado a salirle unos pelillos dispersos sobre el labio superior y que ya se le marca mucho la nuez. Tiene las manos pálidas, como las de Ashima, largas y finas.
Se pregunta si se parece mucho a él cuando tenía su edad. Pero no hay ninguna foto que dé fe de su infancia, no existe ningún documento gráfico de su persona anterior a su llegada a Estados Unidos. Se fija en que en la mesilla hay un frasco de desodorante y un tubo de Clearasil. Levanta el libro que está en la cama y le pasa una mano protectora por encima.
—Me he tomado la libertad de leerlo yo antes. Hacía mucho tiempo que no leía estos cuentos. Espero que no te importe.
—No pasa nada.
—Con Gógol siento más afinidad —prosigue Ashoke— que con cualquier otro escritor. ¿Sabes por qué?
—Porque te gustan sus historias.
—Además de por eso. Se pasó la mayor parte de su vida adulta fuera de su tierra natal. Como yo.
Gógol asiente con un gesto de cabeza.
—Ah.
—Y hay otro motivo.
Se acaba el disco y se hace el silencio. Pero Gógol le da la vuelta y sube el volumen. «Revolution 1.»
—¿Cuál es? —pregunta Gógol, que está empezando a impacientarse un poco.
Ashoke mira a su alrededor. Se fija en la esquela de John Lennon clavada en el corcho y en un casete de música clásica india que le compró hace meses, a la salida de un concierto en Kresge, y que todavía está envuelto en el celofán. Ve el montón de tarjetas de felicitación esparcidas sobre la moqueta y se acuerda de aquel caluroso día de agosto de hace catorce años, en Cambridge, cuando cogió a su hijo en brazos por primera vez. Desde aquel día, el día en que se convirtió en padre, el recuerdo de su accidente se ha difuminado, ha disminuido con los años. Aunque no va a olvidar nunca aquella noche, es algo que ya no acecha su mente con tanta insistencia, que ya no le persigue de la misma manera. Ya no se asoma a su vida ni la ensombrece sin previo aviso, como antes. Ahora es algo que ha quedado fijado a un tiempo distante, a un lugar que está muy lejos de Pemberton Road. Y hoy, el día del cumpleaños de su hijo, es una jornada para honrar la vida, y no para recordar la muerte. Por eso decide, de momento, no contarle a su hijo el origen de su nombre.
—No hay ningún otro motivo. Buenas noches —le dice a Gógol mientras se levanta de la cama. Cuando llega a la puerta se detiene y se vuelve. ¿Sabes qué dijo Dostoievski una vez?
Gógol niega con la cabeza.
—Que todos salimos del capote de Gógol.
—¿Y eso qué significa?
—Algún día lo entenderás. Que acabes de pasar un día muy feliz.
Cuando su padre se va, Gógol se levanta y cierra la puerta. Tiene la molesta costumbre de dejarla siempre ajustada. Le pasa el pestillo para mayor seguridad e intercala el libro entre dos volúmenes de los Hardy Boys, de Franklin W. Dixon, en un estante alto. Vuelve a concentrarse en las letras de las canciones, pero en ese momento se le ocurre una cosa. Ese escritor del que sacaron su nombre, Gógol… no es ni siquiera su nombre de pila. Él se llamaba Nikolái. Así que no es sólo que tenga un apodo por nombre, es que además tiene un apellido por nombre de pila. Y piensa que no hay nadie más en el mundo, ni en Rusia ni en la India ni en Estados Unidos ni en ninguna otra parte, que se llame igual que él. Ni que comparta con él el origen de su nombre.
El año siguiente a Ashoke le conceden un año sabático y a Gógol y a Sonia les comunican que van a ir todos a pasar ocho meses a Calcuta. En un primer momento, cuando sus padres se lo comunican una noche después de cenar, Gógol cree que están de broma. Pero aseguran que ya han reservado los billetes de avión y que todo está arreglado. «Tomáoslo como unas largas vacaciones», les dicen Ashoke y Ashima a sus cabizbajos hijos. Pero Gógol sabe que ocho meses no son unas vacaciones. Teme pasar tanto tiempo fuera de su habitación, sin sus discos ni su equipo de música, sin sus amigos. Para él, pasar ocho meses en Calcuta es prácticamente lo mismo que trasladarse a vivir allí, posibilidad que, hasta el momento, no se le ha pasado nunca por la cabeza. Además, ya está en cuarto de secundaria.
—¿Y qué pasa con el colegio? —señala.
Sus padres le recuerdan que, en otras ocasiones, a sus profesores nunca les ha importado que faltara al colegio de vez en cuando. Le han puesto cuadernos de matemáticas y lengua a los que él nunca ha hecho ni caso y, de vuelta, uno o dos meses después, han alabado siempre su capacidad para ponerse al día. Pero esta vez, cuando Gógol informa a su tutor de que va a faltar todo el segundo semestre del curso, éste muestra su preocupación y convoca a sus padres a una reunión para hablar sobre las posibles soluciones. Pregunta si sería posible matricular a Gógol en una escuela internacional. Pero la más cercana está en Delhi, a más de mil kilómetros de Calcuta. Entonces el tutor sugiere que tal vez Gógol podría reunirse con ellos más adelante, cuando terminara el curso, y quedarse hasta junio al cuidado de algún familiar.
—No tenemos familia aquí —informa Ashima—. Por eso precisamente vamos a Calcuta.
Así, transcurridos apenas cuatro meses desde el inicio del curso, y tras una cena temprana a base de arroz, patatas hervidas y huevos que su madre insiste en que se coman, a pesar de que van a darles de cenar otra vez en el avión, Gógol se va, con sus libros de Geometría e Historia de Estados Unidos en la maleta, que va cerrada con cadenas y candados, como todas las demás, y que lleva una etiqueta con la dirección de su padre en Alipore. A Gógol, esas etiquetas le resultan desconcertantes, porque al verlas tiene la sensación de que su familia no vive realmente en Pemberton Road. Inician el viaje el día de Navidad. En vez de quedarse en casa abriendo regalos, se van con su abultadísimo equipaje al aeropuerto de Logan. Sonia está algo aturdida y se encuentra mal porque le ha hecho efecto la vacuna contra la fiebre tifoidea. Esa mañana, al entrar en el salón, todavía esperaba encontrarse con el árbol iluminado. Pero lo único que ha visto ha sido un gran desorden: las etiquetas con los precios de todos los regalos que han envuelto para sus parientes, las perchas de plástico, las tiras de cartón de los cuellos de las camisas. Al salir tiritan de frío, porque no llevan ni abrigos ni guantes. Allí no les harán falta, y cuando vuelvan será agosto. Le han alquilado la casa a unos estudiantes estadounidenses con los que su padre ha entrado en contacto a través de la universidad, Barbara y Steve, que no están casados aunque son pareja. Gógol se pone en la cola de facturación con su padre, que lleva traje y corbata, pues sigue creyendo que son el atuendo correcto para viajar en avión.
Somos una familia de cuatro —dice cuando les llega el turno, entregando los dos pasaportes de Estados Unidos y los dos de la India—. Dos comidas hindúes, por favor.
Ya en el avión, Gógol va sentado varias filas por detrás de sus padres y de Sonia. A ellos no les ha hecho ninguna gracia, pero él, en el fondo, se alegra de ir solo. Cuando la azafata se acerca con el carro de las bebidas, se arriesga y le pide un Bloody Mary. Es la primera vez en su vida que experimenta la punzada metálica del alcohol. Primero van hasta Londres y de ahí a Calcuta, vía Dubai. Cuando están sobrevolando los Alpes, su padre se levanta y hace fotos de los picos nevados desde la ventanilla. En viajes anteriores, a Gógol le impresionaba pasar por encima de tantos países. No se cansaba nunca de seguir con el dedo los itinerarios en el mapa que había en el respaldo del asiento delantero, debajo de la bandeja, y se sentía algo aventurero. Pero en esta ocasión le molesta tener que ir siempre a Calcuta. Descontando las visitas a sus parientes, ahí no hay nada que hacer. Ya ha estado más de diez veces en el planetario, en los Zoo Gardens y en el Victoria Memorial. A Disneylandia y al Gran Cañón no han ido nunca. Sólo en una ocasión, como en Londres el segundo vuelo iba con retraso, se aventuraron fuera del aeropuerto de Heathrow y dieron una vuelta por la ciudad con un autobús turístico de dos pisos.
En el tramo final del viaje, en el avión quedan muy pocas personas que no sean indias. La cabina se llena de conversaciones en bengalí; su madre ya le ha dado sus señas a la familia que viaja al otro lado del pasillo. Antes de aterrizar, entra en el lavabo y sale con un sari limpio; milagrosamente, ha conseguido cambiarse de ropa en ese minúsculo espacio. Sirven una última comida: tortilla a las finas hierbas rematada con una rodaja de tomate asado. Gógol saborea cada bocado, consciente de que en los próximos ocho meses no va a probar nada que se le parezca. Por la ventanilla ve cocoteros y plátanos, y un cielo húmedo y gris. Aterrizan. El avión es rociado con desinfectante y por fin pisan el asfalto del aeropuerto de Dum Dum y respiran el aire agrio y repulsivo de las primeras horas del día. Se detienen para saludar a la fila de familiares que agitan las manos de forma frenética desde el mirador. Los primos pequeños van a hombros de los tíos. Como de costumbre, los Ganguli sienten un gran alivio al constatar que el equipaje no se ha perdido y ha llegado sano y salvo, y más alivio aún cuando pasan por la aduana sin mayores complicaciones. Y entonces las puertas de cristal traslúcido se abren y ya no hay más escalas, están oficialmente ahí, envueltos en besos y abrazos y sonrisas y mejillas pellizcadas. Hay nombres interminables que Gógol y Sonia deben memorizar, no tía esto o tío aquello, sino términos mucho más concretos: mashi y pishi, mama y maima, kaku yjethu, según si lo son por parte de madre o de padre, si son carnales o políticos. Ashima, que ahora es Monu, llora de alegría, y Ashoke, que ahora es Mithu, besa a sus hermanos en las mejillas, sujetándoles la cabeza entre las manos. Gógol y Sonia conocen a esas personas, pero no se sienten unidos a ellas de la misma manera que sus padres. En cuestión de minutos y ante sus propios ojos, Ashoke y Ashima se convierten en personas más relajadas y abiertas, hablan con un tono de voz más alto, sonríen más abiertamente, dan muestras de una confianza que Gógol y Sonia no ven nunca en ellos en Pemberton Road.
—Tengo miedo, Gol-Gol —le dice Sonia a su hermano en inglés, mientras le aprieta la mano y se niega a soltársela.
Los acompañan hasta unos taxis que los están esperando, enfilan VIP Road, dejan atrás inmensos vertederos de basuras y llegan al corazón de Calcuta norte. Gógol ya conoce el decorado, pero no puede dejar de observar a esos hombres bajos y de piel oscura que tiran de los rickshaws ni los edificios destartalados a ambos lados de las calles, con sus elaboradas rejas de hierro y sus hoces y sus martillos pintados en las fachadas. Mira a los pasajeros que abarrotan los tranvías y los autobuses y que parecen a punto de caerse a la calle, y a las familias que hierven el arroz y se lavan el pelo en las aceras. Cuando Gógol y Sonia se bajan del taxi al llegar a casa de su madre, en Amherst Street, donde ahora vive la familia de su tío, los vecinos están en las ventanas y en los terrados. Se quedan ahí un momento, con sus caras zapatillas deportivas de colores brillantes, sus cortes de pelo americanos, sus mochilas sujetas de un solo hombro. Una vez dentro, les ofrecen té Horlick y unas rossogollas esponjosas y almibaradas que, a pesar de no tener hambre, prueban por educación. Les hacen poner los pies sobre unas hojas de papel y con un rotulador les marcan el perfil de la planta: van a enviar a un criado a Bata a que les compre unas zapatillas de goma para andar por casa.
Abren las maletas y sacan todos los regalos, que sus parientes reciben con muestras de alegría y se prueban para ver si han acertado con la talla.
En los días que siguen, tienen que acostumbrarse otra vez a dormir metidos en las mosquiteras, a ducharse echándose el agua con unos cazos. Por la mañana, Gógol ve a sus primos ponerse el uniforme escolar, azul y blanco, y pasarse la cinta de las cantimploras alrededor del pecho. Su tía, Uma Maima, se pasa la mañana en la cocina, martirizando a los criados que friegan los platos con ceniza, acuclillados junto al desagüe, o muelen montañas de especias en unas piedras que parecen lápidas. En la casa de los Ganguli, en Alipore, ve la habitación en la que habrían vivido si sus padres se hubieran quedado en la India, la cama de ébano con dosel en la que habrían dormido todos juntos, el armario en el que habrían guardado toda su ropa.
En vez de alquilar un apartamento para ellos solos, se quedan esos ocho meses con distintos parientes, pasando de casa en casa. Viven un tiempo en Ballygunge, otro en Tollygunge, otro en Salt Lake, otro en Budge Budge, y atraviesan la ciudad en taxi, pasando por calles interminables llenas de baches. Cambian de cama cada pocas semanas, tienen que aprender las costumbres de las casas nuevas. En función de donde se encuentren, comen en suelos de barro cocido, de cemento o de terrazo, o en mesas de un mármol tan frío que no se puede apoyar los codos. Sus primos, tíos y tías les preguntan cosas sobre su vida en Estados Unidos, lo que desayunan, sus amigos del colegio. Les enseñan las fotos de su casa en Pemberton Road. «Moqueta en el baño —dicen—. Imagínate». Su padre está ocupado en sus trabajos de investigación, y da conferencias en la Universidad de Jadavpur. Su madre va de compras a New Market y al cine y a visitar a sus amigas del colegio. En esos ocho meses no pisa una cocina. Se mueve como pez en el agua por una ciudad en la que Gógol, a pesar de las veces que ya la ha visitado, sigue desorientándose. Al cabo de tres meses, Sonia ya se ha leído más de diez veces toda su colección de libros de Laura Ingalls Wilder. De tarde en tarde, él abre alguno de sus libros de texto, hinchados por el calor. Aunque se ha traído las zapatillas deportivas con la esperanza de seguir haciendo ejercicio, pronto se da cuenta de que es imposible correr por esas calles tan congestionadas, tan abarrotadas de gente. Un día llega a intentarlo, y Uma Maima, que lo ve desde el terrado, envía a un criado a que lo siga por si se pierde.
Es más fácil entregarse al enclaustramiento. En Amherst Street, Gógol se sienta a la mesa de dibujo de su abuelo y rebusca en una caja de hojalata que está llena de plumillas secas. Y hace bocetos de lo que ve a través de las ventanas enrejadas; el perfil irregular de la ciudad, los patios, la plaza empedrada en la que las criadas llenan enormes teteras de cobre en la bomba de agua, la gente con prisa que transporta paquetes camino de casa y pasa por debajo de los toldos sucios de los rickshaws. Un día, en el terrado, desde donde se divisa a lo lejos el puente de Howrah, se fuma un bidi enrollado en unas hojas de color verde oliva, en compañía de uno de los criados. De todas las personas que los rodean en todo momento, Sonia es su única aliada, la única que habla, se sienta y ve las cosas como él. Mientras los demás están dormidos, Sonia y él se pelean por el walkman, por la colección de casetes gastados que Gógol grabó antes de salir de casa. De vez en cuando, en privado, admiten que se mueren de ganas de comerse una hamburguesa o una pizza de pepperoni, o de beberse un vaso de leche.
En verano, reciben con sorpresa la noticia de que su padre ha organizado un viaje, primero a Delhi, a ver a un tío suyo, y luego a Agrá, a visitar el Taj Mahal. Va a ser la primera vez que Gógol y Sonia salgan de Calcuta, la primera vez que van a montarse en un tren indio. Dejan atrás la estación de Howrah, inmensa, altísima y llena de ecos, donde unos porteadores descalzos y con camisas rojas de algodón llevan las maletas Samsonite de los Ganguli sobre sus cabezas, y donde familias enteras duermen en el suelo, en fila, cubiertas con sábanas. Gógol es consciente de que corren cierto peligro. Sus primos le han hablado de los asaltantes que pueblan Bihar, y su padre lleva una especie de faja bajo la camisa, con bolsillos, para guardar el dinero. Su madre y Sonia, por su parte, se han quitado todas las joyas de oro. En el andén, van de vagón en vagón buscando su nombre en las listas de pasajeros que hay pegadas junto a las puertas. Se instalan en sus literas azules. Las dos de arriba van plegadas y se bajarán sólo cuando sea hora de acostarse. De día se sujetan con unas correas. Un revisor les entrega la ropa de cama: unas tupidas sábanas de algodón y unas mantas finas. Es de mañana, y en el vagón con aire acondicionado contemplan el paisaje a través de los cristales de colores, que hacen que todo tenga un tono triste y gris a pesar de que el día es radiante.
Después de tantos meses, ya han perdido la costumbre de estar los cuatro solos. Durante los cuatro días que pasan en Agrá, tan nueva para Ashoke y Ashima como lo es para sus hijos, son unos turistas más. Se alojan en un hotel con piscina, beben agua embotellada, comen en restaurantes, usan cubiertos y pagan con tarjeta de crédito. Ashima y Ashoke no hablan bien el hindi, y cuando los niños se les acercan para venderles postales o recuerdos de mármol, Gógol y Sonia les piden por favor que les hablen en inglés, porque no los entienden. Gógol se da cuenta de que, en ciertos restaurantes, excluyendo al personal, ellos son los únicos indios. Se pasan dos días admirando el mausoleo que resplandece con tonalidades grises, amarillas, rosadas, anaranjadas, dependiendo de la luz. Se extasían con su perfecta simetría y se hacen fotos junto a los minaretes, desde donde los turistas, antes, se precipitaban al vacío y morían.
—Quiero que nos hagamos una foto aquí, los dos solos —le dice Ashima a Ashoke mientras caminan por la inmensa plataforma, y así es como, bajo el sol cegador de Agrá, delante del río Yamuna, ahora seco, Ashoke le enseña a su hijo a usar la cámara Nikon, a enfocar y a pasar la foto. En una visita guiada les informan de que, una vez terminado el Taj Mahal, a todos los que participaron en la construcción, veintidós mil hombres en total, les cortaron los dedos pulgares para que no pudieran construir nunca otro igual. Esa noche, en el hotel, Sonia se despierta gritando que le falta un dedo. «Pero si eso es sólo una leyenda», le dicen sus padres. Pero esa imagen también ha afectado a Gógol. De todos los edificios que ha visto en su vida, el Taj Mahal es el que más le ha impresionado. En su segundo día de visita, intenta dibujar la cúpula y una parte de la fachada, pero no logra captar la gracia del monumento, y tira a la basura el boceto. Lo que sí hace es zambullirse en la lectura de la guía, donde estudia la arquitectura del período mogol y aprende la lista de los emperadores: Babur, Hurnayun, Akbar, Jahangir, Shah Jahan y Aurangzeb.
Cuando visitan el fuerte de Agra, miran por la ventana de la estancia en la que el Shah Jahan fue encarcelado por su propio hijo. En Sikandra, la tumba de Akbar, contemplan los frescos dorados de la entrada, descascarillados, profanados, quemados. Las piedras preciosas incrustadas que los adornaban desaparecieron hace tiempo a punta de cuchillo. Las paredes están llenas de inscripciones grabadas en la piedra. En Fathepur Sikri, la ciudad fantasma de Akbar, recorren los patios y los claustros, mientras sobre sus cabezas vuelan los loros y los grajos, y en la tumba de Salim Chisti, Ashima ata unos hilos rojos en una celosía de mármol labrado, para atraer la buena fortuna.
Pero en el viaje de regreso a Calcuta no tienen precisamente muy buena suerte. En la estación de Benarés, Sonia le pide a su padre que le compre una rodaja de fruta de Jack, se la come y empiezan a picarle los labios, que se le hinchan hasta triplicar su tamaño. En plena noche, mientras atraviesan el estado de Bihar, a un hombre de negocios lo apuñalan mientras duerme en otro compartimiento y le roban trescientas mil rupias. El tren queda detenido durante cinco horas mientras la policía local realiza sus investigaciones. Los Ganguli se enteran del motivo del retraso al día siguiente, mientras les sirven el desayuno. Todos los pasajeros están horrorizados y muy alterados, no se habla de otra cosa.
—Despiértate —le dice Gógol a su hermana, que duerme en la litera de abajo—. Han matado a un hombre dentro del tren.
El más horrorizado de todos es Ashoke, que mentalmente recuerda aquel otro vagón, aquella otra noche, aquel otro campo en el que se detuvo. En esta ocasión no ha oído nada. Ha dormido de un tirón.
De vuelta en Calcuta, tanto Gógol como Sonia se sienten muy enfermos. Es el aire, el arroz, el viento, dicen sus familiares sin darle importancia. No están hechos para sobrevivir en un país pobre, comentan. Primero tienen estreñimiento, y luego lo contrario. Por la tarde, en casa, aparecen los médicos con sus estetoscopios y sus maletines de piel negra. Les recetan unas inyecciones de Entroquinol, y agua de Ajowan, que les quema en la garganta. Y poco después de recuperarse, ya llega el momento de volver a casa. Para el día que creían que no iba a llegar nunca faltan apenas dos semanas. Compran unos portalápices de Cachemira que Ashoke quiere llevar de regalo a sus compañeros de la universidad. Gógol escoge unos tebeos indios para regalárselos a sus amigos estadounidenses. La noche anterior a su partida, ve a sus padres llorar como niños frente a los retratos de sus abuelos. Y de nuevo la caravana de taxis los conduce por última vez a través de la ciudad. El vuelo sale muy temprano, así que cuando dejan la casa todavía es de noche, y las calles están tan vacías que resultan irreconocibles. Lo único que se mueve es un tranvía provisto de un único faro redondo, pequeño. Ya en el aeropuerto, el grupo de gente que los vino a recibir, que los ha alojado en su casa, les ha dado de comer y los ha mimado durante todos esos meses, ese grupo de gente con el que comparten los apellidos, aunque no la vida, vuelve a congregarse en el mirador para despedirse de ellos. Gógol sabe que sus familiares no se moverán hasta que el avión haya despegado y sus luces se hayan perdido en el cielo. Sabe que su madre mirará por la ventanilla sin decir nada durante el viaje de regreso a Boston. Pero a él la tristeza le dura muy poco, sustituida al momento por una sensación de alivio. Es alivio lo que siente al levantar la tapa de la bandeja con el desayuno, al sacar los cubiertos de su envoltorio, al pedirle a la azafata un zumo de naranja. Es alivio lo que siente al ponerse los auriculares para seguir la película Reencuentro en la pantalla y oír los éxitos musicales hasta que llegan a Boston.
En menos de veinticuatro horas, él y su familia están de vuelta en Pemberton Road. Es final de agosto y al césped le hace falta un buen repaso. Los inquilinos que han tenido en casa les han dejado un poco de pan y algo de leche en la nevera, y en la escalera hay cuatro bolsas de plástico con la correspondencia que han recibido en su ausencia. Al principio, los Ganguli duermen de día y se pasan casi toda la noche en vela, y se atiborran de pan tostado a las tres de la madrugada y van deshaciendo el equipaje maleta por maleta. Aunque están en su casa, tanto espacio, tanto silencio a su alrededor, los desconcierta. Todavía les parece que están de paso, aún desconectados de sus vidas, ligados a un horario alterno, a una intimidad que sólo comparten ellos cuatro. Pero al final de la semana, cuando las amigas de su madre ya han venido a admirar sus nuevos saris y sus joyas de oro, cuando ya han dejado las ocho maletas en el terrado para que se aireen y posteriormente las han guardado, cuando el chanachur ya se ha vertido en las fiambreras y han desayunado los mangos que metieron en el equipaje, a pesar de la prohibición, acompañados de cereales y té, es como si no se hubieran ido nunca.
—Qué morenos habéis vuelto —se lamentan los amigos de sus padres, refiriéndose a Gógol y a Sonia.
Lo cierto es que, en ese sentido, no han tenido que esforzarse nada. Regresan a sus tres dormitorios, a sus tres camas separadas, a sus gruesos colchones, a sus sábanas con puntos de ajuste. Van al supermercado y llenan la nevera y los armarios con la marcas de siempre: Skippy, Hood, Bumble Bee, Land O’Lakes. Su madre vuelve a poner los pies en la cocina y les prepara las comidas. Su padre vuelve a conducir y a segar el césped, y regresa a la universidad. Gógol y Sonia duermen las horas que quieren, miran la tele, se preparan bocadillos de mantequilla de cacahuete y mermelada a cualquier hora del día. Vuelven a pelearse cuando les apetece, a meterse el uno con la otra, a levantarse la voz, a gritarse, a hacerse callar. Vuelven a ducharse con agua caliente, a hablar en inglés entre ellos, a ir en bicicleta por el barrio. Llaman a sus amigos estadounidenses, que se alegran de verlos pero no les hacen preguntas sobre el lugar del que acaban de regresar. Y así, esos ocho meses quedan atrás, no tardan en difuminarse, en olvidarse, como esa prenda de ropa que nos ponemos para una celebración especial o que pertenece ya a otra temporada y que con el tiempo acaba resultando engorrosa, prescindible.
En septiembre, Gógol regresa al instituto para empezar su penúltimo curso. Biología, Historia de Estados Unidos, Trigonometría Avanzada, Lengua Española, Lengua y Literatura Inglesas. En clase de literatura inglesa lee Ethan Frome, El Gran Gatsby, La buena tierra, La cinta roja del valor. Tiene que salir a la tarima a recitar el «Mañana, mañana, mañana», de Macbeth, los únicos versos que llegará a saberse de memoria en toda su vida. Su profesor, el señor Lawson, es un hombre delgado, fibroso, bien plantado y de voz sorprendentemente grave, pelo rojizo y ojos verdes pequeños pero penetrantes, y lleva gafas de carey. Es objeto de cábalas en el colegio, y hasta de cierto escándalo, y estuvo casado con la señorita Sagan, profesora de francés. Lleva pantalones color caqui y suéteres de lana de Shetland en colores vivos, verde botella, amarillo, rojo, y bebe café sin parar, siempre en la misma taza azul desportillada. No es capaz de resistir una clase de cincuenta y cinco minutos sin excusarse y meterse en la sala de profesores a fumar un cigarrillo. A pesar de su baja estatura, hace gala de una fuerte y cautivadora presencia cuando está en el aula. La fama de su mala letra le precede. Devuelve los trabajos de los alumnos manchados siempre con cercos de café o de whisky. Y todos los años, califica los primeros comentarios de texto, que siempre son sobre El Tigre, de Blake, con «Muy deficientes» o «Insuficientes». Varias chicas de la clase están convencidas de que el señor Lawson es irresistible, y se enamoran de él sin remedio.
El señor Lawson fue el primero de los profesores de Gógol en mostrar su conocimiento y su interés por el escritor ruso del mismo nombre. El primer día de clase pasó lista, y al llegar a Gógol la cara se le iluminó con una mezcla de admiración e incredulidad. A diferencia de otros profesores, no le preguntó si se trataba de su nombre de verdad, ni si era un apellido o una forma abreviada de algo. No le dijo, como hacían otros, mecánicamente: «Pero ¿ése no era escritor?». Lo que hizo, simplemente, fue decir su nombre en voz alta, sin detenerse al llegar al apellido, sin vacilar, sin contener la risa, exactamente igual que había hecho con Brian, con Erica, con Tom. Sólo más tarde añadió:
—Bueno, vamos a tener que leer El capote. O si no, La nariz.
Una mañana de enero, una semana después de las vacaciones de Navidad, Gógol está sentado en su pupitre, junto a la ventana, viendo caer una nieve fina como el azúcar.
—Este trimestre vamos a dedicarlo al relato breve —anuncia el señor Lawson.
Y Gógol sabe al instante lo que va a pasar. Con creciente temor y cierta sensación de náusea, mira al profesor, que está distribuyendo unos ejemplares que se apilan en su mesa. A cada uno de los alumnos de la primera fila le da seis copias desvencijadas de la antología Clásicos del relato breve para que las vayan repartiendo. La de Gógol está muy rota, con el lomo muy gastado y la cubierta manchada de una especie de moho blanquecino. Busca en el índice y descubre a Gógol, que va detrás de Faulkner y antes de Hemingway. Ver el nombre impreso en letras mayúsculas en esa página medio rota le turba profundamente. Como si aquel nombre fuera una foto en la que hubiera salido especialmente poco favorecido y le obligara a defenderse: «Eh, que yo no soy así». Gógol siente deseos de salir corriendo, de levantar la mano y pedir permiso para ir al baño, pero por otra parte quiere llamar la atención lo menos posible. Por eso se queda sentado y evita cruzar la mirada con ningún compañero. Se pone a hojear el libro. Lectores anteriores del ejemplar que tiene entre las manos han marcado con asteriscos algunos autores, pero no hay ninguna marca junto a Nikolái Gógol. De cada uno de los escritores se incluye un solo relato. El de Gógol se llama El capote. Sin embargo, en el transcurso de la clase, el señor Lawson no menciona a Gógol. Para alivio de su tocayo, lo que hace es pedirles que lean en voz alta, por turnos, El collar, de Guy de Maupassant. Empieza a pensar que tal vez tenga suerte y el profesor pase de largo el cuento de Gógol. Quizás se ha olvidado de él. Pero cuando suena el timbre y los alumnos se levantan a un tiempo de sus pupitres, el señor Lawson levanta una mano.
—Leed el cuento de Gógol para la clase de mañana —dice en voz alta al grupo, que ya empieza a salir de clase.
Al día siguiente, el señor Lawson escribe en la pizarra, con letras mayúsculas: «Nikolái Vasílievich Gógol». Enmarca el nombre en un recuadro y debajo, entre paréntesis, anota las fechas de su nacimiento y de su muerte. Gógol abre la carpeta y, a regañadientes, copia la información. Se dice que, en realidad, no es nada tan excepcional. En clase hay un William, y podría haber algún Ernest. La mano izquierda del señor Lawson mueve velozmente la tiza sobre la pizarra, pero el bolígrafo de Gógol empieza a quedarse atrás. Las hojas sueltas de su carpeta quedan en blanco, mientras las de sus compañeros se van llenando de datos que seguramente no tardarán en desconcertarle: nacido en 1809 en la provincia de Poltava, en el seno de una familia cosaca ucraniana de buena posición social. El padre era un pequeño terrateniente y escribía obras de teatro. Murió cuando Gógol tenía dieciséis años. Estudió en el Liceo de Nezhin, y se trasladó a San Petersburgo en 1828 donde, en 1829, pasó a ser funcionario del Estado en el Departamento de Obras Públicas, dependiente del Ministerio del Interior. Entre 1830 y 1831, trabajó transferido en el Ministerio de la Corte, más concretamente en el Departamento de Residencias Reales. Posteriormente se hizo maestro y dio clases de historia en el Instituto para Señoritas, primero, y, después, en la Universidad de San Petersburgo. A los veintidós años inició una estrecha amistad con Alexandr Pushkin. En 1830 publicó su primer relato breve. En 1836, en San Petersburgo, se estrenó una comedia suya, El inspector del gobierno. Horrorizado ante la disparidad de las críticas, abandonó Rusia. Pasó los doce años siguientes en el extranjero, entre París, Roma y otros destinos, escribiendo el primer volumen de Almas muertas, la que para muchos está considerada su mejor novela.
El señor Lawson está sentado en el borde de su mesa, cruza las piernas, pasa varias páginas de un cuaderno amarillo plagado de anotaciones. Junto al cuaderno tiene una biografía del autor, un grueso volumen que lleva por título Alma dividida, con muchas páginas señaladas con trozos de papel.
—No era un tipo corriente, Nikolái Gógol —dice—. Hoy se le considera uno de los escritores rusos más brillantes. Pero en vida fue incomprendido por todos, incluso por él mismo. Podría decirse que ejemplifica la expresión «genio excéntrico». La vida de Gógol, en resumen, fue un constante declive hacia la locura. El escritor Iván Turguéniev lo describió como una criatura inteligente, rara y enfermiza. Se decía de él que era hipocondríaco y muy paranoico, y que se trataba de un hombre muy frustrado. Además, según las crónicas, se entregaba a la melancolía y caía en episodios de profunda depresión. Le costaba hacer amigos. No se casó nunca, ni tuvo hijos. Se cree que murió virgen.
A Gógol empieza a subirle un calor por las mejillas que le llega hasta las orejas. Cada vez que oye pronunciar su nombre, esboza una mueca apenas perceptible. Sus padres nunca le han contado nada de todo eso. Mira a sus compañeros de clase, pero no parecen inmutarse; siguen tomando apuntes aplicadamente, mientras el señor Lawson habla, medio vuelto junto a la pizarra, que se va llenando más y más de palabras escritas con su letra desmañada. De pronto Gógol siente que está enfadado con su profesor. No sabe por qué, pero le parece que le ha traicionado.
—La carrera literaria de Gógol abarca un período inicial de unos once años, tras los que sufrió un bloqueo creativo que lo paralizó. Los últimos años de su vida estuvieron marcados por el deterioro físico y el tormento emocional —prosigue el señor Lawson. Desesperado por recobrar la salud y la inspiración creativa, Gógol buscó refugio en varios balnearios y sanatorios. En 1848 realizo una peregrinación a Palestina. Finalmente, regresó a Rusia. En 1852, en Moscú, desilusionado y convencido de su fracaso como escritor, renunció a toda su actividad literaria y quemó el manuscrito del segundo volumen de Almas muertas. Acto seguido pronunció una sentencia de muerte contra sí mismo y, negándose a comer, procedió a su lento suicidio.
—Qué horror —comenta alguien desde las últimas filas—. ¿Cómo se puede hacer una cosa así?
Varios compañeros se vuelven a mirar a Emily Gardener, la autora del comentario, de la que se rumorea que padece anorexia.
El señor Lawson, con el dedo levantado, prosigue con la exposición.
—En sus intentos por reanimarlo, el día anterior a su muerte, los médicos lo sumergieron en un baño de caldo y le echaron agua helada en la cabeza, y después le aplicaron siete sanguijuelas en la nariz. Le habían atado las manos para que no pudiera arrancárselas.
Todos los alumnos de clase, menos uno, empiezan a gritar al unísono, y el señor Lawson tiene que levantar mucho la voz para hacerse oír. Gógol sigue con la vista clavada en su escritorio, y no dice nada. Está convencido de que el colegio entero está atendiendo a las explicaciones de su profesor, que todo eso lo están oyendo todos por megafonía. Baja mucho la cabeza y, discretamente, se tapa los oídos. Pero no logra acallar la voz del señor Lawson.
—Al día siguiente, por la tarde, ya estaba apenas consciente, y tan consumido que la columna vertebral se le marcaba a través del estómago.
Gógol cierra los ojos. «Por favor, pare», desea poder decirle a su profesor. «Por favor, pare», dicen sus labios. Y entonces, de pronto, se hace el silencio. Gógol alza la vista y ve que el señor Lawson deja la tiza en la repisa de la pizarra.
Ahora vuelvo dice antes de desaparecer para ir a fumarse su cigarrillo.
Los alumnos, habituados a esa práctica, se ponen a hablar entre ellos. Se quejan de que el cuento es demasiado largo. Se quejan de que les cuesta seguirlo. Comentan que los nombres rusos son muy difíciles, y algunos alumnos confiesan que, sencillamente, se los saltan. Gógol no dice nada. Él no ha leído el relato. No ha tocado nunca el libro que su padre le regaló cuando cumplió los catorce años. Y ayer, al salir de clase, escondió lo más que pudo la antología en su taquilla porque se negaba a llevársela a casa. Cree que leer la historia sería rendirle un homenaje a su homónimo, aceptarlo en cierto modo. Con todo, al oír quejarse a sus compañeros, no puede evitar sentirse perversamente responsable, como si fuera su propia obra la que estuviera siendo atacada.
El señor Lawson vuelve a clase y se apoya una vez más en el borde de su mesa. Gógol confía en que dé por terminada la exposición biográfica. ¿Qué más puede quedar por decir? Pero el señor Lawson levanta el ejemplar de Alma dividida.
—Aquí tenemos un relato de sus instantes finales —dice, buscando en las páginas finales.
—«Tenía los pies helados. Tarasenkov le metió una bolsa de agua caliente en la cama, pero no sirvió de nada. Tiritaba de frío. Su rostro demacrado estaba cubierto de un sudor gélido. Bajo los ojos se le marcaban unas ojeras azules. A medianoche, el doctor Klimentov relevó al doctor Tarasenkov. Para aliviar al moribundo, le administró una dosis de calomel y le rodeó el cuerpo de barras de pan caliente. Gógol empezó a gritar de nuevo. Su mente vagó en silencio toda la noche. “Vamos —murmuraba—. ¡Levántate, llénalo, llena el molinillo!” Luego se debilitó aún más. Sus rasgos eran sombríos y huecos, su respiración se hacía cada vez más imperceptible. Parecía ir sosegándose; al menos ya no sufría. A las ocho de la mañana del 21 de febrero de 1852, entregó su último suspiro. No tenía ni cuarenta años».
Gógol no sale con nadie del instituto. Se ha enamorado secretamente algunas veces, de esta o aquella chica, amigas suyas, pero no se lo dice a nadie. No asiste a bailes ni a fiestas. Con su grupo de amigos, Colin, Jason y Marc, prefieren escuchar discos de Dylan, de Clapton, de The Who, y leer a Nietzsche en su tiempo libre. A sus padres no les parece raro que su hijo no tenga novia, que no alquile un esmoquin para el baile de fin de curso. Ellos no han tenido nunca novios ni novias, y por tanto no ven motivo para alentar a su hijo en esa dirección, y mucho menos a su edad. Lo que sí hacen es aconsejarle que se apunte al grupo de matemáticas e insistirle en que saque las mejores notas. Su padre le presiona para que estudie Ingeniería, tal vez en el MIT. Como sus calificaciones son buenas y muestra una aparente indiferencia por salir con chicas, sus padres no sospechan que Gógol también es, a su manera, un adolescente estadounidense. Ni se les pasa por la cabeza que pueda fumar marihuana, cosa que hace de vez en cuando, cuando se reúne con sus amigos a escuchar música. No se les ocurre que, cuando se queda a pasar la noche en casa de algún amigo, se va con él en coche hasta otra ciudad cercana a ver The Rocky Horror Picture Show, o se acercan a Boston a oír tocar a algún grupo musical de los que actúan en Kenmore Square.
Un sábado, poco antes de sus exámenes de ingreso en la universidad, sus padres se van con Sonia a pasar el fin de semana a Connecticut y, por primera vez en su vida, Gógol se queda solo en casa una noche entera. A Ashoke y Ashima no se les pasa por la cabeza que su hijo, en vez de quedarse a estudiar en su habitación, va a ir a una fiesta con Colin, Jason y Marc. Los ha invitado el hermano mayor de Colin, que estudia primero en la universidad en la que da clases el padre de Gógol. Se viste como de costumbre, con sus Levi’s, sus zapatillas náuticas y una camisa de franela a cuadros. Es la primera vez que va a los dormitorios, aunque ha estado muchas veces en el campus, cuando ha ido a visitar a su padre al departamento de Ingeniería, o a clases de natación en la piscina, o a correr en el estadio. Se aproximan con nerviosismo, con cierta sensación de vértigo, de miedo a que les descubran. «Si alguien nos pregunta, mi hermano dice que digamos que somos alumnos de primero en Amherst», les ha advertido Colin en el coche.
La fiesta ocupa toda la planta. Las puertas de todos los dormitorios están abiertas. Entran en la primera en la que logran meterse. Está abarrotada, oscura, y hace mucho calor. Nadie se fija en Gógol ni en sus amigos, que la cruzan de punta a punta y llegan hasta donde está el barril de cerveza. Se quedan ahí un rato, con los vasos de plástico en la mano, gritando para hacerse oír, porque la música está altísima. Pero entonces Colin ve a su hermano en el vestíbulo, y Jason tiene que ir al baño, y Marc quiere otra cerveza. Gógol también sale de la habitación. Todo el mundo parece conocer a todo el mundo, la gente está enzarzada en conversaciones en las que parece imposible meterse. De cada dormitorio sale una música distinta, que se mezcla con las demás, desagradablemente, en la cabeza de Gógol. Le da la sensación de que lleva ropa demasiado formal porque ve que todos van con vaqueros rotos y camisetas, y que lleva el pelo demasiado limpio y bien peinado. Aunque, de todos modos, a nadie parece preocuparle, nadie parece fijarse. Se acerca al final del pasillo y sube un tramo de escaleras. Arriba hay otra planta igualmente abarrotada y ruidosa. En una esquina ve que una pareja se está besando. En vez de abrirse paso entre la gente, decide subir a la planta de arriba. Ahora sí, el pasillo está vacío. El suelo está cubierto de una moqueta azul y las puertas son de madera de pino. La única presencia en ese espacio es el sonido amortiguado de la música y las voces que llegan desde abajo. Está a punto de darse la vuelta y bajar cuando una de las puertas se abre y por ella sale una chica guapa, delgada, con un austero vestido de lunares abotonado hasta arriba. Lleva una media melena castaña, con el flequillo muy corto que no le tapa las cejas. Tiene la cara en forma de corazón, y los labios pintados de rojo intenso.
—Lo siento —dice Gógol—. Supongo que no debería estar aquí.
—Bueno, en teoría es la planta de las chicas —responde ella—. Pero la verdad es que los chicos no han hecho nunca demasiado caso. —Estudia a Gógol de arriba abajo, como ninguna otra chica lo ha mirado jamás—. Tú no eres de aquí, ¿verdad?
—No —responde. El corazón empieza a latirle con fuerza, pero entonces recuerda su falsa identidad de esa noche—. Voy a Amherst.
Estoy en primero.
—Qué bien —dice la chica, que se adelanta un poco más. Me llamo Kim.
—Encantado. —Le da la mano, y Kim se la estrecha un poco más de lo necesario. Se queda un momento mirándolo, expectante, y entonces sonríe, mostrando dos dientes ligeramente solapados.
—Vamos —dice Kim—. Te acompaño y te enseño dónde están las cosas.
Bajan juntos y entran a una habitación. Se sirven unas cervezas. Cada vez que ella se detiene a saludar a algún amigo, él se queda a su lado, incómodo, sin saber qué hacer. Se abren paso hasta una sala comunitaria con una tele y una máquina de Coca-Cola, un sofá destartalado y varias sillas. Se sientan en el sofá, dejando una distancia prudencial entre los dos. Kim ve que hay un paquete de cigarrillos en la mesa de centro, coge uno y lo enciende.
—¿Y bien? —le dice mirándolo con cierto aire acusatorio.
—¿Qué?
—¿Es que no piensas presentarte?
—Ah, sí, claro.
Pero no quiere decirle a Kim cómo se llama. No le apetece tener que soportar su reacción, ver que sus bonitos ojos azules se abren como platos. Podría usar otro nombre, sólo por esta vez, sólo por esta noche. No sería tan grave. Total, ya le ha dicho una mentira, le ha dicho que estudia en Amherst. Podría decirle que se llama Colin, Jason, Marc, lo que fuera, y así podrían seguir hablando de cualquier cosa. Había millones de nombres entre los que escoger. Pero entonces cae en la cuenta de que no le hace falta mentir. Técnicamente no, al menos. Se acuerda del otro nombre que una vez escogieron para él, el que debería haber llevado.
—Me llamo Nikhil —dice por primera vez en su vida. Lo pronuncia tentativamente, y su propia voz le suena rara al decirlo. La afirmación, sin él quererlo, se transforma en pregunta. Mira a Kim con las cejas arqueadas, esperando que ella le corrija, se muestre incrédula, se ría de él en su cara. Aguanta la respiración. Siente un cosquilleo en el rostro, aunque no sabe si es de triunfo o de terror.
Pero Kim recibe la información sin inmutarse.
—Nikhil —repite, y una voluta de humo sale de su boca y se eleva hasta el techo. Vuelve a mirarlo y le sonríe—. Nikhil. No lo había oído nunca. Es un nombre muy bonito.
Pasan juntos un rato más, charlando. A Gógol le sorprende lo fácil que le resulta. Su mente divaga. Sólo escucha a medias a Kim, que le habla de sus clases, de su ciudad natal de Connecticut. Al momento se siente culpable y emocionado, protegido por un escudo invisible. Como sabe que no va a volver a verla nunca más, se muestra atrevido, la besa tiernamente en los labios mientras ella le habla, le aprieta un poco la pierna con la suya, en el sofá, le acaricia el pelo un instante. Es la primera vez que besa a alguien, la primera vez que siente tan cerca el rostro de una chica, su aliento.
—No puede ser. ¡La has besado! —le dicen sus amigos en el coche, camino de casa.
Él niega con la cabeza como mareado, tan incrédulo como ellos, con una sensación interior de inmensa alegría.
«No era yo», está a punto de decir.
Pero no les cuenta que no ha sido Gógol quien ha besado a Kim. No les dice que Gógol no ha tenido nada que ver en todo eso.