1971
Los Ganguli se han trasladado a una ciudad universitaria de las afueras de Boston. No tienen noticia de ningún otro bengalí que viva cerca. La población tiene un centro histórico y un pequeño barrio de arquitectura colonial que los turistas visitan los fines de semana de verano. Hay una iglesia congregacionista, blanca y con campanario, unos juzgados de piedra con su cárcel adyacente, una biblioteca pública con cúpula, y un pozo de madera en el que se dice que bebió Paul Revere. En invierno, junto a las ventanas de las casas se ven velas encendidas cuando anochece. A Ashoke lo han contratado como profesor adjunto de Ingeniería Electrónica en la universidad. Por dar cinco materias le pagan dieciséis mil dólares al año. Le han proporcionado un despacho propio con su nombre grabado en la puerta, sobre un rectángulo de plástico negro. Comparte con los demás miembros de su departamento los servicios de una secretaria de edad avanzada, la señora Jones, que muchas veces deja un pastel de plátano junto a la cafetera, en la sala de profesores. Sospecha que la señora Jones, cuyo esposo dio clases en el departamento de Inglés hasta su muerte, tiene la misma edad que su madre, pero lleva una vida que a ésta le parecería humillante: come sola, conduce ella misma al trabajo, llueva o nieve, y no ve a sus hijos ni a sus nietos más que tres o cuatro veces al año.
Para Ashoke, el contrato que ha conseguido colma todas sus expectativas. Siempre ha preferido la enseñanza universitaria a un trabajo de empresa. Qué emocionante, piensa, plantarse frente a un grupo de alumnos estadounidenses y dar una clase. Qué gran logro supone para él ver su nombre impreso bajo el epígrafe «Profesorado» en el directorio de la facultad. Qué alegría siente cada vez que la señora Jones le dice «profesor Ganguli, su esposa al teléfono». Desde su despacho, que está en la cuarta planta, tiene una vista panorámica de todo el recinto, flanqueado por edificios de ladrillo cubiertos de hiedra, y en días soleados baja a comer a un banco y se distrae con las melodías de las campanas que emite el reloj del campus. Los viernes, después de la última clase, se pasa por la biblioteca para leer los periódicos internacionales, que meten en unos palos largos de madera. Se informa de los bombardeos estadounidenses sobre las rutas de suministros del Vietcong, en Camboya, se entera de los asesinatos de rebeldes del movimiento naxalita en las calles de Calcuta, de la guerra entre la India y Pakistán. A veces sube hasta la planta superior de la biblioteca, soleada y poco concurrida, y con los estantes llenos de obras literarias. Recorre los pasillos, y con frecuencia siente la llamada de sus queridos rusos; cuando pasa por esa sección, siempre le conforta leer el nombre de su hijo en letras doradas sobre los lomos de unos libros rojos, verdes y azules, de tapas duras.
Para Ashima, el traslado a las afueras ha sido más drástico, más perturbador que el cambio de Calcuta a Cambridge. Ella habría preferido que su esposo hubiera aceptado el puesto que le ofrecían en la Northeastern University; así habrían podido quedarse en la ciudad. Le asombra que en esa pequeña población no haya propiamente aceras, ni farolas, ni transporte público, ni tiendas en muchos kilómetros a la redonda. No le interesa en absoluto aprender a conducir el nuevo Toyota Corola que ahora les resulta imprescindible para todo. Aunque ya no está embarazada, a veces sigue mezclando en un cuenco Rice Krispies, cacahuetes y cebolla. Porque está empezando a darse cuenta de que ser extranjera es una especie de embarazo permanente: una espera constante, una carga perpetua, una continua sensación de no estar del todo bien. Es una responsabilidad que no cesa, un paréntesis en lo que en otro tiempo fue una vida ordinaria, que se cierra al descubrir que esa existencia anterior se ha esfumado, ha sido reemplazada por algo más complejo y que supone una exigencia mayor. Como un embarazo, Ashima cree que ser extranjera es algo que despierta la misma curiosidad de los desconocidos, la misma combinación de lástima y respeto.
Las incursiones que hace fuera de casa cuando su marido está en el trabajo no exceden los límites de la universidad en la que viven y los del centro histórico, que queda en uno de sus extremos. Pasea con Gógol, le deja correr por el patio, y en los días de lluvia se sienta con él a ver la tele en la sala de estudiantes. Una vez a la semana, prepara treinta samosas y las vende a la cafetería internacional, a veinticinco centavos cada una. Las ponen junto a las tartas linzer de la señora Etzold y los baclavas de la señora Cassolis. Los viernes lleva a su hijo a la biblioteca para que oiga los cuentos infantiles que ese día explican a los niños. Y cuando cumple los cuatro años, lo apunta a la guardería de la universidad tres mañanas a la semana. Durante esas horas en las que su hijo aprende el abecedario en inglés y pinta con los dedos, Ashima se siente triste, pues ya ha perdido la costumbre de estar sola. Echa de menos la manía de Gógol de cogerle siempre una punta del sari cuando caminan juntos. Echa de menos el tono agudo de su voz de niño que le dice que tiene hambre, que está cansado, que quiere ir al baño. Para no estar sola en casa, se va a la sala de lectura de la biblioteca y, sentada en un sillón de piel cuarteada, le escribe cartas a su madre, lee revistas o algún libro en bengalí que se trae de casa. La sala es alegre, luminosa, enmoquetada de rojo y con gente que lee los periódicos en torno a una mesa redonda de madera adornada con centros de flores. Cuando añora a su hijo más de la cuenta, se acerca a la sala infantil. Allí, clavada en un tablón de anuncios, sigue la foto que le tomaron durante una de las sesiones de lectura de cuentos. Está de perfil, sentado con las piernas cruzadas sobre un cojín, y escucha embelesado a la bibliotecaria, la señora Aiken, que lee en voz alta El gato en el sombrero.
Después de dos años viviendo en un apartamento muy caluroso pagado por la universidad, Ashima y Ashoke se están planteando la posibilidad de comprarse una casa. A última hora de la tarde, después de cenar, se montan en el coche y recorren la zona en busca de residencias en venta; Gógol va en el asiento trasero. No les interesa que esté en el centro histórico, que es donde vive el jefe del departamento de Ashoke, en una mansión del siglo XVIII a la que los invitan a merendar una vez al año, el día de San Esteban. Prefieren las calles más normales, con piscinas de plástico y bates de béisbol en los jardines. Todas las casas son de estadounidenses, no se quitan los zapatos antes de entrar en ellas, tienen en la cocina las cajas para los excrementos de los gatos, hay siempre perros que ladran cuando Ashima y Ashoke llaman al timbre. Aprenden los nombres de las distintas variantes arquitectónicas: estilo cabo Cod, estilo campestre, estilo rancho, estilo regimiento. Al final se deciden por una de tipo colonial, de dos plantas y con fachada de madera, situada en una zona residencial de construcción reciente, una casa que no ha ocupado nadie antes que ellos, y que está rodeada de mil metros cuadrados de terreno. Ésa es la pequeña porción de Estados Unidos de la que se atribuyen la propiedad. Gógol acompaña a sus padres a los bancos, se sienta y espera mientras ellos firman papeles y más papeles. Les conceden la hipoteca y preparan el traslado para la primavera. Ashoke y Ashima se sorprenden, cuando hacen la mudanza, al constatar la gran cantidad de cosas que han ido acumulando en ese tiempo. Cuando llegaron a Estados Unidos, lo hicieron con sólo una maleta cada uno. Ahora ya tienen tantos números atrasados del Globe que pueden envolver con sus hojas todos los platos y los vasos. Eso sin contar todos los ejemplares de la revista Time de los últimos dos años.
Terminan de pintar las paredes de la casa nueva, asfaltan el camino de entrada, protegen contra la humedad los listones de la fachada y el terrado y luego los pintan. Ashoke toma fotos de todas las habitaciones, y en todas aparece Gógol. Son para enviar a sus parientes de la India. En unas está abriendo la nevera, en otras hace como que habla por teléfono. Es un niño fuerte, mofletudo, pero tiene ya unos rasgos melancólicos. Cuando le hacen fotos, tienen que pedirle que sonría. La casa está a quince minutos del supermercado más próximo, y a cuarenta del centro comercial. La dirección es Pemberton Road, 67. Sus vecinos son los Johnson, los Merton, los Aspris y los Hill. Tiene cuatro habitaciones no muy grandes, un baño y un aseo, paredes de poco más de dos metros de altura y un garaje para un coche. En el salón hay una chimenea de ladrillo y una ventana apaisada que da al jardín; En la cocina, los electrodomésticos están forrados de amarillo, a juego con los muebles, hay una bandeja giratoria, y un suelo de linóleo que imita baldosas. En una pared del salón cuelgan una acuarela del padre de Ashima que representa una caravana de camellos en el Rajastán, y que han hecho enmarcar. Gógol tiene una habitación para él solo, con una cama con cajones empotrados debajo y una estantería metálica con sus juguetes de piezas articulables y sus dioramas. La mayoría de los juguetes son de segunda mano, al igual que la mayoría de los muebles, las cortinas, la tostadora y la batería de cocina. En un principio, Ashima se muestra reacia a meter esos objetos en su casa, le da vergüenza comprar cosas que originalmente han pertenecido a unos desconocidos, estadounidenses, para más señas. Pero Ashoke le hace saber que incluso su jefe de departamento compra mucho en los mercadillos que se organizan en los jardines de las casas, que a pesar de vivir en una mansión, a un estadounidense no se le caen los anillos por llevar unos pantalones usados que le hayan costado cincuenta centavos.
Cuando se trasladan, el terreno aún no está ajardinado. No hay ni un árbol, ningún seto junto a la puerta de entrada, y lo único que se ve es cemento. Así, durante los primeros cuatro meses, Gógol juega en un patio irregular y sucio lleno de piedras y de palos, se mancha las zapatillas deportivas y deja sus huellas por todas partes. Ese es uno de sus primeros recuerdos. Siempre recordará esa primavera fría y nublada en la que hacía agujeros en la tierra, recogía piedras, encontraba salamandras negras y amarillas debajo de las láminas de pizarra. Siempre recordará los sonidos de los otros niños del barrio, que se reían y montaban en triciclo por la calle. Y recordará también el día radiante y caluroso de verano en que llegó un camión y volcó un montón de tierra en el patio, y el momento, semanas después, en que se subió al terrado con sus padres y vio desde ahí unas briznas de hierba que crecían en aquella superficie negra y pelada.
Al principio, por las tardes, su familia sale de paseo en coche, a explorar los alrededores. Las avenidas descuidadas, los callejones sombríos, las granjas en las que venden calabazas en otoño y en julio frutos del bosque en unas cajitas verdes. El asiento trasero está cubierto de plástico y los ceniceros todavía siguen precintados. Conducen hasta que se hace de noche, sin rumbo fijo, dejando atrás estanques recónditos y cementerios, callejones sin salida. A veces se alejan más de la ciudad y llegan hasta alguna de las playas de la costa norte. Pero ni se bañan ni toman el sol, aunque sea verano. Van vestidos con su ropa de siempre. Generalmente, cuando llegan, la cabina del cobrador está vacía, y la gente ya se ha ido. Quedan sólo cuatro coches en el aparcamiento, y las pocas personas que siguen en la playa pasean a sus perros, contemplan la puesta del sol o buscan objetos metálicos con unos detectores especiales. A medida que se acercan, los tres buscan con la mirada, expectantes, la franja azul de mar que está a punto de hacerse visible. En la playa, Gógol recoge piedras, excava túneles en la arena. Su padre y él van descalzos y se doblan los pantalones hasta las pantorrillas. Su padre hace volar una cometa. Se eleva tanto que Gógol tiene que levantar mucho la cabeza para verla, poco más que una manchita ondeante en el cielo.
El viento les silba en las orejas y sienten el frío en la cara. Unas gaviotas blancas planean con las alas extendidas, vuelan tan bajo que casi se podrían tocar. Gógol mete los pies en el agua y deja sus huellas débiles, intermitentes, en la orilla. Aunque lleva las perneras arremangadas, se las moja igualmente. Su madre grita y se ríe, levantándose un poco el sari por encima de los tobillos, con las zapatillas en una mano, y mete los pies en el agua helada. Alcanza a Gógol, le coge de la mano. «No te metas tanto», le dice. Las olas se retiran un instante, toman impulso, y la arena blanda y oscura parece abrirse al momento bajo sus pies, haciéndoles perder el equilibrio. «Me caigo, me está arrastrando», dice ella siempre.
El agosto en que Gógol cumple cinco años, Ashima se da cuenta de que vuelve a estar embarazada. Por la mañana se obliga a comer una tostada, pero sólo porque Ashoke se la prepara especialmente y no se mueve de su lado hasta que se la come, sentada en la cama. La cabeza le da vueltas sin parar. Se pasa los días tumbada, con un cubo rosa al lado y las persianas cerradas. La boca y los dientes le saben a metal. Ve los programas de concursos y las telenovelas más populares en un televisor que Ashoke ha sacado del salón y ha instalado frente a su lado de la cama. Cuando a mediodía se arrastra hasta la cocina para prepararle el sándwich de mantequilla de cacahuete y mermelada a Gógol, el olor de la nevera le repugna, convencida como está de que alguien se ha llevado sus verduras de los cajones y las ha sustituido por basura, y de que la carne se está pudriendo en los estantes. A veces, Gógol se pone a leer algún cuento a su lado, en el dormitorio de sus padres, o a pintar con sus colores. «Pronto vas a ser el hermano mayor —le dice un día—. Alguien te llamará Dada. ¿A que es emocionante?» A veces, si se siente con fuerzas, le pide a su hijo que le acerque el álbum, y se ponen a mirar juntos las fotos de los abuelos de Gógol, de su tío, de sus tías, de sus primos, de los que, a pesar de su única visita a Calcuta, no guarda ningún recuerdo. Su madre le enseña a memorizar un poema infantil de cuatro versos de Tagore, y los nombres de las deidades que durante la puja adornan a la diosa Durga, la de las diez manos: Sarasvati con su cisne y Kartikkeya con su pavo real a la izquierda; Laksmi con su búho y Ganesa con su ratón a la derecha. Todas las tardes, Ashima duerme un rato, pero antes pone el segundo canal y le dice a Gógol que mire «Barrio Sésamo» y «La Compañía Eléctrica», para que practique el inglés que aprende en la guardería.
Por la noche, Gógol y su padre cenan juntos, solos, un curry de pollo que les dura toda la semana y que su padre prepara los domingos en unas cacerolas de hierro muy gastadas. Mientras recalientan la comida, Ashoke le pide a su hijo que cierre la puerta del dormitorio porque su madre no soporta el olor. A Gógol le resulta raro verlo cocinar a él, ocupar el lugar de su madre en los fogones. Cuando se sientan a la mesa, echa de menos la conversación de sus padres y las noticias de la tele que llegan desde el salón. Ashoke come con la cabeza inclinada sobre el plato, hojeando el último número de la revista Time, y sólo de vez en cuando la levanta para asegurarse de que su hijo también come. Aunque se acuerda de mezclarle el curry con el arroz antes, no se molesta en darle a la comida forma de bolitas, como sí hace su madre, que las pone alrededor del plato como si fueran las horas de un reloj. A Gógol ya le han enseñado a comer solo, con los dedos, y ha aprendido a hacerlo sin que se le manche la palma de la mano. Ya sabe sacarle el tuétano a los huesos del cordero, y le han dicho que es muy peligroso tragarse las espinas del pescado. Pero si su madre no está en la mesa, a él no le apetece comer, y cada noche espera que salga de su habitación y se siente entre él y su padre, que llene el espacio con el olor de su sari y su chaqueta. Le aburre comer lo mismo todos los días, y una noche, discretamente, aparta a un lado la comida que no quiere. Con el dedo índice, empieza a dibujar en el plato, sobre el resto de la salsa. Se pone a jugar al tres en raya.
—Termínatelo todo —le dice su padre, que abandona un momento la lectura de la revista—. Y no juegues así con la comida.
—Es que estoy lleno, Baba.
—Todavía te quedan cosas en el plato.
—Baba, no puedo más.
El plato de su padre está limpio, los huesos de pollo repelados y mordidos, el cañón de canela y la hoja de laurel tan brillantes como si aún no se hubieran cocinado. Ashoke niega con la cabeza y reprende a su hijo con la mirada. Le duele ver que todos los días hay gente que tira a la basura bocadillos a medio comer, manzanas rechazadas tras uno o dos mordiscos.
—Termínatelo todo, Gógol. A tu edad yo comía hasta hojalata.
Como su madre tiende a vomitar en cuanto se monta en un coche, no puede acompañar a Gógol en su primer día de colegio, ese septiembre de 1973. Empieza el curso de preescolar en la escuela estatal. En realidad, el curso ha comenzado hace una semana, pero él ha estado en cama, como su madre, apático, sin apetito. Decía que le dolía la barriga, y hasta ha llegado a vomitar en una ocasión en el cubo rosa de su madre. No quiere ir al colegio. No quiere llevar la ropa nueva que su madre le ha comprado en Sears y que está preparada en un colgador del armario, ni llevar la tartera de Charlie Brown, ni montarse en el autobús escolar amarillo que tiene la parada al final de Pemberton Road. El colegio, a diferencia de la guardería, está a más de diez kilómetros de casa, lejos de la universidad. Le han llevado varias veces a ver el edificio, una estructura baja de ladrillo con una cubierta totalmente plana y una bandera que ondea en lo alto de un mástil blanco, en medio del césped.
Gógol tiene un motivo para no querer empezar el parvulario. Sus padres le han dicho que, en el colegio, en vez de llamarle Gógol, le llamarán de otra manera; finalmente, se han decidido a ponerle un nombre de verdad, Nikhil, que está sabiamente relacionado con su apodo. No se trata sólo de una palabra perfectamente respetable según la tradición bengalí, que significa «el que está entero, el que todo lo abarca», sino que se parece lo bastante a Nikolái, nombre de pila ruso de Gógol. A Ashoke se le ocurrió hace poco, un día que estaba en la biblioteca repasando los lomos de sus libros, y se fue corriendo a casa a pedirle la opinión a su mujer. A su favor tenía que era relativamente fácil de pronunciar, aunque existía el riesgo de que los estadounidenses, obsesionados como estaban con las abreviaturas, acabaran llamándolo Nick. Ella le dijo que le gustaba bastante aunque más tarde, cuando se quedó sola, lloró pensando en su abuela, que había muerto hacía un año, y en la carta que seguiría vagando toda la eternidad por algún lugar indeterminado entre la India y América, con el nombre que había escogido para Gógol. Ashima sigue soñando a veces con esa misiva, y en sus sueños, después de tantos años, le llega a su buzón de Pemberton Road, aunque cuando abre el sobre descubre que está vacío.
Pero Gógol no quiere tener un nombre nuevo. No comprende que tenga que responder a otro que no sea el suyo.
—¿Por qué he de tener otro nombre? —le pregunta a sus padres con lágrimas en los ojos. Peor sería si ellos también lo llamaran Nikhil. Pero le han dicho que ese nuevo nombre lo usarán sólo sus maestros y sus compañeros de clase. Le da miedo ser Nikhil, alguien a quien no conoce. Sus padres le dicen que ellos también tienen dos nombres, igual que todos sus amigos bengalíes que viven en Estados Unidos y que sus parientes de Calcuta. Es algo que tiene que ver con hacerse mayor, le dicen, y con el hecho de ser bengalí. Se lo escriben en un papel, le piden que lo copie diez veces.
—Y no te preocupes —añade su padre—. Para mí y para tu madre, tú siempre serás Gógol.
En la escuela, a padre e hijo los recibe la secretaria, la señora McNab, que le pide a Ashoke que rellene un impreso para el registro. Él le da una copia del certificado de nacimiento del niño y otra de la cartilla de vacunaciones, que la señora McNab mete en una carpeta junto con el impreso.
—Es por aquí —dice la secretaria, que los acompaña a la oficina de la directora. En la placa de la puerta se lee CADICE LAPIDUS. La señora Lapidus le asegura a Ashoke que no es problema que el niño haya faltado a clase la primera semana, que apenas están empezando. Es una mujer alta y delgada con el pelo rubio muy corto. Lleva sombra de ojos azul y un traje de chaqueta amarillo limón. Estrecha la mano de Ashoke y le dice que en el colegio hay otros dos alumnos indios, Jayadev Modi, de tercero, y Rekha Saxena, de quinto. ¿Conoce a sus familias? Ashoke responde que no. Mira el impreso y sonríe con ternura a Gógol, que se aferra con fuerza a la mano de su padre. Lleva unos pantalones azul celeste, un jersey de cuello alto a rayas y unas zapatillas deportivas rojas y blancas, de lona.
—Bien venido a la escuela primaria, Nikhil. Yo soy la directora, la señora Lapidus.
Gógol baja la mirada y la concentra en la punta de los pies. La directora ha pronunciado su nombre de una manera distinta a la de sus padres, poniendo el acento en la segunda sílaba.
La señora Lapidus se agacha para estar a su altura, y le pone una mano en el hombro.
—¿Puedes decirme cuántos años tienes, Nikhil?
Tras unos momentos, repite la pregunta, pero Gógol no dice nada.
—Señor Ganguli, ¿entiende Nikhil el inglés?
—Por supuesto —responde Ashoke—. Mi hijo es perfectamente bilingüe.
Para demostrar que su hijo domina la lengua, hace algo que no ha hecho nunca: se dirige a él en un inglés muy claro, muy pausado.
—Vamos, Gógol —le dice dándole unas palmaditas en la cabeza—. Dile a la señora Lapidus cuántos años tienes.
—¿Cómo ha dicho? —pregunta la directora.
—¿Disculpe?
—¿Cómo ha llamado al niño? Algo con ge.
—Ah, bueno, así es como lo llamamos en casa. Pero su nombre de verdad tiene que ser… es… —asiente con la cabeza— Nikhil.
La señora Lapidus arquea las cejas.
—Lo siento, pero me parece que no entiendo bien. ¿Su nombre de verdad?
—Sí.
La directora vuelve a fijarse en el impreso. Con los otros alumnos indios no le ha pasado lo mismo. Abre la carpeta y examina la cartilla de vacunación y el certificado de nacimiento.
—Parece que hay cierta confusión, señor Ganguli —dice—. Según estos documentos, su nombre legal es Gógol.
Así es. Pero, por favor, déjeme explicarle que…
—Que quiere que lo llamemos Nikhil.
—Correcto.
La señora Lapidus asiente con un movimiento de cabeza.
—¿Y cuál es el motivo?
—Es nuestro deseo.
—Creo que no acabo de entenderle, señor Ganguli. ¿Quiere decir que Nikhil es algo así como un segundo nombre? ¿Un apodo? Aquí hay muchos niños que tienen nombres cariñosos, abreviados. En este mismo impreso hay un espacio reservado para…
—No, no, no es un segundo nombre —insiste Ashoke, que está empezando a perder la paciencia—. Él no tiene segundo nombre. Ni apodo. Su nombre oficial, su nombre para la escuela, es Nikhil.
La directora aprieta los labios y sonríe.
—Pero está claro que el niño no responde.
—Por favor, señora Lapidus. Es muy normal que, en un primer momento, los niños se confundan. Dele un poco de tiempo, se lo pido. Ya verá cómo se acostumbra.
Se agacha y, esta vez en bengalí, en voz baja y con mucha calma, le pide a Gógol que por favor responda a la señora Lapidus cuando ésta le haga alguna pregunta.
—No tengas miedo, Gógol —le dice, levantándole la barbilla con un dedo—. Ahora ya eres mayor. Nada de lloros.
Aunque la directora no entiende ni una palabra, escucha con interés y vuelve a oír ese nombre. Gógol. A lápiz, sin apretar, lo escribe en el impreso.
Ashoke le entrega la fiambrera con la comida y un chubasquero por si llueve. Le da las gracias a la directora.
—Sé bueno, Nikhil —le dice en inglés.
Tras unos segundos de duda, se va.
Cuando se quedan solos, la señora Lapidus vuelve a intentarlo.
—¿Estás contento de empezar a ir al colegio, Gógol?
—Mis padres quieren que tenga otro nombre en el colegio.
—¿Y tú, Gógol? ¿Quieres que te llamen por ese otro nombre?
Tras una pausa, niega con la cabeza.
—¿Eso es que no?
Asiente.
—Sí.
—Pues decidido. Escribe tu nombre en este papel.
Gógol coge el lápiz, lo sujeta con fuerza y va formando las letras de la única palabra que de momento sabe de memoria, aunque por culpa de los nervios la ele le sale al revés.
—Qué letra tan bonita tienes —le dice la señora Lapidus, que rompe el impreso de registro y le pide a la secretaria que rellene otro a máquina.
Coge a Gógol de la mano y pasan por un vestíbulo enmoquetado con paredes de cemento pintadas de colores. Abre una puerta y le presenta a su maestra, la señorita Watkins, una mujer que lleva el pelo recogido en dos trenzas y va con bata y zuecos. Dentro de clase existe todo un universo de apodos: Andrew es Andy, Alexandra es Sandy, William es Billy, Elizabeth es Lizzy. El tipo de educación que ahí se imparte no tiene nada que ver con la que los padres de Gógol conocieron en su infancia de plumas estilográficas, zapatos negros bien lustrados, cuadernos y nombres oficiales, y en la que debían llamar «señor profesor» o «señora profesora» a sus maestros desde que eran muy pequeños. Aquí, el único ritual consiste en prometer fidelidad a la bandera de Estados Unidos todas las mañanas, nada más llegar. Durante el resto del día, se sientan en una única mesa redonda, beben zumos y comen galletas, duermen siestas en el suelo, con la cabeza apoyada en unos pequeños cojines de color naranja. Al terminar su primer día de clase, lo envían a casa con una nota para sus padres de parte de la directora, una nota que doblan y grapan a una cuerda que le pasan alrededor del cuello. En ella, la señora Lapidus explica que, como su hijo así lo prefiere, en el colegio lo llamarán Gógol. «¿Y qué pasa con las preferencias de los padres?», se preguntan Ashima y Ashoke negando con la cabeza en un gesto de desaprobación. Pero como ninguno de los dos se sentiría a gusto forzando su decisión, se ven obligados a claudicar.
De ese modo, Gógol inicia su formación académica. En la parte superior de todas las hojas, que son de un amarillo muy pálido, escribe su apelativo cariñoso una y otra vez, así como el abecedario en letras mayúsculas y minúsculas. Aprende a sumar y a restar, a escribir sus primeras palabras. Deja su huella en las tapas de los libros de texto con los que aprende a leer, escribiendo su nombre con un lápiz del dos, bajo la lista de todos los que lo han precedido. En la clase de plástica, la que más le gusta de toda la semana, graba su nombre con la ayuda de unos clips de hierro en la base de tazas y de cuencos. Pega macarrones y otras pastas sobre cartulinas y estampa su firma con gruesos brochazos en el margen inferior de las pinturas. Día tras día le ofrece sus creaciones a Ashima, que las cuelga orgullosa en la puerta de la nevera. «Gógol G» es el distintivo que remata siempre el ángulo derecho de todas sus obras, como si le hiciera falta distinguirse de algún otro Gógol de su escuela.
Su hermana nace en el mes de mayo. En esta ocasión el parto es muy rápido. Están pensando en ir al mercadillo de cosas usadas que se ha organizado ese sábado en el barrio, y en el tocadiscos suenan canciones bengalíes. Gógol está desayunando gofres congelados. Ojalá sus padres quitaran la música, porque no oye los dibujos animados. En ese momento, su madre rompe aguas. Su padre apaga el equipo de sonido y llama a Dilip y a Maya, que ahora viven en una zona residencial que está a unos veinte minutos de allí y tienen un niño pequeño. A continuación avisa a la vecina de al lado, la señora Merton, que se ha ofrecido a cuidar de Gógol hasta que lleguen los Nandi. Aunque sus padres lo han preparado para ese momento, cuando la vecina aparece con sus agujas de hacer calceta, se siente abandonado y se le quitan las ganas de seguir mirando los dibujos animados. Se acerca a la puerta y ve que su padre ayuda a su madre a meterse en el coche. Le dicen adiós con la mano mientras se alejan. Para pasar el rato, hace un dibujo de su familia, con sus padres, su nuevo hermanito y él, de pie, en fila, delante de la casa. No se olvida de ponerle el punto a la frente de su madre, de pintar a su padre con gafas, de incluir la farola junto al camino de la entrada.
—Qué bonito, te está quedando igualito —le dice la señora Merton mirándolo por encima del hombro.
Esa tarde, Maya Nandi, a quien él llama Maya Mashi, como si en realidad fuera la hermana de su madre, su tía carnal, está calentando la cena que ha traído preparada de su casa cuando su padre telefonea y les dice que el bebé ya ha nacido. Al día siguiente, Gógol ve a su madre sentada en una cama de hospital, con una pulsera de plástico en la muñeca y la barriga ya no tan dura ni tan redonda. A través de un grueso cristal, ve a su hermana, que está dormida, en una cuna transparente, la única del nido que tiene una gran mata de pelo negro. Le presentan a las enfermeras. Se come las galletas y el flan de la bandeja de su madre. Con cierta vergüenza, le regala el dibujo que le ha traído. Bajo las figuras ha escrito su nombre, Baba y Ma. El único espacio que queda libre es el de la recién nacida.
—No sé cómo se llama —dice Gógol. Y entonces sus padres se lo dicen.
Esta vez Ashima y Ashoke están preparados. Tienen los nombres bien pensados, uno de niño y otro de niña. Después de lo que les pasó con Gógol, han aprendido bien la lección. Han aprendido que, en Estados Unidos, los colegios pasan por alto las decisiones de los padres y matriculan a los niños con sus apodos cariñosos. Han llegado a la conclusión de que la única manera de evitar confusiones es prescindir del apodo, que es lo que ya han hecho muchos de sus amigos bengalíes. Así, para su hija, su apodo y su nombre serán el mismo: Sonali, «la que es de oro».
Dos días después, cuando vuelve del colegio, Gógol se encuentra a su madre en casa, con el albornoz puesto, y ve a su hermana despierta por primera vez. Lleva un pijama rosa que le cubre las manos y los pies, y un gorrito que remata su cara de luna llena. Su padre también está en casa. Sientan a Gógol en el sofá y le ponen a la niña en el regazo, y le dicen que la sostenga contra el pecho, con una mano sujetándole el cuello, y entonces su padre les hace unas fotos con su nueva cámara, una Nikon de 35 milímetros. El obturador se mueve ligeramente, varias veces; la sala está bañada con la luz cálida de la tarde.
—Hola, Sonali —dice Gógol, que está sentado muy recto. Baja la vista y le mira la cara, y acto seguido vuelve a concentrarse en la cámara. Aunque Sonali es el nombre que figura en su certificado de nacimiento, el nombre oficial que la acompañará toda la vida, en casa empiezan a llamarla Sonu, más tarde Sona, y al final Sonia. Suena más internacional, es el vínculo ruso que la une a su hermano; puede ser europeo, sudamericano. Acabará siendo el nombre de la esposa italiana del primer ministro indio. Al principio, Gógol está decepcionado, porque no puede jugar con ella; lo único que hace es dormir, ensuciar pañales y llorar. Pero con el tiempo empieza a reaccionar a sus atenciones, a reírse cuando le hace cosquillas en la barriga, o cuando la sube a un columpio ruidoso y la empuja, o cuando le grita «Peekaboo». Ayuda a su madre a bañarla, le pasa la toalla y el champú. La entretiene mientras van en el coche los sábados por la tarde, camino de la casa de algún amigo de sus padres que ha organizado una cena. Para entonces, todos los bengalíes de Cambridge ya se han trasladado a lugares como Dedham, Framingham, Lexington o Winchester, a casas con patio trasero y jardín. Conocen a tantos que es raro el sábado que tienen libre, y durante el resto de su vida, los recuerdos de infancia de Gógol serán los de una sola escena repetida: unas treinta personas dentro de una casa de tres habitaciones, en alguna zona residencial; unos niños viendo la tele o jugando a algún juego de mesa en el sótano; unos padres comiendo y charlando en bengalí, lengua que sus hijos no hablan entre ellos. Recordará el curry no muy fuerte servido en platos de papel, la pizza o la comida china que a veces los mayores piden especialmente para ellos. Ajá ceremonia del arroz de Sonia han invitado a tanta gente que Ashoke alquila un edificio en el campus, donde montan veinte mesas plegables e instalan una cocina industrial. A diferencia de su obediente hermano mayor, Sonia rechaza toda la comida que le ponen delante. Juega con la tierra que han recogido en el jardín de casa y está a punto de meterse el billete de dólar en la boca.
—Ésta —comenta uno de los invitados—. Ésta sí es una americana auténtica.
A medida que su vida en Nueva Inglaterra se va poblando de amigos bengalíes, los que tenían relación con ellos en su vida anterior, los que los conocen no por sus nombres sino por sus apodos, Monu y Mithu, van disminuyendo. Llegan más muertes, más llamadas telefónicas los sobresaltan en plena noche, más cartas que les informan de que esta tía o aquel tío ya no están entre ellos. Esas misivas nunca se pierden en el correo, como las otras. De alguna manera, las malas noticias siempre se abren paso, por deficiente que sea el sonido de la línea telefónica, por mucha estática que haya. Llevan diez años en el extranjero y los dos se han quedado ya huérfanos. Los padres de Ashoke han muerto de cáncer, la madre de Ashima de una enfermedad renal. Esas desapariciones despiertan a Gógol y a Sonia de madrugada; oyen los gritos de sus padres al otro lado del tabique. Irrumpen en su dormitorio sin entender nada, avergonzados al ver que están llorando, y se sienten tan sólo un poco tristes. En ciertos aspectos, la vida de Ashoke y Ashima se parece a las de esos ancianos que ya han perdido a todos los que amaron y conocieron en un tiempo pasado, que sólo sobreviven y hallan consuelo en el recuerdo. Incluso los parientes vivos parecen hasta cierto punto muertos, siempre invisibles, esquivos al tacto. De tarde en tarde, sus voces al teléfono informan de nacimientos, de bodas, y a ellos un escalofrío les recorre la espalda. ¿Cómo es posible que sigan viviendo, que sigan hablando? Y cuando los visitan en Calcuta cada varios años, la sensación es todavía más extraña; seis u ocho semanas pasan volando. Al regresar a Pemberton Road, en su pequeña casa que de pronto parece tan grande, no hay nada que les devuelva su recuerdo. A pesar de los cientos de parientes que tienen, se sienten como si fueran los únicos Ganguli del mundo. La gente con la que crecieron nunca verá esa vida suya, de eso están seguros. No respirarán nunca el aire húmedo de las mañanas de Nueva Inglaterra, no verán nunca el humo elevarse desde las chimeneas del vecindario, no tiritarán nunca de frío dentro del coche mientras esperan a que el parabrisas se descongele, a que el motor se caliente.
Y, sin embargo, para el observador circunstancial, los Ganguli, más allá del nombre de su buzón, de los números del India Abroad y del Sanghad Bichitra que llegan hasta él, no parecen diferenciarse en nada de sus vecinos. En su garaje, como en el de cualquier otra familia, guardan palas, tijeras de podar y un trineo. Se han comprado una barbacoa para el verano, para hacer tandooris en el porche. Cada paso que dan, cada artículo que adquieren, por pequeño que sea, implica discusión, consulta con sus amigos bengalíes. ¿Hay diferencia entre un rastrillo de plástico y otro de metal? ¿Qué es preferible: un árbol de Navidad artificial o uno vivo? Aprenden a asar pavos el Día de Acción de Gracias, aunque ellos los frotan con ajo, comino y cayena; a poner una corona en la puerta en diciembre, a rodear el cuello de los muñecos de nieve con bufandas de lana, a pintar huevos cocidos de rosa y violeta por Pascua y a esconderlos por toda la casa. Por el bien de Gógol y de Sonia cada vez celebran más el nacimiento de Cristo, un acontecimiento que los niños esperan con mucha mayor ilusión que el culto a Durga y a Sarasvati. Durante las pujas, agrupados para su comodidad en dos sábados del año, a Gógol y a Sonia los arrastran hasta algún instituto de secundaria o hasta la sede de los Caballeros de Colon, tomados de punta a punta por bengalíes, y allí les piden que arrojen pétalos de caléndula a la efigie de una diosa hecha de cartón y que coman una sosa comida vegetariana. Nada que ver con la Navidad, cuando cuelgan los calcetines de la chimenea y le dejan un vaso de leche con galletas a Santa Claus y reciben montones de regalos y no van al colegio porque tienen vacaciones.
Hay otras cosas ante las que Ashoke y Ashima han tenido que rendirse. Aunque ella lleva sólo saris y sandalias de Bata, él, que siempre se ha vestido con trajes y camisas hechas a medida, acaba acostumbrándose a comprarse la ropa ya confeccionada. Abandona la estilográfica en favor de los bolígrafos, las hojillas Wilkinson y la brocha de afeitar por las maquinillas Bic desechables, que vienen en paquetes de seis. Aunque la plaza de profesor ya es suya, deja de ir con traje y corbata a la universidad. Y como en la sala de profesores hay reloj, así como en el coche y en la pared de su despacho, decide prescindir de su Favre Leuba, que acaba en las profundidades del cajón de los calcetines. En el supermercado, dejan que Gógol llene el carrito de productos que sólo consumen él y Sonia, pero no sus padres: lonchas de queso en envoltorios individuales, mayonesa, atún, salchichas. Para las comidas del colegio de Gógol, van al colmado y compran embutidos con los que, por la mañana, su madre le prepara bocadillos de mortadela o rosbif. A petición suya, Ashima accede a preparar una cena americana una vez por semana si se porta bien, pollo empanado o una hamburguesa completa hecha con carne picada de cordero.
Con todo, hacen lo que pueden. No dejan de acercarse a Cambridge para que los niños vean la Trilogía Apu, de Satyajit Ray, en el cine Orson Welles, ni al Memorial Hall si programan danza Kathakali o algún recital de sitar. Cuando Gógol va a tercero, lo apuntan a las clases de lengua y cultura bengalíes que da en su casa un amigo suyo cada dos sábados. Porque, si cierran los ojos, constatan con asombro el marcado acento estadounidense de sus hijos, que se comunican a la perfección en un idioma que a ellos todavía los confunde, que hablan con un acento del que ellos se han acostumbrado a desconfiar. En clase de bengalí, a Gógol le enseñan a leer y a escribir con los caracteres ancestrales de su alfabeto, que empieza en la parte posterior de la garganta con una hache aspirada y prosigue sin pausa por todo el arco del paladar, culminando con unas vocales inasibles que se le escapan de los labios. Le enseñan a escribir letras que cuelgan de barras, y al final es capaz de formar con ellas su nombre. Leen textos en inglés sobre el Renacimiento bengalí y sobre las proezas revolucionarias de Subhas Chandra Bose. Los niños y niñas de la clase estudian sin interés; preferirían asistir a algún curso de ballet o de softball. A Gógol no le gusta nada, porque cada dos sábados tiene que faltar al curso de dibujo al que se ha apuntado a sugerencia de su maestra de plástica. El curso de dibujo se imparte en la planta superior de la biblioteca pública; si hace buen tiempo, a veces los llevan a pasear por el centro histórico con sus cuadernos de apuntes y sus lápices, y les piden que dibujen las fachadas de algunos edificios. En la clase de bengalí les hacen leer en unas cartillas cosidas a mano que su profesor se ha traído de Calcuta. Gógol se fija en que las páginas en que están impresas son como el papel higiénico que usan en su colegio.
De niño, no le molesta llamarse Gógol. Para celebrar sus cumpleaños, su madre encarga pasteles con su nombre escrito en letras azules de azúcar sobre la superficie blanca. Todo parece de lo más normal. No le molesta no encontrarlo nunca en los nomeolvides, en las insignias de metal ni en los imanes de nevera. Le han dicho que su nombre es el de un autor ruso famoso nacido el siglo anterior. Que el nombre de ese escritor, y por tanto el suyo, es mundialmente conocido y que perdurará eternamente. Un día, Ashoke lo lleva a la biblioteca de la universidad y le muestra, en una estantería que queda muy alta, una hilera de libros con su nombre impreso en todos los lomos. Cuando su padre abre uno de ellos al azar, se da cuenta de que la letra es mucho más pequeña que la de los cuentos de la colección de los Hardy Boys, que últimamente ha empezado a disfrutar.
Dentro de unos años —le dice—, ya podrás leerlos.
Aunque los maestros sustitutos siempre hacen una pausa y ponen cara de extrañeza cuando llegan a su nombre en la lista, obligándole a gritar «¡soy yo!» antes de poder siquiera pronunciarlo, sus profesores se lo saben de carrerilla y nunca vacilan. Tras un par de años, sus compañeros ya no le toman el pelo llamándolo cosas como «Glu-glu» o «Gol-gol». En los programas de mano de las obras de teatro que representan por Navidad, sus padres ya se han acostumbrado a ver su nombre en el reparto. «Gógol es un niño que destaca, es curioso y coopera con el resto de compañeros», escriben sus profesores año tras año en los boletines de notas. «¡Corre, Gógol!», le gritan sus compañeros en los días dorados del otoño, cuando sale disparado para llegar a alguna base o cuando hace algún sprint final.
En cuanto a su apellido, Ganguli, a sus diez años ya ha ido tres veces a Calcuta, dos en verano y una durante la puja de Durga, y de la visita más reciente recuerda todavía las letras grabadas en la fachada blanca de la casa de sus abuelos paternos. Y recuerda también su asombro al descubrir seis páginas a tres columnas llenas de Gangulis en el listín telefónico de la ciudad. Había querido arrancar aquellas páginas y llevárselas de recuerdo, pero cuando se lo comentó a uno de sus primos, éste se echó a reír. Durante los desplazamientos en taxi, cuando iban a visitar a sus muchos parientes, su padre le señalaba el apellido, que aparecía en cualquier parte, en los toldos de pastelerías, papelerías y ópticas. Y le contaba a Gógol que «Ganguli» era un legado británico, la manera inglesa de pronunciar su apellido verdadero, que era Gangopadhyay.
De vuelta en Pemberton Road, ayuda a su padre a pegar en un lado de su buzón las letras doradas que han comprado en una ferretería y con las que forman su apellido. Una mañana, después de Halloween, Gógol descubre, camino del colegio, que alguien ha arrancado las tres últimas hasta dejar sólo GANG y que, con lápiz ha añadido las letras R-E-N-A. Al verlo, se le ponen las orejas rojas, y vuelve a casa asqueado, seguro de que su padre se va a sentir profundamente insultado. Aunque también es su apellido, algo le dice a Gógol que esa profanación va dirigida más a sus padres que a Sonia y a él. Desde hace tiempo es consciente de que, en las tiendas, las cajeras se ríen de su acento, de que los vendedores prefieren dirigirse a Gógol cuando les hablan, como si sus padres fueran tontos o sordos. Pero a su padre esas situaciones no parecen afectarlo, como no le afecta el incidente del buzón.
—Es sólo cosa de niños, se divierten así, eso es todo —le dice a Gógol agitando la mano, como para alejar el asunto de su vista, y esa misma tarde vuelven a la ferretería a comprar las letras que faltan.
Y entonces, un día, la peculiaridad de su nombre se le hace muy evidente. Tiene once años, estudia sexto de primaria y va de excursión con el colegio a algún lugar de interés histórico. En el autobús escolar van dos clases, con dos maestras y dos acompañantes. Dejan atrás la ciudad y toman la autopista. Es uno de esos días fríos y espectaculares del mes de noviembre, de cielo azul, sin nubes; los árboles se desprenden de sus hojas amarillas, brillantes. Los niños gritan, cantan, beben latas de refrescos envueltas en papel de aluminio. La primera parada es para visitar una hilandería en Rhode Island. Luego se acercan hasta una casita de madera sin pintar que tiene unas ventanas minúsculas, plantada en medio de un gran terreno. En el interior, una vez los ojos se les adaptan a la penumbra, aparece un escritorio con un tintero, una chimenea manchada de hollín, una bañera y una cama corta y estrecha. Les dicen que es la casa de un poeta. Todos los muebles están en el centro de la habitación, acordonados, con carteles por todas partes que prohíben tocar nada. El techo es tan bajo que los profesores tienen que agachar la cabeza al pasar de una habitación a otra. Entran en la cocina, con sus fogones de hierro y su fregadero de piedra, y salen por un camino a inspeccionar la letrina. Los alumnos gritan de asco al ver la palangana debajo de la silla con agujero. En la tienda de recuerdos, Gógol compra una postal de la casa y un bolígrafo disimulado en una pluma de ave.
La última parada de su excursión, a poca distancia de la casa del poeta, es el cementerio en el que el escritor está enterrado. Dedican unos minutos a pasear entre las tumbas, entre las lápidas. Algunas son muy gruesas, otras más delgadas, y las hay que están inclinadas hacia atrás, como empujadas por el viento. Son cuadradas por la base y semicirculares en la parte superior, negras y grises, pocas veces pulidas, con liquenes y musgo incrustado. En muchas de ellas, las inscripciones están medio borradas. Tras un rato de búsqueda, encuentran la que tiene grabado el nombre del poeta.
—Poneos en fila —dicen las maestras—. Tenemos que empezar a trabajar.
A los alumnos les dan unas hojas grandes y unas ceras de colores a las que les han quitado el papel protector. A Gógol le recorre un escalofrío, no puede evitarlo. No ha estado nunca en un cementerio, sólo los ha visto desde el coche. En las afueras de su ciudad hay uno muy grande. En una ocasión había congestión y no avanzaban. Presenciaron de lejos un entierro y, desde entonces, cada vez que pasan por delante, su madre siempre les pide que se tapen los ojos.
Para sorpresa de Gógol, las maestras no les piden que dibujen las lápidas, sino que calquen sus superficies. Una de ellas se agacha, sujetando la hoja con una mano, y les enseña cómo se hace. Los niños empiezan a distribuirse entre las tumbas, pisan las hojas muertas en busca de sus propios apellidos, y algunos culminan la misión con éxito. «¡Smith!», exclama uno. «¡Collins!» «¡Wood!» Gógol ya es lo bastante mayor como para saber que ahí no hay ningún Ganguli. Y lo bastante mayor también como para saber que a él no lo enterrarán, sino que lo incinerarán, que su cuerpo no ocupará una porción de tierra, que en ese país, cuando muera, no habrá ninguna lápida con su nombre. En Calcuta, desde el terrado que hay en casa de sus abuelos, ha visto que la gente lleva a hombros, por las calles, los cuerpos sin vida cubiertos de flores, envueltos en sábanas.
Se acerca hasta una lápida fina, ennegrecida, con una forma que le resulta bonita, redondeada y rematada en una cruz. Se arrodilla en la hierba y pone el papel encima. Empieza a frotar suavemente con la cera. El sol ya se está poniendo y tiene los dedos agarrotados por el frío. Las maestras y las acompañantes están sentadas en el suelo, con las piernas estiradas, apoyadas en las lápidas, impregnando el aire con el aroma de sus cigarrillos mentolados. En un primer momento, en el papel no aparece nada, sólo una textura granulada de color azul oscuro. Pero entonces, de pronto, la cera se topa con cierta resistencia y como por arte de magia, una a una, aparecen las letras grabadas en la hoja: ABIJAH CRAVEN, 1701-174. Gógol no ha conocido nunca a nadie que se llame Abijah, y en ese momento se da cuenta de que tampoco ha conocido a nadie que se llame Gógol. No sabe cómo se pronuncia Abijah, ni si es nombre de hombre o de mujer. Se acerca hasta otra lápida, que mide menos de dos palmos, calca la superficie en otra hoja. En ella pone ANGUISH MATHER, niño. Se estremece al imaginar unos huesos como los suyos bajo tierra. Algunos de sus compañeros, que ya están aburridos con el trabajo, empiezan a perseguirse por entre las lápidas, se empujan, se gastan bromas, hacen globos con el chicle. Pero Gógol va de tumba en tumba con el papel y la cera en la mano, haciendo aflorar nombre tras nombre. PEREGRINE WOTTON, D. 1699. EZEKIEL y URIAH LOCKWOOK, HERMANOS, R. I. P. Le gustan esos nombres, le gustan porque son raros y rimbombantes.
—Estos nombres hoy en día ya casi no se oyen —dice una de las acompañantes cuando pasa por su lado y ve los que ha calcado—. Como el tuyo, más o menos.
Hasta ese momento no se le ha ocurrido que los nombres pasan con el tiempo, que mueren igual que las personas. De vuelta al colegio, en el autobús, los demás niños arrugan las hojas con los nombres calcados, hacen bolas con ellos y se los lanzan unos a otros, hasta que acaban olvidadas debajo de los asientos verdes. Pero Gógol va callado, y lleva las suyas cuidadosamente enrolladas sobre las piernas, como si fueran pergaminos.
En casa, su madre se muestra horrorizada. Pero ¿qué salidas culturales son ésas? A ella ya le parece mal que maquillen a los cadáveres y que los entierren en ataúdes forrados de seda. Esas cosas sólo pasan en Estados Unidos (frase a la que últimamente recurre con mucha frecuencia), sólo en Estados Unidos llevan a los niños a los cementerios en el nombre del arte. ¿Y qué es lo que falta?, se pregunta. ¿Una visita al depósito de cadáveres? En Calcuta, los ghats donde se queman los cuerpos son los lugares de acceso más restringido, le dice a Gógol, y aunque se esfuerza por evitarlo, aunque estaba aquí, y no allí las dos veces que sucedió, ve los cuerpos de sus padres engullidos por las llamas.
La muerte no es un pasatiempo —dice levantando la voz—. No es un sitio para ir a pintar.
Se niega a colgar las inscripciones calcadas en la cocina, junto a sus demás creaciones, sus dibujos al carbón y sus collages hechos con recortes de revistas, su boceto de un templo griego copiado de una enciclopedia, su pintura al pastel de la fachada de la biblioteca pública, con la que obtuvo el primer premio en un concurso organizado por sus patrocinadores. Hasta ese momento, nunca había rechazado ninguna de las muestras artísticas de su hijo. La culpa que siente al ver su cara de decepción intenta compensarla recurriendo al sentido común. ¿Cómo va a preparar la cena a su familia con los nombres de esos muertos colgando en las paredes?
Pero Gógol se siente unido a ellos. Por razones que no logra explicarse ni entender, esos antiguos espíritus puritanos, esos primerísimos inmigrantes a Estados Unidos, esos portadores de nombres obsoletos, impensables en la actualidad, le han hablado, le han dicho tanto que a pesar del desagrado de su madre se niega a deshacerse de las hojas. Las enrolla, las sube a su cuarto y las esconde detrás de la cómoda, donde sabe que su madre no se molestará en buscar y donde permanecerán, ignoradas pero protegidas, acumulando polvo durante bastantes años.