El niño nace a las cinco y cinco de la madrugada. Mide cincuenta y un centímetros y pesa tres kilos y cuatrocientos gramos. La visión inicial que tiene Ashima, antes de que le corten el cordón umbilical y se lo lleven, es la de una criatura cubierta de una espesa pasta blanca y con manchas de sangre, de su sangre, en los hombros, los pies y la cabeza. Le han clavado una aguja en la parte inferior de la espalda y ha dejado de tener sensibilidad de la cintura a las rodillas, aunque en las últimas fases del parto se le ha despertado un intenso dolor de cabeza. Cuando todo termina, se pone a temblar violentamente, como aquejada de una fiebre muy alta. Pasa así media hora, algo aturdida, con una manta encima, vacía por dentro, aún deformada por fuera. No puede hablar, no deja que las enfermeras la ayuden a cambiarse el camisón empapado en sangre por otro limpio. Por más agua que bebe, tiene la boca muy seca. Le dicen que se siente en el retrete, que se eche agua tibia entre las piernas. Al final, la limpian con una esponja, le cambian la ropa y la llevan en camilla hasta otra habitación. La luz es tenue y reparadora, y sólo hay otra cama junto a la suya, vacía de momento. Cuando entra Ashoke, Patty le está tomando la tensión arterial. Ashima está reclinada sobre un montón de almohadas y sostiene al niño en brazos, envuelto como un paquete blanco y alargado. Junto a la cama hay una cunita con una etiqueta en la que se lee: «Ganguli, varón».
—Aquí lo tienes —dice con voz tranquila mientras mira a Ashoke y sonríe débilmente.
Está pálida y le falta color en los labios, tiene ojeras y parece como si llevara varios días sin peinarse. Está medio afónica, como si hubiera pillado un resfriado. Ashoke acerca una silla a la cama y Patty se ofrece a pasar el niño de los brazos de la madre a los del padre. En el tránsito, el niño rompe el silencio de la habitación con un breve grito. Sus padres reaccionan con simultánea alarma, pero Patty se echa a reír.
—¿Ves? —le dice a Ashima—. Ya está empezando a reconocerte.
Él hace lo que la enfermera le ordena. Extiende los brazos y le pone una mano bajo el cuello y otra bajo las nalgas.
—Vamos —insiste Patty—. Le gusta que lo abracen con fuerza.
No es tan delicado como crees.
Ashoke levanta el paquetito en sus brazos, se lo acerca más al pecho.
—¿Así?
—Así —responde Patty—. Os voy a dejar a los tres solos un rato. Al principio, Ashoke está más perplejo que conmovido, perplejo por lo puntiaguda que es la cabeza, por lo hinchados que tiene los párpados, por las manchitas blancas de las mejillas, por lo carnoso del labio superior, que cuelga ostensiblemente sobre el otro. Es de piel mucho más blanca que la de cualquiera de los dos, traslúcida casi, y a través de ella se le ven las venas verdosas de las sienes. Tiene una mata de pelo negro y ondulado. Intenta contarle las pestañas. Le toca con cuidado los pies y las manos a través de la tela.
—No le falta nada —dice Ashima sin dejar de observar a su esposo—. Ya lo he comprobado yo.
—¿Cómo tiene los ojos? ¿Por qué no los abre? ¿Los ha abierto ya? Ashima asiente con la cabeza.
—¿Y ve bien? ¿Nos ve a nosotros?
—Creo que sí, aunque no del todo. Y me parece que no ve en color. Aún no.
Se quedan así, sentados en silencio, inmóviles como piedras.
—¿Cómo te encuentras tú? ¿Ha ido todo bien? —pregunta Ashoke.
Pero ella no responde y, cuando levanta la vista y la mira, se da cuenta de que se ha quedado dormida.
Vuelve a mirar al niño, que ha abierto los ojos, negros como el pelo, y lo observa fijamente, sin pestañear. La cara se le ha transformado al momento; Ashoke no ha visto nunca nada tan perfecto. Se imagina a sí mismo como una presencia oscura, granulada, borrosa. Como un padre para su hijo. Vuelve a pensar en la noche en que estuvo a punto de morir, pues el recuerdo de esas horas que lo han marcado para siempre entra y sale sin permiso de su mente. Que lo rescataran de aquel vagón descarrilado fue el primero de los milagros de su vida. Pero ahí, ahora, entre sus brazos, tan ligero que apenas pesa nada, pero tan importante que todo lo cambia, está el segundo.
Además de su padre, el recién nacido recibe la visita de tres personas, las tres bengalíes: Maya y Dilip Nandi, un matrimonio joven que vive en Cambridge y al que Ashima y Ashoke conocieron hace unos meses en el centro comercial Purity Supreme, y el doctor Gupta, un profesor de matemáticas de Dehradun, soltero, de unos cincuenta años, que se ha hecho amigo de Ashoke de tanto verlo por los pasillos del MIT. Cuando alimentan a los niños, los hombres, incluido Ashoke, salen al pasillo. Maya y Dilip le regalan al niño un sonajero y un álbum para que sus padres dejen constancia en él de todos los aspectos de su infancia. Tiene incluso un círculo para que peguen un mechón de su primer corte de pelo. El doctor Gupta le regala una bonita edición ilustrada de las rimas de Mamá Gansa.
—Qué afortunado es este niño —comenta Ashoke—. Sólo tiene unas horas de vida y ya es dueño de libros.
Qué distinto de su propia infancia, piensa.
Ashima también ve las diferencias, aunque por otras razones. Pues, por mucho que agradezca la compañía de los Nandi y del doctor Gupta, esas personas no son más que sucedáneos de las que en realidad deberían estar con ellos en esos momentos. Sin sus abuelos, sin sus padres, sin sus tíos y tías al lado, el nacimiento, como casi todo lo que le sucede en América, tiene algo de fortuito, de una verdad a medias. Así, mientras acaricia, besa y estudia a su hijo, no puede evitar sentir lástima por él. No conoce a ningún otro ser que haya venido al mundo tan solo, tan falto de familia.
Como ni a los abuelos maternos ni a los paternos les funciona el teléfono, la única manera de comunicarse con ellos es mediante sendos telegramas a Calcuta, que Ashoke ha puesto ya. «Bendiciones. Niño y madre bien». En cuanto al nombre, han decidido que sea la abuela de Ashima, que tiene más de ochenta años y ha escogido el nombre de sus otros seis biznietos, la que se lo ponga. Cuando se enteró del embarazo de Ashima, se alegró mucho ante la idea de buscar un nombre para el primer sahib de la familia. Así que tanto ella como su marido han decidido no ponerle ninguno al niño hasta que llegue la carta, ignorando los impresos del hospital para la solicitud del certificado de nacimiento. La abuela de Ashima ha ido personalmente a la oficina de correos, apoyándose en su bastón, para enviarla. Es la primera vez que sale en diez años. En el sobre va un nombre de niña y otro de niño. Y no se los ha revelado a nadie.
Aunque la envió hace un mes, en julio, todavía no ha llegado. Ashima y Ashoke no están especialmente preocupados. Los dos saben que, en el fondo, a un recién nacido no le hace falta tener nombre. Le hace falta que lo alimenten, que lo bendigan, que le regalen algo de oro y de plata, que le den palmaditas en la espalda después de las tomas, que lo sostengan con cuidado por el cuello. Los nombres pueden esperar. En la India, los padres se dan su tiempo. No es raro que tarden años en dar con el nombre adecuado, con el mejor. Tanto él como ella pueden citar ejemplos de primos a los que no se puso un nombre oficial hasta que empezaron a ir al colegio, a los seis o siete años. Los Nandi y el doctor Gupta lo entienden perfectamente. Están de acuerdo, por supuesto, en que deben esperar a que llegue la carta de la abuela.
Además, siempre está el apodo cariñoso, práctica bengalí que garantiza que toda persona tenga dos nombres. En bengalí, apodo es daknam, que significa, literalmente, el nombre con el que los familiares y amigos llaman a alguien, en casa y en momentos privados, íntimos. Los apodos cariñosos son vestigios de la infancia que perdura, recordatorios de que la vida no es siempre tan seria, tan formal, tan complicada, como lo son también de que las personas no son lo mismo para todos. Todo el mundo tiene un apodo. El de Ashima es «Monu», el de Ashoke es «Mithu», y aunque sean adultos son ésos los nombres por los que sus respectivas familias los llaman, los nombres con los que los adoran, los riñen, los echan de menos, los aman.
A todo apodo le corresponde un nombre oficial, un bhalonam, que identifica a la persona en el mundo exterior. Así, los nombres oficiales figuran en los sobres, en los certificados de estudios, en los listines telefónicos y en otros documentos públicos. (Por eso, en las cartas que le manda su madre, pone «Ashima» fuera y «Monu» dentro). Los nombres oficiales tienden a revestirse de dignidad Ashima significa «la ilimitada, la que carece de confines». Ashoke que es el nombre de un emperador, significa «el que trasciende la pena». Los apodos cariñosos no aspiran a tanto, y nunca se registran oficialmente; se pronuncian y se recuerdan, eso es todo. A diferencia de los nombres oficiales, normalmente carecen de significado, o son deliberadamente tontos, irónicos, incluso onomatopéyicos. Es habitual que, durante la infancia, a un niño lo llamen por infinidad de apodos, hasta que uno de ellos cuaja y se impone sobre los demás.
En determinado momento, cuando abre los ojos y mira a su circulo de admiradores, al niño se le marcan mucho las arrugas de la cara y el señor Nandi se inclina hacia él y lo llama «Buró», que en bengalí significa «viejo».
—¿Cómo se llama? ¿Buró? —pregunta Patty con voz cantarina al entrar con otra bandeja de pollo asado para Ashima. Ashoke levanta la tapa y da buena cuenta de él; las enfermeras de maternidad han empezado a llamar a Ashima «la chica del helado y la gelatina».
—No, no, no se llama así, eso no es un nombre. Aún no lo hemos decidido. Es mi abuela quien lo va a escoger.
Patty asiente.
—¿Y va a venir pronto?
Ashima se echa a reír, su primera carcajada sincera desde que ha dado a luz. Pensar en su abuela, una mujer nacida en el siglo pasado, encorvada y vestida de luto blanco cuya piel aceitunada se resiste a las arrugas, montándose en un avión para llegar hasta Cambridge le resulta imposible, absurdo, por más que la idea le guste, la entusiasme.
—No, pero esperamos carta suya.
Esa noche, Ashoke va a casa y revisa el buzón. Pasan tres días más. A Ashima, las enfermeras le enseñan a cambiar pañales, a desinfectar el cordón umbilical. Le dan baños de agua con sal para deshinchar las magulladuras y los puntos. Le facilitan una lista de pediatras y le dan un montón de folletos sobre lactancia materna, vínculo afectivo y vacunación. Le regalan muestras de champú infantil, bastoncillos y cremas. Al cuarto día reciben una noticia buena y otra mala. La buena es que a Ashima y al niño les van a dar el alta a la mañana siguiente. La mala es que el señor Wilcox, encargado de tramitar los certificados médicos del hospital, les informa de que deben ponerle un nombre a su hijo. Al parecer, en Estados Unidos no está permitido que un niño abandone el hospital si no tiene el certificado de nacimiento, que a su vez no puede obtenerse si no se rellena la casilla del nombre.
—Pero, señor —protesta Ashima—, no podemos de ninguna manera ponerle el nombre nosotros.
El señor Wilcox, un hombre delgado, calvo, serio, mira a los dos miembros de la pareja, a los que se ve claramente turbados, y al niño sin nombre.
—Entiendo —dice—. ¿Y cuál es el motivo?
—Estamos esperando una carta —responde Ashoke, que pasa a explicarle la situación con pelos y señales.
—Entiendo —repite el señor Wilcox—. Lo siento, porque me temo que la única posibilidad entonces será que en la casilla del nombre figure «Ganguli, varón». Por supuesto, se les pedirá que vengan a modificar los datos cuando se decida el nombre definitivo del recién nacido.
Ashima mira a su marido, indecisa.
—¿Es eso lo que debemos hacer?
—Yo personalmente no se lo recomiendo —interviene el señor Wilcox—. Tendrán que presentarse ante un juez, pagar una tasa. El papeleo será interminable.
—Vaya —dice Ashoke.
El señor Wilcox asiente, y se hace el silencio.
—¿No tienen ningún nombre de reserva? —les pregunta. Ashima arruga la frente.
—¿Qué quiere decir?
—Bueno, algún nombre escogido por ustedes, por si el de su abuela no les gustara.
Ashima y Ashoke niegan con la cabeza. Ni se les ha ocurrido dudar de la elección de su abuela, poner en tela de juicio los deseos de una persona mayor.
—Siempre pueden ponerle el nombre del padre, o el de algún familiar —propone el señor Wilcox, que les explica que él, en realidad, es el tercer miembro de su familia que lleva el nombre de Howard. Es una tradición bonita. Los reyes de Francia y de Inglaterra la respetaban.
Pero eso es imposible, piensan ellos. Ponerle a los hijos el nombre de los padres, o a las hijas el nombre de las madres, no es una tradición bengalí. Ese gesto de respeto en América y Europa, ese símbolo de herencia y linaje, se vería como algo ridículo en la India. Para las familias bengalíes, los nombres son sagrados, inviolables. No pueden heredarse ni compartirse.
Entonces ¿por qué no le ponen el nombre de otra persona? ¿Alguien a quien admiren? —implora el señor Wilcox con las cejas arqueadas, antes de suspirar—. Piénsenlo. Volveré dentro de unas horas —les dice, y sale de la habitación.
La puerta se cierra y sólo entonces, con un casi imperceptible escalofrío, como si lo hubiera sabido desde el principio, a Ashoke se le ocurre el apodo perfecto para el niño. Recuerda la página arrugada que sostenía con fuerza en la mano cuando estaba en el tren, el impacto súbito del haz de la linterna en los ojos. Pero por primera vez no piensa en esas cosas con miedo, sino con gratitud.
—Hola, Gógol —susurra, inclinándose sobre el rostro altanero de su hijo, sobre su cuerpo envuelto en la sábana—. Gógol —repite, satisfecho.
El niño gira la cabeza con un gesto como de terrible consternación y bosteza.
A Ashima le parece bien el apodo, consciente de que no sólo se refiere a la vida de su hijo, sino a la de su esposo. Conoce la historia del accidente, historia que en un principio escuchó con la actitud amable y comprensiva de la recién casada pero que ahora, muy especialmente, le hiela la sangre. Algunas noches se ha despertado con los gritos ahogados de su esposo. Otras veces ha constatado que, cuando viajan en metro, el chirrido de las ruedas lo pone de pronto pensativo, ausente. Ella no ha leído nada de Gógol, pero está más que dispuesta a colocarlo en un estante de su mente, junto a Tennyson y a Wordsworth. Además, es sólo un apodo, no hay que tomárselo tan en serio, son sólo unas letras que poner en el certificado, para que les dejen salir del hospital. Cuando el señor Wilcox regresa con su máquina de escribir, Ashoke le deletrea el nombre. Así, Gógol Ganguli queda registrado en los archivos del hospital.
—Adiós, Gógol —se despide Patty, dándole un tierno beso en el hombro—. Buena suerte —le dice a Ashima, que vuelve a llevar puesto el sari de seda arrugado. El doctor Gupta les toma, esa tarde asfixiante de finales de verano, su primera fotografía juntos, que queda un poco velada. Gógol, una masa informe de ropa, dormita en los cansados brazos de su madre, que está de pie en la escalera de acceso al hospital, mirando a la cámara con los ojos un poco entornados porque tiene el sol de cara. Su esposo, al lado, los mira. Tiene la maleta de Ashima en la mano y sonríe con la cabeza baja. «Gógol hace su aparición en el mundo», escribirá su padre más tarde en el reverso, con caracteres bengalíes.
El primer hogar del niño es un apartamento totalmente equipado a diez minutos a pie de Harvard, y a veinte del MIT. Está en la primera planta de una casa de tres, revestida de tablones de madera de color salmón y rodeada de pilones bajos unidos por cadenas. El gris del tejado, gris de cenizas de tabaco, hace juego con el del asfalto de la acera y de la calle. Uno de los dos lados está siempre lleno de coches estacionados junto a unos parquímetros. En la esquina hay una pequeña librería de viejo, a la que se accede bajando tres escalones, y frente a ella una tienda destartalada que vende periódicos, tabaco y huevos, y en la que, ante el desagrado de Ashima, consienten que un gato negro y peludo se siente a sus anchas en cualquier estantería. Además de esos dos pequeños comercios, hay otras casas de madera, de la misma forma y del mismo tamaño, y en idéntico estado de incipiente decrepitud, pintadas de verde menta, de lila, de azul celeste. Ashoke se trajo a Ashima a esta casa hace dieciocho meses, una noche de febrero, tras su aterrizaje en el aeropuerto de Logan. A oscuras, a través de la ventanilla del taxi, sin el menor atisbo de sueño por culpa del jet lag, apenas distinguía nada que no fueran los montones de nieve que brillaban como ladrillos rotos, azulados, sobre el suelo. No fue hasta la mañana siguiente cuando, asomándose brevemente a la puerta con los calcetines de Ashoke y las zapatillas de suela fina, y sintiendo el frío glacial de Nueva Inglaterra que se le clavaba en las orejas y la barbilla, tuvo su primer contacto real con Estados Unidos: los árboles sin hojas y cubiertos de hielo. Los montículos de nieve estaban salpicados de orina y excrementos de perro. Y en la calle no había ni un alma.
El piso consta de tres habitaciones contiguas, sin pasillo. Delante hay un salón, con una ventana de tres cuerpos que da a la calle. Luego viene el dormitorio, que hace las veces de lugar de paso hacia la cocina, que está en la parte trasera. No es en absoluto lo que esperaba encontrarse cuando llegó. Nada que ver con las casas de Lo que el viento se llevó o de La tentación vive arriba, películas que había visto con su hermano y sus primos en los cines Lighthouse y Metro. Es frío en invierno y extremadamente caluroso en verano.
Las ventanas de vidrio grueso están cubiertas por pesadas cortinas de color marrón oscuro. Incluso hay cucarachas, que salen de noche de las juntas de las baldosas del baño. Pero ella no se ha quejado de nada. Se ha guardado la decepción para sí, porque no quiere que Ashoke se ofenda ni que sus padres se preocupen. En las cartas que envía a casa se limita a contar que los cuatro quemadores de la cocina tienen un gas potente noche y día, que el agua se puede beber directamente del grifo sin que te pase nada y que, cuando quieres, sale caliente, tan caliente que quema.
Las dos plantas superiores de la casa están ocupadas por los caseros, los Montgomery, un profesor de sociología de Harvard y su esposa. Los Montgomery tienen dos hijas, Amber y Clover, de siete y nueve años, que llevan el pelo largo hasta la cintura, siempre suelto, y que en los días de sol se pasan horas jugando en el patio trasero con un columpio hecho con una cuerda y una rueda. El profesor, que les pidió que lo llamaran Alan, y no profesor Montgomery, la primera vez que se dirigieron a él, tiene una barba pelirroja, de pelo duro, que le hace parecer mucho mayor de lo que en realidad es. Lo ven cuando va a Harvard Yard, con sus pantalones vaqueros gastados, su chaqueta a rayas y sus chancletas de goma. «Los conductores de rickshaws de Calcuta se visten mejor que los profesores de aquí», piensa con frecuencia Ashoke, que sigue asistiendo con traje y corbata a las reuniones con su director de tesis. Los Montgomery son propietarios de una camioneta Volkswagen de color verde claro llena de pegatinas: Haz el amor y no la guerra, Abajo el sujetador. Tienen una lavadora en el sótano que Ashoke y Ashima tienen derecho a usar, y un televisor en el salón que sus vecinos de abajo oyen perfectamente desde su casa. Fue así, a través del techo del salón, como se enteraron una noche de abril del asesinato de Martin Luther King, y poco después de la del senador Robert Kennedy.
A veces, Ashima y la esposa de Alan, Judy, pasan juntas algún rato en el jardín, tendiendo la ropa. Judy lleva siempre vaqueros, que en verano corta para convertir en shorts, y un collar hecho con pequeñas caracolas de mar.
Siempre lleva el pelo rubio, idéntico al de sus hijas, atado con un pañuelo. Algunos días a la semana trabaja con un colectivo sanitario femenino que hay en Somerville. Cuando se enteró de que Ashima estaba embarazada, se alegró de que tuviera la intención de darle el pecho a su hijo, pero no le gustó su decisión de dar a luz en una institución hospitalaria: sus dos hijas habían nacido en casa, con la ayuda de las comadronas de su colectivo. Algunas noches, los Montgomery salen, y dejan a las niñas solas en casa. Excepto en una ocasión en que Clover tenía la gripe y le preguntaron a Ashima si podía ir a echarles un vistazo. Esta recuerda el apartamento con horror: separado del suyo sólo por el techo y, sin embargo, tan distinto: montañas de cosas por todas partes, pilas de libros y de papeles, torres de platos sucios en el fregadero de la cocina, ceniceros del tamaño de bandejas rebosantes de colillas. Las niñas estaban durmiendo juntas en una cama llena de ropa. Se sentó un momento en el borde de la de Alan y Judy y soltó un grito al constatar que se estaba cayendo torpemente hacia atrás. Desconcertada, descubrió que el colchón estaba relleno de agua. En lugar de cereales y bolsitas de té, sobre la nevera había botellas de whisky y de vino, en su mayoría casi vacías. Ashima se mareó sólo con verlas.
Del hospital salen en el coche del doctor Gupta, que se ha ofrecido amablemente a llevarlos, y tras llegar se sientan en el salón caldeado, delante de su único ventilador. De repente, ya son una familia. En vez de sofá tienen seis sillas, todas ellas de tres patas, con respaldos ovalados de madera y cojines triangulares negros. Ashima se sorprende al constatar que echa de menos el trasiego y el ritmo del hospital, y a Patty, y los helados y la gelatina que le llevaban a intervalos regulares. Mientras recorre lentamente las habitaciones, le molesta ver que hay platos sin fregar en la cocina, que la cama no está hecha. Hasta ahora ha aceptado no tener a nadie que le barriera el suelo, le fregara los platos, le lavara la ropa, le hiciera la compra, le preparara la comida los días en que estaba cansada o nostálgica o de mal humor. Ha aceptado que la falta de esas comodidades responde al estilo de vida estadounidense. Pero ahora, con el niño llorando en sus brazos, los pechos llenos de leche, el cuerpo empapado en sudor y las ingles tan doloridas que apenas puede sentarse, de pronto todo se le hace insoportable.
—No voy a ser capaz —le dice a Ashoke cuando éste le trae un té, lo único que se le ocurre hacer para ayudarla, lo último que a ella le apetece en estos momentos.
—En cuestión de días le cogerás el tranquillo a la cosa —le responde él, intentando darle ánimos, sin saber muy bien qué hacer. Deja la taza sobre el alféizar cuarteado de la ventana, junto a ella—. Me parece que se está quedando dormido otra vez —añade mirando a Gógol, que mueve los carrillos rítmicamente, aferrado al pecho de su esposa.
—No voy a poder —insiste Ashima, sin mirar ni al niño ni a su esposo. Retira un poco la cortina y vuelve a dejarla caer—. Aquí no. Así no.
—¿Qué quieres decir, Ashima?
—Quiero decir que te des prisa y te saques el título. —Y entonces, impulsivamente, admitiéndolo por primera vez, lo suelta—. Quiero decir que no quiero criar a Gógol sola en este país. No está bien. Quiero volver.
Ashoke la mira, el rostro más delgado, la expresión más afilada que la que tenía cuando se casaron, consciente de que la vida en Cambridge, su papel de esposa, le ha pasado factura. En más de una ocasión ha vuelto de la universidad y se la ha encontrado abstraída, en la cama, leyendo las cartas de sus padres. Y de madrugada, cuando le parece que está llorando, la rodea con un brazo, pero no se le ocurre qué decirle, le parece que él es el culpable de su estado, por haberse casado con ella, por haberla traído a Estados Unidos. Se acuerda de pronto de Gosh, su compañero de tren, que había vuelto de Inglaterra para complacer a su esposa. «Es de lo que más me arrepiento. De haber vuelto», le confesó a Ashoke pocas horas antes de morir.
Alguien llama con suavidad a la puerta y los interrumpe. Son Alan, Judy, Clover y Amber, que vienen a ver al bebé. Judy lleva un plato cubierto con una servilleta, dice que les ha hecho una quiche de brécol. Alan deja en el suelo una bolsa de basura llena de ropa usada de bebé y descorcha una botella de champán frío. La espuma se derrama y lo sirve en tazas. Brindan por Gógol. Ashima y Ashoke no beben, hacen como que dan sorbos. Las dos niñas montan guardia junto a Gógol y se muestran encantadas cuando les coge un dedo con mucha fuerza. Judy levanta al bebé.
—Hola, guapo —dice entre carantoñas—. Oh, Alan. ¿Por qué no tenemos otro?
Alan se ofrece a subirles la cuna de las niñas, que guardan en el sótano, y con ayuda de Ashoke la montan en el espacio que queda libre junto a su cama. Ashoke se acerca al colmado de la esquina, y compra un paquete de pañales desechables que pasa a ocupar el espacio del tocador que hasta ese momento estaba reservado al retrato de la familia de Ashima.
—La quiche tenéis que ponerla veinte minutos en el horno a potencia media —dice Judy.
—Si necesitáis algo, nos pegáis un grito —añade Alan antes de desaparecer.
Tres días después, Ashoke vuelve al MIT, Alan a Harvard, Amber y Clover al colegio. Judy está trabajando con su grupo, como de costumbre, y Ashima se queda sola, en la casa silenciosa, por primera vez, con Gógol. El insomnio que tiene es peor que el peor de los jet lags, y se sienta en el salón, frente a la ventana de tres cuerpos, en una de las sillas triangulares, y se pasa todo el día llorando. Llora mientras le da el pecho, llora mientras le da palmaditas en la espalda para que se quede dormido, llora entre una toma y la siguiente. Llora cuando viene el cartero, porque no llega ninguna carta de Calcuta. Llora cuando llama a Ashoke a su departamento y no le contesta nadie. Un día se pone a llorar porque entra en la cocina y se da cuenta de que se ha terminado el arroz. Sube al piso de los Montgomery y llama a la puerta.
—Sí, claro, coge el que quieras —le dice Judy. Pero el arroz que tienen ellos es integral. Por educación, se lleva una tacita, pero al llegar a casa la tira a la basura. Llama a Ashoke al departamento para pedirle que compre un paquete antes de volver a casa. En esa ocasión, como tampoco le contesta nadie, se levanta, se lava la cara y se peina. Viste a Gógol y lo pone en el cochecito azul marino con ruedas blancas, herencia de Alan y Judy. Por primera vez, lo saca a pasear por las tranquilas calles de Cambridge, y se acerca hasta Purity Supreme para comprar un paquete de arroz largo. Tarda mucho más de lo habitual en la operación porque ahora, por las calles, en los pasillos del supermercado, la paran repetidamente mujeres a las que no conoce de nada, todas americanas, que de pronto se fijan en ella, le sonríen, le felicitan por lo que ha hecho. Miran en el interior del cochecito con una mezcla de curiosidad y admiración.
—¿Cuánto tiempo tiene? —preguntan—. ¿Es niño o niña? ¿Cómo se llama?
Paulatinamente, empieza a sentirse orgullosa de salir adelante sin ayuda, de ir estableciendo una rutina propia. Al igual que Ashoke, que entre las clases que da y las tareas de investigación tiene trabajo los siete días de la semana, ahora ella también tiene algo que la ocupa plenamente, que exige su dedicación absoluta, la entrega de todas sus fuerzas. Antes del nacimiento de Gógol, sus días no seguían un modelo previsible. Se pasaba horas en casa dormitando, de mal humor, releyendo en la cama las cinco novelas en bengalí que tenía. Pero ahora, sin darse cuenta se le hace de noche, y las horas que no pasaban nunca le pasan rapidísimo. Esas mismas horas las dedica a Gógol, lo pasea en brazos de habitación en habitación. Se levanta a las seis, saca al niño de la cuna y le da la primera toma. Se quedan media hora los tres juntos en la cama, Ashoke y Ashima no se cansan de admirar a esa personita que han fabricado. Entre las once y la una, mientras el niño duerme, adelanta trabajo y prepara la cena, costumbre que va a mantener por muchos años. Por las tardes lo saca de paseo, recorre las calles, compra esto o aquello, se sienta un rato en Harvard Yard, a veces queda con Ashoke en un banco del campus del MIT y le lleva samosas caseras y un termo con té caliente. En ocasiones, al mirar la carita de su hijo ve retazos de su familia: los ojos brillantes de su madre, los labios finos de su padre, la sonrisa torcida de su hermano. Descubre una mercería y compra lana y empieza a tejer ropa para el próximo invierno. A Gógol le hace jerséis, mantas, patucos y gorras. Cada varios días baña a su hijo en el fregadero de la cocina. Cada semana le corta las uñas de las manos y de los pies con mucho cuidado. Cuando lo lleva en su cochecito al pediatra para que le pongan las vacunas, sale de la consulta y se tapa los oídos con las manos. Un día, Ashoke llega a casa con una cámara Instamatic para hacerle fotos a Gógol, y mientras el niño duerme, ella se dedica a pegar las copias cuadradas, de ribete blanco, en un álbum que tiene las páginas protegidas con láminas de plástico transparente y bajo las que escribe los pies de foto. Para que se quede dormido, le canta las canciones bengalíes que su madre le cantaba a ella. Se embriaga con la fragancia dulce y lechosa de su piel, con el perfume mantecoso de su aliento. Un día lo levanta mucho sobre su cabeza, le sonríe con la boca muy abierta y en ese momento, un chorro de leche mal digerida de la última toma se le escapa y le cae en la boca. Durante el resto de su vida recordará la impresión que le causó notar ese líquido agrio y tibio, de un sabor que le impide probar bocado el resto del día.
Reciben correspondencia de sus padres, de los padres de Ashoke, de sus tíos y tías, de sus primos y de sus amigos, de todo el mundo menos de la abuela de Ashima. Las cartas están llenas de bendiciones y buenos deseos, escritas en unos caracteres con los que han convivido la mayor parte de la vida, en los carteles, en los periódicos, en los toldos de los comercios, pero que ahora sólo leen en esas preciosas misivas de papel azul celeste. A veces les llegan dos cartas en una misma semana. En una ocasión llegan tres. Como siempre, Ashima está atenta, entre las doce y las dos de la tarde, a los pasos del cartero en la escalera del porche, a los que sigue el débil chasquido de la ranura que hay en la puerta. Los márgenes de las cartas que les envían desde casa, que siempre empiezan con un párrafo escrito por su madre con su letra apresurada, y siguen con la caligrafía florida y elegante de su padre, están con frecuencia decorados con dibujos de animales hechos por él. Ésas las cuelga en la pared, sobre la cuna de Gógol. «Nos morimos de ganas de verle —le escribe su madre—. Éstos son los meses cruciales. A cada hora hay algún cambio. Tenlo presente». Ashima les responde con descripciones detalladas de su hijo, y les cuenta las circunstancias de su primera sonrisa, el primer día en que se da la vuelta, su primera carcajada de alegría. Les dice que están ahorrando para ir a casa el próximo diciembre, cuando Gógol haya cumplido un año. (No comenta nada sobre la preocupación que tiene el pediatra con relación a las enfermedades tropicales. Para que pueda viajar a la India, tendrán que ponerle un montón de vacunas, según le ha advertido).
En noviembre, Gógol tiene una otitis leve. Cuando Ashima y Ashoke ven el apodo de su hijo escrito en la receta del antibiótico, cuando lo ven encabezando la cartilla de vacunación, no les parece bien; los apodos cariñosos no deben ser del dominio público. Pero sigue sin llegar la carta de la abuela. Empiezan a pensar que tal vez se haya perdido. Ashima decide escribirle y exponerle la situación, pedirle que les envíe una segunda carta con los nombres. Al día siguiente, llega un sobre a Cambridge. Aunque lleva el remitente de su padre, no contiene dibujos en los márgenes, no hay ni elefantes, ni loros ni tigres para Gógol. Lleva fecha de hace tres semanas, y por ella se enteran de que la abuela ha tenido una embolia que le ha dejado paralizado el lado derecho del cuerpo, y que está bastante desorientada. Ya no mastica, apenas traga, recuerda y reconoce pocas cosas de sus ochenta años largos. «Sigue con nosotros, pero la verdad es que ya la hemos perdido —le escribe su padre—. Prepárate para lo peor, Ashima. Tal vez no vuelvas a verla más».
Se trata de la primera mala noticia que les llega de casa. Ashoke apenas conoce a la abuela de su esposa, sólo conserva el vago recuerdo de haberse postrado a sus pies durante la boda, pero en los días que siguen Ashima se muestra desconsolada. Se sienta en casa con Gógol mientras las hojas cambian de color y caen de los árboles, mientras los días se acortan cada vez más, y piensa en la última vez que vio a su abuela, a su dida, pocos días antes de viajar a Boston. Ashima fue a visitarla; para celebrar la ocasión, su abuela entró en la cocina por primera vez tras diez años sin pisarla, y le preparó un guiso muy suave de cabrito con patatas. Le dio caramelos, metiéndoselos ella misma en la boca. A diferencia de sus padres y de otros parientes, su abuela no le advirtió que no comiera carne de ternera cuando viviera en Estados Unidos, que no se pusiera faldas, que no se cortara el pelo, que no olvidara a su familia en el momento mismo de aterrizar en Boston. No se mostró temerosa ante esas posibles muestras de traición; era la única persona que predijo, acertadamente, que Ashima no cambiaría nunca. Antes de irse, la nieta se puso en pie, bajó la cabeza frente al gran retrato de su abuelo, y le pidió que bendijera su viaje. Y acto seguido se arrodilló para tocar con la frente el polvo de los pies de su dida.
—Dida, ya voy —le dijo.
Era la fórmula que los bengalíes usaban para decirse adiós.
—Que lo pases bien —le deseó ella con voz grave, mientras la ayudaba a incorporarse. Con manos temblorosas, le secó las lágrimas que le corrían por las mejillas—. Haz lo que yo no haré nunca. Todo será para bien. No lo olvides. Y ahora vete.
A medida que el niño va creciendo, también crece su círculo de amistades bengalíes. A través de los Nandi, que son los que esperan un hijo esta vez, conocen a los Mitra y a los Banerjee. En más de una ocasión, mientras pasea a Gógol en su cochecito, se le acerca algún bengalí joven, soltero, que tímidamente le pregunta de dónde es. Al igual que Ashoke, esos solteros viajan a Calcuta uno por uno, y todos regresan a Estados Unidos con esposa. Por lo que parece, cada fin de semana hay una nueva casa de bengalíes que visitar, una nueva pareja o familia a quien conocer. Todos son de Calcuta, y por el mero hecho de serlo se convierten en amigos. Casi todos viven cerca, en Cambridge, y se puede ir a pie a sus casas. Los maridos son profesores, investigadores, ingenieros, doctores. Las mujeres, entre la añoranza y el desconcierto, recurren a Ashima en busca de recetas, de consejos, y ella les pasa el dato de la carpa que venden en Chinatown, les explica que se puede hacer dalwa con esa especie de maicena de trigo que llama cream of wheat. Las familias se visitan unas a otras los domingos por la tarde. Toman té con azúcar y leche evaporada y comen gambas fritas en sartenes hondas. Se sientan en el suelo, en círculo, y cantan canciones de Nazrul y de Tagore, compartiendo un cancionero grueso con cubiertas de tela mientras Dilip Nandi toca el armonio. Discuten apasionadamente sobre si son mejores las películas de Ritwick Ghatak o las de Satyajit Ray, sobre si es preferible el CPIM o el Partido del Congreso, sobre si es más bonito el norte o el sur de Calcuta. Y se pasan horas hablando de la política de Estados Unidos, país en el que ninguno de los presentes puede votar.
En febrero, cuando Gógol tiene seis meses, Ashima y Ashoke ya conocen a un número suficiente de personas como para plantearse organizar una celebración. La ocasión es el annaprasan de Gógol, su ceremonia del arroz. Los niños bengalíes no se bautizan, no existe una imposición ritualizada del nombre ante los ojos de Dios. Lo que se hace, la primera ceremonia formal en la vida de una persona, gira en torno al consumo del alimento sólido. Le piden a Dilip Nandi que asuma el papel de hermano de Ashima, que sostenga al niño en brazos y le dé por primera vez el arroz, la materia de vida según los bengalíes. Gógol va vestido como un niño-novio, con un pajama punjabí de color amarillo pálido, regalo de su abuela de Calcuta. La fragancia de unas semillas de comino, que han recibido en el mismo paquete en el que venía el pajama, aún perfuma la tela. En la cabeza le ponen un tocado que Ashima ha hecho con cartón forrado de papel de aluminio y que le sujetan con un hilo. Alrededor del cuello lleva una cadena de oro de catorce quilates. No sin resistencia por su parte, han conseguido pintarle seis diminutas lunas en la frente con pasta de sándalo. Y le han oscurecido el perfil de los ojos con bermellón. Se mueve, inquieto, en el regazo de su tío putativo, que está sentado en el suelo, sobre una colcha, rodeado por los demás invitados. La comida está dispuesta en diez cuencos. Ashima lamenta que la fuente en la que ha puesto el arroz sea de melamina, y no de plata o bronce, o al menos de acero inoxidable. En el último recipiente ha servido el payesh, un arroz con leche caliente que Ashima le preparará todos los cumpleaños de su infancia, e incluso de su edad adulta, y que le ofrecerá junto con una porción de tarta.
Su padre y sus amigos le hacen fotos, y él pone ceño y se vuelve buscando la cara de su madre entre la multitud. Ella está ocupada organizando el bufé. Lleva un sari plateado, regalo de boda que estrena ese mismo día; las mangas de la blusa le llegan hasta el codo. Ashoke va vestido con una camisa transparente del Punjab y pantalones de pernera ancha. Como toda la comida que ha preparado es tan consistente, Ashima tiene que coger los platos de papel de tres en tres para servir el biryani, la carpa en salsa de yogur, el dal y los seis platos distintos de verduras que se ha pasado toda la semana cocinando. Los invitados comerán de pie, o sentados en el suelo con las piernas cruzadas. Han invitado a Alan y a Judy, los dueños de la casa, que han aparecido vestidos como siempre, con sus vaqueros y sus suéteres gruesos, porque hace frío, y calzados con unas sandalias que se ponen encima de los calcetines de lana. Judy le echa un vistazo al bufé y prueba algo que resultan ser gambas.
—Y yo que creía que los indios eran vegetarianos —le susurra a Alan.
Empieza la ceremonia de la comida de Gógol. No son más que pizcas, que gestos. En realidad nadie espera que el niño coma más que un grano de arroz, más que un poquito de dal. La idea es que acceda a una vida de alimentos sólidos, que con esa celebración se inauguren los cientos de miles de comidas que han de venir y que pasarán más o menos inadvertidas. Algunas mujeres lanzan unos grititos cuando se inicia la ceremonia. Una caracola pasa de mano en mano y todos la soplan, pero nadie consigue arrancarle un sonido. Sobre la cabeza de Gógol sostienen unas hojas de hierba y una vela fina, de llama fuerte. El niño está como en trance, no se agita ni se vuelve. Abre la boca, obediente, en cada plato. Come tres cucharadas de payesh. Cada vez que separa los labios para recibir la cuchara, a Ashima se le llenan los ojos de lágrimas. Ojalá su hermano fuera el que estuviera ahí, ojalá fueran sus padres quienes lo bendijeran posando las manos sobre su cabeza. Y entonces llega la escena final, el momento que todos estaban esperando. Para predecir el rumbo que tomará su vida, a Gógol le ponen delante una bandeja con un puñado de tierra que han cogido en el jardín, un bolígrafo y un billete de dólar, para ver si será terrateniente, intelectual o empresario. La mayoría de los niños echa la mano a una de las tres cosas, a veces a las tres a la vez, pero Gógol no toca ninguna de ellas. No demuestra el menor interés en la bandeja y se da la vuelta, enterrando por un momento la cara en el hombro de su tío honorario.
—¡Ponedle el dólar en la mano! —grita alguien—. ¡Un niño estadounidense tiene que ser rico!
—¡No! —protesta el padre—. ¡El bolígrafo! ¡Gógol, coge el bolígrafo!
El niño vuelve a mirar la bandeja y vacila. Un círculo de cabezas oscuras se forma a su alrededor. El tejido del pajama punjabí está empezando a irritarle la piel.
—Vamos, Gógol, escoge algo —dice Dilip Nandi, que le acerca más el plato.
El niño arruga la frente y empieza a temblarle el labio inferior.
Y sólo entonces, obligado a los seis meses a decidir su destino, empieza a llorar.
Otro agosto. Gógol cumple un año. Gatea, anda un poco, repite palabras en dos idiomas. Llama «Ma» a su madre y «Baba» a su padre. Si alguien dice «Gógol», se vuelve y sonríe. Duerme toda la noche y todas las tardes entre las doce y las tres. Ya le han salido siete dientes. Siempre intenta meterse en la boca trocitos de papel, hilos y cualquier cosa que se encuentre por el suelo. Ashoke y Ashima planean ya su primer viaje a Calcuta, que será en diciembre, durante las vacaciones de invierno. El inminente desplazamiento los obliga a pensar en un nombre oficial para Gógol, porque deben rellenar la solicitud de pasaporte. Recurren a sus amigos bengalíes en busca de ideas. Dedican largas noches a considerar este o aquel nombre. Pero ninguno los convence. Para entonces ya han renunciado a la carta de la abuela. Han renunciado a que recuerde el nombre que había escogido porque, según les han dicho, ni siquiera se acuerda de su propia nieta. De todos modos, tienen tiempo. Faltan cuatro meses para el viaje a Calcuta. Ashima lamenta no poder ir antes, a tiempo para la puja de Durga, pero todavía faltan varios años para que Ashoke pueda tomarse un año sabático, y de momento tendrán que conformarse con las tres semanas de diciembre. «Es como si vosotros volvierais a casa varios meses después de la Navidad», le explica a Judy mientras tienden la ropa. Judy le contesta que Alan y ella son budistas.
Ashima teje sin descanso suéteres finos para su padre, para su suegro, para su hermano y sus tres tíos favoritos. Los hace todos iguales, verdes y de cuello en pico, cinco puntos del derecho y dos del revés, con agujas del nueve. El único diferente es el de su padre, de punto de arroz, abierto y con botones; él prefiere las chaquetas, y no se olvida de hacerle unos bolsillos para que pueda guardar la baraja de cartas que siempre lleva encima y con la que se pone a hacer solitarios en cualquier momento. Ademas del suéter, le compra tres pinceles de pelo de marta en la cooperativa de Harvard, de los tamaños que le ha pedido por carta. Aunque son bastante caros, los objetos más caros que ha comprado desde que está en Estados Unidos, Ashoke no le hace ningún comentario cuando ve la factura. Un día, Ashima va de compras al centro de Boston, y se pasa horas en la planta sótano de Jordan Marsh, con Gógol en el cochecito, gastándose hasta el último centavo. Compra cucharillas de té sueltas, fundas de almohada de percal, velas de colores, jabones. En otra tienda encuentra un reloj Timex para su suegro, bolígrafos Bic para sus primos, hilo de bordar y dedales para su madre y sus tías. En el tren, de vuelta a casa, se siente emocionada, agotada, nerviosa, impaciente ante el viaje. El vagón va lleno, y al principio tiene que ir de pie, luchando por mantener todas las bolsas en su sitio, sujetar el cochecito y agarrarse de la barra. Finalmente, una jovencita le cede su sitio. Ashima le da las gracias y se hunde aliviada en el asiento. Protege las bolsas con sus piernas. Está tentada de dormir un rato, como Gógol. Apoya la cabeza en la ventanilla, cierra los ojos y piensa en su país. Se imagina los barrotes negros de las ventanas que hay en casa de sus padres, a Gógol, con su ropa y sus pañales americanos jugando bajo el ventilador del techo, sobre la cama con dosel de sus padres. Se imagina a su padre, a quien, según le han escrito, se le ha roto un diente al caerse por la escalera. Intenta imaginar lo que sentirá cuando vea que su abuela no la reconoce.
Cuando abre los ojos, el tren está parado y con las puertas abiertas. Ya han llegado a su estación. Se levanta dando un salto. El corazón le late con fuerza.
—Perdón, disculpe —dice, empujando el cochecito y abriéndose paso entre la pared de cuerpos.
—Señora, se deja las cosas —le advierte alguien cuando ya está a punto de bajar al andén. Las puertas del vagón se cierran cuando ya es demasiado tarde. El tren se aleja lentamente. Se queda ahí de pie hasta que desaparece en el túnel, hasta que ella y Gógol son los únicos que quedan en la estación. Empuja el cochecito por Massachusetts Avenue, llorando desconsolada, consciente de que no puede permitirse el lujo de comprarlo todo de nuevo. Pasa el resto de la tarde furiosa consigo misma, humillada ante la idea de llegar a Calcuta con las manos vacías, descontando los suéteres y los pinceles. Pero cuando Ashoke llega a casa, llama a la sección de objetos perdidos de Transportes Metropolitanos; al día siguiente recupera las bolsas, de las que no falta ni una cucharilla. En cierto modo, ese pequeño milagro hace que Ashima se sienta unida a Cambridge de un modo que hasta ese momento no creía posible, beneficiaría de sus derechos además de sometida a sus deberes. Tiene una anécdota que contar durante las cenas. Sus amigos la escuchan, asombrados ante su buena estrella.
—Eso sólo pasa en este país —dice Maya Nandi.
Una noche, poco después de ese incidente, están profundamente dormidos y suena el teléfono. El timbrazo les despierta al momento, y el corazón empieza a latirles con fuerza al unísono, como si estuvieran soñando lo mismo. Incluso antes de que Ashoke descuelgue, Ashima sabe que es una llamada de la India. Hace unos meses, su familia les pidió por carta el número de teléfono de Cambridge, y en su respuesta ella se lo dio a regañadientes, consciente de que serviría sólo para que le llegaran las malas noticias. Cuando Ashoke se incorpora en la cama, descuelga y contesta con voz soñolienta, Ashima se prepara para lo peor. Baja la barandilla de la cuna para consolar a Gógol, que con la llamada se ha desvelado y ha empezado a moverse. Mentalmente, hace un repaso de los hechos. Su abuela tiene más de ochenta años, está postrada en la cama, senil, incapaz de comer por sí misma ni de hablar. Los últimos meses de su vida, según la última carta de sus padres, han sido dolorosos para ella y para los que la conocen. Su enfermedad no tiene cura. Se imagina a su madre diciendo todas esas cosas en voz baja, hablando por el teléfono de los vecinos, de pie en su salita. Se prepara para recibir la noticia, para aceptar el hecho de que Gógol no conocerá nunca a su bisabuela, la responsable de su nombre perdido.
Hace mucho frío. Saca al niño de la cuna y se mete con él en la cama, tapándose con la manta. Lo abraza fuerte para que le dé fuerzas, se lo arrima al pecho. Piensa en el cárdigan color crema que ha comprado pensando en su abuela, y que está metido en una bolsa, en el armario. Oye hablar a Ashoke con voz serena pero en un tono tan alto que le parece que va a despertar a los Montgomery.
—Sí, de acuerdo. Entiendo. No te preocupes. Lo haré. —Se queda un rato en silencio, escuchando—. Quieren hablar contigo —le dice, y le pone la mano en el hombro.
A oscuras, le pasa el teléfono y, tras unos instantes de duda, se levanta de la cama.
Ashima coge el receptor para oír la noticia de boca de su madre, para consolarla. No se imagina quién la consolará a ella el día que su madre muera, se pregunta si esa noticia también le llegará por esa vía, en plena noche, arrancándola del sueño. A pesar del miedo, también siente cierta emoción. Desde hace tres años no oye la voz de su madre, desde que salió del aeropuerto de Dum Dum nadie la llama Monu. Pero quien está al otro lado de la línea no es su madre, sino su hermano Rana. Su voz llega muy débil, metida en un cable, apenas reconocible a través de los agujeritos del auricular. La primera pregunta que le hace es qué hora es en Calcuta. Tiene que repetírsela tres veces a voz en grito para que la oiga. Rana le contesta que es la hora de comer.
—¿Todavía tenéis la intención de venir en diciembre?
Nota un peso en el pecho, se emociona al oír que su hermano, después de tanto tiempo, la llama didi, «hermana mayor», término que es el único en el mundo con derecho a usar. Simultáneamente oye que el grifo se abre en su cocina de Cambridge; su marido abre un armario y saca un vaso.
—Pues claro que vamos —dice, inquieta al oír que su propia voz se repite débilmente, en un eco menos convincente—. ¿Cómo está Dida? ¿Le ha pasado algo?
—Sigue viva —dice su hermano—. Pero está igual.
Ashima se apoya en la almohada, aliviada. Todavía podrá ver a su abuela, aunque sea por última vez. Besa en la frente a Gógol, le aprieta la mejilla contra la suya.
—Menos mal. Pásame a mamá. Déjame hablar con ella.
—Ha salido —replica Rana tras una pausa llena de ruidos.
—¿Y Baba?
Otra extensión de silencio antes de la respuesta.
—No está.
Ah. La diferencia horaria, claro. Supone que su padre estará en ese momento en la oficina del Desh, que su madre habrá ido al mercado con una bolsa de arpillera en la mano a comprar verduras y pescado.
—¿Cómo está el pequeño Gógol? —le pregunta su hermano.
—¿Habla sólo en inglés?
Ashima se ríe.
—No habla mucho en ningún idioma, de momento. —Empieza a contarle que le está enseñando a decir «Dida», «Dadu» y «Mamu», a reconocer en foto a sus abuelos y a su tío. Pero los ruidos de la línea la interrumpen a mitad de frase.
—Rana, Rana, ¿me oyes?
No te oigo, Didi —responde él con una voz cada vez más distante—. No te oigo. Hablamos más tarde.
Sí, más tarde. Nos vemos pronto. Muy pronto. Escríbeme.
Cuelga, emocionada por haber oído la voz de su hermano. Pero un instante después está confusa y algo irritada. ¿Para qué se ha tomado la molestia de llamar? ¿Para hacerle sólo aquellas preguntas tan obvias? ¿Por qué ha llamado cuando sus padres no estaban en casa?
Ashoke vuelve de la cocina con un vaso de agua. Lo deja en la mesilla y enciende la lámpara.
—Estoy desvelado —dice, aunque aún tiene voz soñolienta.
—Yo también.
—¿Y Gógol?
—Se ha vuelto a quedar dormido. —Se levanta y lo deja de nuevo en la cuna, lo arropa con la manta y vuelve a la cama, tiritando de frío—. No lo entiendo. ¿Por qué se ha tomado la molestia de llamar precisamente ahora? Con lo caro que es. No le veo el sentido. —Se vuelve y mira a Ashoke—. ¿A ti qué te ha dicho, exactamente?
Ashoke niega con la cabeza y la baja un poco.
—Te ha dicho algo que no me quieres contar. ¿Qué es? Dime.
Su marido sigue negando con la cabeza a un lado y a otro, y entonces se acerca a ella y le aprieta la mano con tanta fuerza que hasta le hace un poco de daño. Se pone encima de ella y aparta la cara hacia un lado, con el cuerpo tembloroso. Se queda así tanto rato que ella cree que está a punto de apagar la luz y empezar a acariciarla. Pero no. Lo que hace es decirle lo que Rana le ha contado hace un momento, lo que Rana no ha tenido el valor para confesarle a su hermana por teléfono: que su padre murió ayer por la noche, de un infarto, mientras hacía solitarios en la cama.
Salen para la India seis días después, seis semanas antes de lo previsto. Alan y Judy, que se despiertan al día siguiente con el llanto de Ashima y se enteran de lo sucedido por Ashoke, dejan junto a la puerta un jarrón con flores. En esos seis días no hay tiempo para pensar en un nombre para Gógol. Le hacen un pasaporte urgente con las palabras «Gógol Ganguli» escritas sobre el tampón de los Estados Unidos de América. Ashoke firma en representación de su hijo. El día antes de partir, ella monta al niño en el cochecito, mete en una bolsa de plástico el suéter y los pinceles que le compró a su padre y se va hasta Harvard Square a coger el metro.
—Disculpe —le pide a un hombre—. Tengo que coger el metro. —El hombre le ayuda a bajar el cochecito hasta el andén. Se dirige a Central Square. Esta vez está totalmente despierta. En el vagón sólo viajan otras seis personas, que ocultan su rostro tras el Globe o leen libros de bolsillo o la miran sin verla. Cuando está a punto de llegar, se levanta, se prepara para bajar. No se vuelve a ver la bolsa, que ha dejado a propósito debajo del asiento. «Eh, la señora india se ha dejado una bolsa», oye que dice alguien cuando se están cerrando las puertas, y cuando el metro arranca le llega el sonido de alguien que golpea el vidrio, pero ella sigue caminando, empujando el cochecito por el andén.
La tarde siguiente embarcan en un vuelo de la Pan Am con destino a Londres, donde tras una espera de cinco horas, tomarán un segundo avión hasta Calcuta, vía Teherán y Bombay. En la pista, a punto de despegar, con el cinturón de seguridad abrochado, Ashima se mira el reloj y calcula qué hora será en la India ayudándose con los dedos. Pero en esta ocasión no se le aparece ninguna imagen de su familia. Se niega a imaginar lo que pronto ha de ver con sus propios ojos: la raíz del pelo de su madre sin la marca de bermellón de las casadas, el pelo grueso y abundante de su hermano afeitado en señal de duelo. Las ruedas empiezan a girar y las enormes alas metálicas tiemblan ligeramente. Mira a su marido, que revisa de nuevo que los pasaportes y los permisos de residencia estén en su sitio, y que se cambia la hora del reloj para ir ya con la de la India, haciendo girar las manecillas plateadas.
—No quiero ir —dice Ashima mirando por la ventanilla ovalada—. No quiero verlos. No puedo.
Ashoke le agarra la mano mientras el avión va ganando velocidad. Y en ese momento Boston queda atrás y remontan sin esfuerzo el Atlántico oscuro. Las ruedas se retraen y el fuselaje cruje cuando atraviesan la primera capa de nubes. Aunque a Gógol le han puesto algodones en los oídos, el niño se queja durante el ascenso en brazos de su triste madre; es la primera vez en su vida que vuela, que atraviesa más de medio mundo.