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1968

Una tarde bochornosa de agosto, dos semanas antes de salir de cuentas, Ashima Ganguli esta en la cocina de su piso de Central Square y mezcla en un cuenco Rice Krispies, cacahuetes Planters y cebolla roja picada. Añade sal, zumo de limón y rodajas finas de pimiento verde picante. Ojalá tuviera aceite de mostaza. Lleva todo el embarazo consumiendo esta mezcla, vaga aproximación al tentempié que se vendía en las aceras de Calcuta y en las estaciones de tren de toda la India en rebosantes cucuruchos de papel periódico. Incluso ahora, cuando ya casi no le queda sitio en la barriga, éste es el único antojo al que cede. Se echa un poco en la palma de la mano y lo prueba; sí, esta vez también falta algo. Mira sin ver la rejilla que hay sobre la encimera, de la que cuelgan sus utensilios de cocina, cubiertos todos por una fina película de grasa. Se seca el sudor de la cara con una punta del sari. Está descalza sobre el suelo de linóleo gris jaspeado y los pies hinchados le duelen. La pelvis también, por el peso del bebé. Abre un armario cuyas baldas están forradas con papel adhesivo a cuadros amarillos y blancos. Lleva tiempo pensando en cambiarlo. Saca otra cebolla roja y arruga la nariz mientras le quita la capa exterior crujiente y morada. Un calor desconocido le inunda el abdomen, y a continuación nota un tirón tan fuerte que se dobla y ahoga un grito. Suelta la cebolla, que cae al suelo con un ruido sordo.

La sensación cesa y da paso a un molesto espasmo, más prolongado esta vez. En el baño descubre que tiene las bragas manchadas de una sangre densa y oscura. Llama a gritos a su marido, Ashoke, aspirante a doctor en Ingeniería Electrónica por el Instituto de Tecnología de Massachusetts, el MIT. Ashoke está estudiando en el dormitorio, con los codos hincados en una mesilla plegable y sentado al borde de la cama, que consiste en dos colchones individuales juntos cubiertos por un batik rojo y morado. Llama a su marido, sí, pero no por su nombre. Cuando piensa en él, a Ashima nunca le viene a la mente su nombre, aunque sabe perfectamente cómo se llama. Ha adoptado su apellido, pero se niega a decir en voz alta esa palabra; no estaría bien. Eso no lo hace una esposa bengalí. Como los besos o las caricias de las películas indias, el nombre del marido es algo tan íntimo que no se pronuncia, que se oculta sabiamente. Así, en vez de gritar su nombre, formula una pregunta que se ha convertido en su sustituto y que, más o menos, podría traducirse como: «¿Me estás escuchando?».

De madrugada, llaman a un taxi que recorre las calles desiertas de Cambridge y sigue por Massachusetts Avenue y Harvard Yard hasta el hospital Mount Auburn. Ashima formaliza el ingreso, responde a preguntas sobre la duración y la frecuencia de las contracciones, mientras Ashoke rellena los impresos. Está sentada en una silla de ruedas y la llevan por unos pasillos muy iluminados hasta un ascensor que es más espacioso que su cocina. En la planta de maternidad le asignan una cama junto a la ventana en una habitación que queda al fondo del pasillo. Le piden que se quite el sari de seda de Murshidabad y se ponga un camisón de flores. Le da un poco de vergüenza, porque descubre que sólo le llega a las rodillas. Una enfermera se ofrece a doblarle el sari, pero los más de cinco metros de tela escurridiza la exasperan y acaba metiéndolo de cualquier manera en la maleta azul pizarra. El tocólogo, el doctor Ashley, delgado y apuesto a la manera de un lord Mountbatten, con el pelo entrecano de las sienes peinado hacia atrás, llega para ver si todo va bien. La cabeza del niño está donde tiene que estar, ha empezado a descender. Le dice que el parto aún está en su fase inicial, que sólo ha dilatado tres centímetros. «¿Qué es dilatar?», le pregunta, y el doctor Ashley junta dos dedos y a continuación los separa, explicándole esa cosa inconcebible que su cuerpo debe hacer para que el niño pueda pasar. Es un proceso que lleva cierto tiempo, le explica el doctor Ashley. Como se trata de su primer embarazo, el parto puede prolongarse hasta veinticuatro horas; a veces incluso más.

Busca el rostro de Ashoke con la mirada, pero él se ha quedado detrás de la cortina que el doctor ha corrido.

—Vuelvo en seguida —le dice su esposo en bengalí.

No se preocupe, señor Ganguli —interviene una enfermera— todavía le queda mucho. A partir de ahora nos hacemos cargo nosotros.

Ahora está sola, separada por cortinas de las otras tres mujeres con las que comparte habitación. Por los retazos de conversaciones que oye, sabe que una se llama Beverly y otra Lois. La tercera, Carol, está a su izquierda. «Joder, esto es horrible», oye que dice una. «Te quiero, cariño», replica la voz de un hombre. Palabras que ella nunca ha oído ni espera oír de labios de su esposo; ellos no son así. Es la primera vez en su vida que duerme sola, rodeada de desconocidas. Hasta ahora siempre ha pasado las noches en la habitación de sus padres o con Ashoke al lado. Ojalá abrieran las cortinas para poder charlar con las mujeres estadounidenses. Tal vez alguna de ellas haya dado a luz antes y le cuente qué le va a pasar. Pero ya se ha percatado de que ellas, a pesar de sus demostraciones públicas de afecto, de sus minifaldas y sus biquinis, de que van por la calle cogidas de la mano de los hombres, de que los abrazan en el parque del Cambridge Common, prefieren su intimidad. Apoya una mano en el tambor terso y enorme en que se ha convertido su vientre, y se pregunta en qué sitio estarán en ese preciso momento los pies y las manos del niño, que ha dejado de mostrarse intranquilo. En los últimos días, descontando algún cosquilleo ocasional, no ha notado ni patadas ni puñetazos ni presión contra las costillas. Se pregunta si será la única persona india del hospital, pero una ligera sacudida del niño le recuerda que, técnicamente, no está sola. A Ashima le parece raro que su hijo esté a punto de nacer en un lugar al que la mayoría de la gente acude para sufrir o para morir. No hay nada que la consuele, ni en las baldosas color hueso, ni en los plafones del techo del mismo tono, ni en las sábanas blancas bien metidas debajo del colchón. En la India, piensa, las mujeres vuelven a casa de sus padres para dar a luz, se alejan de sus esposos, de su familia política y de las tareas domésticas, cuando llegan los hijos, regresan por un tiempo breve a su infancia.

Siente otra contracción, más violenta que la anterior. Grita y aprieta la cabeza contra la almohada. Los dedos se aferran a los barrotes fríos de la cama. Nadie la oye, ninguna enfermera acude al momento. Le han enseñado a medir la duración de las contracciones, así que consulta el reloj, un regalo de despedida que le hicieron sus padres, que se lo pusieron en la muñeca la última vez que los vio, entre los llantos y la confusión del aeropuerto. Hasta que no estuvo en el avión, volando por primera vez en su vida a bordo de un BOAC VC10, cuyo ensordecedor ascenso acababan de presenciar veintiséis miembros de su familia desde la terraza del aeropuerto Dum Dum, hasta que no estuvo sobrevolando zonas de India en las que jamás había estado, y luego lugares aún más lejanos, más allá del país, no se dio cuenta de que llevaba puesto aquel reloj, camuflado entre la profusión de pulseras que le adornaban los dos brazos: hierro, oro, coral, concha. Ahora, además, lleva una de plástico con una etiqueta que la identifica como paciente del hospital. El reloj lo usa en la parte interior de la muñeca. En el reverso, junto a las palabras sumergible, antimagnético e irrompible están grabadas sus iniciales de casada, A. G.

Los segundos estadounidenses le retumban en el pulso. Durante medio minuto, una oleada de dolor le invade el vientre y se expande hacia la espalda y las piernas. Luego, una vez más, llega el alivio. La hora que es en la India la calcula con las manos. Con la punta del pulgar se toca las yemas de los dedos morenos. Se detiene cuando va por el tercero. En Calcuta son nueve horas y media más, ya es de noche, las ocho y media. En la cocina del piso de sus padres, en Amherst Street, en este mismo momento, un criado está sirviendo el té que toman después de la cena en vasos humeantes, poniendo en una bandeja las galletas maría. Su madre, que muy pronto va a ser abuela, está de pie frente al espejo del tocador, desenredándose con los dedos el pelo, que le llega a la cintura, todavía más negro que gris. Su padre está inclinado sobre la mesa algo ladeada y manchada de tinta que hay junto a la ventana, dibujando, fumando, escuchando La Voz de América. Su hermano menor, Rana, estudia en la cama para el examen de física. Visualiza claramente el suelo de cemento gris pulido de la salita, nota lo frío que está al contacto de los pies descalzos, incluso en los días más cálidos. Una enorme foto en blanco y negro de su difunto abuelo paterno observa desde un rincón, sobre la pared rosada. Enfrente hay una alcoba, separada por unas vidrieras de cristales biselados, llena de libros, de papeles y de las latas de acuarelas de su padre. Por un momento, el peso del niño se desvanece y deja paso a la escena que tiene lugar ante sus ojos, que a su vez cambia para convertirse en la franja azul del rio Charles, en las copas verdes de los árboles, en los coches que suben y bajan por Memorial Drive.

En Cambridge son las once de la mañana, ya es hora de comer según el horario presuroso del hospital. Le traen una bandeja con zumo de manzana tibio, gelatina, helado y pollo asado frío. Patty, la enfermera simpática que lleva un anillo de compromiso con diamante y a la que se le ve un mechón de pelo rojo por debajo de la cofia, le dice a Ashima que se tome sólo el zumo de manzana y la gelatina. Mejor, porque no habría probado el pollo por mucho que se lo hubieran permitido. Los estadounidenses se comen el pollo con piel, aunque hace poco ha encontrado a un amable carnicero de Prospect Street que se la arranca si se lo pide. Patty le ahueca las almohadas, le arregla la cama. El doctor Ashley asoma la cabeza en la habitación de vez en cuando.

—No hay de qué preocuparse —dice con voz cantarina mientras le ausculta la barriga y le da una palmadita en la mano, admirando sus pulseras—. Todo va bien. Señora Ganguli, esperamos un parto perfectamente normal.

Pero a ella nada le parece normal. Desde que llegó a Cambridge, hace dieciocho meses, nada se lo ha parecido. No es tanto por el dolor, porque sabe que a eso sobrevivirá sea como sea. Es por las consecuencias: ser madre en una tierra extraña. Porque una cosa ha sido estar embarazada, sufrir las náuseas matutinas en la cama, las noches de insomnio, la pesadez de la espalda, las incontables visitas al cuarto de baño. Entre todas esas experiencias, a pesar del malestar creciente, no ha dejado de sorprenderle la capacidad de su cuerpo para crear vida, igual que hicieron los cuerpos de su madre, de su abuela, de todas sus antepasadas. Que todo eso pasara tan lejos de casa, sin que la observaran ni la aconsejaran sus seres queridos, lo hizo todo aún más milagroso. Pero la aterroriza tener que criar a un hijo en un país en el que no tiene ningún pariente, un país del que sabe tan poco, donde la vida parece tan provisional, tan precaria.

—¿Qué tal si damos un paseo? A lo mejor te va bien —le pregunta Patty cuando vuelve para llevarse la bandeja.

Ashima levanta la mirada de un ejemplar viejo de la revista Desh que se trajo para leer en el vuelo a Boston y que aún no se decide a tirar a la basura. Las páginas impresas con caracteres bengalíes, ligeramente ásperas al tacto, le son siempre de gran alivio. Ha leído al menos una docena de veces todos los relatos, los poemas, los artículos. En la página once hay un dibujo a plumilla que hizo su padre, ilustrador de la revista; una panorámica del norte de Calcuta tomada desde el terrado de su piso una mañana nublada de enero. Ella lo vio hacerlo, lo observó mientras se inclinaba sobre el caballete, con el cigarrillo colgándole entre los labios, y los hombros cubiertos con un chal negro de cachemir.

—Sí, de acuerdo —responde.

Patty le ayuda a levantarse de la cama, le pone las zapatillas y una bata.

—Piensa que en uno o dos días tendrás la mitad del tamaño que tienes ahora —la consuela Patty al ver que hace esfuerzos por mantenerse en pie.

La sujeta del brazo y salen de la habitación camino del pasillo. Tras unos pasos, Ashima se detiene. Una nueva punzada de dolor le recorre todo el cuerpo y empiezan a temblarle las piernas. Niega con la cabeza y los ojos se le llenan de lágrimas.

—No puedo.

—Sí puedes. Apriétame la mano. Apriétamela tanto como quieras.

Tras un minuto, siguen avanzando en dirección a la sala de enfermería.

—¿Qué prefieres? ¿Niño o niña?

—Con tal de que tenga diez dedo en la mano y diez dedo en el pie —responde Ashima.

Esas señales concretas de vida, esos detalles anatómicos, son lo que más le cuesta visualizar cuando intenta imaginarse al niño en sus brazos.

Patty esboza una sonrisa demasiado evidente y, de pronto, Ashima es consciente de su error, sabe que debería haber dicho «dedos» en lugar de usar el singular. Esa falta le duele casi tanto como su última contracción. El inglés era su fuerte. En Calcuta, antes de casarse, se preparaba para entrar en la universidad. Daba clases particulares a niños del barrio en sus porches, en sus camas, y les ayudaba a memorizar obras de Tennyson y de Wordsworth, a pronunciar palabras como sign y cough, a diferenciar entre las tragedias aristotélica y shakespeariana. Pero en bengalí, la palabra dedo es tanto singular como plural.

Un día, después de una de sus clases particulares, su madre la estaba esperando en la puerta de casa y le dijo que fuera directamente a su habitación a cambiarse de ropa, porque un hombre había ido a verla. Era el tercero en tres meses. El primero había sido un viudo con cuatro hijos. El segundo, un ilustrador de periódicos que conocía a su padre. Lo había atropellado un autobús en Esplanade y había perdido el brazo izquierdo. Para gran alivio suyo, ambos la rechazaron. Ella tenía diecinueve años, era estudiante y no tenía ninguna prisa por casarse. Así que, aunque obedeció a su madre, lo hizo sin esperar nada. Se arregló las trenzas, se quitó el bermellón con el que se pintaba la raya de los ojos y se echó polvos Cuticura en la cara. El sari liso, de color verde loro, que desdobló y se puso sobre la combinación, se lo había dejado su madre encima de la cama. Antes de entrar en la salita, Ashima se detuvo en el pasillo. Oyó que su madre decía: «Le encanta cocinar, y teje muy bien. En una semana me hizo este suéter que llevo puesto».

Ashima sonrió. Le divertía la propaganda que le hacía la madre. Había tardado casi un año en terminar aquel suéter, y eso porque su madre le había echado una mano con las mangas. Bajó la vista y se fijó en la zona en que normalmente los invitados se descalzaban, y se dio cuenta de que junto a dos pares de chancletas había unos zapatos de hombre que no se parecían a ninguno de los que había visto nunca por la calle, en los tranvías ni en los autobuses de Calcuta, ni siquiera en los escaparates de Bata. Eran marrones, con los tacones negros y los cordones y las costuras de color hueso. En los lados había una serie de agujeros del tamaño de lentejas, y las puntas estaban decoradas con un dibujo que parecía grabado con agujas en la piel. Al prestar más atención, vio el nombre del fabricante escrito en los laterales interiores, con unas letras doradas que no habían perdido su brillo. Algo e hijos, más las iniciales USA. Mientras su madre seguía describiendo sus virtudes, Ashima, incapaz de resistir un impulso repentino e imperioso, se puso aquellos zapatos. Los restos de sudor de su propietario se mezclaron con los suyos y su corazón empezó a latir con fuerza; aquello era lo más parecido al tacto de un hombre que había experimentado nunca. La piel estaba arrugada, era fuerte y aun estaba tibia. Se fijo en que, en el zapato izquierdo, el cordón estaba mal puesto, y aquel descubrimiento la tranquilizó.

Se los quitó y entró en la salita. El hombre estaba sentado en una silla de ratán y sus padres, al borde de la cama en la que dormía su hermano. Era algo rechoncho, de aspecto intelectual, pero aún joven, con unas gafas negras de pasta gruesa y una nariz aguileña y prominente. El bigote, bien cortado, unido a una perilla, le daba un aire elegante, vagamente aristocrático. Llevaba calcetines y pantalones marrones y una camisa a rayas verdes y blancas, y tenía la mirada tímida clavada en las rodillas.

Y así siguió al entrar ella. Aunque Ashima notó que la miraba mientras cruzaba la sala, cuando se volvió para verlo, él volvía a estar cabizbajo. Carraspeó como para decir algo, pero no lo hizo. Fue el padre quien empezó a contar que su hijo había estudiado en Saint Xavier y luego en el B. E. College, y que había obtenido las mejores calificaciones en ambas instituciones. Ashima se sentó y se alisó los pliegues del sari. Notaba que su madre la miraba con orgullo. Medía un metro sesenta y cinco, bastante para una bengalí, y pesaba cuarenta y cinco kilos. Era de piel clara, y en más de una ocasión la habían comparado con la actriz Madhabi Mukherjee. Llevaba las uñas admirablemente largas, y tenía los dedos finos, de pianista, como los de su padre. Le preguntaron sobre sus estudios y le hicieron recitar algunos pasajes de Los narcisos. La familia de aquel hombre vivía en Alipore. El padre era empleado del departamento de aduanas en una empresa naviera.

—Mi hijo lleva dos años viviendo en el extranjero —prosiguió el padre—; prepara el doctorado en Boston, una investigación en el campo de la fibra óptica.

Ashima no había oído hablar nunca ni de Boston ni de la fibra óptica. Le preguntaron si estaba dispuesta a viajar en avión y si sería capaz de vivir sola en una ciudad famosa por sus crudos inviernos.

—¿Es que él no vivirá allí? —preguntó, señalando al hombre cuyos zapatos se había puesto brevemente, pero que aún no le había dicho ni una palabra.

Su nombre no lo supo hasta después de la boda. Al cabo de una semana se imprimieron las invitaciones, y al cabo de dos, innumerables tías y primas la adornaron y la vistieron. Ésos fueron sus últimos momentos como Ashima Bhaduri, antes de pasar a ser Ganguli. Le oscurecieron los labios, le pintaron las cejas y las mejillas con pasta de sándalo, le adornaron el pelo con flores que sujetaban con cientos de horquillas, y que tardaría una hora en quitarse cuando se terminara la boda. Le pusieron una redecilla roja en el pelo. Había mucha humedad, y a pesar de todas aquellas horquillas, no había manera de que el pelo —entre todas las primas, era la que lo tenía más rizado— le quedara liso. Llevaba todas las gargantillas, los collares y las pulseras que acabarían pasándose casi el resto de su vida en la caja fuerte de un banco de Nueva Inglaterra. A la hora estipulada, la sentaron en un piri que su padre había decorado, la elevaron un metro y medio sobre el suelo y la llevaron a encontrarse con el novio. Se había ocultado el rostro tras una hoja de betel de forma de corazón, y mantuvo la cabeza gacha hasta después de rodearlo siete veces.

En Cambridge, a casi trece mil kilómetros, es donde ha llegado a conocerle. Por las noches cocina para él y espera complacerlo con platos hechos a base de un azúcar, una harina, un arroz y una sal que no están racionados y que vienen totalmente limpios, tal como le escribió a su madre en la primera carta que le envió. A estas alturas ya ha aprendido que a su esposo le gustan los platos salados que prepara, que lo que prefiere del curry de cordero son las patatas, y que para terminar las comidas se sirve una pequeña ración de arroz con pasta de lentejas. Por la noche se tiende junto a ella, y Ashima le explica cómo le ha ido el día: sus paseos por Massachusetts Avenue, las tiendas que visita, los hare krishna que la asaltan con sus panfletos, los helados de pistacho que compra en Harvard Square. A pesar de la escasa asignación que recibe como licenciado, aparta siempre un poco de dinero para enviárselo a su padre y contribuir así a la construcción de un anexo en la casa familiar. Es muy maniático con la ropa. La primera discusión que tuvieron fue por un suéter que ella metió en la lavadora y encogió. En cuanto llega a casa de la universidad, lo primero que hace es quitarse la camisa y los pantalones y colgarlos, para ponerse un pijama de punto y un suéter si hace frío. Los domingos se pasa una hora ocupado con sus latas de betún y sus tres pares de zapatos, dos negros y uno marrón. Esos son los que llevaba el día en que fue a conocerla. Cuando lo ve sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, y rodeado de papeles de periódico, cepillándolos con fuerza, siempre se acuerda de lo que hizo en el pasillo de casa de sus padres. Es algo que sigue sorprendiéndola y que, a pesar de todo lo que le dice por las noches sobre la vida que ahora comparten, prefiere reservarse para sí misma.

En otra planta del hospital, en una sala de espera, Ashoke hojea un número atrasado del Boston Globe que alguien se ha dejado en una silla vecina. Lee un reportaje sobre los disturbios que hubo durante la Convención Demócrata de Chicago, y un artículo sobre el doctor Benjamin Spock, el pediatra al que han condenado a dos años de cárcel por hacer apología de la deserción. El Favre Leuba que lleva en la muñeca va seis minutos adelantado respecto al reloj de pared gris que tiene delante. Son las cuatro y media de la mañana. Hace una hora, Ashoke estaba profundamente dormido, con el otro lado de la cama, el de Ashima, lleno de exámenes que se había quedado corrigiendo hasta tarde, cuando sonó el teléfono. Ashima ya había dilatado todo lo que tenía que dilatar y la llevaban a la sala de partos, le dijo la persona que llamó. Al llegar al hospital, le han dicho que su esposa está pujando, y que la cosa puede ser cuestión de minutos. Cuestión de minutos. Pero si parecía ayer mismo cuando, aquella mañana de invierno pintada de gris, con las ventanas de la casa cada vez más llenas de granizo, ella escupió el té y lo acusó de echarle sal en vez de azúcar. Para asegurarse de que no tenía razón, probó un poco del líquido dulce, pero ella insistió en que lo encontraba amargo y lo tiró por el fregadero. Aquello fue lo primero que le hizo sospechar, y luego llegó la confirmación del médico. A partir de entonces, cada mañana, él se despertaba con el sonido de las arcadas que le llegaba desde el baño, donde Ashima se cepillaba los dientes. Antes de ir a la universidad, le preparaba un té y se lo dejaba junto a la cama, donde ella seguía tumbada en silencio, apática. Muchas veces, por la tarde, cuando volvía a casa, se la encontraba en el mismo sitio, con el té intacto.

Ahora es él quien necesita desesperadamente tomarse uno, porque antes de salir de casa no ha tenido tiempo de preparárselo. Pero la máquina que hay en el pasillo sólo expende café, que en el mejor de los casos saldrá tibio y que se sirve en vasos de papel. Se quita las gafas de pasta gruesa, graduadas por un oculista de Calcuta, y se limpia los vidrios con un pañuelo de algodón que siempre lleva en el bolsillo. Tiene su inicial, A, bordada por su madre con hilo azul celeste. El pelo, negro, que normalmente lleva muy bien peinado hacia atrás, le cae un poco sobre la frente. Se levanta y empieza a caminar de un lado a otro, como hacen los demás padres. Hasta este momento, la puerta de la sala de espera se ha abierto dos veces, y una enfermera ha anunciado en un caso que era niño y en el otro que era niña. Manos que se estrechan y palmadas en la espalda, y después se llevan al recién estrenado progenitor. Los hombres esperan con puros, con flores, con libretas de direcciones, con botellas de champán. Fuman cigarrillos y tiran la ceniza al suelo. Ashoke se muestra indiferente a esas concesiones. Él no bebe ni fuma. Y Ashima es la que se encarga de anotar las direcciones en un cuaderno pequeño que lleva en el monedero. En cuanto a las flores, nunca se le ha pasado por la cabeza comprárselas a su esposa.

Vuelve a hojear el Globe sin dejar de caminar. Una ligerísima cojera le hace arrastrar el pie derecho, casi imperceptiblemente, a cada paso. Desde que era niño tiene la costumbre, y la capacidad, de leer mientras camina, sosteniendo el libro con una sola mano. Lo hacía en el trayecto a la escuela, y en casa de sus padres, mientras pasaba de habitación en habitación, mientras subía y bajaba la escalera roja de barro cocido que unía los tres pisos. Nada lo distraía. Nada lo molestaba. Nada le hacía tropezar. Cuando era adolescente, se había leído todas las obras de Dickens, así como las de varios autores contemporáneos, como Graham Greene y Somerset Maugham; libros que compraba en su tenderete favorito de College Street con el dinero de la puja. Pero, por encima de todo, le encantaban los autores rusos. Su abuelo paterno, que había sido profesor de literatura europea en la Universidad de Calcuta, se los leía en voz alta en traducciones inglesas cuando era niño. Todos los días, a la hora de la merienda, mientras sus hermanos salían a jugar a kabadi o al cricquet, él se iba a la habitación de su abuelo, que durante una hora le leía tumbado en la cama, boca arriba, con las piernas cruzadas y el libro apoyado en el pecho. Ashoke se acurrucaba a su lado. No oía a sus hermanos, que se reían a carcajadas en el terrado, no veía la minúscula habitación, polvorienta y destartalada, desde la que su abuelo seguía con la lectura. «Lee a los rusos, y cuando los acabes a todos, reléelos —le decía—; ellos nunca te fallarán». Cuando Ashoke tuvo suficiente dominio del inglés, empezó a leer aquellos libros por su cuenta. Caminando por algunas de las calles más ruidosas, por Chowringhee o Gariahat Road, leyó Los hermanos Karamazov, Ana Karenina y Padres e hijos. En una ocasión, uno de sus primos menores intentó imitarlo, pero se cayó por la escalera de barro cocido y se rompió un brazo. La madre de Ashoke tenía la seguridad de que algún día lo atropellaría un autobús o un tranvía mientras leía con avidez Guerra y paz; de que acudiría leyendo a su encuentro con la muerte.

Y un día, en la madrugada del 20 de octubre de 1961, estuvo a punto de pasar. Ashoke tenía veintidós años, estudiaba en el B.E. College. Iba montado en el Howrah-Ranchi Express porque tenía vacaciones y quería visitar a sus abuelos, que se habían trasladado de Calcuta a Jamshedpur desde que el viejo se había jubilado de la universidad. Ashoke nunca había pasado las vacaciones separado de su familia, pero su abuelo se había quedado ciego hacía poco tiempo, y había pedido expresamente que su nieto fuera a verle, para que le leyera The Statestman por la mañana, y a Dostoievski y a Tolstói por la tarde. Ashoke aceptó con gusto la invitación. Llevaba dos maletas; una para la ropa y los regalos, y la otra, vacía. Porque sería durante aquella visita, le había dicho su abuelo, cuando los libros que guardaba en la vitrina de puertas de cristal, los libros que había ido acumulando a lo largo de toda su vida y había custodiado bajo llave, le serían entregados a Ashoke. Los volúmenes que le prometió cuando era niño y que, desde que tenía uso de razón, deseaba más que cualquier otra cosa en el mundo. Ya le había regalado algunos en los años pasados, en sus cumpleaños y otras fechas señaladas. Pero ahora que había llegado el momento de heredar el resto, porque su abuelo ya no podía leer más, Ashoke se sentía triste, y mientras colocaba la maleta vacía debajo del asiento, su falta de peso le desconcertaba, y le dolían las circunstancias que hacían que, a su regreso, hubiera de ir llena.

Para el trayecto llevaba un solo volumen. Se trataba de una edición en tapa dura de relatos de Nikolái Gógol, que su abuelo le había regalado cuando se había graduado de secundaria. En la primera página, la del título, bajo la firma de su abuelo, Ashoke había estampado la suya. A causa de la pasión tan desmedida que sentía por ese libro, el lomo se le había abierto hacía poco, y amenazaba con partir el volumen en dos bloques. Su cuento favorito era el último, El capote, que era el que había empezado a releer en cuanto el tren había salido de la estación de Howrah aquella noche, emitiendo un ensordecedor y prolongado chirrido, que lo alejaba de sus padres y sus seis hermanos y hermanas menores, que fueron a despedirlo y permanecieron hasta el último momento junto a su ventana, agitando las manos en aquel andén largo y oscuro. Había perdido la cuenta de las veces que había leído El capote; algunas frases y expresiones se las sabía de memoria. Pero una y otra vez quedaba cautivado por la absurda, trágica y a pesar de todo reveladora historia de Akaki Akákievich, el empobrecido protagonista, que se pasa la vida copiando sumisamente documentos escritos por otros y suscitando el desprecio de todo el mundo. Su corazón estaba con Akaki, el pobre escribiente, que era lo que el padre de Ashoke había sido al principio de su carrera. Cada vez que leía el pasaje de su bautizo y los ridículos nombres que su madre había rechazado, se reía en voz alta. Se estremecía con la descripción del enorme dedo del pie del sastre Petróvich, «con su uña deformada tan gruesa y tan dura como el caparazón de una tortuga». Se le hacía la boca agua con la descripción de la ternera fría y los hojaldres de crema y el champán que Akaki consumía la noche en que le robaban su querido capote, a pesar de no haber probado nunca esos manjares. Sentía siempre una gran consternación cuando lo asaltaban en «una plaza que a él se le antojaba un terrible desierto», dejándolo aterido de frío, vulnerable. Unas páginas después, cuando llegaba a la muerte de Akaki, siempre se le saltaban las lágrimas. En cierto modo, cada vez que leía aquel cuento lo entendía menos, y las escenas que imaginaba con tanto detalle y lo absorbían tanto, se le hacían más esquivas y profundas. Y así como el espíritu de Akaki se aparecía en las páginas finales del relato, así también se le aparecía a él en un lugar muy recóndito de su alma, y arrojaba luz sobre todo lo irracional, sobre todo lo inevitable que hay en el mundo.

En el exterior, el paisaje se oscurecía por momentos, y las luces dispersas de Howrah daban paso a las tinieblas. Iba en un coche-cama de segunda clase, detrás del vagón que tenía aire acondicionado. Dada la época del año, el tren estaba especialmente lleno, y el escándalo era considerable, con todas aquellas familias que se marchaban de vacaciones. Los niños pequeños llevaban puestas sus mejores galas; y las niñas, lazos de colores en el pelo. Aunque había cenado antes de salir de casa, llevaba a sus pies la fiambrera de cuatro pisos que su madre le había preparado, por si de noche le asaltaba el hambre. En su compartimiento había otras tres personas. Una pareja de cuarentones de Bihari que, a juzgar por los retazos de conversación que había oído, acababan de casar a su hija mayor, y un comerciante bengalí simpático y barrigón que vestía traje y corbata, y que se llamaba Gosh. Éste le contó que había regresado hacía poco tiempo a la India tras pasar dos años trabajando en Inglaterra, pero que había tenido que volver porque su mujer era tremendamente desgraciada en el extranjero. Gosh hablaba con gran respeto de Inglaterra. Las calles impolutas, despejadas, los coches negros, brillantes, las filas de casas blancas y radiantes, dijo, eran como un sueño. Los trenes salían y llegaban puntualmente, añadió Gosh. Nadie escupía en las aceras. Su hijo había nacido en un hospital británico.

—¿Has visto algo de mundo? —le preguntó a Ashoke mientras se quitaba los zapatos y se sentaba en la cama con las piernas cruzadas. Sacó un paquete de cigarrillos Dunhill del bolsillo de la chaqueta y ofreció a todos los que iban con él en el compartimiento antes de encenderse uno.

—Una vez estuve en Delhi. Y últimamente, voy una vez al año a Jamshedpur.

Gosh sacó un brazo por la ventanilla, y sacudió la punta encendida del cigarrillo en la oscuridad de la noche.

—No digo este mundo —insistió, mirando con desencanto al interior del compartimiento. Alzó la cabeza por encima de la ventanilla—. Inglaterra, Estados Unidos —dijo, como si las aldeas sin nombre por las que pasaban se hubieran transformado de pronto en aquellos países—. ¿Te has planteado alguna vez la posibilidad de conocerlos?

—Mis profesores lo comentan de vez en cuando. Pero yo tengo familia —respondió Ashoke.

Gosh frunció el entrecejo.

—¿Ya estás casado?

—No. Tengo padre, madre y seis hermanos. Yo soy el mayor.

—Y dentro de pocos años estarás casado y vivirás en casa de tus padres —conjeturó Gosh.

—Supongo.

El hombre negó con la cabeza.

—Todavía eres joven. Y libre —añadió, separando los brazos para dar más fuerza a sus palabras—. Hazte un favor a ti mismo. Antes de que sea demasiado tarde, y sin pensártelo mucho, mete una almohada y una manta en la maleta y vete a ver mundo, tanto mundo como puedas. No lo lamentarás. Antes de que te des cuenta, será demasiado tarde.

—Mi abuelo siempre dice que para eso son los libros —comentó Ashoke, aprovechando la ocasión para abrir el volumen que tenía entre las manos—. Para viajar sin moverse ni un centímetro.

—A cada cosa lo suyo —opinó Gosh. Volvió la cabeza cortésmente hacia un lado, y dejó caer la colilla de la punta de los dedos. Se agachó para abrir una bolsa que tenía a los pies y sacó su agenda, abriéndola por el veinte de octubre. La página estaba en blanco y, sobre ella, con una pluma estilográfica cuyo capuchón desenroscó parsimoniosamente, escribió su nombre y dirección. Arrancó la página y se la dio a Ashoke—. Si alguna vez cambias de parecer y necesitas algún contacto, házmelo saber. Vivo en Tollygunge, justo detrás de las cocheras del tranvía.

—Gracias —respondió Ashoke, doblando el papel y metiéndolo entre las páginas del libro.

—¿Te apetece echar una partida de cartas? —le preguntó Gosh. Sacó una baraja gastada del bolsillo del traje, con imágenes del Big Ben en el reverso. Pero Ashoke se negó educadamente, porque no sabía jugar a nada, y además prefería leer. Uno a uno, los pasajeros fueron cepillándose los dientes en el descansillo, poniéndose los pijamas, corriendo las cortinas de sus compartimientos, y se fueron acostando. Gosh se ofreció a dormir en la cama de arriba, y subió descalzo la escalerilla después de doblar con mucho cuidado el traje. Así, Ashoke se quedó con toda la ventana para él solo. La pareja de Bihari se comió unos dulces y bebió un poco de agua de una misma taza, sin tocar el borde con los labios. Ellos también se acostaron en sus respectivas literas, apagaron las luces y se volvieron de cara a la pared.

Sólo Ashoke siguió leyendo, sentado en su cama, con la ropa puesta, iluminado por una pequeña bombilla. De vez en cuando alzaba la vista y, por la ventana abierta, veía la noche negra de Bengala, las vagas sombras de las palmeras y de las casas más modestas. Sin hacer ruido, iba pasando las páginas amarillentas del libro, algunas de ellas comidas por las polillas. La locomotora de vapor resoplaba con fuerza, infundiendo confianza, y en el pecho le retumbaba el duro roce de las ruedas contra las vías. De la chimenea salían chispas que pasaban junto a su ventana. Una fina capa de hollín pegajoso le iba cubriendo un lado de la cara, un párpado, un brazo, un lado del cuello; su abuela le haría frotarse bien con una pastilla de jabón Margo en cuanto llegara. Metido de lleno en la callada agonía de Akaki Akákievich, perdido en las anchas avenidas de San Petersburgo, cubiertas de un manto blanco, ignorante de que algún día él también habría de transitar por calles nevadas, Ashoke seguía leyendo a las dos y media de la madrugada —era uno de los pocos pasajeros que estaban despiertos a esas horas—, cuando la locomotora y siete vagones descarrilaron. El ruido fue como la explosión de una bomba. Los primeros cuatro volcaron en una hondonada, junto a los raíles. El quinto se empotró contra el sexto, ambos de primera clase y con aire acondicionado, y sus ocupantes murieron mientras dormían. El séptimo, que era el de Ashoke, también volcó y con la fuerza del impacto, salió despedido hasta el campo vecino. El accidente tuvo lugar a 209 kilómetros de Calcuta, entre las estaciones de Ghatshila y Dhalbumbarh. El teléfono portátil del supervisor no funcionaba; tuvo que ir corriendo los cinco kilómetros que le separaban de Ghatshila para transmitir la primera petición de auxilio. Y pasó más de una hora antes de la llegada de una brigada que, con linternas, palas y hachas empezó a rescatar cuerpos de los vagones.

Ashoke recuerda todavía los gritos, la gente que preguntaba si había alguien con vida entre el amasijo de hierros. Recuerda que intentaba responder pero que no podía, porque de su boca no salía más que un débil murmullo. Recuerda a la gente medio muerta que tenía alrededor, que gemía y daba golpes en las paredes del tren, que susurraba desesperadamente palabras de auxilio, palabras que sólo oían los que, como ellos, habían quedado atrapados y malheridos. Tenía la pechera y la manga derecha de la camisa empapadas en sangre, y medio cuerpo fuera de la ventanilla. Recuerda que no veía nada; durante las primeras horas pensó que tal vez, como su abuelo, a quien iba a visitar, se había quedado ciego. Recuerda el olor acre de las llamas, el zumbido de las moscas, el llanto de los niños, el sabor del polvo y la sangre en la lengua. Estaban en medio de la nada, en un campo. A su alrededor, campesinos, inspectores de policía, algunos médicos. Recuerda haber pensado que se estaba muriendo, que tal vez estuviera ya muerto. Se había quedado sin sensibilidad en la parte inferior del cuerpo, y por eso no era consciente de que los miembros desgarrados de Gosh le rodeaban las piernas. Finalmente, intuyó el azul frío y hostil de la madrugada, la luna y algunas estrellas que aún brillaban en el cielo. El libro, que se le había caído de las manos, se había partido en dos y las páginas de ambas mitades se agitaban cerca de las vías. El destello de una linterna las iluminó un instante, y distrajeron por un momento a uno de los rastreadores. «Aquí no hay nada —oyó que alguien decía—. Sigamos».

Pero el haz de luz se quedó en el mismo sitio un poco más, y a Ashoke le dio tiempo de levantar la mano, gesto que, en aquellos momentos, le pareció que había de consumir la poca vida que le quedaba. Aún sujetaba con fuerza una página de El capote y, al levantar el brazo, se le escapó y salió volando. «¡Un momento! —oyó que alguien gritaba—. El que está al lado del libro. He visto que se movía».

Lo sacaron de entre los hierros, lo tendieron en una camilla y lo montaron en otro tren para trasladarlo al hospital de Tatanagar. Se había roto la pelvis, el fémur derecho y tres costillas. Todo aquel año lo pasó tumbado boca arriba, con la orden de moverse lo menos posible para que se le soldaran bien los huesos. Existía el riesgo de que la pierna derecha le quedara paralizada para siempre. Lo transfirieron al hospital Universitario de Calcuta, donde le implantaron dos tornillos en las caderas. En diciembre pudo volver a casa de sus padres, en Alipore. Atravesó tumbado el patio, y tumbado, como si fuera un cadáver, sus cuatro hermanos lo subieron a hombros por la escalera de barro cocido. Tres veces al día tenían que darle la comida en la boca. Orinaba y defecaba en un orinal. Los médicos y las visitas entraban y salían de su habitación. Incluso su abuelo ciego de Jamshedpur fue a verlo. Sus padres le habían guardado recortes de periódicos que daban cuenta del suceso. Vio una foto del estado en que quedó el tren, otra de los guardias de seguridad sentados sobre las pertenencias que nadie había reclamado. Supo que se habían encontrado eclisas y tuercas a varios metros de la vía, lo que había dado pie a sospechas sobre un posible sabotaje que nunca llegó a confirmarse, y se enteró de que algunos cuerpos habían quedado hasta tal punto mutilados que eran irreconocibles. «Veraneantes encuentran la muerte», era el titular del Times of India.

Al principio se pasaba gran parte del día mirando el techo, las tres grandes aspas color hueso del ventilador que había en el centro y sus amenazantes filos. Cuando estaba en marcha, oía el movimiento de las páginas de un calendario que tenía detrás. Si giraba la cabeza hacia la derecha, veía la ventana, la botella polvorienta de Dettol sobre el alféizar y, si las persianas estaban abiertas, la pared de cemento que rodeaba la casa y las lagartijas marrones que pululaban por ella. Escuchaba la incesante profusión de ruidos que le llegaban de fuera, los pasos, los timbres de las bicicletas, el persistente graznido de los grajos, las bocinas de los rickshaws que retumbaban en el callejón, tan estrecho que los taxis no pasaban por él. Oía cómo bombeaban agua del pozo de la esquina y la echaban en cubos. Cada tarde, al anochecer, le llegaba el sonido de una caracola que anunciaba la hora de la oración. Olía, pero no veía, el líquido espeso, verde y brillante que recorría la alcantarilla al aire libre. La vida en la casa seguía su curso. Su padre iba y volvía del trabajo, sus hermanos y hermanas, del colegio. Su madre trabajaba en la cocina y, de tanto en tanto, entraba a echarle un vistazo con el delantal manchado de cúrcuma. Dos veces al día, la criada escurría unos trapos en cubos de agua y fregaba el suelo.

Se pasaba el día amodorrado por culpa de los analgésicos. De noche soñaba que seguía atrapado en el tren, o aún peor, que el accidente nunca había sucedido, que caminaba por una calle, que se bañaba, que se sentaba en el suelo con las piernas cruzadas y que comía por sus propios medios. Y entonces se despertaba empapado en sudor y con lágrimas en los ojos, convencido de que ya no volvería a hacer nunca más todas esas cosas. Al final, en un intento de evitar las pesadillas, empezó a leer hasta muy tarde, por las noches, que era cuando su cuerpo inmóvil más se inquietaba, cuando su mente parecía más ágil y más clara. Con todo, se negaba a leer a los autores rusos que su abuelo le había llevado. En realidad, había dejado de leer novelas de todo tipo. Aquellos libros, ambientados en países que no conocía, no hacían más que recordarle su confinamiento. Lo que hacía era leer obras de ingeniería, intentando en lo posible no perder el ritmo del curso, resolvía ecuaciones a la luz de una linterna. En aquellas horas de silencio, pensaba a menudo en Gosh. «Mete una almohada y una manta en la maleta», le oía decir. Recordaba la dirección que le había escrito en una página de su agenda, un lugar que quedaba detrás de las cocheras del tranvía de Tollygunge. Se habría convertido en el hogar de una viuda, de un huérfano. Cada día, para animarlo, su familia le hablaba del futuro que tenía por delante, del día en que volvería a valerse por sí mismo, a moverse libremente por su habitación. Era por todo eso por lo que sus padres rezaban diariamente. Era por eso por lo que su madre se abstenía de comer carne los miércoles. Pero, a medida que iban pasando los meses, Ashoke imaginaba otro futuro bien distinto. No sólo se veía caminando, sino marchándose lo más lejos posible de la casa en la que había nacido y en la que había estado a punto de morir. Al año siguiente, con la ayuda de un bastón, volvió a la universidad y se licenció, y sin que lo supieran sus padres solicitó una beca para ampliar sus estudios de ingeniería en el extranjero. Sólo cuando se la concedieron, sólo cuando se hizo con un pasaporte nuevo, expuso sus planes a su familia. «Pero si ya hemos estado a punto de perderte una vez», protestó su padre, desconcertado. Sus hermanos suplicaron y lloraron. Su madre se quedó muda y se pasó tres días sin probar bocado. Pero, a pesar de todo, él se fue.

Siete años más tarde sigue habiendo ciertas imágenes que lo asaltan cuando menos se lo imagina. Lo esperan en una esquina cuando entra a toda prisa en el departamento de Ingeniería del MIT a revisar el buzón del campus. Se agazapan detrás de su hombro cuando se inclina sobre un plato de arroz a la hora de la cena, o cuando se acurruca en los brazos de Ashima, por la noche. En todos los momentos importantes de su vida: durante su boda, cuando desde atrás sujetaba a la novia de la cintura y los dos tiraban arroz inflado a una hoguera, o durante sus primeras horas en Estados Unidos, cuando contemplaba aquella pequeña ciudad gris cubierta de nieve, ha intentado sin éxito ahuyentar esas imágenes de su mente; los vagones volcados, destrozados, desventrados, su cuerpo atrapado en uno de ellos, el horrible sonido que había oído sin comprender, sus huesos molidos como si fueran harina. No es el recuerdo del dolor lo que le persigue; de eso no conserva memoria; es el recuerdo de la espera, antes de que lo rescataran, el temor persistente que le subía por la garganta, el miedo de que no lo rescataran nunca. E incluso ahora sigue siendo claustrofóbico y aguanta la respiración en los ascensores, se siente enjaulado en un coche que no lleve todas las ventanillas abiertas. En los aviones pide siempre sentarse junto a la salida de emergencia. A veces, los llantos de los niños despiertan en él un miedo muy profundo y, de vez en cuando, todavía se aprieta las costillas para constatar que están bien soldadas.

Ahora, en el hospital, se las vuelve a apretar y niega con la cabeza, aliviado, poco convencido. Aunque es Ashima la que lleva el niño en el vientre, él también siente un peso, el peso de la vida, de la suya y de la que está a punto de salir de ella. A él lo criaron sin agua corriente, y a los veintidós años casi se muere. Vuelve a notar el sabor del polvo en la boca, ve el amasijo de hierros del tren, las enormes ruedas patas arriba. En teoría no debería haber sucedido todo aquello. Pero no, él sobrevivió. Nació dos veces en la India y luego, una tercera, en Estados Unidos. Tres vidas a los treinta años. Por eso da las gracias a sus padres, y a los padres de sus padres, y a los padres de éstos. A Dios no le da las gracias. Venera abiertamente a Marx y rechaza discretamente la religión. Pero hay otra alma muerta a quien debe estar agradecido: al libro no puede darle las gracias; el libro murió aquel día, como él, casi, se partió en trozos, durante las primeras horas de aquella madrugada de octubre, en un campo situado a doscientos nueve kilómetros de Calcuta. Así, cuando Patty entra en la sala de espera, en vez de dar gracias a Dios se las da a Gógol, el escritor ruso que le salvó la vida.