El corte en el dedo era profundo y tuvieron que darme docenas de puntos, pero no había daño en el nervio, de modo que curaría y dejaría una simple cicatriz. Nada más.
Mientras el médico me curaba, Gideon estaba a mi izquierda y mi madre a la derecha, con una mano sobre mi hombro. La pobre intentaba disimular, pero parecía angustiada.
Cuando el médico terminó, le dio instrucciones a mi madre sobre cómo limpiar la herida.
—Me gustaría que se quedara aquí media hora más. Luego podrán llevársela a casa. Voy a recetarle unos analgésicos… hay una farmacia al otro lado de la calle.
Cuando el médico salió de la consulta, mi madre se volvió hacia mí.
Me habían dado un calmante y yo tenía la cabeza embotada. Tenía sueño. Intenté concentrarme en lo que decía, pero no era capaz.
—No lo entiendo… ¿Por qué no me lo contaste nunca, hija?
Gideon se levantó.
—Me voy. Supongo que tendréis que hablar.
—No, mamá… ahora no puedo…
No quería que Gideon se fuera hasta que me hubiese dicho por qué estaba en la galería. No lo había visto hasta que tomó mi mano. ¿Por qué estaba allí?
—Te lo explicaré todo cuando te encuentres mejor —sonrió él, leyendo mis pensamientos, como siempre—. Llámame mañana.
—Lo haré.
Gideon se inclinó y me dio un beso en la frente.
—¿Te duele mucho?
—No.
—Te dolerá después. Pero no te preocupes. Tómate las pastillas.
—Lo haré.
—El otro dolor se ha ido, ¿verdad?
Yo no pude contestar, pero era evidente que hablaba de Colé. Del alivio que había sentido mientras destrozaba las fotografías. Estaba ya acostumbrada a que lo supiera todo sobre mí. Pero ¿qué iba a hacer con él? ¿Qué iba a hacer con aquel hombre que se me había metido en el corazón? Gideon no era libre…
¿Qué podía hacer?