Al día siguiente no fui a la tienda porque Grace me llamó a primera hora para decir que me tomase el día libre.
—Trabaja si te apetece, pero descansa un poco, por favor.
Trabajé durante todo el día, sin tomar un solo descanso, en un collage que había empezado antes de conocer a Gideon. Esa mañana ni me duché ni me vestí. Me puse una camisa vieja, encendí el estéreo y me concentré en el collage mientras escuchaba música clásica.
Pero me salió horrible, lo peor que había hecho en toda mi vida. De modo que, al final del día, tomé unas tijeras y lo corté en trocitos para que no quedase memoria del desastre.
A las seis de la tarde, eché un poco de vodka sobre cuatro cubitos de hielo y me senté en la cama, buscando algo interesante en la televisión. Encontré una vieja película, una de mis favoritas, El fantasma y la señora Muir, con Rex Harrison y Gene Tierney. Quería ver algo que me resultase familiar y que me impidiera pensar.
El telefonillo sonó a las siete y pensé que sería el chico de la pizza, que solía equivocarse de piso.
—¿Sí?
—Marlowe, soy Gideon.
Yo no dije nada, pero había sentido su voz en el estómago, en las piernas…
—Dime.
—¿Puedo subir?
—No.
—Ya me lo imaginaba. Voy a dejar algo aquí abajo para ti.
—Pero…
—Llámame, por favor.
Después de eso no oí nada más. Se había ido. Pero había dejado algo para mí. ¿Qué?
Me acerqué a la ventana y miré hacia la calle. No quería bajar al portal, no quería hablar con él. Ni siquiera quería ver su cara.
De modo que esperé unos segundos. Entonces lo vi salir del portal y quedarse parado en la acera, con el pelo movido por el viento…
¿Qué debía hacer? ¿Bajar? ¿Darle una explicación?
No.
Yo no podía hacer nada. Lo que debía hacer era dejarlo volver a su estudio, a Vivienne, a sus esculturas. No había sitio en su vida para mí y lo mejor era aceptar eso desde el principio.
Por fin, se volvió y empezó a caminar por la acera. Y yo me quedé mirando hasta que desapareció. Entonces apoyé la cabeza en el cristal de la ventana.
¿Vivienne y él sabrían alguna vez que ambos me habían contratado, que era yo quien escribía sus cartas? ¿Les importaría o se amarían de igual forma? ¿Se sentarían en la cama para tomar una copa y reírse de lo que habían hecho?
La escena aparecía en mi mente con toda claridad: la cama, las sábanas revueltas, el sonido de la música, las copas de vino sobre la mesilla… el olor y los sonidos de una pareja haciendo el amor.
Pero no podía imaginar a Gideon riéndose por lo que había pasado. No podía imaginarlo abrazándola, besándola…
La calle estaba vacía ahora, mas vacía que nunca quizá. Me puse unos vaqueros y bajé al portal para ver lo que Gideon había dejado para mí. Era una bolsa de plástico, pero no miré el contenido hasta que llegué a mi apartamento. Era una simple hoja de cuaderno con cuatro líneas:
Marlowe:
Sería una pena desaprovechar lo que hemos encontrado.
Gideon
Alargué la mano y toqué las letras con un dedo, como si lo estuviera tocando a él. Mi única carta de Gideon. Las únicas palabras que me había escrito después de todas las que yo había escrito para él.
Mis ojos se llenaron de lágrimas y me abracé a la bolsa. No lloraba por lo que había perdido sino porque al fin entendía que había escrito todas esas historias para Gideon, sólo para él. No estaba contándole lo que sentiría otra persona, sino lo que sentía yo.
Había escrito una historia sobre el sentido de la vista, otra sobre el oído y una tercera sobre el olfato. La siguiente debería ser sobre el sentido del gusto… y en la bolsa había una mezcla de frutas exóticas, queso, pan, frutos secos, miel de Provenza hecha con lavanda…
Cuando abrí el frasco casi podía oler el sol y las flores.
Y cuando saqué todo lo que había en la bolsa, descubrí que, envuelta en papel de plata, como un regalo olvidado, había una tableta de chocolate.
Triste y angustiada, me senté en el suelo con mis provisiones. Tocándolas, oliéndolas… de repente tenía hambre, estaba desesperadamente hambrienta y empecé a comer las frutas, la miel, el chocolate…
¿Qué habríamos hecho con toda esa comida? ¿Cómo la habríamos convertido en una historia erótica? Casi sin pensar, tomé una granada y la pasé entre mis piernas, confundiendo cruelmente a mi vulva, haciéndole creer que alguien la estaba tocando cuando, en realidad, no era así.
Pero mi estúpido cuerpo no entendía la diferencia.
Enseguida me humedecí. Mi cuerpo estaba esperando… ¿qué? ¿A Gideon?
Había estado con él una sola vez y mi piel y mi carne lo anhelaban.
Y yo sólo podía darles fruta.
No podía dejar de pensar en él, en sus ojos verdes, en el olor de su colonia, en el roce de su pelo entre mis piernas. Usando las manos, empecé a acariciarme, pensando que eran las suyas, con un ritmo que sería como el ritmo de su respiración. Si él estuviera aquí…
Imaginé su aliento en mi cuello.
Mi mano se movía cada vez más rápido y mi cuerpo respondía estúpidamente, anhelando la explosión, pensando que quizá eso podría saciar el hambre que no había saciado la comida.
Quería creer que Gideon estaba conmigo, que apretaba mis nalgas con sus manos, acercándome a él, que con la otra mano tocaba mi clítoris mientras su erección entraba y salía de mí… y mientras tanto no dejaba de susurrarme al oído cuánto me deseaba.
—Marlowe, déjame entrar. Hasta el fondo. Dime lo que sientes. Dime que te gusta.
Yo hice lo que me pedía y le dije lo que sentía. Le dije que me gustaba que me mordiese el cuello mientras me penetraba, que me gustaba que clavase los dedos en mi espalda, que aquello era lo más cercano a algo divino que había hecho nunca.
Lo oí responder, casi como si estuviera a mi lado: «Sí, es verdad, Marlowe».
Fue pensar que oía su voz lo que hizo que llegase al final. Pero mientras llegaba al orgasmo lloré porque estaba sola, porque Gideon se había ido. Porque nunca había sido siquiera una posibilidad.
Y me pregunté, al mismo tiempo, cómo era posible que sólo pensar en él pudiera hacerme sentir una pasión de la que me creía incapaz.