Capítulo 31

En casa, por la noche, empecé a pasear por el apartamento, mareada y sorprendida por lo que había ocurrido con Gideon en el parque.

Por fin, a las ocho, me hice unos huevos revueltos y una tostada… pero no podía comer. No tenía hambre. No dejaba de pensar en el beso, experimentando las mismas sensaciones que había experimentado mientras nos besábamos en el parque.

Por fin, dejé los huevos y decidí ver la película Sabrina, con Audrey Hepburn, que había visto por lo menos una docena de veces. Mientras veía la película, con el ordenador sobre las rodillas, escribía la historia para Gideon.

Esperaba que la película me distrajera, no conectar con lo que estaba escribiendo, pero no fue así.

No podría haber escrito aquella historia a mano, con una pluma, con la bata de seda que solía usar para hacerlo. No, habría sido demasiado doloroso.

Tenía que separarme de aquella mujer que yacía en la cama de flores. Tenía que apartarme de ella. No era yo, era otra. Era la pareja de Gideon. Más delgada que yo, más alta seguramente. Tendría un aspecto dulce, sin ese gesto un poco cruel que a veces veo en mi rostro cuando me miro al espejo. En sus ojos no habría el cinismo que hay casi siempre en los míos. Ella podía creer en la fantasía porque Gideon se estaba enamorando de ella. Y lo que había pasado en el parque conmigo no era mas que… ¿qué? Un desatino.

Terminé alrededor de las diez, pero no quise volver a leerla. De modo que la imprimí, la doblé en tres partes y la guardé en un sobre para enviársela a Gideon por la mañana.

Pero no la quería en mi casa. Era un estorbo, una molestia. Algo que no quería tener allí. De modo que tomé el bolso con el sobre y salí del apartamento.

Aunque era tarde, mi barrio estaba, como siempre, lleno de gente y de actividad. Soho, que antes había sido una zona aislada de Nueva York, era ahora un barrio de moda. No había nada que temer en aquellas calles abarrotadas, con cafés, restaurantes y terrazas. No, no era eso. Lo que me asustaba era aquel beso en el parque. O lo que sentí al besarlo.

Ese beso había sido una aberración momentánea.

Yo no pensaba dejarme engañar por la pasión de un hombre. Ni por la mía. El deseo es algo fugaz, pasajero, motivado sólo por un impulso físico. Pensar que era otra cosa sería engañarme a mí misma.

El estudio de Gideon estaba relativamente cerca, en la calle Broome, y no tardé nada en llegar. El edificio, de ladrillo rojo, tenía cinco pisos y parecía haber sido renovado recientemente.

Sintiéndome como una tonta de repente, me di la vuelta. Pero en la esquina, mientras esperaba que cambiase el semáforo, vi aparecer a Gideon. Evidentemente, volvía a casa.

¿Cómo podía desaparecer sin que me viera?

Demasiado tarde. Me había visto y se dirigía hacia mí con una sonrisa en los labios.

—Hola. ¿Ibas a tu casa?

—Sí —mentí yo, sin saber qué decir.

—Está cerca de aquí, ¿no?

—A unas manzanas, cerca de la tienda.

—Ah, sí, me lo habías dicho.

—Sí, claro…

Tuve que apartar la mirada, avergonzada de mi propia mentira.

—Esto es una tontería, Marlowe.

—¿Qué es una tontería?

—Que estemos aquí… como dos desconocidos. ¿Tienes que irte a casa ahora mismo?

—No…

—¿Por qué no subes un rato a mi casa?

—No, es mejor que no.

—Quizá fuera lo mejor, sí. Pero yo quiero que subas y tú también. Venga, te invito a una copa. Y te enseñaré mi obra, de paso.

Quizá si no hubiera mencionado su obra habría sido capaz de decirle que no, pero estaba deseando verla… pensando que quizá podría averiguar algo más sobre aquel hombre. Además, con un poco de suerte sería horrible. Sí, tenía que serlo. Porque ya no había gente que estudiara su trabajo de verdad, que pusiera en él todo lo que era, todo lo que sentía.

De modo que ir a su casa no sería un peligro.

Unos minutos después, Gideon abría una puerta de metal con tres candados.

—¿Tres?

—Sí, es el estudio de un amigo mío… que es un poquito exagerado.

Lo primero que vi cuando abrió la puerta fue una habitación llena de gente. Cuando encendió la luz, comprobé que eran estatuas de bronce. Tres mujeres, tres hombres. Todos desnudos.

La superficie de cada estatua brillaba como un espejo y tuve que acercarme para tocarlas. No era lo que yo había esperado. Pensaba que haría abstractos, objetos extraños, ya que ésa era la moda en la escultura desde los años 90. Pero no, Gideon esculpía personas, seres humanos. Había un hombre mayor, un niño, una mujer embarazada…

Era el trabajo de un verdadero artista. Casi, casi me pareció una revisión de Seis personajes en busca de autor, la famosa obra de Pirandello, hecha en bronce.

—¿Quieres una copa de vino? —preguntó Gideon.

—Sí, gracias. ¿Cómo se llama?

—La exposición se llama Imágenes. Cada escultura tiene un número, pero no les he puesto nombre.

Yo seguía mirándolas, sin saber qué decir.

—Me han sorprendido —dije por fin—. No esperaba algo tan… fuerte.

—¿Por qué?

—Pues… en fin, tú sabes lo bueno que eres, ¿no? Que te lo diga yo sería una tontería.

—Sé que lo que dice mi trabajo es lo que yo quiero decir y sé que hay gente que lo entiende. Sabía que tú lo entenderías, por ejemplo. Pero intento no preocuparme de si soy bueno o no. Prefiero que eso lo digan los demás.

—¿Por qué?

—No puedo dejar que la opinión de los demás me afecte. En cuanto creas algo tienes dos opciones: puedes sentirte satisfecho porque has hecho algo que te salía de dentro o juzgarte a ti mismo dependiendo de que tengas éxito o no.

—Pero eso es lo que marca la diferencia en cómo se va a percibir tu obra. De eso dependen el éxito y el fracaso.

—A mis ojos, no.

—¿Tan fuerte eres, tan seguro de ti mismo?

—Si quieres llamarlo así…Yo creo que tengo claro lo que debo hacer para sobrevivir como artista.

—No sé si entiendo la diferencia.

—Marlowe, yo necesito crear. Esto —Gideon señaló el grupo de esculturas— es lo que me hace sentir vivo. Así que tengo que protegerme. Si dejara que me influyese la opinión de los demás sería como polucionar mi trabajo. Hay gente cuya obra admiro mucho, en los que confío y cuya opinión me importa. Pero un crítico cualquiera o un extraño que mira mi trabajo por primera vez, sin conocerme, sin haber visto el resto de mi obra… Alguien que mira una escultura mía dependiendo de sus propios prejuicios, de sus propios gustos… No, no puedo dejar que eso me afecte.

—Te envidio —le dije—. Y te admiro, la verdad.

Había estado a punto de hablarle de Colé. Sobre su trabajo y sobre su deseo de admiración. Sobre su traición para conseguir ser transgresor, provocador. Quería contarle a alguien en qué situación me estaba poniendo mi hermanastro y cuánto me preocupaba lo que diría mi familia cuando se enterasen de lo nuestro. Nadie lo sabía. Había mantenido el secreto durante todos esos años.

Lo que más me molestaba era que Colé me hubiese engañado para que fuera alguien que no soy en realidad. Me había seducido para que hiciera un papel que no era el mío. Yo había aceptado tontamente y ahora iba a tener que enfrentarme con las consecuencias.

—Tienes secretos ¿verdad? —sonrió Gideon.

—Todo el mundo los tiene.

—Desde que era pequeño, yo he querido tener un amigo con secretos.

—¿Por qué?

—Qué respuesta tan curiosa. ¿Por qué?

—No sabía qué decir.

—¿No? ¿O es que no sabías si debías decir lo que estabas pensando?

—¿Nunca tienes una conversación normal, sin jeroglíficos?

—Intento no hacerlo. ¿Te gusta aburrirte? —rió Gideon, ofreciéndome una copa de vino.

—Es mejor que sufrir.

—No, no lo es. Y tú lo sabes.

Yo tomé un sorbo de vino. Era rico, afrutado. Delicioso.

—¿Qué clase de secretos querías que tuvieran tus amigos?

—La clase de secretos que se tiene cuando uno se ha arriesgado en la vida.

—¿Y lo has conseguido? ¿Tienes amigos con muchos secretos?

—No hasta que te conocí.

Yo intenté sonreír, pero me había puesto colorada. Gideon rió. Una risa fuerte, impenetrable.

—Mira, Marlowe, no se me da bien la duplicidad. Lo que pasó en el parque es algo de lo que me alegro. Quería besarte… quería algo más que eso. El resto de mi vida… lo que no conoces, no es como tú crees. Necesito que confíes en mí.

—Pero tienes una relación con otra persona.

—Sé que piensas que no sé lo que hago. Pero no es así. Necesito que me des un poco de tiempo.

Yo asentí con la cabeza. No sabía qué decir. Algo que me pasaba a menudo con Gideon.

—Me gustaría seguir trabajando contigo… si te encuentras cómoda.

—¿Quieres que siga escribiendo historias?

—Sí, dos más. Como habíamos planeado. Al final, todo saldrá bien. Te lo prometo.

—Sí, claro. Podemos olvidar el asunto del beso como… como si hubiéramos estado embriagados por el olor de las flores.

—¿Aunque los dos sepamos que no es verdad?

—No te entiendo.

—Dame el día de hoy… esta noche. Mañana seguiremos escribiendo historias.

Yo supe antes de que lo hiciera lo que iba a hacer.

Y no me aparté. Aquello era un interludio, un intermedio. Algo que yo deseaba aunque sabía que no debería desearlo.

Aquel beso fue más complicado que el primero. No fue tan ligero, tan fácil. No fue tan sencillo. No había sol calentando nuestra piel, ni gente alrededor. Era un beso que me hizo sentir… perdida. No a su mereced, sino a la mía. Porque había conocido aquel sentimiento muchos años atrás. Y sabía que era imposible luchar contra él, que era adictivo.

Ahora tenía miedo. No de Gideon, sino de mí misma y de mi falta de control. Tenía miedo de que «ella» hubiera vuelto y de no saber qué hacer si encontraba placer en esta noche.

Fui yo quien se apartó. La que se alejó de el. Y, mirando por la ventana, fui yo la que puso las reglas:

—Tenemos que escribir dos historias. Creo que eso es lo que deberíamos hacer, no esto. Ni ahora. ¿Te parece bien?

—Sí, claro —contestó Gideon. Pero no pidió disculpas por lo que había pasado—. Pero cuando termines con las historias me gustaría que posaras para mí. Me gustaría esculpir tus secretos.

—¿Crees que podrás encontrarlos?

—Sí.

—Yo creo que no. Y me parece que no debería posar para ti. No soy una buena modelo.

—¿Por qué dices eso?

—Tuve una mala experiencia.

—Conmigo podría ser diferente.

Sabía que no estábamos hablando sólo de posar. Pero daba igual.

Yo no quería contarle mi pasado… ni pensar en ello.

Pero quería alejarme de esos ojos verdes y de su voz profunda que, como el viento, me había hecho perder el rumbo.