Capítulo 29

El distrito de las flores abre muy temprano, antes que las demás tiendas de Nueva York. En el centro de Manhattan hay docenas de puestos a los que los floristas, propietarios de tiendas y restaurantes y otros profesionales acuden cada mañana para elegir entre cientos de flores diferentes.

Cuando llegué, a las ocho en punto, hacía una mañana preciosa, aunque inusualmente calurosa para el mes de mayo. Me quité el jersey negro para atármelo a la cintura, pero la camisa blanca y los pantalones caquis empezaban a pegarse a mi cuerpo.

Vi a Gideon antes de que él me viera a mí. Estaba cruzando la calle, mirando de un lado a otro, despacio, fijándose en las personas con la que se cruzaba. Había visto a mi madre y a mi padrastro mirar así muchas veces. Es el ojo del artista. Mi mentora, Kim Cassidy, incluso llevaba un cuadernito en el que hacía dibujos a todas horas. Hiciera lo que hiciera después profesionalmente, yo siempre había pensado que esos dibujos hechos a toda prisa eran sus mejores trabajos.

—Este sitio es asombroso —me saludó Gideon, ofreciéndome una taza de papel—. Capuccino, ¿verdad?

—Sí, gracias. Muy amable.

—Yo soy así, un chico amable —sonrió él—. Además, aprecio en mucho la vida.

—¿Por qué dices eso?

Gideon se remangó un poco la camisa para mostrarme una profunda cicatriz que tenía en el brazo.

—Tuve un accidente de coche y estuve mucho tiempo en el hospital, preguntándome si iba a perder la mano… la idea de no volver a esculpir me volvía loco. Esa experiencia me cambió por completo.

—Ya me imagino.

—Pero soy demasiado obstinado. No pensaba rendirme.

—Eso está muy bien.

—A veces, pero no siempre. Esa obstinación ha ido conmigo toda la vida. A veces para bien y otras no tanto… No soy capaz de acomodarme a las circunstancias. Por eso me fui de Cornell. Yo y mis estúpidos principios.

—¿Qué pasó?

Gideon soltó una carcajada.

—El rector decidió reducir las exigencias para los estudiantes de dibujo y yo me puse como loco. Me negué a seguir dando clases hasta que volviesen a imponerse las normas de antes porque me parecía un robo… No lo hicieron, de modo que me marché —me explicó, encogiéndose de hombros—. Bueno, ¿dónde están esas flores?

En uno de los puestos había tulipanes de varios colores. Tulipanes holandeses de tallo muy largo y tonos muy suaves que casi parecían las cortinas antiguas de un viejo cháteau. Eran flores elegantes, sofisticadas, y los ramos eran grandes, opulentos.

Pero los tulipanes no tienen olor, de modo que seguimos adelante. Compramos un ramo de fragantes lilas y otro de jacintos, con un aroma más exótico. En una esquina encontramos lirios, las flores de Pascua, las que, según la historia, perfumaban el aire el día que Cristo resucitó. Pero cuando respiro su aroma, yo no pienso en una resurrección. Pienso en María, buscando consuelo en su belleza. En la madre de un hombre llorando y en esas lágrimas, que se convierten en su propio olor.

También compramos rosas, claro.

—¿Qué flores le gustan a tu novia?

—No lo sé.

—¿No lo sabes?

—Es que no la conozco tan bien. ¿No te lo había dicho?

Me habría gustado que explicara eso. ¿Cómo podía estar tan obsesionado con ella si no la conocía? Aunque a mí eso no debería importarme, claro.

—No quiero hablar de ella, Marlowe. Pero dime qué flores te gustan a ti.

—Las peonías blancas.

Gideon tomó un ramo y se acercó a la vendedora para pagar.

—¿Qué mas necesitas?

Si notó mi sorpresa, no lo demostró.

Estuvimos quince minutos más en el mercado, paseando entre los puestos de flores, comprando hasta que ya no podíamos cargar con más.

—Espero que no vayamos muy lejos. Las flores me dan alergia —nos dijo el taxista.

—¿Adónde vamos? —preguntó Gideon.

Yo no tenía ni idea. ¿A mi casa? ¿A la suya? ¿Adónde podíamos llevar las flores? Y entonces se me ocurrió; el sitio perfecto.

—La entrada a Central Park desde la calle Setenta y nueve —le dije al taxista.

Veinte minutos después, Gideon me seguía mientras lo llevaba por un largo camino hasta un pequeño lago donde los niños jugaban con sus barquitos. Frente a él estaba la estatua de Hans Christian Andersen, el famoso escritor de cuentos infantiles.

Ése era mi destino.

Nos sentamos en la hierba, rodeados de flores, y estuvimos un rato en silencio.

—Éstas son para ti, no para la carta —dijo Gideon.

¿Pensaba seducirme con flores?, me pregunté. Recordaba la primera vez que me había fijado en las peonías, en Vermont. Eran de color rosa y Colé las había cortado en el jardín y me las había llevado a la habitación por la noche, cuando todos estaban dormidos. Me había desnudado sin decir nada, la única luz, la de la luna que entraba por la ventana. Luego, una a una, había ido colocando las peonías sobre mi cuerpo, cubriéndome con ellas, vistiéndome con ellas. Por fin, cuando no podía verse ni un solo centímetro de mi piel, me sonrió.

—Tan bonita como un retrato.

Fue entonces cuando todo empezó.

Cuando hicimos el amor esa primera noche, nuestros cuerpos aplastaron las flores. Por la mañana, cuando intenté formar un ramo, comprobé que estaban todas aplastadas, pero guardé los pétalos en un sobre. Durante muchos años.

No importaría que tomase esa historia prestada para Gideon, pensé. Ya no sentía nada al pensar en ella y, al menos, podía usarla para algo práctico. Quizá, recreándola para él, podría recuperar lo que había hecho que las flores fuesen tan hermosas esa noche, podría redimirlas y redimirme a mí misma a la vez.

—¿Dónde estás?

—¿Eh?

—Te has ido otra vez.

Yo tuve que sonreír.

—Estaba pensando cómo empezar.

—Cuando quieras —sonrió Gideon.

Le conté la entrada del amante a la luz de la luna en la habitación, cómo colocó las flores sobre su cuerpo hasta taparla entera…

—Ella está dormida, soñando con un jardín. Querría respirar el perfume de las flores, apretar los pétalos contra su piel para que le hicieran el amor a sus poros. Querría ahogarse en ellas como se ahogaba en los besos de su amante, tragárselo para que se convirtiera en parte de ella…

No me di cuenta de que había cerrado los ojos hasta que los abrí. Y entonces lo primero que vi, lo único que vi, fue el rostro de Gideon. Sus ojos verdes clavados en mí.

—No pares —dijo con voz ronca.

—Tú la veías dormir. Veías la expresión de su rostro —seguí, sin darme cuenta de que no estaba utilizando la tercera sino la segunda persona—.Y cuanto más la mirabas, más querías tocarla. No sólo con las flores, sino con los dedos, con la lengua.

Entonces sentí un escalofrío. Había cruzado la raya. Era como si estuviera gritando esas palabras. Como si me hubiera quitado un pesado abrigo y pudiese respirar por fin.

—Ella está cubierta de flores y tú vas a despertarla, pero no quieres dejar de ver esa expresión suya. Porque nunca antes has visto a una mujer así. Desprevenida, inocente, sin saber que está siendo observada, mostrando en su rostro un deseo que es, seguramente, el mismo que tú sientes. No un deseo tímido, vulgar, sino un anhelo profundo que no es ni masculino ni femenino. Es, sencillamente, un sentimiento verdadero.

»Has colocado las ultimas lilas sobre sus hombros y cubres sus pechos de rosas como si fuera un collar de rubíes. Lo que has dejado para el final son las peonías. Las flores blancas, puras. Pero ella está absolutamente cubierta de flores… salvo entre las piernas.

»Una de las peonías esta más abierta que las demás y ésa es la que eliges. Lentamente, te inclinas para acariciarla con ella entre las piernas. La rozas como si fuera una pluma, la aplastas contra ella.

»Tu propio cuerpo responde y quieres apartar todas las flores y colocarte encima, pero no lo haces porque hay algo que deseas mucho más.

»Ella abre los ojos. Pero tú no la ves. Estás mirando entre sus piernas, estás mirando la flor que aprietas sobre su vulva. Luego te la llevas a la nariz. Y entonces respiras profundamente. Respiras el aroma de la flor y el aroma de ella. La flor huele como la vulva de la mujer y eso es lo que te hace perder la cabeza… el perfume es más potente que el de las rosas y las lilas. Es más potente que el de los jacintos y el jazmín.

»Ella ve eso en tu cara. Y es entonces cuando se entrega a ti.