Capítulo 28

No estaba segura de lo que iba a sugerir para el capítulo del olfato hasta que volvía a casa por la tarde y pasé frente a un hombre que llevaba en la mano un ramo de flores.

¡Flores, claro! ¿Por qué no centrarse no solo en un aroma sino en la abundancia de olores?

Le había dejado el mensaje a Gideon en su contestador y le di la dirección del sitio en el que nos encontraríamos al día siguiente.

En la cama, unas horas después, pensé en la mujer para la que escribía esas historias.

Intentaba imaginarla, pero no podía hacerlo porque no sabía absolutamente nada de ella. Sólo conocía a la persona por la que se sentía atraída… o de la que estaba enamorada: Gideon.

Yo había estado enamorada. De maneras diferentes, de dos hombres. Me habían gustado algunos otros, pero sólo ellos dos habían despertado en mí una emoción profunda. Aunque eran absolutamente opuestos, y lo que sentía por ellos completamente diferente.

El primero era un huracán. Me dejé llevar, incapaz de controlar lo que sentía. Me desnudaba y hacía que sintiera cada centímetro de mi piel, cada terminación nerviosa de mi cuerpo. Estando con él no tenía ganas de comer, de dormir, de ver a nadie más. No había nada tranquilo en las emociones que sentía cuando estaba con Colé. Y no había nada que pudiera imaginar no hacer con él. De modo que las hice todas. Sin vergüenza alguna, me abrí para él, como el tronco de un árbol partido por un rayo, mostrando su centro sin pudor alguno.

Él tomó lo que yo le ofrecía sin preguntarse jamás si era por mi bien o no. Colé quería lo que yo quería… o eso pensaba yo. Desde luego, lo que me daba era precisamente eso: su deseo.

A mí me emocionaba saber que nada de lo que yo hiciera, o dijera, podría turbarle o asustarle. Cuanto más buscaba dentro de mí misma para sorprenderlo, más le gustaba. Se lo di todo; todo lo que podía ofrecerle a un hombre.

Diez años después, nada era lo mismo. Enamorarme de Kenneth fue como remar en un lago, los dos juntos. Era como sentir el calor del sol en la cara. Pero mi reflejo en el agua era sereno y el agua era clara, limpia. Kenneth era un descanso. Con él podía olvidar la chica que había sido, la que se desnudaba y abría las piernas y la boca para el chico larguirucho del que no se cansaba nunca. Estando con Kenneth, no pensaba en esa chica. Me olvidaba de ella como uno se olvida de una herida que deja una pequeña cicatriz sin importancia. Yo adoraba a Kenneth por lo que podía ser con él… alguien a quien la pasión no le hacía sufrir.

Entonces no sabía que estaba fingiendo.

Después de todo, cambiamos. Nos convertimos en otras personas dependiendo no sólo de las experiencias que hayamos tenido sino por lo que sabemos que no queremos repetir en el futuro. Y yo no tenía suficiente valor como para ser una versión madura de la adolescente que había sido, la que no entendía el concepto de vergüenza… ni la idea de la traición.

Me di la vuelta en la cama entonces y empecé a pensar en Gideon. ¿Cómo sería con la mujer a la que estábamos escribiendo esas cartas? ¿Qué le habría escrito ella que le hizo decidir empezar con esta aventura? ¿La conocería bien? ¿La conocería de arriba abajo, de dentro afuera? ¿Habría memorizado su sabor, el olor de su piel?

Casi podía verlo, con el flequillo cayendo sobre la frente, sus ojos verdes clavados en ella, tomando su cara entre las manos…

Eso me hizo sentir algo que no había experimentado en mucho tiempo. El deseo, el anhelo de estar con un hombre.

¿Quién sería ella?

¿Qué le escribía a Gideon?

¿Qué añadiría él a las historias para hacerlas más personales, más perversas, más prometedoras, mas dulces, más lujuriosas, más amorosas?

Luego, mientras me quedaba dormida, me di cuenta de que ninguna de esas preguntas importaba. Sólo había una cuya respuesta necesitaba saber:

¿Por qué me importaba tanto todo eso?