Dos días después, el martes por la mañana, tomé el metro para reunirme con Gideon. Y como iba temprano, me bajé en la calle Setenta y dos para pasear por la Quinta Avenida.
A mi izquierda estaba Central Park, con sus árboles cubiertos de hojas verdes y lleno de flores, que perfumaban el aire de la ciudad a pesar del humo de los coches y los autobuses.
Por supuesto, sabía que iba a encontrarme con Gideon, pero cuando lo vi en los escalones del edificio, inmóvil, con el pelo al viento, sentí un escalofrío.
Era algo visceral. Mi cuerpo reaccionaba al verlo enviando mensajes a mi sistema nervioso, haciendo que quisiera correr hacia él. Pero no sabía por qué.
El Metropolitan es un edificio impresionante. Más grande y más hermoso que cualquier otro museo que haya visitado nunca, salvo quizá el Louvre. Pero a mí me encanta el Met porque está en mi ciudad. Un edificio que algunos encuentran frío a mí me parece maravilloso. Era como un palacio al que yo siempre iba para buscar inspiración.
Nunca iba al Met con otras personas. La contemplación del arte es algo que necesito hacer sola para pasear a mi propio ritmo o pasar de largo cuando algo no me interesa.
Pero allí era donde le había dicho a Gideon que debíamos encontrarnos.
—Es por aquí —le dije, llevándolo a través del enorme vestíbulo hasta la iglesia medieval… al menos así era como yo llamaba a la sala de techos altos que tenía docenas de estatuas y una elaborada puerta de hierro forjado que antes había pertenecido a una catedral española.
Caminamos en silencio, como si de verdad estuviéramos en el interior de una iglesia. Luego seguimos hasta una sala en la que había armaduras europeas. Aquélla era una zona del museo que yo no había visitado en mucho tiempo. A la entrada de una de las galerías giré a la izquierda hasta una zona medio escondida. Aunque el Met estaba lleno de gente, en aquella especie de antesala no había nadie.
Ante nosotros había un dormitorio palaciego. En el centro, una cama cubierta de damasco rojo. El dosel era muy antiguo, elaborado por artistas europeos cientos de años atrás.
Era una cama muy lujosa, una cama en la que una podría tumbarse y quedarse allí durante días y días. Se podría vivir en aquel lujoso lecho. Que alguien te llevase la comida y la bebida, emborracharse con vino dulce, comer higos y fresas, echarse la siesta, hacer el amor, despertar, tomar chocolate caliente…
Era una cama en la que una debía tumbarse con batas de seda confeccionadas a mano. Una cama que te invitaba a quedarte el tiempo que quisieras, que prometía que no había un sitio mejor; una cama en la que podía crearse un mundo alejado del mundo real, en la que sólo podía haber placer o dulces sueños. Cuando apoyases la cabeza sobre la almohada, lo único importante sería sentir los labios de un hombre sobre los tuyos.
—Siempre he querido esconderme aquí para poder dormir en esta cama cuando cerrasen el museo.
—Ya me imagino —sonrió Gideon.
Eso me sorprendió. Me sorprendió que pasara tiempo haciéndose una imagen de mí, imaginando lo que podría o no gustarme. Desde el día de la playa, había intentado no pensar en él. Me preocupaba pensar en Gideon demasiado.
A la izquierda de la cama había un espejo muy antiguo, forrado en pan de oro. Estaba colocado de tal forma que no sólo podía verse la cama sino la habitación entera. Gideon y yo estábamos reflejados en el espejo.
¿Qué pensaría la gente si nos viera allí?
Sentía curiosidad. ¿Qué imagen ofreceríamos? Siempre he pensado que uno puede esconder lo que es cuando le interesa. Que cualquiera que mirase las fotografías que me había hecho mi madre o las fotos de Colé, no me conocería mejor. Seguiría siendo una desconocida porque me contenía cuando miraba una cámara.
Pero, de repente, no estaba tan segura.
Y eso me preocupó.
Gideon miró el techo, en el que había querubines pintados, como celebrando la idea del amor sagrado y carnal, y dejó escapar un suspiro.
En ese momento, entró una señora con un niño de la mano. La mujer le dijo a su hijo que mirase el techo.
—Nunca había visto tantos niños sin pañales —rió el crío.
Gideon seguía estudiándolo intensamente hasta que, unos minutos después, la madre y el niño desaparecieron, dejándonos solos otra vez.
—¿Puedes imaginar cómo sería hacer el amor en esta habitación? —me preguntó, sin dejar de mirar los querubines.
Yo no contesté. A mi lado, en la pared, había una placa conmemorativa y decidí leerla. La habitación, decía, había pertenecido a un palacio del siglo XVI en Venecia. Luego había una historia corta sobre los propietarios del palacio y las costumbres de la época.
—En el espejo —empecé a decir, casi sin darme cuenta— ella se desnudaría y él la observaría mirándose a sí misma mientras el sol se pone, envolviéndolos a los dos en un brillo anaranjado.
Gideon se volvió hacia mí y sentí el calor de sus ojos, pero no lo miré.
—Ella no se volvería, por mucho que quisiera hacerlo… se mira a sí misma. Su objetivo es seducirlo y sabe cómo hacerlo. Toda su energía y su entusiasmo están puestos en eso. Su poder está en no tener poder. Él quiere que se desnude y ella obedece. Porque el acto le excitará. Saber que él la mira, que está completamente enardecido observándola, es el incentivo que necesita.
—¿Por qué están aquí? —preguntó Gideon de repente.
—El hombre la ha traído para mostrarle la habitación, que él mismo ha diseñado. Es una habitación de la que se puede entrar y salir a través de una entrada secreta. Ella es su amante y lleva más tiempo siéndolo que las demás. Y él la recompensa con esta habitación porque sabe que la hará feliz. Y él es feliz sabiendo que puede dejar una cena con su familia o un baile para reunirse con ella sin que nadie lo sepa… a través de un corredor secreto. Las demás personas, parientes o invitados, siguen haciendo lo de siempre y nadie tiene por qué saber, nunca, que ellos dos están aquí.
«También es conveniente para ella porque está casada. Los matrimonios son arreglados por razones políticas o económicas en esta época y los asuntos del corazón son aceptables mientras sean clandestinos.
»Él está orgulloso de la habitación. Es la más hermosa de Venecia. Trajo a un escultor de Roma para crear esta cámara mágica. Y aunque también ella piensa que es preciosa, está hipnotizada por lo que ve frente al espejo. No puede dejar de mirarse, de mirarlo también a él, observándola. Nunca se había visto ruborizada de esa forma, de modo que también es una sorpresa para ella…
—No…
—¿Qué?
—No pares —dijo Gideon—. Los estás viendo. Los estás viendo a los dos. Has desaparecido como hiciste en la playa.
—Esto es complicado.
—Quieres decir que se está volviendo demasiado erótico.
Yo me encogí de hombros.
—Pero esta vez te ha sido más fácil —insistió Gideon.
—¿No te había demostrado que podía hacerlo? ¿No es suficiente que hayas visto la habitación? Quiero irme a casa para escribir la historia.
—Pero entonces yo no sería parte de ella, no habría contribuido en absoluto. No puedo enviar una historia de la que no sé nada —protestó él—. Tengo que saber lo que vas a escribir, Marlowe. Además, ¿qué te importa que se vuelva erótica tan pronto? Para eso te he contratado, ¿no?
—Sí, claro…
Pero me daba vergüenza. Había una diferencia entre crear estas fantasías en mi casa y hacerlo en voz alta delante de él. Que lo hubiera hecho una vez no significaba que tuviese que volver a hacerlo.
—Hay tres posibles localizaciones para el sentido de la vista. Ahora que sabes en qué dirección va ésta, ¿no te gustaría ver las demás?
Gideon negó con la cabeza.
—No, cuéntame más sobre esta pareja. Quiénes son, por qué están aquí.
Yo dejé escapar un suspiro.
—Él es un príncipe veneciano y ella es su amante. Los dos están casados y tienen que verse de forma clandestina. Ésta es la primera noche que pasan en la habitación… escapándose de un baile de máscaras. Había casi mil personas vestidas de seda y terciopelo en el salón de baile, pero él ha huido por el oscuro corredor para encontrarse con ella, con su amante. Nadie se ha dado cuenta, nadie lo echa de menos por el momento.
»Ella, que ha llegado a la habitación gracias a un mapa que él le envió a través de un mensajero, lleva un traje muy escotado, de damasco, mostrando gran parte de sus pechos como era costumbre en la época. La habitación está iluminada por velas. Cuando entra, lo ve frente a la ventana. A la luz de las velas, puede ver que él lleva una máscara de seda negra y sólo la parte inferior del traje. Tiene un aspecto peligroso y muy atractivo. Su torso está desnudo y su piel brilla… como si hubiera llegado corriendo.
»Ella alarga una mano para tocarlo, para comprobar que es real. Sobre la mesa, al lado de la ventana, hay una botella de vino y dos copas. También ella lleva una máscara, del mismo color azul que el damasco de su vestido. Con la copa de vino en la mano, se acerca al espejo y se mira, inclinando a un lado la cabeza, mientras su amante envuelve su cintura con los brazos, levantando una mano para acariciar sus pechos.
»Luego levanta una mano y le quita las horquillas del pelo, dejando que caiga por su espalda, suelto, perfumado con el más fino perfume francés. Él respira profundamente. Ella puede sentir su cuerpo, su torso, el duro estómago, el bulto de su erección bajo los pantalones apretando sus nalgas. Se echa hacia atrás para sentirlo… una acción discreta.
»Él no puede estar seguro de que lo haya hecho a propósito, pero se excita aún más. Ella es joven y no se guarda nada. Siente una quemazón en el bajo vientre. Él no es su primer amante, está casada, pero es el primero que le ha dado auténtico placer.
»El hombre, loco de deseo, entierra la cara en su pelo. Y ella lo mira en el espejo, esperando. La espera es una tortura deliciosa. Apretando las piernas, lo observa mientras le desabrocha el vestido y descubre sus pechos, sus pezones oscuros y anchos. Lo que le fascina es ver sus manos acariciándolos, cómo se ponen erectos ante el mero roce de sus dedos. No es su cuerpo, o el de él, es la imagen lujuriosa lo que la lleva al borde del orgasmo. Es el deseo que puede ver en sus ojos, clara, vívidamente. Se ha convertido en una voyeur.
»Él nunca ha conocido a nadie que lo excite más. Observa cómo sus pezones se ponen erectos al tocarlos y eso lo hace sonreír. Es la prueba de que no está fingiendo… como lo hacen otras mujeres. Ella se pasa la lengua por los labios. Él piensa lo hace para hacerle imaginar otros labios, para sugerir que están tan abiertos, tan húmedos. Entonces ella agarra sus dos manos para que tire hacia abajo del corpiño, dejándola completamente denuda de cintura para arriba. Entre sus pechos brilla una esmeralda, colgando de una cadena de oro. El contraste entre el verde profundo y la piel blanca es tan artístico como si lo hubiera pintado Caravaggio.
»Ninguno de los dos ha hecho nunca el amor frente a un espejo, pero eso es lo que él le dice que van a hacer. Es la seducción a través de la vista. Verlo tocándola, verla tocándolo. Ella no se dará la vuelta. Él le quita la máscara mientras la penetra para ver su cara, para ver su expresión cuando la llene… ella abre la boca para dejar escapar un gemido mientras lo siente, duro y ardiente, mientras se mueve dentro de ella. Mientras mira su cara, él mira la suya y cuando el placer hace enrojecer sus mejillas los dos amantes ven, a través del espejo, cómo llegan al orgasmo.