Capítulo 15

La sirena del barco volvió a sonar y Gideon y yo volvimos la cabeza al mismo tiempo. La playa empezaba a cubrirse de niebla. Bajo mis pies, la arena era más fría que unos minutos antes.

—Se acerca una tormenta. Y rápido —dijo él.

—¿No deberíamos volver?

—Aún no.

—¿No?

—Aún no estás inspirada. Estamos paseando para encontrar ideas y en cuanto las encuentres, volveremos.

Las olas golpeaban la playa con fuerza, la espuma blanca moviendo las caracolas y las piedras como si fueran intrusos en su camino, para depositar otras nuevas, bañadas por el mar.

Unos metros más adelante vi una caracola rosada, redonda y terminada en punta, como un pezón. Cuando le di la vuelta, comprobé que tenía una honda y laberíntica cavidad en su interior.

Estaba inspeccionándola cuando Gideon me señaló otra. Miré alrededor entonces y vi que había muchas, de diferentes colores.

Para entonces mi pelo se estaba rizando por la humedad y la niebla casi nos impedía ver las casas que rodeaban la playa, como si estuviéramos mirando a través de un cristal opaco.

Empezaron a caer algunas gotas, pero no les prestamos mucha atención. Estábamos demasiados preocupados buscando caracolas.

Recogimos casi una docena. Perfectamente formadas, cada una diferente a las otras, algunas de color rosa, otras doradas, otras de un blanco inmaculado.

—Escucha —dijo Gideon, poniendo una sobre mi oreja.

Podía oír el rugir del océano dentro de la cavidad. El mismo sonido que llegaba del mar, frente a mí. Tuve que sonreír.

Y entonces oí algo… no estaba segura de haberlo oído de verdad. Quizá lo había imaginado. Y que lo hubiera imaginado me enfureció más que haberlo oído de verdad. Una caracola no puede susurrar un nombre. Pero mi imaginación sí. Y el nombre que estaba susurrando era un nombre que yo no quería oír.

—¿Qué te pasa?

—Es desconcertante que parezcas saber tanto sobre mis sentimientos. ¿Cómo lo haces?

—¿Preferirías que me diera cuenta pero no dijese nada?

—Eso no importa. Lo que importa es que lo sabes. Quiero saber cómo lo haces.

—No sé leer los pensamientos si eso es lo que quiere decir —sonrió Gideon—. Es que tienes un rostro muy expresivo. Tus ojos pasan del color topacio a un marrón aburrido cuando algo te preocupa. Y te salen arruguitas en la frente. Se ve todo en tu cara.

Yo asentí con la cabeza. Eso era lo que solía decir mi padrastro.

—¿Te ponías una caracola en la oreja cuando eras pequeña?

—Sí.

—Yo entonces pensaba que eran mágicas.

—Y yo pensaba que era mi padre quien ponía el sonido dentro de ellas.

—Mi padre y yo las llevábamos a casa y él me enseñaba sus nombres en latín.

—¿Cómo se llama ésta? —le pregunté.

Gideon soltó una carcajada.

—Siempre haces eso. Antes lo has hecho también, en el coche. Cada vez que la conversación se vuelve demasiado personal, cambias de tema.

—¿Ah, sí?

—No quieres hablar de ti, ¿verdad?

—Eso no tiene nada que ver.

—Claro que sí. Porque si hablamos de mí, podríamos acabar hablando de ti. Y eso es lo que intentas evitar.

—Pero es que tú no tienes por qué saber nada de mí —protesté yo—. Se supone que voy a escribir unas cartas para ti, nada más.

—Pero ahora no estamos hablando de esas cartas. Hemos estado juntos en el coche durante una hora y media… dos personas conduciendo sin nada que hacer más que charlar. Pero no has contestado ni a una sola de mis preguntas.

Gideon había empezado a caminar otra vez y yo lo seguí. Me gustaba concentrarme en cómo mis pies se hundían en la arena. Aunque hacía fresco, la temperatura era tolerable. Y era evidente que se acercaba el verano.

—¿Por qué? —me preguntó entonces.

—¿Por qué tienes que saber cosas sobre mí?

—Porque siento curiosidad.

—Te llevarías una desilusión.

—No lograrás que cambie de tema poniéndote sarcástica —replicó Gideon.

—¿Cómo que no?

—¿Por qué haces eso?

—¿Por qué quieres saber cosas sobre mí?

—Esto se te da muy bien —rió Gideon.

Fue el sonido de su risa, combinado con el ruido de las olas golpeando la playa y lo que había oído en la caracola, lo que me dio una idea para la primera carta. Pero tendría que explicársela a él. Y eso no era tan fácil.

—¿Y si…?

—¿Qué?

—Imagina que una mujer está paseando por la playa y oye la risa de un hombre… Un hombre al que conoce pero al que no ha visto en mucho tiempo. Incluso le sorprende recordar el sonido de su risa. Mira alrededor, pero no lo ve por ninguna parte.

Gideon asintió con la cabeza.

—Sigue.

—Ella está sola, tumbada sobre una toalla. Medio dormida. El sol se ha ocultado y es casi de noche. Cuando oye la risa, no está segura de si es real. Podría ser que la repentina desaparición del sol la hubiera despertado, podría haber estado soñando…

—¿Y qué pasa después?

—Pues… no lo sé. Yo no trabajo así —suspire yo—. Suelo hacerlo en casa, sola.

—No espero que escribas la carta aquí mismo —contestó Gideon—. Eso es demasiada presión. Imagino que pocos artistas pueden crear mientras los están mirando. Pero quiero que lo hablemos… para poder comentar, para poder indicarte en qué dirección debes ir. Sólo tienes que relajarte, Marlowe.

—Estoy relajada —contesté yo, de todo menos relajada.

Pero no era eso lo que quería decir. En realidad, quería ponerme a gritar. Quería decirle que no podía hacer eso, que era demasiado incómodo. Que era un reto demasiado grande para mí. Que me ponía nerviosa y a mí no me gusta estar nerviosa.

Mientras tanto, seguimos paseando.

Mientras tanto, él seguía en silencio.

Gideon solía estar en silencio. Largos silencios que hacían juego con su lento caminar. Debía de hacerlo a propósito, pensé. Para ser provocativo. Para mostrar sus largas piernas, su estilizado cuerpo.

Respiré entonces profundamente, tragándome el olor del mar. Estaba a punto de decir que aquello no podía funcionar, pero me imaginé volviendo a mi apartamento, sentada frente a la mesa con mi collage… el que era sobre Colé, quisiera yo admitirlo o no. Sabía que si rechazaba el encargo de Gideon, lo que me estaba pasando con Colé me comería viva. Las noches serían interminables hasta que llegase el día de la exposición.

Esperar sería peor sin nada que hacer.

Además, tenía que pensar en el dinero. Gideon me pagaría un total de setecientos dólares por las dos primeras cartas y, si salían bien, habría tres más. Más de dos mil dólares en total.

No podía decirle que no. Era mucho dinero y me hacía falta. Sólo tenía que recordarme a mí misma que había hecho cosas más complicadas en la vida y había pasado más vergüenza de la que podría pasar con Gideon.

—Ella mira alrededor buscando al hombre —dije entonces—. Pero no lo ve. No hay nadie más en la playa. Sólo el mar, la arena y ella. Y entonces, mezclada con la risa, oye una voz que la llama. La voz llega de muy lejos…

Era doloroso. Como ir pisando descalza sobre piedras y sabiendo que, aunque doliese, era el único camino. Así que me volví hacia Gideon.

—Si ése te parece un buen comienzo, empezaré a trabajar esta misma noche.

—Pero no sé adonde lleva.

—Mañana te enviaré un borrador, pero ahora tenemos que irnos. Está empezando a llover.

—La tormenta aún tardará en caer.

—Pero yo necesito tiempo… y concentración.

—Improvisa —sugirió él—. Como si fuera un collage. Elige otro objeto y mételo en la historia. Si no compartes esta parte del proceso conmigo, no saldrá bien.

—Pero…

—Tengo que estar involucrado, Marlowe. Si no, será un engaño.

—Es muy difícil.

Él negó con la cabeza.

—No. Para ti no es difícil, estoy seguro.

—¿Cómo lo sabes?

—He estado observándote. Tu voz sonaba calmada y tu rostro también lo parecía. Te brillaban los ojos y estabas absolutamente concentrada, de modo que no es difícil para ti.

—Pero…

—No eres exactamente lo que pareces —me interrumpió él—. Por ejemplo, me miras bajando un poco los ojos. Al principio pensé que estabas coqueteando, pero no es eso. Te estás escondiendo. O, al menos, parte de ti se está escondiendo. Y luego hay otra parte de ti que quiere luchar contra esa timidez.

Lo único que me apetecía menos que escribir una historia para él era oírlo hablar sobre mí. De modo que me di la vuelta y empecé a caminar hacia la casa.

—¿Qué pasa después? —insistió Gideon.

—Ella recoge unas caracolas y las coloca en la toalla. Las lava en el mar y se queda asombrada por su color. Parecen hechas con cristal de Tiffany. O pintadas por Monet. Se coloca una en la oreja…

No sabía qué seguía después, pero cerré los ojos, dejando la mente en blanco… intentaba olvidarme de Gideon, de mi trabajo, de todo. Levanté la caracola que llevaba en la mano y me la puse en la oreja.

Lo que oí era imposible. Esta vez no era simplemente un nombre, sino palabras completas. Juntas. Con un significado.

—Primero oye el ruido del mar —dije, sin abrir los ojos—. Y luego otra cosa, la voz de un hombre. Es la voz del hombre que reía… La voz que susurraba su nombre está dentro de la caracola. Oye su propio nombre con una voz que suena como si estuviera en el agua, sumergida. Le dice que debe tumbarse en la arena, cerca del agua. Le dice que cierre los ojos.

Pero ella no entiende de dónde llegan esas órdenes. Mira alrededor, pero sigue estando sola en la playa… Tiene que ser una broma, alguien le está gastando una broma, piensa. El hombre repite las instrucciones, amablemente pero con determinación. Usa su nombre, le promete que no le hará daño, que será muy suave, que será maravilloso.

Seductoramente, la empuja con su voz. Ella sabe que lo más inteligente sería no dejarse llevar, luchar contra esa voz… sin embargo, hace lo que le pide.

Entonces pude ver el resto de la historia. Prácticamente la veía delante de mis ojos. Pero no pensaba ponerla en palabras delante de Gideon. Había llegado al límite.

—No pares.

—No puedo imaginar el resto —mentí. Él no dijo nada—. Gideon, de verdad, es demasiado complicado hacerlo así…

—¿Por qué?

—Es demasiado erótico.

Él empezó a reír, pero su sonrisa me sonó como un insulto.

—No, Marlowe. No me estoy riendo de ti —me dijo, de nuevo como si leyera mis pensamientos—. Me río porque lo que has dicho es gracioso. Te he contratado para que escribas historias eróticas y ahora me dices que te da vergüenza.

—Sí, bueno, de acuerdo. Voy a decirte lo que pasa después. La voz que oye en la caracola va a seducirla. Ella hará lo que le pide y…

—No, así no. Por favor. Sigue como antes. Cuéntamelo.

Lo había dicho en voz baja, casi como una súplica. Y yo no pude negarme.

—No te preocupes, te acostumbrarás.

—No estoy tan segura.

Cerrando los ojos, volví a concentrarme en la historia. Ojalá Gideon Brown fuese un hombre feo, desagradable. Ojalá no se pareciera al noble del cuadro en el Metropolitan. Ojalá sus ojos no fueran tan elocuentes, ojalá su voz no fuese tan masculina.

—Me gusta escucharte. La historia es muy seductora, pero es algo más que eso… nunca había visto a nadie crear de esta forma. Las frases salen de ti… a mi no me da vergüenza, Marlowe. Y a ti tampoco te la dará, te lo prometo.

Colé también me decía que no me daría vergüenza, que nada de lo que hacíamos era para humillarme. Kenneth me dijo que podría aceptar mi pasado si le contaba la verdad.

Después de esas experiencias, ¿debía creer en lo que decían los hombres?

Sin embargo, sí creí la promesa de Gideon.

¿Cómo era posible?

Quizá podía hacerlo. Quizá si cerraba los ojos y me dejaba llevar le contaría el final de la historia sin pasarlo mal, sin sentirme avergonzada. Al fin y al cabo, no era mi pasión la que estaba describiendo. Sólo era una historia inventada.

—La voz del hombre es muy insistente. Una vez tumbada sobre la arena, con los pies en el agua, él le susurra que se quite el bañador. Y ella lo hace, mirando alrededor para comprobar que sigue sola en la playa. El aire frío hace que se le ponga la piel de gallina, pero sólo durante un segundo porque está acalorada. Como si el aire a su alrededor se hubiese vuelto caliente, como si alguien estuviera echándole el aliento.

»Y entonces la voz le dice que abra las piernas. Ella obedece, sin cuestionar la orden. Al hacerlo, escucha un suave gemido. Debe de ser el sonido de una ola rozando la arena de la playa o el viento soplando sobre las hojas. O el suspiro de satisfacción de un hombre satisfecho que ha conseguido a la mujer de sus sueños. «No te muevas, quédate quieta», le dice la voz. Y ella espera, escuchando el sonido de las olas. El agua roza sus tobillos, los muslos, las caderas, metiéndose entre sus piernas, mojándola por todas partes.

»De repente, es como si el mar acariciase su piel desnuda. No hay nada humano en esa caricia, no es como ser tocada por un hombre… pero las sensaciones son muy parecidas a las que sentiría si un hombre le estuviera haciendo el amor. «Soy yo dentro de ti», le dice la voz. «¿Puedes sentirlo? Esa sensación soy yo».

»Ella está demasiado aturdida como para contestar, pero no tiene que hacerlo. Él entiende lo que siente sólo con mirarla, con escuchar sus gemidos, viendo cómo cierra los puños sobre la arena. Y le susurra algo… una última frase… la frase que ella había estado esperando.

—¿Cuál es la frase? —me preguntó Gideon.

No contesté. Era algo demasiado íntimo. Y mientras narraba la historia estaba horrorizada conmigo misma.

No había precedentes para aquello. Nunca había hablado de una fantasía sexual con un desconocido. Eso requería una valentía de la que yo carecía por completo.

O, más bien, de la que yo carecía ahora. Una vez la tuve, pero fue mucho tiempo atrás, cuando era una adolescente, cuando este tipo de acto sexual descarado era algo normal para mí.

Pero esto era diferente, ¿no?

Esta historia no tenía nada que ver conmigo. Gideon me pagaba por escribir una carta amorosa… o por imaginarla, por el momento. El hombre para el que lo hacía no era mi amante. Era un cliente.

—Sigue —dijo él entonces.

—«No te muevas, deja que te haga esto», le dijo la voz —seguí yo—. «Quiero que lo sientas. Cierra los ojos, siente el agua, el viento. Son mis labios, mis manos. La arena que hay debajo de ti es mi cuerpo».

»La diferencia entre un hombre real y su amante de agua es que él no espera nada. No está esperando que lo excite, que lo divierta, que lo enardezca… y ése es un lujo que ella no ha conocido nunca.

Me detuve entonces. Sabía lo que pasaría después y sabía también que no sería capaz de describirlo en voz alta. Gideon estaba mirándome y, seguramente, esperaba que no me atreviera. Por un momento, me sentí aliviada. Estaba invitándome a callar, a terminar con aquella tortura.

Y entonces me enfadé. Estaba furiosa con él. Como si me hubiera obligado a llegar hasta allí para abandonarme después. Gideon no creía que pudiese hacerlo.

Y no podía.

No. No era por eso por lo que estaba enfadada.

Era culpa de Colé.

Me daba igual que Gideon tuviera o no fe en mí. Lo que pasaba era que aquella historia era sobre mí.

Era casi como si mi hermanastro hubiera sido enviado por Gideon para provocarme, para demostrar que él no tenía la culpa de nada, que lo que pasó entre nosotros era culpa mía por ser demasiado audaz, demasiado indulgente, por no saber contener mis pasiones. Que yo era la fulana y Colé no se había aprovechado de mí. Que todo lo que había pasado entre nosotros pasó de mutuo acuerdo.

Entonces era la fulana y ahora seguía siéndolo.

Pero Gideon no había sido enviado por nadie. Ni siquiera conocía a Colé. Gideon era un extraño. Y no me había excitado. Esta historia no se me había ocurrido porque me sintiera atraída por él. No era él. En absoluto.

Y no era mi debilidad lo que la había engendrado. Mis reacciones habían sido sinceras y limpias. Fue lo que Colé había hecho con ellas lo que las ensució.

Un día lo demostraría. Un día encontraría la manera de castigar al hombre que me había vuelto loca, que había cambiado quién era yo, haciendo que este momento fuese mucho más difícil de lo que debería ser.