A las diez me desvestí y me puse la bata de seda granate que Grace había encontrado para mí en una tienda de antigüedades de Broadway. Yo no me había fijado, pero Grace vio la bata colgando de una percha y decidió que tenía que llevármela. Normalmente, no me gusta la ropa usada. Aunque el diseño era precioso, pensar que otra persona hubiera llevado esa prenda me hacía sentir un poco incómoda…
No quería que mi ropa tuviera la historia de otra mujer.
Pero la bata aún tenía la etiqueta puesta.
¿Cómo era posible que no la hubiesen vendido en tantos años? Eso era un misterio. ¿Habría sido un regalo que una mujer no quiso aceptar? ¿Habría sido comprada por una mujer para ponérsela durante un viaje que nunca hizo?
Pero era una preciosidad, por eso decidí aceptarla. No soy supersticiosa, no tengo talismanes, pero cuando voy a escribir la historia de otra persona, me pongo la bata, sintiendo la caricia de la seda sobre mi piel, y me siento frente al escritorio dispuesta a pasar varias horas escribiendo historias de amor para un extraño. Horas que solía ocupar viendo la televisión, leyendo, durmiendo o estando con Kenneth.
Tenía dos rituales: escribir siempre con la bata puesta y escribir a la luz de una vela. La misma vela de sándalo que había iluminado mi pelea con Kenneth.
Yo no soy sentimental. Todo era parte de un proceso. La luz de la vela hacía que fuese más fácil perderme en aquel mundo de amantes.
No me parecía un trabajo. Y eso era una muerte. Otros artistas amigos míos tenían tediosos trabajos en oficinas, en tiendas o en restaurantes, como camareros. Yo podía fantasear con la vida amorosa de los demás. Pero requería esfuerzo; el esfuerzo que solía poner con Kenneth, primero amándolo y luego llorándole. Era un alivio poder poner todo eso en las cartas. Y aunque eran escritas para extraños que me pagaban por hacerlo, seguían siendo muy privadas.
Hasta esa noche, no había pensado de esa manera. Pero Gideon me había hecho verlo de forma diferente. Y no sabía si eso me gustaba. Si empezaba a darme vergüenza lo que escribía, fracasaría por completo. Y además del dinero que me aportaba, no quería perder aquella vía de escape.
El proceso empezaba eligiendo una pluma. Cada pluma era diferente y elegir una era como el primer paso de una mujer cuando decide qué ponerse para seducir a su amante. ¿Un sujetador de encaje negro? ¿Uno de seda rosa? ¿Una camisola de satén amarillo y nada más?
La pluma que eligiera marcaría el tono de la carta.
Aquella noche no sabía si decidirme por una pluma marrón de Mont Blanc, una exótica Waterman Serrisima curvada como el pene de un hombre o una antigua, de oro, que no tenía cartucho y había que mojar en el tintero cada tres o cuatro frases. Elegí ésa.
La siguiente decisión era el color de la tinta, como la decisión de dejarse el pelo suelto o hacerse un moño para mostrar el cuello. Para la historia de aquella noche, elegí un azul oscuro con un toque granate, el color de la mermelada de moras.
Elegir el papel era como elegir las sábanas con las que hacer la cama. No sólo quería sábanas limpias, también sabía que el color y el dibujo eran un patrón de comunicación. ¿Blanco, como contraste a una pasión desenfrenada? ¿O con un dibujo de flores que inspira un romance tierno?
El papel que coloqué sobre la mesa era grueso, de un azul muy pálido.
Las opciones se volvían más complicadas después de eso. Elegir las primeras palabras era como mirar a alguien al otro lado de una habitación. Elegir una frase evocadora, como dar un beso con la boca abierta. Formar una frase que pudiera emocionar al lector era como abrirse para la penetración. O llevar a tu amante hasta tu boca.
La punta de la pluma desaparecía en el tintero como un nadador tirándose de cabeza a un lago de aguas azules. Cuando el resto de la tinta resbalaba de nuevo hacia el tintero, empecé a escribir:
El coche estaba esperándola cuando llegó a la calle.
Había obedecido todas sus instrucciones y llevaba un vestido largo de terciopelo negro que él había elegido. Era de cuello alto, sin mangas, pero con un gran escote en la espalda y una abertura a un lado que llegaba hasta el final del muslo.
Él había sido muy específico. Debía llevar medias de seda, sujetas con un liguero. El que él le había comprado. Sin sujetador, sin bragas.
Era un juego bobo, pensaba ella mientras iba del edificio al coche, notando el roce de la brisa en su espalda desnuda. Sintió un escalofrío entonces. Era otoño y debería haberse puesto un abrigo, pero él había sido muy explícito. Nada de abrigo.
El chófer salió para abrirle la puerta. Llevaba un uniforme de color gris perla, gorra de plato y guantes blancos. Murmuró «buenas noches», pero ella apenas lo miró mientras subía a la limusina, donde la esperaría su amante.
No estaba allí, sin embargo, y eso la defraudó. Pensaba que él la estaba observando desde el coche. Eso le habría gustado.
No, no había estado observándola. No estaba allí.
En cambio, había una mujer.
Gaia la miró, sorprendida.
Enseguida se dio cuenta de que la otra mujer también llevaba los brazos desnudos y también llevaba el pelo suelto. Pero los parecidos iban más allá. El vestido negro de terciopelo era idéntico. El color de su pelo, también. Y el corte. Los ojos de la extraña estaban pintados del mismo color que los de Gaia. El carmín de los labios era el mismo que ella usaba: el color de sus pezones.
¿Sería también el color de los pezones de la extraña?
Incluso el perfume que usaban era el mismo… un extraño aroma que su amante compraba para ella en una oscura tiendecita de París; una perfumería que hacía sus propias fragancias.
—¿Sabes adónde vamos? —le preguntó.
Quería hacerle otras preguntas. Quería saber por qué estaba allí, quién era, por qué no parecía sorprendida al verla.
La mujer no contestó, pero le ofreció una copa de champán de la botella de que había en un cubo de hielo. La desconocida bebió de su copa… haciendo el mismo gesto que Gaia.
Era increíble, parecía su hermana gemela, como si estuviera mirándose en un espejo. Se preguntó entonces hasta dónde llegarían los parecidos y miró, casi sin darse cuenta, los pechos de la mujer. Incluso ocultos por el vestido de terciopelo, parecían del mismo tamaño.
Ella vio que la observaba y sonrió.
—¿Sabes lo que está pasando? —insistió Gaia, nerviosa, aprensiva. Excitada. Podía sentir el satén del forro del vestido rozando su piel desnuda.
Como respuesta, la mujer se inclinó hacia delante hasta estar a unos centímetros de su cara, tan cerca que podía oler no sólo su perfume sino el aroma de su cuerpo.
Era fascinante mirar una cara tan parecida a la suya.
Pero entonces la mujer se inclinó un poco más y la besó en los labios. La presión era exquisita y la textura suave, como la carne de un melocotón. Era el beso más delicado que le habían dado nunca. Luego sintió la punta de una lengua muy suave rozando sus labios, penetrándola suavemente.
Gaia no se apartó, aunque el beso había sido completamente inesperado. Era demasiado… interesante. De modo que eso era lo que sentiría si se besara a sí misma, pensó. Pero era más que eso y ella lo sabía. Aquello era algo que había deseado durante mucho tiempo, que había soñado desde siempre.
Ahora sabía por qué había otra mujer en el coche.
Su amante se la había enviado como regalo. Para hacer realidad su fantasía.
Una tarde, tomando chupitos de ron en una de las playas del sur de Miami, Gaia y su amante, derrumbados en tumbonas, se habían contado sus secretos sexuales. Gaia le había contado que antes de conocerlo prefería darse placer sola porque muy pocos hombres sabían lo que tenían que hacer.
«Y cuando juegas contigo misma», le había preguntado él, «¿en qué piensas? ¿Cuál es tu fantasía?».
«¿En serio?», le había preguntado ella. Porque nunca se lo había contado a nadie.
Él había reído, asintiendo con la cabeza. Y Gaia le había contado que no pensaba en nadie; se miraba al espejo. Le gustaban sus gestos cuando se acercaba al orgasmo. Levantaba la mano y la miraba frente al espejo, húmeda de sus propios fluidos. Le contó que ver eso le excitaba aún más.
Le había contado que fantaseaba con hacerse el amor a sí misma y allí estaba. A su lado, en el coche.
¿Cómo sería alargar la mano y tocar los pechos de aquella chica, sentir su mano entre las piernas?, se preguntó.
Y se preguntó también si tendría valor para hacerlo. Para aceptar su regalo y llevarlo hasta el final.
Pero no tuvo que hacer nada. Porque la mujer tomó su mano y la llevó hasta la abertura de su vestido, dejándola allí. Y luego puso sus propias manos entre las piernas de Gaia y empezó a acariciarla suavemente.
Mientras tanto, seguía besándola… los labios, el cuello… Gaia sentía sus labios húmedos y las manos entre sus piernas.
La lengua de la desconocida rozaba su cuello como una mariposa.
Luego oyó el sonido de una cremallera.
Y sintió el frío en su piel.
La desconocida, su reflejo en el espejo, había bajado la cremallera de su vestido y estaba acariciando sus pechos con el pelo, sin tocarlos con los dedos o los labios, cuando Gaia pensó en el chófer.
Era difícil levantar la cabeza, obligarse a sí misma a prestar atención a otra cosa que no fuera la sensación del roce de su cuello. Pero le molestaba. Estaba dispuesta a hacer lo que fuera con la extraña, pero no podía hacerlo delante del chófer. No quería que un hombre presenciara aquello. De modo que miró hacia el espejo retrovisor para ver si estaba observándolas.
Sus ojos estaban allí, esperándola, con un brillo burlón. Philip no había contraído un chófer para aquella extraña excursión.
Era él mismo quien conducía.
De modo que cuando los labios de la mujer buscaron sus pechos, Gaia abrió las piernas y miró hacia abajo, viéndose a sí misma, sintiendo a otra, y cuando le llegó la primera ola de placer, en lugar de contenerlo y tragarse el gemido, lo dejó escapar.
Sabía que haría un círculo, como el orgasmo parecía estar naciendo dentro de ella, y que ese círculo incluía al hombre que conducía el coche.