No podía irme a casa. Aún no. Si lo hacía, no dejaría de pensar en Colé y en sus fotografías, en nuestra pelea, en la exposición. De modo que fui a Efímera. Aunque no tenía que trabajar aquel día, Grace se alegró de verme.
—¿A que debemos tan inusitado placer?
Yo me encogí de hombros.
—Nada especial.
—Venga, cuéntamelo.
Por un momento, me pareció oír a Kenneth diciendo esa misma frase y eso me entristeció aún más.
—No es nada. Bueno, es Colé.
—¿Por qué no me cuentas…?
—Grace, te quiero mucho, pero no insistas porque no voy a contártelo. No pienso hablar de Colé.
—¿Entonces?
—Es que he tenido una conversación con Jeff… y me ha puesto enferma. Y no quiero oír hablar de perdón ni de obligaciones para con la familia ahora mismo.
Ella me miró con esa expresión suave y preocupada que pone cuando nota que estoy angustiada por algo, me pasó un brazo por los hombros y me llevó a su oficina. En cuanto estuvimos sentadas en el sofá, empujó un platito con chocolatinas hacia mí.
Grace es una experta en chocolates. Al menos una vez por semana, me saca de mi oficina y damos un largo paseo hasta una pastelería en la calle Dieciocho para tomar chocolate con pastas. No chocolate en polvo, sino el bueno, el que se hace con cacao derretido y leche. Las chocolatinas que me ofrecía en aquel momento tenían trocitos de avellana y eran de una tienda aún más exclusiva, La Maison du Chocolat, que estaba en la calle Cuarenta y Nueve, donde todo costaba tanto dinero que era una extravagancia. Imposible de resistir, claro.
De modo que tomé una chocolatina y dejé que se derritiera en mi boca. La mastiqué. Y luego desapareció, lo cual fue una pena. Miré el platito y estuve a punto de tomar otra chocolatina, pero conseguí controlarme. Aquella cosa era adictiva.
—¿Mejor? —me preguntó Grace.
—Si fuese una cura de verdad y no sólo una distracción temporal…
—¿Qué ha pasado?
—¿Podemos dejarlo en que, de nuevo, acabo de ver una prueba de que mi hermanastro es un fotógrafo excelente y un egoísta asqueroso?
Grace asintió con la cabeza y pasamos media hora charlando e intentando no comernos todas las chocolatinas… pero fracasamos.
Cuando la tienda se llenó de clientes, yo volví a mi oficina y me dispuse a trabajar, intentando que el enfado con Colé no pudiera conmigo.
El proyecto en el que quería trabajar ese día requería un papel de arroz especial, de modo que fui al almacén a buscarlo.
Abrir cajas y cajas fue como una terapia. Quitaba grapas con los dedos, sin preocuparme de que me destrozaran las uñas, y arrancaba cinta adhesiva que parecía pegada con cemento.
Una de las cajas estaba llena de cintas de terciopelo. Unas tres docenas de rollos en tonos pastel. Olvidando el papel de arroz, saqué las cintas y las coloqué en medio del almacén, creando una pequeña torre. Azul cielo, azul oscuro, azul pavo, azul china, rosa pálido, rosa oscuro, rosa del tono de las zapatillas de las bailarinas de ballet… Esa combinación de colores era como una nana y consiguió relajarme.
Luego, cuando encontré por fin el papel de arroz, volví a mi oficina con un par de pliegos y unas cintas de terciopelo, mucho más tranquila que antes. Mucho más tranquila que cuando salí de la oficina de Jeff, por ejemplo.
Abrí la puerta. La habitación, sin ventana, estaba esperándome. Pequeña, abarrotada de proyectos a medio terminar y suministros de todas clases. Daba igual. Era un espacio que no tenía conexión alguna con nada ni con nadie y yo era libre para trabajar sin ser bombardeada por fantasmas. Los muertos o los que seguían viviendo.