Nada me salía bien. Había cortado kilómetros de cinta buscando el efecto adecuado, pero no lo encontraba. Usé las tijeras para cortar la cinta de color azul cobalto… pero no conseguía que el corte quedase desflecado como pretendía. Tenía que entregar aquel collage la semana siguiente y no estaba segura de poder hacerlo. Llevaba tres semanas trabajando en el diseño, pero no conseguía hacerlo bien. Casi estaba, pero le faltaba algo.
Cada dos o tres meses Jeff Harding, el director de arte de una editorial, me encargaban la ilustración de una portada. Y esta vez me había dicho que no podía esperar, tenía sólo tres semanas.
Y yo no quería meter la pata. Los trabajos que Jeff me ofrecía estaban muy bien pagados y eran más creativos que escribir cartas normales. Además, Jeff y yo éramos amigos y no quería decepcionarlo.
Nos conocimos años atrás, cuando él y mi hermanastro iban juntos a la universidad. Entonces estaba siempre en casa y para todos era casi un miembro más de la familia. Y fue gracias a Jeff, muchos años después, como conocí a Kenneth.
Esta cubierta era para una novela llamada Agua suave, sobre una mujer americana que se muda a Venecia, atraída hasta la ciudad por su amante con objeto de restaurar famosos cuadros que él posee… para descubrir luego que todo es falso.
En parte una historia de amor y en parte una novela de misterio, el libro me había entusiasmado. Pero eran más de las dos de la mañana y necesitaba dormir un poco. Y lo haría, cuando descubriese qué fallaba en mi diseño.
Bostezando, me estiré un poco, doblándome luego para rozar el suelo con los dedos. Los puños de la camisa de hombre que llevaba rozaban el suelo y me la remangué. Era una vieja camisa de Kenneth de la que me había apropiado. Tenía manchas de pegamento y purpurina en las mangas y un agujero donde debería haber estado el cuarto botón.
Luego me dediqué a pasear por el apartamento, intentando averiguar qué fallaba en aquella ilustración.
Primero encendí las luces del dormitorio y apagué la de la cocina. Luego le di una patada a un montón de revistas para meterlas debajo del sofá y moví una caja de pinturas del sillón para poder sentarme.
Vivía en un loft de trescientos metros cuadrados que antes había sido una sección en el quinto piso de unos almacenes que fabricaban cuentas de vidrio. A menudo encontraba trozos de cristal entre las maderas del suelo. El espacio estaba dividido en áreas que incluían un salón, una cocina y un dormitorio, separados por una estantería llena de libros.
Cuando lo alquilé, imaginé que podría convertirlo en mi hogar y poco antes de que Kenneth muriese habíamos hablado de arreglarlo. No habíamos llegado muy lejos, desde luego. Seguía pareciendo el estudio de un artista: tres tableros de madera apoyados en borriquetas seguían dominando lo que podríamos denominar el salón. La mesa que Kenneth y yo habíamos comprado, imaginando cenas encantadoras a la luz de las velas, era donde colocaba viñetas e ilustraciones que recortaba de revistas. Ahora mismo había montones de fotografías de mujeres, todas de espaldas. Una de ellas iría en la portada de la novela.
Había cajas vacías en las esquinas, algunas de madera, otras de cartón, y frente a las paredes, estanterías llenas de papeles, ilustraciones y artefactos con los que trabajar.
El espacio bajo la ventana de mi dormitorio estaba lleno de proyectos ya terminados, libros y volúmenes de poesía que usaba para buscar citas interesantes. Al otro lado de la cama, un montón de libros que esperaban su turno para ser leídos.
Había cosas por todas partes.
El único sitio en el que no había nada era bajo la ventana del salón, desde la que podía ver un gran trozo de cielo y a la gente que paseaba cinco pisos más abajo.
Esa noche podía ver la luna escondiéndose detrás de las nubes. Pero no era fácil ver estrellas desde allí; había demasiadas luces.
Con la frente apoyada en el cristal de la ventana, miré la calle Spring. Un taxi pasaba en aquel momento.
¿Qué fallaba en mi diseño?
Cerré los ojos y cuando volví a abrirlos vi a una pareja de la mano, dando la vuelta al bloque, hacia Broadway.
Cuando llegaron a la esquina se pararon un momento en el semáforo. Bañada en la luz verde, la mujer levantó la cara y él inclinó la cabeza. Se besaron y, desde donde yo estaba, fue como si la música que sonaba en mi estéreo, un jazz de los años treinta, marcase cada uno de sus movimientos.
No había razón para que siguiera mirando. Ni razón para que me apartase.
Las manos del hombre se movían lánguidamente sobre la espalda de ella, sobre sus hombros. Luego, con una repentina fiereza, agarró su trasero, apretándola contra su cuerpo en un movimiento que era menos amoroso que desesperado.
Yo contuve el aliento, preguntándome como reaccionaría ella, si se apartaría… pero no, se apretó contra el hombre.
El semáforo se puso en rojo, pero la pareja no se movió. Parecían sentirse solos en el universo. No había para ellos otros olores que los de su piel, ni más sonidos que los de sus besos y sus susurros. Palabras que habrían sonado vacías si no fuera por el contexto de brazos y labios apretados.
Más.
Por favor.
Tus labios.
Tú estás loco.
Tócame.
Oh.
No, eso era mi imaginación. Estaba colocando mi historia en sus acciones. No sabía lo que se estaban diciendo, ni lo que estaban sintiendo.
Abrazados, permanecieron en la esquina durante un rato hasta que la mujer tiró de él hacia uno de los edificios. Para la gente que pasaba por la calle eran invisibles, pero no para mí. Me alegraba por ellos, me alegraba que hubiesen encontrado un lugar en el que esconderse.
Ella tenía la espalda apoyada contra la pared de ladrillos, y se dejaba caer sobre su torso, con los brazos alrededor de su cuello. Él metió la mano bajo la cinturilla de su falda vaquera…
Sin pensar que alguien pudiera estar viéndolos, la chica se levantó la falda y empujó hacia delante. El hombre maniobró… no estaba segura, pero me pareció que se bajaba la bragueta y la penetraba.
Sus suaves embestidas eran el movimiento de una danza sexual. Movían las caderas, sin dejar de besarse, empujando cada vez más rápido…
Conteniendo el aliento, apreté la pelvis contra el alféizar de la ventana, sin dejar de mirarlos, viviendo su placer en mi cabeza.
Me había acostado con algún hombre tras la muerte de Kenneth. Incluso había disfrutado, a mi manera, con alguno de ellos, pero no anhelaba a nadie, no me había sentido tan atraída por ninguno de ellos como para hacer el amor en la calle, en una esquina. Ni siquiera con Kenneth había sentido algo así.
La pasión abrumadora y el deseo enloquecido tenían su sitio en las novelas o en las historias que escribía para mis clientes. Pero eso eran fantasías. No me imaginaba que pudiera pasarme a mí.
Para sentir había que vivir. Requería un exhibicionismo del cuerpo y de la mente, desnudar algo más que la carne. Había que abrirse ante alguien y mostrar lo que hay dentro de ti para sentir pasión. Y eso era algo a lo que yo tenía miedo… ya antes de conocer a Kenneth.
Salvo durante mi primera relación de verdad con un hombre, nunca había conseguido mezclar mis fantasías con la realidad. Entonces, con mi primer amante, vivía el erotismo sin ningún problema. Dando y recibiendo libremente. Pero habíamos roto cuando yo tenía diecinueve años y durante los últimos diez había una gran diferencia entre lo que imaginaba y lo que vivía.
Mis sueños estaban llenos de deseo, de pasión, de placer. Pero cuando estaba con un hombre de verdad me volvía tímida, estrecha, seca. Preocupada.
Las cartas e historias que escribía me llenaban por completo. Y no pasaba nada. No todo el mundo conseguía mezclar sus deseos con sus realidades, su imaginación con sus acciones.
Me aparté de la ventana, dejando a la pareja subiéndose braguetas y bragas, y cuando me di la vuelta entendí, de repente, cuál era el problema con la portada de la novela. Necesitaba unos amantes. Dos sombras abrazándose en la noche…
Ya no solía pensar en Kenneth, ni lo echaba de menos. Pasaban semanas sin que me acordase de él. Ya no lloraba como antes ni me preguntaba qué habría sido de nosotros. Pero la portada para la novela que tenía lugar en Venecia me lo había devuelto… a él y a su muerte. Y allí, sola, en medio de la noche, sentí melancolía.
La portada me había hecho pensar en lo que perdí al perder a Kenneth.
Al menos, eso era lo que creía.