Tres meses más tarde 16 de mayo, 2006
—¿Se ha hecho daño?
Yo levanté la mirada para ver al hombre que me hablaba. Tenía el pelo oscuro, ondulado, unas facciones fuertes y barba. Eso fue todo lo que vi.
Me había hecho un corte en la mano y mis reacciones eran más lentas de lo normal Entonces miré las manos del hombre, que intentaba ayudarme. Tenía marcas de antiguas cicatrices…
Pero me dolía la herida e hice un gesto de dolor. Tenía un corte semicircular en la palma y me salía sangre.
—Vamos, deje que la ayude —dijo él, con una voz que sonaba como el viento a través de un cañón. Fuerte, evocadora, decidida. Y preocupada.
En la palma de una de las manos tenía un corte semicircular muy parecido al que yo acababa de hacerme.
¿Cómo podía ser? Sugería algo portentoso, pero yo no creía en el destino ni en fantasías de ese tipo.
No estábamos en un mundo de fantasía sino en la ciudad de Nueva York, en el Soho, en Broadway, entre la calle Prince y la calle Spring, dentro de la tienda en la que trabajo, que se llama Efímera. Vendemos todo tipo de papeles, cintas, bolígrafos, cajas, diarios, pegamento, cuadernos, artículos de papelería, artículos de decoración, cintas para regalo, telas para pintores, caballetes… en fin, un poco de todo.
Grace, la propietaria, mi jefa y amiga, y yo, solíamos debatir sobre el tema del destino mientras tomábamos un capuccino en Dean & Delucca. Y ella siempre intentaba convencerme de que debía prestar atención a las señales que me enviaba el universo.
Mujer eternamente optimista, Grace ama con una exuberancia que yo encuentro envidiable y me siento agradecida de ser la receptora de ese amor. Ella cree en la magia, en varias religiones, en la parapsicología y en el poder curativo del chocolate y el buen vino.
Su creencia en la predestinación era más fuerte que mis observaciones sobre lo contrario. Y solíamos discutir sobre ello porque a las dos nos gusta una buena discusión. Le molestaba que yo no quisiera el consuelo que ofrecen esas cosas, pero yo seguía sin querer admitir que el destino podría haber marcado el camino de mi vida.
Y, sin embargo, allí había un desconocido marcado como yo. Al menos en la superficie, en la carne.
Y él debía de haber sentido el mismo dolor que yo sentía ahora.
Llevaba demasiado tiempo escuchando las charlas de Grace, pensé entonces. Que tuviéramos el mismo corte en la mano no significaba nada.
Aun así, me sentía hipnotizada por ese corte semicircular. Hipnotizada y molesta al mismo tiempo. Quería borrarlo para borrar la coincidencia, anulando así algo que no entendía.
No.
No quería borrarlo.
En unos segundos me di cuenta de que no quería borrar esa cicatriz. Me sentía fascinada por ella y quería tocarla.
Quizá era la conmoción después del golpe. O simple curiosidad. Pero daba igual cuál fuese la razón; no podía dejar de mirarla.
O quizá Grace, con tanta charla sobre la predestinación y los simbolismos y la imposibilidad de las coincidencias, me había llevado hasta aquel momento.
Grace hacía profecías. Llevaba amuletos y los dejaba sobre mi mesa como alguien dejaría un ramo de flores. Yo la adoraba, era como la hermana mayor que no había tenido nunca. Pero jamás había creído ninguna de las cosas que me contaba.
O eso pensaba.
Porque la verdad era que, en aquel momento, mirando la cicatriz de aquel extraño, sólo podía pensar en lo que diría Grace y cómo interpretaría mi reacción.
Quizá el dolor en la mano me había hecho ultrasensible a otros sentimientos, o quizá era la voz del hombre, tan profunda, tan masculina. O que me pareciese tan familiar cuando vi su cara. No lo sabía. Pero mi reacción era completamente inesperada para mí. Y no me gustó. Y desconfié del hombre.
Quería tocar su cicatriz, explorarla con los dedos, examinar sus contornos. Necesitaba comprobar que era distinta a la mía.
—Hay sangre por todas partes.
—No…
—¿El corte es muy profundo? Puede que haya que darle puntos —el hombre me tomó del brazo para levantarme, preocupado.
Cuando me levanté, varios trozos de cristal cayeron de mi falda con un tintineo.
El estaba observando mi mano y yo me puse a observar su pelo, que era castaño rojizo, ondulado, y caía hacia delante, sobre su frente.
—¿Es usted médico?
—No, pero sé algo sobre este tipo de cortes.
Yo me quedé callada mientras estudiaba mi mano. Era un cliente que había acudido en mi ayuda, nada más. Un extraño en el que no tenía por qué fijarme. Era mucho más alto que yo, llevaba vaqueros y un jersey de cuello alto negro. Era delgado, con los brazos y las piernas muy largos.
Sentía sus dedos sobre mi piel. Donde hacían contacto, mi pulso se aceleraba.
Eso me hizo sentir incómoda. El accidente me había puesto nerviosa, seguramente.
—El corte no es tan profundo como para que salga tanta sangre. Debe de haberse cortado en otro sitio —dijo él, mirándome a los ojos—. ¿Se ha cortado en otro sitio?
Yo examiné su cara mientras le explicaba que lo que él creía sangre no era más que tinta roja. Estaba de rodillas, buscando unos folios de papel, cuando oí el teléfono. Al apoyarme en el cajón para levantarme había tirado unos tinteros de cristal que contenían tinta roja.
—Pero hay algo más, ¿no?
—¿Qué?
—Hay algo más que la tiene alterada… y no es ese corte en la mano.
—¿Cómo lo sabe?
Él se encogió de hombros.
—Lo veo en sus ojos.
—Pero usted no me conoce.
—Eso es verdad. Pero sé reconocer la preocupación. Y usted está preocupada.
Yo no podía contarle la reacción que me había provocado ver su cicatriz, de modo que decidí contestar inocentemente:
—Bueno, es que se parece usted a alguien y… me estaba volviendo loca intentando recordar quién era.
Yo había estudiado Arte y siempre miraba a la gente como si fuese a pintarlos. Siempre se me olvida que es una grosería mirar a alguien fijamente.
—¿Y quién es? ¿Ha logrado acordarse?
—Sí, se parece a un hombre que vi en un cuadro. Un fresco que hay en el Metropolitan. Roma, siglo II antes de Cristo.
Y era cierto. El mismo pelo ondulado, los mismos ojos almendrados, grandes, inteligentes. Los mismos pómulos altos, arrogantes, la nariz aguileña y el cuello largo.
Recordé el retrato frente al que me había parado una docena de veces porque la mirada del hombre, aunque sólo era un cuadro, parecía exigirme que lo hiciera.
—Sólo le faltan la toga y la corona.
El me miró, en silencio, y luego sonrió.
—Entonces tendré que ir a verlo. Me gustaría ver qué aspecto tengo con una toga. Y la idea de la corona también suena apetecible. Hace siglos que no voy al Met.
—En realidad, es una simple corona de laurel.
—Ah, ya veo, primero me halaga y luego me destroza. No tiene usted corazón —bromeó el extraño.
No sé por qué, pero tuve la impresión de que nada ni nadie podrían destrozar a aquel hombre. No parecía egoísta o arrogante, más bien seguro de sí mismo. Era como si llevase una capa invisible que lo protegía de los peligros y las debilidades que atacan al resto de los seres humanos.
¿O estaría yo proyectando lo que había sentido por aquel hombre del cuadro en su doble del siglo XXI?
Algunos rostros son abiertos, sus expresiones fáciles de leer, sus facciones mantienen cierta lógica. Sus labios, sus ojos, todo declara las mismas emociones al mismo tiempo.
El rostro de aquel hombre no era, sin embargo, fácil de leer. Sí, estaba sonriendo, pero en sus ojos había una extraña seriedad. Y cierta rebelión. Como si no aceptase lo que veía, como si quisiera retar a la realidad.
Mientras él seguía mirando mi mano, yo me sentía rara, extrañamente turbada.
Y eso era inexplicable.
Y lo inexplicable me molestaba.
Se me ocurrió entonces que sería mejor apartarme y pedirle a Grace que lo atendiese.
Pero no lo hice. No me aparté.
En lugar de hacerlo, dejé que siguiera mirando mi mano mientras un escalofrío de… ¿de qué, de placer, de miedo, de reconocimiento?, subía por mi brazo y aceleraba mi pulso.
¿Cuánto tiempo duró? Probablemente unos treinta segundos. Quizá diez minutos. ¿Un día? ¿Dos noches? No parecía estar pensando con mucha claridad.
—¿Tiene un botiquín?
Le dije que sí y que yo misma limpiaría la herida.
—No podrá hacerlo con una sola mano. Dígame dónde está —contestó el desconocido.
—No, estoy bien, de verdad.
Había pensado que él soltaría mi mano, que se apartaría, pero no fue así. Se quedó esperando, mirándome, como dejando claro que no iba a moverse.
—Muy bien, está por aquí.
Lo llevé hasta el servicio y saqué el botiquín de primeros auxilios de un cajón. Después de lavar cuidadosamente la herida y examinarla fijamente durante unos segundos para comprobar que no habían quedado trozos de cristal, echó un poco de agua oxigenada sobre el corte. Me escoció e intenté apartar la mano, pero él la sujetó con fuerza.
—Ya lo sé, duele un poco. Pero se le pasará enseguida.
Tenía razón. Para cuando terminó de vendarme la mano, el dolor había desaparecido.
—¿Le sigue doliendo?
—Un poco.
—Pero ya no le escuece, ¿verdad?
—No.
Estábamos en el pequeño servicio de empleados, al lado del lavabo. Yo guardé el botiquín y él me siguió de nuevo al interior de la tienda.
—Tenía razón —le dije.
—No me importa tener razón —sonrió él—. ¿Pero sobre qué?
—Habría sido imposible hacerlo con una sola mano. Y ahora, dígame lo que quería. Evidentemente, no había entrado en la tienda para jugar a los médicos —sonreí yo. Enseguida hice una mueca, percatándome del doble sentido de la frase—. Pero gracias de todas formas.
—De nada.
—¿Quería algo en especial?
—Quería hablar con Marlowe Wyatt.
—Yo soy Marlowe.
Él arrugó la frente y yo sentí como si me hubieran tirado desde una gran altura.
Se me ocurrió preguntarle por qué parecía disgustado al saber que yo era Marlowe, pero no lo hice. En parte porque su expresión se relajó enseguida y pensé que quizá no había leído el gesto correctamente.
—Marlowe —repitió—.Llamé antes y hablé con una mujer llamada Grace. Ella me dijo que la encontraría aquí y que no necesitaba pedir cita.
—Y así es. Bueno, hasta cuatro semanas antes de San Valentín. Entonces sí tendría que pedir cita.
—Sí, he leído un artículo sobre usted y las cartas de San Valentín hace unos meses. Por eso estoy aquí.
Desde que apareció el artículo en la revista yo tenía más trabajo que nunca. Enviar a los maridos, esposas o amantes cartas de amor era un regalo muy popular. Tenía más de treinta clientes fijos, incluyendo a la mujer que había querido hacerme las fotos para la revista, Vivienne Chancey, que me había pedido que escribiese tres cartas para ella.
Por lo visto, iba de un lado a otro haciendo fotografías para un libro de viajes y tenía una relación con un hombre al que no quería perder. La distancia, me dijo, no estaba funcionando precisamente a su favor.
Vivienne era una mujer inteligente y atractiva, no alguien que yo habría imaginado necesitada de la ayuda de cartas eróticas para atraer a un hombre.
Cuando le dije a Grace lo que pensaba, ella me contestó que el alma de Vivienne nadaba en aguas poco profundas y que eso impedía que tuviese relaciones duraderas.
¿Cómo lo sabía?, le pregunté.
Entonces Grace me había guiñado un ojo… el código que significaba espíritus, estrellas y magia.
—Sí, me dijo que alguien había llamado preguntando por mí. El señor Brown… ¿es usted?
—Gideon —dijo él, ofreciéndome su mano para apartarla después—. Perdone, se me había olvidado el corte.
—Gracias otra vez por ayudarme —sonreí yo, abriendo la puerta de mi oficina—. Bueno, dígame qué quería.