Capítulo 3

Dieciocho meses después 1 de febrero, 2006

—No quiero salir en ninguna fotografía —le dije, levantándome del escritorio para evitar el objetivo.

Pero Vivienne Chancey continuaba buscándome con su cámara.

—El artículo sería más interesante con una fotografía. El rostro de la mujer que escribe las cartas…

Clic, clic, clic.

Yo estaba hablando con una cámara, pero ni siquiera era desconcertante. Mi madre es fotógrafa. También lo son mi padrastro y mi hermanastro. Yo soy la única de la familia que no mira a través de una lente para ver el mundo.

Clic, clic, clic.

—Las cartas son historias, no necesitan mi cara. Hablan por sí mismas —reí yo, esperando que ella lo hiciera también.

No fue así. Seguía apuntando con su cámara en mi dirección.

Era una bendición, pensé, llevar el apellido de mi padre y que mi madre hubiese mantenido su apellido de soltera. Y que mi padrastro y mi hermanastro tuviesen apellidos diferentes. Si Vivienne supiera quién era mi familia, me volvería loca a preguntas y esta sesión sería aún más incómoda y más larga. Isabel Scofeld era demasiado famosa. Colé y Tyler Ballinger también.

Vivienne es muy guapa; pequeña y delgada, de corto pelo rubio que mostraba el óvalo perfecto de su cara. Sus manos son lo más expresivo de su anatomía. Dedos largos y delgados, con las uñas sin pintar y sin anillos o adornos. Sus dedos no sólo se movían, bailaban. Yo conocía bien esas manos.

Las de mi madre eran muy parecidas. Y las de Colé, mi hermanastro. Y las de mi padrastro.

—¿Por qué no quiere que la gente que lea el artículo pueda ver su cara?

—Porque yo escribo cartas e historias de amor para otras personas. Yo, mi personalidad, lo que me gusta o no me gusta, no tiene nada que ver.

Ella seguía haciendo fotografías y el clic-clic puntuaba cada una de mis palabras. Cada clic era como un punto al final de mis pensamientos.

No había dejado que nadie me hiciera una fotografía en diez años.

En la última estaba en la cama, desnuda. Tenía diecinueve años entonces. No me importó que hiciesen esa fotografía. No sabía cómo iba a salir, lo desnuda que iba a aparecer…

¿Creéis que sólo hay una forma de salir desnuda? Pues no. Hay muchas. Hay desnudos sugerentes, patéticos, desnudos descarados. Y jamás me he sentido más desnuda que aquel día.

Y desde entonces, no he dejado que nadie me hiciera una fotografía… salvo en la Dirección de Tráfico para el carné de conducir y en otra ocasión, para el pasaporte. Y en ambos casos llevaba gafas. Gafas grandes, redondas, con montura de pasta. Son una barrera contra la gente que me mira. Podría llevar lentillas, pero me gusta esta cortina de cristal con un ligero toque azul que uso para apartarme un poco de los ojos de los demás.

No quería que un extraño me hiciese fotografías, aunque fuese bueno para mi imagen. Ése no era el plan. La directora de arte de la revista no me había dicho que quería fotos mías cuando me habló del reportaje. Me dijo que harían fotos de mis cartas, historias para un artículo especial sobre el día de San Valentín en la elegante revista neoyorquina. Mi trabajo sería parte de una sección sobre el regalo perfecto para un hombre o una mujer que lo tuviesen todo.

—¿Cómo lo haces?

—¿Cómo hago qué?

—Mantenerte ajena a las cartas que escribes —contestó Vivienne.

—Es mi trabajo.

El trabajo del que estábamos hablando consistía en escribir cartas de amor e historias eróticas para otras personas. Cartas sensuales, historias sugerentes de un amante a otro, usando sus nombres para los personajes. Personajes seductores, cariñosos, a veces lujuriosos. Y luego las decoraba, convirtiéndolas en hermosos collages.

Los hombres querían historias eróticas para sus novias o amantes. Las mujeres, historias de amor ficticias para sus novios. Trabajaba con gente que no sabía expresarse, pero querían ofrecer palabras de amor como promesas o para inmortalizar sus más apasionados sueños y deseos. A veces sencillamente personalizaba o alteraba alguna que estaba en el archivo… cartas escritas por mi predecesora.

Pero también escribía cartas originales por mucho más dinero.

Y aunque no sabía si lo hacía mejor o peor, o si había alguien más haciendo lo que yo hacía, sí sabía que lo hacía suficientemente bien como para tener una clientela fija. Y eso me permitía trabajar en mis propios collages, que esperaba colgar algún día en una galería de arte.

Vivienne se colocó en una esquina, sacudió la cabeza como si no le gustase, y luego fue al otro lado. El ángulo debía de ser mejor porque se quedó allí y volvió a hacerme fotos.

—Lo digo en serio —insistí yo, apartándome—. No quiero que salga mi fotografía en el artículo.

Estaba un poco enfadada, pero también divertida porque sabía lo increíblemente obstinados que pueden ser los fotógrafos.

Mi madre nos dejaba en paz sólo cuando mi hermana, Samantha, y yo, le decíamos que ya estaba bien, que queríamos jugar o ver la televisión. Pero no me importó cuando me hice un poco mayor y mi hermanastro, Colé, empezó a hacerme fotos.

Hasta que me importó demasiado.

Vivienne bajó la cámara y miró alrededor, sonriendo.

—¿Sabes que mi editora me va a echar una buena bronca si no llevo una buena foto tuya?

—Sí, y lo siento. Te aseguro que te compensaré de alguna forma. Si quieres que te escriba una carta, lo haré gratis.

—¿En serio?

—Sí.

—¿De verdad no quieres que tu foto aparezca en el artículo?

—Ah, por fin lo entiendes.

Las dos soltamos una carcajada. Me caía bien y no me importaría escribirle una carta para su novio.

—Muy bien. Vamos a echarle un vistazo a esas cartas. Puedo hacerle fotos a las cartas, ¿no?

—Claro que sí.

Vivienne miró la pantalla de su cámara.

—Mira esta fotografía… estás estupenda. ¿Seguro que no quieres salir?

La mujer que había en la pantalla tenía el pelo largo, con la raya en medio, de un tono castaño con reflejos rubios. Era alta… casi delgada, pero no del todo. Llevaba una camisa blanca con el cuello bastante alto y unos pantalones de color caqui. Y un jersey negro atado a la cintura.

A través de mis gafas redondas me miré a mí misma y a las gafas redondas.

—Parezco un búho alto y flaco.

—No, un búho inteligente —sonrió Vivienne—. Y atractivo… aunque poco convencional.

—Gracias. Ahora, ¿pueden interesarte mis cartas?

Había más de una docena en mi archivo. Cada una era un collage que combinaba palabras, dibujos, telas de colores, papeles e incluso piedrecitas pegadas. La tinta era de color verde, turquesa, púrpura…

Vivienne tomó una escrita con tinta de color fucsia sobre un papel duro, aterciopelado, que tenía pétalos de rosa pegados. La leyó en silencio y, por encima de su hombro, yo la leí también.

Tu piel es en lo que pienso cuando cierro los ojos. Cómo me calienta cuando me meto en la cama contigo. Tú te llevas el aire frío de la noche. Me calientas. ¿Con qué?

¿Cómo consigues empezar el proceso en cuanto entro en la habitación?

En la oscuridad siento tus ojos clavados en mí. Incluso puedo verlos, dos órbitas luminiscentes, acariciándome desde dos metros de distancia. Alargo las manos para tocarte… mis manos tienen el recuerdo de ti, que no desaparece aunque no estemos juntos.

Toco una corbata de seda y siento tu piel. Tomo una copa y pienso que es tu muñeca. Deslizo los dedos sobre unos números en un trozo de papel y se deslizan por tu muslo mientras estamos tumbados sobre las sábanas.

Y la sensación, durante un segundo, me deja sin aliento.

Cuando dejó la carta, Vivienne tenía las mejillas enrojecidas. Del mismo color que los pétalos de rosa.