Capítulo 2

30 de agosto, 2004

Querida Marlowe:

Venecia es una ciudad para amantes y tú no estás aquí. Pero estás conmigo, a tu manera. Vaya donde vaya, veo con mis ojos pero me emociono a través de los tuyos. Vaya donde vaya encuentro regalos para ti.

Este diario es algo que he encontrado hoy mismo en una tiendecita cerca de la plaza de San Marco. Bajas tres viejos escalones de piedra y entras en una tienda que huele a cuero, a óleo, a trementina y a cera de velas. Olores que te llevan a otro tiempo.

El padre de Paolo era el propietario de la tienda antes que él y antes de eso lo fue su padre, su abuelo… así hasta mediados del siglo XVII. Esta familia veneciana lleva un siglo haciendo diarios como éste.

Te envío este diario, junto con la pluma con la que estoy escribiendo. Está hecha en Murano y, como todo en Venecia, es muy antigua. No tiene cartucho, de modo que hay que mojarla en un tintero. Se escribe de manera más lenta con ella, ya lo verás cuando la pruebes, y el proceso te da tiempo a pensar entre palabra y palabra… algo que los ordenadores que tanto nos gustan no pueden ofrecernos.

Encontré la pluma en una tienda de antigüedades perdida en un callejón que, estoy seguro, no sería capaz de encontrar de nuevo, incluso con un mapa en la mano. Casualidades como ésta no son nada extraordinarias en Venecia, pero eso no las hace menos mágicas. Esta ciudad está llena de cosas desconocidas; siglos mezclados, culturas, imágenes que te sorprenden, te alegran, te emocionan.

Y ésa es una de las razones por las que tú y yo tenemos que venir juntos algún día.

Quiero tomarte del brazo y pasear contigo por las estrechas callejuelas al atardecer, cuando el sol brilla sobre los canales haciendo que parezcan espejos. Y brillará también sobre tu pelo rubio, calentando tu piel. Pasearemos hasta que caiga la noche y la oscuridad envuelva tus hombros como una capa de terciopelo. Oh, Marlowe, cómo te besaré entonces.

El tiempo no es tiempo aquí. No hay presente, no hay futuro. Sólo belleza. Como la tuya.

Sé que podría llamarte ahora. Pero los teléfonos parecen artefactos de ciencia-ficción en esta villa de techos altos en la que me alojo, en un palacio construido hace más de cuatrocientos años. Y en mi habitación es como si no existiera el tiempo, como si no hubieran pasado los siglos.

Me pregunto cómo habríamos sido de haber vivido en la Venecia de hace cuatrocientos años. ¿Cómo nos habríamos conocido? ¿Habríamos llevado máscaras? ¿Habríamos hecho el amor en esquinas oscuras, detrás de pesadas cortinas de terciopelo, esperando oír pasos en algún corredor? ¿Tu padre? ¿Tu marido? ¿Otro amante?

Siento mucho que nos hayamos peleado.

¿Me perdonarás?

En esta ciudad serena de intriga y preocupaciones sensuales, no dejo de pensar en lo que te pregunté y en tu respuesta… la mentira brillando en tus ojos… una mentira que ahora entiendo me contaste por los dos.

Que estaba celoso de tu pasado es algo que ya no puedo remediar. Pero fui un estúpido. Estaba bloqueado, como las serpenteantes calles de Venecia. Supe, por la discusión que mantuviste al teléfono, que estabas hablando con un antiguo amante. Y quería saber quién era, por qué te llamaba. Por qué hablaste con él durante tanto rato. Lo que había significado para ti. Lo que seguía significando para ti. Si él era el causante de los problemas que tenemos en la cama.

Pero ahora, más calmado, sé que nos hemos convertido en lo que somos debido a lo que fuimos, a lo que hemos conocido y lo que hemos hecho antes. Y por eso, para amarte tengo que amar a todos los hombres que han estado contigo. Tengo que estar agradecido por cada beso que ha apretado tus labios, cada lengua que ha acariciado tus muslos, cada dedo que ha rozado tu mejilla, cada mano que ha tocado tu pecho. Cada par de ojos que te ha visto desnuda. Cada minuto de amor que has vivido. Todas estas cosas… maldita sea… todos esos hombres te han hecho la mujer que eres.

Un día, cuando seamos viejos, quiero que nos miremos el uno al otro y sonriamos, vivos y jóvenes otra vez, por todo lo que hemos hecho y todo lo que hemos sido el uno para el otro. Y para llegar ahí, tengo que aprender a amar lo que desprecio.

Es tarde. La noche empieza a convertirse en día. De modo que voy a dejar la pluma y voy a cerrar el diario. Tengo que envolverlo bien y enviártelo para que tú puedas escribir aquí que me perdonas. Para que tu respuesta me espere cuando llegue a casa la semana que viene.

Kenneth

La carta había sido escrita en las primeras tres páginas de un diario con las tapas forradas de piel. Me lo había enviado por correo urgente desde Venecia. Llegó cinco días después de que se hubiera ido, alrededor de las once de la mañana, un martes. Dos días antes de la fecha en la que Kenneth debía volver a Nueva York.

Estaba leyéndola por segunda vez cuando sonó el teléfono.

Era Grace, la hermana de Kenneth. Su voz sonaba rara y enseguida supe que había pasado algo.

Llamaba para decirme que había habido un accidente de tren mientras Kenneth iba de Venecia a Florencia… y que Kenneth había muerto.

Cuando colgué el teléfono me quedé inmóvil durante mucho tiempo. No lloré. Todavía no. Lo que hice fue leer la carta una vez más. Una y otra vez. Rozando el papel con un dedo, pasando por encima de las frases como si así pudiera tocar algo de él. Como si él siguiera en esas palabras.

Entonces llegué al final.

Lo que me pedía me dejó conmocionada. Fue lo que necesitaba para darme cuenta, por fin, de que había muerto. De que mis sueños de un futuro con Kenneth habían desaparecido para siempre.

De nuevo, volví a leer la carta.

Me había pedido que lo perdonase. Me había pedido que le escribiera.

Pero ya no podía hacer ni una cosa ni otra.