28 de agosto, 2004
—Cuéntame la historia… —dijo él.
Estábamos tumbados en la cama, haciendo el amor. Yo fingí no haberlo oído y, en lugar de responder, respiré el dulce aroma de su pelo mezclado con el olor de su piel, cubierta de sudor, mientras lamía su cuello. Los tendones estaban tensos como cuerdas…
Esperaba que eso lo distrajese, pero no fue así y volvió a preguntar:
—Dime, ¿quién era?
La pregunta salió de su boca, pero yo la oí entre mis piernas. Y esa pregunta detuvo de golpe las sensaciones que, yo esperaba, me abriesen como el capullo de una flor.
Hasta cinco palabras antes sólo me interesaban esas sensaciones. Ya sabéis cómo es, no exactamente un dolor sino una especie de brisa de placer eléctrico, una quemazón, un escalofrío que te recorre entera. Ahora lo que sentía era la pregunta. Tan intrusa que parecía repetirse una y otra vez, llevando mis pensamientos donde yo no quería que fueran.
Tenía que concentrarme, mantener la mente en el presente.
«Concéntrate en estar aquí, ahora», me dije a mí misma.
Abrí los ojos en la habitación medio a oscuras. Oía jadeos. Como los de un perro agotado. El silencio de las dos de la mañana llegó a mis oídos y sentí la suavidad de las sábanas, la piel caliente de Kenneth pegada a la mía… lo abracé, como si así pudiera evitar deslizarme hacia el pasado.
Eso era lo que deseaba: una sensación que me abrumase para que el presente fuera lo único importante. Pero no llegó.
Hasta entonces, Kenneth jamás me había preguntado por mi pasado.
¿Qué había cambiado?
Cinco minutos antes de la llamada estábamos sentados en la cama. No estábamos haciendo el amor todavía, pero debido al vino y a los días que llevábamos sin vernos, estaba claro que eso era lo que íbamos a hacer. Cuando oí el teléfono y vi el número en la pantalla, me levanté para contestar desde el salón.
A esas horas de la noche, con Kenneth allí, normalmente habría dejado que saltara el contestador, pero no quería oír el mensaje. Y no quería que Kenneth escuchase la conversación.
Sólo hablamos durante un minuto o dos. Al final, yo hablaba en voz baja y él a gritos. Pero Kenneth no podía haber oído nada. Aunque debió de parecerle muy raro que me levantase de la cama.
Me apreté más contra él para excitarlo, para seguir con nuestra mutua seducción. Para que el pasado no importase, para que sólo importara el presente.
Él no respondió. La interrupción había dado al traste con mis intenciones de hacer el amor.
¿No seria estupendo que a los hombres no les preocupara quiénes éramos antes de conocerlos?
Pero les importa.
Al principio no.
A veces, no hacen preguntas en mucho tiempo. A veces durante tanto tiempo que quieres creer que a ese hombre no le importará. Que tiene tanta fuerza interior, tanta personalidad, como para aceptar lo que hubo antes que él y dejarlo así.
Pero al final, todos preguntan.
Salvo el primero. Ah, qué afortunado. Ése sabe que tú eres pura, virgen. Ninguna otra mancha de esperma. Tu piel no ha sido tocada por otras manos, tus caderas no han sido vejadas por otras. Ningún corazón roto.
Pero sólo puede haber uno que haya sido el primero y luego están todos los demás, los que llegan después y quieren limpiarte. Si tienes suerte, querrán hacerlo con amor.
Lo peor es que a ti te importe. Que tú quieras que te limpien.
Cuidado con ese deseo. Te hace anhelar cosas. Y el anhelo te hace débil. Es una emoción que yo he conseguido controlar durante los últimos ocho años.
—No puedo cambiar el pasado —le dije, sarcástica—. Por mucho que quisiera hacerlo. ¿Por qué no lo olvidamos?
—No voy a juzgarte, te lo prometo. Pero cuéntamelo.
Eso, yo lo sabía, era una mentira. Aunque quizá Kenneth no lo supiera.
La habitación olía a sándalo y apoyé la cara en su pecho para no oler algo que no fuera él; quería respirar el aroma de mi amante.
—Dímelo.
¿Cuántas veces podía preguntar?
—Ahora no.
—Sí, ahora —insistió Kenneth, acariciando mi espalda, como para convencerme—. Confía en mí, Marlowe. Dímelo.
Quería más de lo que yo podía darle. Siempre era así. Pero hasta el momento había sido paciente. ¿Por qué no se conformaba con que abriera mis piernas para él? ¿Por qué no era suficiente que estuviéramos juntos?
Ahora yo debía creer que él lo aceptaría todo. Que lo que le contase no iba a afectarle. Pero estaba tendido en mi cama… ¿Cómo iba a arriesgarme? ¿Y si lo que le contaba era más de lo que podía soportar? ¿Y si eso nos hacía daño a los dos?
Después de todo, a mí ya me había hecho daño.
Estábamos inmóviles. Yo estaba tumbada de lado, él mirándome, sus brazos a mi alrededor, su pelo rozando mi mejilla.
—Cuéntamelo —insistió.
—¿Y si no qué? —intenté bromear.
—No hagas eso. No funciona. Convertir algo serio en una frivolidad nunca funciona y tú lo haces a menudo. Te dan mucho miedo los conflictos, Marlowe. Y eso no resuelve nada.
—Pero bueno… ¿de dónde ha salido eso? ¿Por qué te has puesto tan serio?
—¿Acaso no te parece un tema serio? —contestó él, con el ceño fruncido.
Siempre se me olvida que las mujeres somos más maduras. Si la situación fuese al revés yo no me habría molestado, pero los hombres son más sentimentales… aunque lo ocultan mejor. Yo sabía que había cometido un error. Y no sería el último de la noche.
—La sinceridad no tiene valor si es destructiva —contesté, intentando convencerlo de que la respuesta no sería buena para él.
—Dímelo —me urgió Kenneth, al oído.
La intimidad en su tono era la promesa de lo que habría después de la confesión y lo que no me daría si no se lo contaba.
Llevábamos tanto tiempo en la cama que yo estaba casi preparada. Y él lo sabía. Sabía cuánto tardaba en llegar al borde del orgasmo y que cuando lo hacía, por fin, haría lo que fuese para no perderlo. Aunque casi siempre lo perdía.
Mis orgasmos son muy infrecuentes y no resultan fáciles de conseguir. Pequeñas batallas que tengo que ganar. Mi presente contra la intrusión de mi pasado. En los últimos seis meses sólo había ganado una o dos veces.
Además, no hacíamos el amor tan frecuentemente como las parejas de nuestra edad. Para empezar, porque Kenneth viajaba mucho. Y también quizá porque no estábamos tan conectados en ese aspecto como lo estábamos en otros. Y tristemente también porque lo erótico era un sitio al que yo no viajaba a menudo. Demasiados recuerdos, demasiada vergüenza que no había podido borrar de mi memoria.
Cuando pensaba en nuestra aburrida vida sexual me decía que era culpa suya, o culpa mía. Me obsesionaba el hecho de que, teniendo yo veintisiete años y Kenneth veintinueve, podíamos estar meses sin hacer el amor. Y luego intentaba convencerme a mí misma de que no era un problema. Éramos amables y cariñosos el uno con el otro. Eso era lo más importante.
¿O no?
La cuestión era que yo lo amaba. Porque sabía escuchar. Porque le importaba mi trabajo tanto como el suyo. Porque era inteligente, paciente, y parecía satisfecho con aquella situación. Y porque nunca intentaba hurgar en mi pasado. No se preguntaba si le escondía cosas. Me sentía a salvo con él.
O, al menos, me había sentido así hasta esa noche.
«Concéntrate, concéntrate». «No pierdas la sensación de sus manos en tu espalda, de su aliento en tu cuello, de su piel bajo tus dedos. Los músculos sólidos, definidos».
Últimamente no me molestaba tanto que nuestra pasión fuese tan pálida, tan poca cosa. Y, últimamente también, había encontrado placer tocándome a solas. Había aceptado que el placer no siempre lleva al orgasmo, que un día encontraría momentos más satisfactorios.
Fuera, en la calle, oí la risa de una mujer. Una risa delgada, fina como el cristal.
Estaba perdiéndolo… todo me distraía.
Kenneth, percatándose de la situación, metió la mano entre mis piernas y acarició mis muslos suavemente, avanzando y retrocediendo, subiendo un poco más cada vez.
—Dímelo —insistió.
Y todo se fue al garete.
—Kenneth, maldita sea…
Yo deseaba lo que él podía darme y estaba cerca. Esta vez sabía que había estado muy cerca.
Y en busca de ese efímero objetivo, se lo conté, esperando que cuando hubiese terminado la explicación, Kenneth seguiría haciéndome el amor.
Pero eso no ocurrió.
El problema era que creyó que estaba mintiendo. Me lo dijo así mientras se apartaba. Aún recuerdo el sonido que emitieron nuestros cuerpos al separarse. Intenté sujetarlo con las piernas, pero él era más fuerte.
Kenneth se levantó de la cama, se dio la vuelta y salió del dormitorio.
Siempre había sabido que, algún día, un hombre preguntaría por mi pasado. Pero aun así había sido una sorpresa y no estaba preparada. Ni para las preguntas de Kenneth, ni para su reacción ante mi respuesta.
Ni para lo que siguió después.