33

Sean se sorprendió al despertar y encontrarse enteramente vestido sobre su cama a la mañana siguiente. Estaba todavía bastante oscuro afuera y hacía frío en el cuarto. Se apoyó en un codo y se frotó los ojos con el dorso del puño. Entonces recordó todo y bajó de un salto de la cama para acercarse a la de Katrina. Las ropas de cama estaban apartadas y la cama, vacía. El primer sentimiento de Sean fue de alivio, al pensar que estaba suficientemente repuesta para levantarse por sus propios medios. Se dirigió al cuarto de baño, con pasos algo inseguros después de una noche de sueño deficiente. Golpeó la puerta y llamó.

—¿Katrina? —Fue una pregunta que debió repetir más alto—. Katrina. ¿Estás allí?

El picaporte giró y la puerta se abrió sin resistencia. Miró parpadeando el cuarto de baño vacío, cuyas baldosas reflejaban la escasa luz, y vio la toalla que él mismo había arrojado sobre una silla. Tuvo la primera sensación de alarma y corrió al cuarto de Dirk, cuya puerta seguía cerrada con llave, pero ésta estaba en el lado de afuera. La abrió con violencia y Dirk se sentó en la cama con la cara sonrosada y los rizos revueltos como las hojas de un arbusto de sisol. Corrió en seguida al pasillo y al llegar al fin, miró hacia el vestíbulo. Detrás del mostrador de la recepción ardía una lámpara. El empleado dormitaba con la cabeza apoyada en los brazos, echado hacia adelante en su silla y se oían sus ronquidos. Bajó las escaleras a grandes zancadas. Sacudió al empleado y por fin logró despertarlo.

—¿Pasó alguien por aquí durante la noche? —preguntó.

—No sé, señor…

—¿Está cerrada con llave esa puerta? —Preguntó Sean, señalando la puerta principal.

—No, señor, tiene un pestillo especial para la noche. Es posible salir, pero no entrar.

Sean salió corriendo a la calle. ¿Hacia dónde, en qué dirección debería buscarla? ¿Adonde había ido? ¿De regreso a Pretoria, a las carretas? Sean no lo creía. Habría necesitado transporte y no tenía dinero para alquilarlo. ¿Por qué habría de haberlo dejado, sin despertarlo, dejando a Dirk, dejando su ropa, para desaparecer en la noche? Seguramente el medicamento que le dio el médico le hizo perder el equilibrio. Había algún fundamento, tal vez, en la teoría de que había sufrido un shock. Quizás estaba vagando en camisón por las calles, con amnesia, quizá… Sean estaba parado allí, en medio de la fría y gris madrugada del Transvaal. La ciudad comenzaba a despertar con un murmullo y, entretanto, su mente bullía de interrogantes sin respuestas.

Dio media vuelta y volvió al hotel, entrando por la puerta de servicio en los fondos.

—Mbejane —gritó—. Mbejane. ¿Dónde diablos te metiste?

Mbejane apareció de prisa desde uno de los establos, donde estaba dando una friega a un caballo de los alquilados.

—Nkosi.

—¿Viste a la Nkosikazi?

El rostro de Mbejane se arrugó en un gesto perplejo.

—Ayer…

—No, hombre —repuso a gritos Sean—. Hoy, anoche… ¿La viste?

La expresión de Mbejane fue suficiente.

Sean pasó corriendo junto a él y fue al establo. Retiró una montura cualquiera de la estantería y ensilló el caballo más próximo. Mientras ajustaba la cincha y colocaba el freno, se volvió hacia Mbejane para decirle:

—La Nkosikazi está enferma. Salió anoche. Es posible que esté caminando como si estuviera dormida. Corre a decirle a tus compañeros que la busquen, diles que daré diez libras en oro a quien la encuentre. Después vuelve aquí y cuida a Dirk hasta que yo vuelva.

Llevó su caballo fuera del establo y Mbejane salió corriendo a divulgar la noticia. Sabía Sean que en pocos minutos la mitad de los zulúes de Johannesburg estarían buscando a Katrina. La lealtad a la tribu más diez libras en monedas de oro eran fuertes incentivos. Montó a caballo y salió al galope del patio. Comenzó por la carretera de Pretoria. A cinco kilómetros de la ciudad, un muchacho que cuidaba unas ovejas junto al caminó le aseguró que Katrina no había pasado por allí. Volvió, entonces, para hacer una visita a la estación de policía en Marshel Square. El Kommandant lo recordaba desde la antigua época y Sean podía contar con su colaboración. Recorrió después las calles, que comenzaban a llenarse de la actividad de un día de trabajo. Ató su caballo delante del hotel y subió las escaleras de a dos escalones. El empleado no tenía noticias. Cuando llegó al cuarto de Dirk, Mbejane estaba dándole el desayuno y su hijo lo recibió con una gran sonrisa colorada de huevo y le tendió los brazos para que lo levantara, pero Sean no tenía tiempo para ello.

—¿Volvió?

Mbejane agitó la cabeza.

—No, pero la encontrarán, Nkosi. En este momento, la buscan cincuenta hombres.

—Quédate con Dirk —le dijo Sean y volvió a buscar su caballo. Permaneció un instante junto a él, sin saber bien hacia dónde dirigirse.

—¿Adonde diablos pudo ir? —se preguntó en voz alta—. Sin ropa, sin dinero, ¿adonde podría haber ido?

Montó a caballo y cabalgó con una prisa que no tenía un objetivo muy claro, observando bien a la gente en las calles e internándose en las callejuelas laterales, mirando dentro de los jardines de los fondos de las casas y en los terrenos baldíos. A mediodía, el caballo estaba fatigado y él mismo, lleno de preocupación y malhumor a la vez. Había recorrido todas las calles de Johannesburg, importunado varias veces a la gente de la policía e insultado al empleado del hotel, pero no había rastro de Katrina. Recorría por quinta vez Jeppe Street, cuando en medio de su preocupación identificó el imponente edificio de dos pisos del hotel de Candy.

—Candy —murmuró—. Puede ayudarme.

La encontró en su oficina, rodeada de alfombras persas y muebles dorados, paredes tapizadas en seda rosada y celeste, un cielorraso de espejos con seis cascadas de lágrimas de cristal y un escritorio indio con la tapa cubierta de incrustaciones. Sean apartó al hombrecito con saco de lustrina que trató de impedirle la entrada y entró en el salón. Candy levantó los ojos y, al verlo, el gesto de fastidio que tenía en el rostro se borró.

—¡Sean…! ¡Qué gusto verte! —dijo y se levantó para rodear el escritorio y acercarse. El volumen acampanado de su falda ocultaba el movimiento de las piernas, de modo que parecía flotar. Tenía el cutis pálido de siempre y una expresión de alegría en los ojos azules. Iba a estrecharle la mano, cuando vio la expresión de Sean y titubeó.

—¿Qué pasa, Sean?

Sean le contó rápidamente todo y cuando ella hubo oído la historia, tocó un timbre.

—Hay coñac en la alacena junto a la chimenea —dijo—. Sospecho que lo necesitas.

El hombrecito del saco de lustrina acudió con rapidez al llamado. Sean se sirvió un vaso grande de coñac y esperó hasta que Candy diera sus órdenes.

—Controlen la estación de ferrocarril. Manden telegramas a las —estaciones de las diligencias en cada una de las carreteras principales. Envíen a alguien al hospital. Miren los registros de todos los hoteles y casas de pensión de la ciudad.

—Bien, señora. —El hombrecito hacía gestos afirmativos con la cabeza cada vez que recibía una orden. De inmediato se retiró a cumplirlas.

Candy dirigió su atención a Sean.

—Puedes servirme un coñac a mí también y después, sentarte y calmarte un poco. Estás actuando, ni más ni menos, como ella quería.

—¿Qué quieres decir?

—Estás siendo objeto de una dosis de disciplina matrimonial, querido. Sin duda hace bastante tiempo que te casaste como, para conocerla.

Sean le llevó el vaso de coñac y Candy palmeó un almohadón del sofá, invitándolo a sentarse a su lado.

—Siéntate —le dijo—. Ya encontraremos a tu Cenicienta.

—¿A qué te refieres… disciplina matrimonial? —preguntó Sean.

—Castigo por mala conducta. Quizás comiste con la boca abierta, respondiste con insolencia, acaparaste las mantas de la cama, no le diste los buenos días con el tono apropiado, o cometiste algún otro de los pecados mortales dentro del matrimonio, pero… —Candy bebió un sorbo de su coñac e hizo una mueca—… veo que el tiempo no te ha dado una mano algo más liviana en el uso de la botella de coñac. Un vasito de Courteney siempre fue el equivalente a un jarro de medida oficial. Bien, como decía, mi sospecha es que tu pequeña Katy sufre un ataque agudo de celos. Probablemente el primero, ya que ustedes dos pasaron toda su vida de casados en el desierto y nunca tuvo oportunidad de ver la simpatía de un Courteney en acción frente a ninguna otra mujer antes.

—Qué disparate —dijo Courteney—. ¿De quién podría sentir celos?

—De mí —repuso Candy—. Cada vez que me miraba la otra noche, tuve la sensación de que me golpeaban en el pecho con un hacha.

Al decir esto, Candy se tocó el pecho magnífico con los dedos, con lo cual no pudo dejar de atraer la atención de Sean. Este lo admiró. Era opulento y olía a violetas frescas. Con un movimiento inquieto, miró hacia otro lado.

—Qué disparate —volvió a decir—. Somos viejos amigos y… somos casi como… —Sean calló.

—Espero, querido, que no hayas estado por decir "hermanos"… No quiero ser parte de una relación incestuosa… ¿Acaso olvidaste aquello?

Sean no lo había olvidado. Lo recordaba en todos sus detalles. Con el rostro algo ruborizado, se levantó.

—Será mejor que me vaya —dijo—. Tengo que seguir buscándola. Gracias por tu ayuda, Candy, y por el coñac.

—Todo lo que tengo es suyo, monsieur —murmuró ella, levantando una ceja, encantada con el rubor de él—. Te informaré si me entero de algo.

La seguridad que le dio Candy no duró mucho tiempo, y a medida que transcurría la tarde su intranquilidad creció al no tener noticias de Katrina. Por la noche estaba enloquecido de zozobra, la cual había disipado del todo su malhumor y también su fatiga. Uno por uno, los amigos de Mbejane volvieron para informarle que no habían logrado nada, una por una las vías exploradas por la gente de Candy resultaron encontrarse desiertas y faltaba mucho para la medianoche cuando Sean descubrió que sólo quedaba él para buscar a Katrina. Iba encorvado sobre la montura, con un farol en la mano, escudriñando el suelo, recorriendo el terreno cubierto ya docenas de veces, visitando los campamentos de mineros a lo largo de la cresta, deteniéndose a interrogar a los viajeros que circulaban por la red de carreteras entre las minas. La respuesta era siempre la misma. Algunos creían que hablaba en broma. Reían y sólo entonces advertían la desesperación y la expresión trágica de sus ojos bajo la luz de la linterna. Entonces callaban de pronto y se alejaban de prisa. Otros habían oído hablar ya de la mujer desaparecida y le formulaban preguntas, pero al ver Sean que no podían ayudarlo, se alejaba a su vez y continuaba la búsqueda. Al amanecer volvió al hotel. Mbejane lo esperaba.

—Nkosí, tengo preparada comida para usted desde anoche. Coma ya y duerma un poco. Enviaré otra vez a los hombres a buscarla. La encontrarán.

—Diles que recompensaré con cien libras a quien la encuentre.

Sean se pasó una mano por la cara con un gesto de fatiga.

—Diles que recorran al campo abierto, más allá de las colinas. Puede que no haya seguido la carretera.

—Les diré… pero ahora, debe comer algo.

Sean parpadeó. Tenía los ojos inflamados e irritados.

—¿Y Dirk? —preguntó.

—Está bien, Nkosi. Estuve junto a él todo el tiempo.

Mbejane lo tomó con firmeza de un brazo.

—Tengo lista la comida —insistió—. Tiene que comer.

—Ensíllame otro caballo —le dijo Sean—. Comeré mientras lo ensillas.

Sin dormir, vacilante sobre la montura a medida que avanzaba el día, Sean amplió el círculo de su búsqueda, hasta que se encontró en el campo abierto y sin árboles, desde donde se veía la maquinaria de superficie de las minas como si fueran triángulos tenues como telarañas contra el horizonte.

Muchas veces encontró a los zulúes provenientes de la ciudad, hombres grandes y muy negros, con sus taparrabos y moviéndose con un trote decidido, husmeando el suelo como si fueran perros de caza. En los saludos que le dirigían había un afecto mal disimulado.

—Nos contó Mbejane, Nkosi. La encontraremos.

Y Sean los dejaba para seguir cabalgando solo, más solo ahora que nunca en su vida. Cuando anocheció volvió a Johannesburg y el leve destello de esperanza que había abrigado hasta entonces se debilitó cada vez más. Al entrar con pasos rígidos en el vestíbulo del hotel vio la compasión dibujada en el rostro del empleado de recepción.

—Ninguna noticia, me temo, señor Courteney.

Sean hizo un gesto.

—Gracias, de todos modos. ¿Está bien mi hijo?

—Sus sirvientes lo cuidan muy bien, señor. Le hice subir la cena hace mucho rato.

Las escaleras le parecieron interminables. Qué cansado estaba. Enfermo de cansancio y enfermo de preocupación. Cuando abrió la puerta de sus habitaciones, encontró a Candy allí, quien se levantó para saludarlo.

—¿Tienes…? —preguntó con ansiedad.

—No —repuso Candy—. Lo siento, Sean.

—Sean se sentó pesadamente y Candy le sirvió coñac del frasco que había sobre el escritorio. Con una sonrisa de gratitud, Sean bebió un gran trago. Candy le levantó las piernas y le quitó las botas, sin hacer caso de sus protestas. Después tomó el propio vaso y se sentó frente a él.

—Lamento haber hecho bromas ayer —dijo en voz baja—. No creo haber comprendido entonces cuánto la querías —levantó el vaso, entonces, y dijo a Sean—. Porque no tardes en encontrarla.

Sean volvió a beber y esta vez casi apuró todo el coñac de un sorbo.

—La quieres mucho, ¿no? —le preguntó Candy.

Sean repuso con voz cortante.

—Es mi mujer.

—Pero no es solamente eso —prosiguió Candy, segura de que su enojo estaba apenas cubierto por la superficie de su fatiga.

—Sí, la quiero. Estoy descubriendo cuánto la quiero. La quiero como nunca volveré a querer a otra mujer —dijo, y después de apurar el último sorbo, se quedó contemplando el vaso vacío, con el rostro gris bajo la piel curtida y los ojos sombríos de tristeza—. El amor… el amor —repitió, pronunciando con cuidado la palabra, como si la pesara—. ¡Cuánto han ensuciado la palabra… venden amor en La Opera… han manoseado tanto la palabra "amor" que ahora, cuando quiero decir "amo a Katrina", no expresa lo que quiero decir realmente!

Sean arrojó el vaso contra la pared, donde se quebró con un ruido característico. Dirk se agitó en el dormitorio contiguo. Bajó la voz, entonces, y en un murmullo lleno de vehemencia, prosiguió:

—La amo tanto que se me hace un nudo en las tripas, la amo tanto que la idea de perderla es como pensar en mi propia muerte. Con los puños crispados, se inclinó sobre la silla.

—No la perderé ahora… por Dios que la encontraré y cuando la encuentre, le diré esto. Le diré todo lo que estoy diciéndote. —Con el ceño fruncido, añadió—: Creo que nunca le dije "Te amo". Nunca me gustó esa palabra. Le dije "Cásate conmigo", y "Eres mi amor", pero nunca se lo dije así, con las palabras mismas.

—Tal vez esa sea, en parte, la razón por la cual se fue, Sean, tal vez por no habérselo dicho nunca, supuso que no sentías amor por ella.

Candy lo miraba con una expresión entraña, de pena, de compasión, mezclada con algo de nostalgia.

—La encontraré —repitió Sean— y esta vez le diré que… si no es ya demasiado tarde.

—La encontrarás y no será demasiado tarde. No puede habérsela tragado la tierra y se sentirá feliz cuando se lo digas. —Candy se levantó—. Has tenido un día duro. Debes descansar ahora.

Sean durmió sin desvestirse, en la silla de la sala. Durmió a ratos, pues su mente luchaba y volvía a empujarlo a la vigilia cada tantos minutos. Candy había bajado la llama del gas antes de retirarse y la luz se reflejaba en un tenue círculo sobre el escritorio. La Biblia de Katrina estaba donde la había dejado y cada vez que Sean despertaba con un sobresalto, el tomo grueso y encuadernado en cuero atraía su mirada. Poco antes de amanecer despertó por última vez. No podría dormir ya.

Se levantó con el cuerpo dolorido y los ojos irritados. Levantó la llama de gas de la lámpara y su mano se posó después sobre la Biblia. El cuero era frío y suave bajo sus dedos. La abrió en la primera página y al instante contuvo la respiración.

Debajo del nombre de Katrina, con una caligrafía clara y de trazos redondeados, el color de la tinta muy azul aún, Katrina había llenado la fecha de su muerte.

Poco a poco la página se le hizo enorme delante de los ojos hasta llenar todo su campo de visión. Le zumbaban los oídos, como si muy cerca se desbordase un río, pero sobre todo oyó voces, diversas voces.

—Vamos, Sean, parece un cementerio.

—Pero más que nada necesita amor.

—No puede habérsela tragado la tierra.

Y su propia voz: "Si no es demasiado tarde, si no es demasiado tarde".

Había ya bastante luz cuándo llegó a las ruinas de la vieja Candy Deep, donde estaba el antiguo bloque de oficinas. Desmontó y corrió por el pasto en dirección a la mole de mineral de desecho. Corría una suave brisa fría, que agitaba el pasto y soplaba en el punto donde estaba el chal de Katrina, enredado en el cerco de alambre de púas que rodeaba el pozo. El chal flameaba al viento, como las alas de una gran ave de presa.

Sean llegó al cerco y miró por la boca del pozo. En un punto el pasto estaba arrancado, como si alguien lo hubiese aferrado al caer.

Quitó el chal del alambre, haciendo una pelota con él antes de sostenerlo sobre el pozo y dejarlo caer. Se abrió al flotar hacia las tinieblas y era del color verde vivido de los ojos de Katrina.

—¿Por qué? —susurró Sean—. ¿Por qué nos has hecho esto, mi amor?

Se dio vuelta y se dirigió hacia su caballo; caminaba como un autómata, tropezando por el sendero escarpado.

Mbejane estaba esperándolo en la suite del hotel.

—Trae el coche —le ordenó Sean.

—¿La Nkosikaze?

—Trae el coche —repitió.

Sean bajó con Dirk y pagó su cuenta en la recepción; luego salió del hotel para encontrarse con Mbejane que lo aguardaba con el coche listo para partir. Una vez en él, sentó a Dirk en sus rodillas.

—Vuelve a Pretoria —dijo Sean.

—¿Donde está mamá? —preguntó Dirk.

—No vendrá con nosotros.

—¿Vamos solos? —insistió el niño.

—Sí, Dirk, vamos solos.

—¿Vendrá mamá ahora?

—No, Dirk, no. No vendrá.

"Terminado, —pensó Sean—. El fin de todo, de los sueños, de la risa, del amor". Estaba demasiado paralizado para sentir el dolor. Vendría más tarde.

—¿Por qué me aprietas tanto, papá?

Sean aflojó las manos y miró al niño en sus rodillas. Comprendió entonces que no era el fin. Era sólo un nuevo comienzo.

Pero primero, necesitaría tiempo para curarse de aquella herida. Tiempo y un lugar tranquilo donde reposar con aquella herida. Esperaban las carretas. Volvería al desierto.

"Tal vez dentro de un año más, me habré curado lo suficiente para volver a comenzar, para volver a Ladyburg con mi hijo, volver a Ladyburg, y a Ada y a Garry", pensó. Y de pronto sintió el dolor, agobiante, con una intensidad tan profunda que lo asustó.

Dios mío, rezó Sean, quien nunca había rezado antes. Dios mío, Dame fuerzas para soportarlo.

—¿Estás por llorar, papá? Parece que estás por llorar, papá —dijo Dirk con su solemnidad de niño. Sean apoyó con suavidad la cabeza de su hijo contra el propio hombro y la retuvo allí.

"Si las lágrimas bastasen para pagar las deudas de los dos, pensó, si con las lágrimas pudiese comprar mi liberación de todo dolor, si al llorar ahora pudiese llorar para siempre en tu lugar… lloraría hasta quedarme sin ojos.

—No, Dirk, —repuso—. No voy a llorar… llorar nunca sirve para mucho.

Y Mbejane los condujo adonde aguardaban las carretas en Pretoria.

F I N