Sabía que no se equivocaba. Sean había tomado a esa mujer en una forma tan cínica y desvergonzada, en el dormitorio de ambos, casi delante de sus propios ojos, que el rechazo no habría sido más definitivo de haber abofeteado a Katrina antes de arrojarla a la calle. Debilitada por la fiebre, deprimida por la pérdida de su hijo y por su estado físico actual, no tenía fuerzas para luchar. Lo había amado, pero no había sido mujer suficiente para él. No podía quedarse a su lado. El orgullo de su raza no se lo permitía. No le quedaba alternativa.
Tímidamente se inclinó sobre él y al besarlo sintió el olor varonil de su cuerpo y el contacto de su barba en la mejilla. Vaciló en su decisión. Sintió deseos de caer sobre su pecho, abrazarlo y suplicarle. Pedirle otra oportunidad de complacerlo. Si él le dijese que ella lo había defraudado, trataría de cambiar, si sólo él le mostraba en qué se había equivocado. Tal vez si volviesen a la selva… Juntó valor y se apartó de la cama. Se apretó los nudillos con fuerza contra los labios. Era inútil. Sean había hecho su propia decisión y aun cuando ella le rogara que la recibiera otra vez, siempre existiría esto entre ellos. Después de haber vivido en un castillo, no era posible conformarse con una choza. Impulsada por su orgullo se acercó con rapidez al armario. Se puso un abrigo y se lo cerró bien. Le llegaba hasta los tobillos y le cubría el camisón. Después se cubrió la cabeza con el chal verde, atándose los extremos en la garganta. Una última vez miró a Sean. Dormía, con el cuerpo vigoroso tendido de cualquier manera y el ceño siempre fruncido.
En la sala se detuvo junto al escritorio. La Biblia estaba donde la había dejado. La abrió, mojó la pluma y escribió algo en ella. Después de haber cerrado el libro, se dirigió a la puerta. Aquí volvió a vacilar y dirigió una mirada al dormitorio de Dirk. No podía confiar en sí misma si volvía a verlo. Levantó una esquina del chal para cubrirse la boca y salió por fin al pasillo, después de cerrar la puerta tras de sí sin hacer ruido.