Despertó con dolor de cabeza y con Dirk saltando sobre su pecho, lo cual no le provocó mayor alivio. Sean debió sobornarlo con la promesa de comprarle unas golosinas. Al intuir Dirk su posición ventajosa, aumentó su precio a una bolsita de caramelos redondos y dos grandes con palito para chupar, de los que tienen rayas rojas. Sólo entonces permitió que Katrina lo llevara al cuarto de baño. Con un suspiro, Sean se reclinó en la cama, debajo de las mantas. Sentía un dolor que se le desplazaba por la cabeza, pero permanecía principalmente debajo de los ojos. Sentía el gusto del champaña en el aliento y su piel olía a humo de cigarro. Se adormeció un poco y el dolor disminuyó algo.
—Sean, es domingo. ¿Piensas acompañarnos a la iglesia? —le preguntó Katrina con frialdad desde la puerta del dormitorio. Sean apretó los párpados.
"¡Sean! —No obtuvo respuesta—. ¡Sean! —Sean abrió un ojo—. ¿No piensas levantarte?
—No me siento muy bien —dijo él con voz ronca—. Debe de ser un poco de paludismo.
—¿Vienes? —insistió Katrina, implacable. Sus sentimientos hacia él no se habían calmado durante la noche.
—No tengo ganas, esta mañana. Estoy seguro de que el Señor comprenderá.
—No invocarás el nombre del Señor en vano —citó Katrina con tono glacial.
—Perdona —dijo Sean y con aire defensivo, se levantó las sábanas hasta el mentón—. La verdad es, mi amor, que no podré levantarme en unas cuantas horas. Siento que la cabeza está por estallarme. Katrina se retiró a la sala y Sean la oyó hablarle a Dirk en voz alta, intencionadamente dirigida a él.
—Tu padre no vendrá con nosotros. Bajaremos a tomar el desayuno solos. Después iremos también solos a la iglesia.
—Pero, mamá —dijo Dirk—, papá iba a comprarme un paquete de caramelos redondos y dos caramelos para chupar con un palito y rayas rojas.
A juicio de Dirk, la cuenta quedaría saldada con las golosinas. Sean oyó cerrarse la puerta del departamento y la voz de Dirk se oyó cada vez más lejos en el pasillo. Poco a poco se aflojó en la cama y esperó hasta que cediera el dolor intenso debajo de los ojos. A poco advirtió la bandeja con el desayuno junto a la cama y pesó los posibles beneficios de una taza grande llena de café. Fue una decisión difícil, pero por fin pudo levantar con cuidado el cuerpo, sentarse y servirse el café. Estaba por agregarle un poco de crema de la jarrita sobre la bandeja, cuando golpearon a su puerta.
—¡Adelante! —dijo, suponiendo que era el camarero que venía a recoger la bandeja. No se le ocurrió nada capaz de obligarlo a retirarse de inmediato. Oyó entonces que se abría la puerta de la sala.
—¿Quién es? —preguntó. Oyó pasos rápidos y entonces se sobresaltó tanto que dejó caer la jarrita de crema sobre las sábanas y sobre su camisón nuevo.
"Mi Dios, Candy, no debiste venir aquí —dijo Sean, frenético de agitación. Con un gesto precipitado dejó la jarrita sobre la bandeja y trató de limpiarse el camisón con las manos, sin mucho resultado—. Si mi mujer… ¿Te vio alguien? No debes quedarte. Si se entera Katrina de que estuviste aquí, me… quiero decir que no comprenderá.
Candy tenía los ojos inflamados y enrojecidos de llorar. Daba la impresión de no haber dormido.
—Cálmate, Sean. Esperé en la acera de enfrente hasta que saliese tu mujer. Uno de mis sirvientes la siguió y fue a la Iglesia Holandesa de Commissioner Street, donde el servicio religioso dura como cien siglos. —Candy había entrado ya y de inmediato se sentó en el borde de la cama—. Tenía que hablar a solas contigo. No podía dejar que te fueras sin saber de Duff. Quiero que me cuentes todo… todo. Te prometo no llorar. Sé cuánto lo detestas.
—Candy, no nos torturemos. Murió. Recordémoslo vivo.
Sean había olvidado su dolor de cabeza y en su lugar sentía compasión por Candy y preocupación por la situación en que lo colocaba en aquel momento.
—Cuéntame, por favor. No tendré reposo si no me cuentas cómo murió —dijo ella en voz baja.
—Candy. ¿No ves que no tiene importancia? Cómo murió no tiene importancia. Lo único que debes saber es que está muerto. —La voz de Sean se debilitó, pero en seguida prosiguió, a pesar de sí mismo—. No está, y esto es lo único que importa, que no está, que nos dejó más ricos por el hecho de haberlo conocido y más pobres por el de haberlo perdido.
—Cuéntame —insistió ella. Ambos se miraron, con sus emociones encerradas detrás de los rostros impasibles. Entonces Sean le contó todo, al principio, vacilando y poco a poco con mayor vehemencia a medida que recordaba todo el horror. Cuando terminó de hablar, Candy calló. Sentada en el borde de la cama, contemplaba los dibujos del empapelado. Sean se le aproximó y la rodeó con un brazo.
—No hay nada que podamos hacer. Es lo que tiene la muerte. No hay nada que podamos hacer para impedir que nos alcance.
Candy estaba apoyada contra él, reconfortada con la fuerza del cuerpo macizo de Sean y permanecieron silenciosos hasta que de pronto Candy se apartó de él y le dijo, con una sonrisa forzada.
—Y ahora, cuéntame de ti. ¿Era tu hijo el niño que iba con Katrina? Hermosísimo.
Con gran alivio Sean la ayudó a alejarse del recuerdo de Duff. Hablaron de sus vidas, llenando los espacios del tiempo desde que se vieron por última vez, hasta que de pronto Sean volvió a la realidad.
—Mi Dios, Candy, hace horas que estamos conversando. Katrina llegará de un momento a otro. Será mejor que te vayas.
Junto a la puerta se volvió, lo asió de la barba y lo sacudió un poco.
—Si alguna vez ella no te quiere, gran animal, hay alguien que estará dispuesta a recibirte —dijo y en puntas de pie, lo besó—. Que seas muy feliz —le ordenó y cerró la puerta con suavidad.
Sean se frotó el mentón, se quitó el camisón, lo enrolló en una bola y después de arrojarlo lejos por la puerta del dormitorio entró en el baño. Estaba frotándose con una toalla y silbando el vals que tocó la orquesta la noche anterior cuando de pronto oyó abrirse la puerta de las habitaciones.
—¿Eres tú, mi amor? —llamó.
—¡Papá! ¡Papá! Mamá me compró caramelos —dijo Dirk, golpeando la puerta del cuarto de baño. Sean se arrolló la toalla alrededor de la cintura antes de salir.
—¡Mira, mira cuántos! —dijo Dirk satisfecho—. ¿Quieres uno?
—Gracias, Dirk. —Sean se metió un caramelo enorme en la boca y apartándoselo a un costado, preguntó:
—¿Dónde está mamá?
—Allí —dijo Dirk, señalando el dormitorio. Con gran cuidado, cerró la bolsita de caramelos—. Guardaré algunos para Mbejane —declaró.
—Le gustarán —repuso Sean y se dirigió al dormitorio. Katrina estaba tendida en la cama y tan pronto como Sean la vio, supo que le pasaba algo muy grave. Estaba mirando fijamente el cielorraso, con ojos que no veían, el rostro tan amarillo e inmóvil como el de un cadáver. En dos pasos Sean estuvo junto a ella. Le tocó una mejilla con los dedos y volvió a invadirlo una sensación de desastre, pesada, inexorable.
—¿Katrina? —No obtuvo respuesta. Estaba inmóvil, sin el menor indicio de vida en los ojos. Sean se volvió y corrió fuera del cuarto, por el pasillo, hasta el comienzo de las escaleras. En el piso bajo había gente congregada en el vestíbulo y llamó a gritos al empleado de la recepción por sobre las cabezas de todos.
—Llame a un —médico, hombre, lo más rápido posible… mi mujer se muere.
El hombre lo miró, atónito. Tenía un cuello demasiado delgado para el alto cuello duro y pelo negro con raya al medio, aplastado con brillantina.
—Rápido, tonto, muévase —dijo Sean a gritos. Todo el mundo estaba mirándolo. Tenía aún la toalla alrededor de la cintura y el pelo le colgaba sobre la frente, pues estaba mojado.
—¡Muévase, hombre, muévase! —Sean bailaba de impaciencia. Junto a él, sobre la barandilla de la escalera había un pesado florero de piedra y Sean lo levantó con gesto amenazador. El empleado salió de su trance y se alejó corriendo por la puerta principal. Sean volvió a toda prisa a sus habitaciones.
Dirk estaba junto a la cama de su madre, con la mejilla deformada por el caramelo y los ojos redondos de curiosidad. Sean lo levantó en brazos, lo llevó al otro dormitorio y lo encerró allí, sin escuchar sus gritos de indignación. Dirk no estaba acostumbrado a que lo tratasen así. Sean volvió entonces al lado de Katrina y se arrodilló junto a la cama. Estaba aún en esa posición cuando llegó el médico. En pocas palabras Sean le describió el paludismo sufrido recientemente por Katrina y el doctor, después de haberlo oído, lo envió a la sala a esperar. Pasó mucho rato antes de que reapareciese y Sean intuyó que bajo su rostro impasible y profesional el hombre estaba perplejo.
—¿Es una recaída? —le preguntó Sean.
—No, no lo creo. Le di un sedante.
—¿Qué le sucede? ¿Qué ocurrió? —insistió Sean. El doctor repuso con una evasiva.
—¿Tuvo su señora algún shock emocional… malas noticias, algo que pueda haberla abrumado? ¿Ha sufrido últimamente de depresión nerviosa?
—No… Acaba de llegar de la iglesia. ¿Por qué? ¿Qué sucede? En medio de su gran agitación, Sean aferró al médico de las solapas y lo sacudió.
—Parece sufrir de un tipo de histeria paralizante. Le di un poco de láudano. Ahora dormirá. Volveré a verla esta noche.
El doctor estaba tratando de retirar las manos de Sean de sus solapas. Por fin Sean lo soltó y pasó, empujándolo, al dormitorio.
El doctor volvió después de anochecer. Sean había desvestido y acostado a Katrina, pero ella no se había movido. Respiraba en forma superficial y rápida, a pesar de la droga que le habían suministrado. El doctor seguía perplejo.
—No lo entiendo, señor Courteney. No encuentro nada anormal en ella, aparte de su estado general desmejorado. Creo que tendremos que esperar, pues no quiero medicarla más.
Sean comprendió que el hombre no podía serle de mayor utilidad ya y apenas reparó en su partida o en su promesa de volver a la mañana siguiente. Mbejane bañó a Dirk, le dio de comer y lo acostó. Hecho esto se fue silenciosamente de las habitaciones y dejó a Sean a solas con Katrina. La tarde de vigilia había fatigado a Sean. Después de dejar la lámpara de gas encendida en la sala, se tendió en su propia cama. Al cabo de un rato se quedó dormido.
Cuando cambió el ritmo de su respiración Katrina lo miró. Sean estaba tendido, con toda su ropa, sobre las mantas, con un brazo musculoso arriba de la cabeza, la tensión visible en un músculo que temblaba en una de sus mejillas y en el ceño fruncido. Katrina se levantó y se acercó a él. Se sentía tan sola como si estuviese en la selva, herida más allá de los límites de todo dolor físico, con todo aquello en que creía destrozado en los pocos minutos que le llevó descubrir la verdad. Contempló a Sean y con sorpresa descubrió que seguía amándolo, pero que la seguridad que siempre halló junto a él no existía ya. Había vivido en un castillo de naipes. La primera ráfaga helada sopló entre ellos cuando Sean comenzó a revivir el pasado y a añorarlo. Sintió entonces temblar los muros y aullar más ferozmente el viento cuando él bailó con esa mujer. Después, todo se derrumbó y se transformó en ruinas a su alrededor. De pie en el cuarto sumido en la penumbra, al contemplar a ese hombre en quien tanto confió y que la había traicionado hasta ese punto, reflexionó con cuidado sobre todo lo sucedido, para asegurarse de no haber cometido ningún error de juicio.
Aquella mañana, se detuvieron con Dirk en el comercio de golosinas cuando volvían de la iglesia. Estaba casi frente al hotel. Llevó a Dirk muchísimo tiempo elegir sus caramelos. La profusión de artículos para su elección provocaron en él un estado de confusa indecisión. Por fin, con ayuda del propietario y un poco de persuasión por parte de Katrina, terminaron las compras y les entregaron una bolsita de papel. Estaban por salir del comercio cuando Katrina miró por el gran ventanal y vio salir del hotel a Candy Rautenbach. Candy bajó rápidamente los escalones de salida, miró a ambos lados, cruzó la calle hacia un coche que la aguardaba y el cochero se la llevó a toda velocidad. Katrina se detuvo en el instante en que la vio. Volvió el dolor de los celos de la noche anterior, pues Candy estaba muy hermosa, aun bajo la luz del sol de la mañana. Sólo cuando se perdió de vista el coche, Katrina comenzó a formularse preguntas sobre su presencia en el hotel a las once de la mañana en un día domingo. Los celos eran una bayoneta que le hería las costillas y la dejaba sin aliento. Vividamente recordó la rápida pregunta susurrada por Candy cuando salieron de La Guinea Dorada la noche anterior. Recordó cómo respondió Sean y cómo le mintió más tarde. Sean sabía que Katrina iría a la iglesia esa mañana. ¡Qué sencillo fue todo! Sean dispuso verla, se negó a acompañar a Katrina y, mientras Katrina estaba alejada, la mujerzuela había acudido junto a él.
—Mamá, me haces doler. —Sin darse cuenta de ello, apretó la mano de Dirk y salió apresuradamente del comercio, arrastrando casi a su hijo. Corrió por el vestíbulo del hotel, subiendo las escaleras y recorriendo el pasillo. La puerta estaba cerrada. Al abrirla, olió el perfume de Candy. Se le distendieron las aletas de la nariz al percibirlo. No cabía error. Lo recordaba de la noche anterior, ese olor a violetas frescas. Oyó llamar a Sean desde el baño. Dirk atravesó el cuarto corriendo y gritó: " ¡Papá! ¡Papá! Mamá me compró caramelos".
Dejó su Biblia sobre el escritorio y caminó sobre la espesa alfombra, sintiendo todo el tiempo el aroma de violetas. Se detuvo en la puerta del dormitorio. El camisón de Sean estaba en el suelo, con manchas húmedas aún. Le temblaron las piernas. Al levantar los ojos y ver las manchas en la cama, sobre las sábanas blancas, sintió mareos. Le ardían las mejillas. Apenas consiguió llegar hasta su propia cama.