28

Atravesaron la cadena del Magaliesberg y tomaron el camino hacia el oeste, siguiendo la ladera de las montañas. Dos meses después de haber partido de las márgenes del Limpopo, llegaron a una colonia bóer, Louis Trichardt. Sean dejó a Mbejane encargado de desplegar las carretas en el espacio abierto frente a la iglesia y fue a buscar un médico. Había sólo uno en la región y Sean lo encontró en su consultorio, arriba del comercio de ramos generales. Lo condujo a las carretas, llevándole el maletín, y el doctor, un hombre de barba gris poco habituado a aquellos trotes, marchaba de prisa para mantenerse a la par. Cuando llegaron, el hombre estaba sudoroso y sin aliento. Sean esperó afuera hasta que el doctor terminase su examen y cuando lo vio bajar de la carrera, le preguntó con gran ansiedad:

—¿Qué opina, hombre?

—Creo, meneer, que debe dar gracias al Creador cada hora de su vida. —El doctor movió la cabeza, asombrado—. Parece casi imposible que su mujer haya sobrevivido a la fiebre y además la pérdida de su hijo.

—¿Está salvada, entonces? ¿No hay peligro de recaídas?

—Por el momento está bien, pero sigue estando muy enferma. Quizás lleve un año que ese cuerpo se recupere del todo. No hay medicina que pueda darle. Debe hacer mucho reposo, alimentarse bien y esperar hasta que el tiempo la cure. —El doctor titubeó en este punto—. Hay otro mal… —dijo, tocándose la frente con el índice—. La pena es sumamente destructiva. Necesitará amor y mucha suavidad y dentro de unos seis meses, un hijo que llene el vacío del que perdió. Déle esas tres cosas, meneer, pero sobre todo, déle mucho amor. —El doctor sacó su reloj del chaleco y Consultó la hora—. ¡Tiempo! Qué poco tiempo hay. Tengo que irme, pues hay otros que me necesitan —dijo, y extendiendo la mano a Sean, se despidió.

—Que Dios lo acompañe, meneer.

Sean le estrechó la mano.

—¿Cuánto le debo? —preguntó.

El doctor sonrió con su cara curtida y sus ojos de un azul pálido. Cuando sonreía, parecía un niño.

—No cobro por mis palabras. Ojalá hubiese podido hacer más —dijo y se alejó de prisa por la plaza. Al verlo caminar, se advertía que la sonrisa mentía y que era un viejo.

—Mbejane —dijo Sean—. Saca ese gran colmillo de la carreta y llévaselo al doctor en su consultorio arriba de la tienda de ramos generales.

Katrina y Sean concurrieron al servicio religioso de la mañana al día siguiente. Katrina no pudo mantenerse de pie cuando cantaron los himnos, sino que permaneció sentada, muy quieta, contemplando el altar, pronunciando con los labios las palabras de cada himno y con los ojos llenos de congoja.

Permanecieron tres días más en Louis Trichardt y tuvieron una cálida acogida por parte de todos. Acudían los hombres a tomar café con ellos y a ver el marfil y las mujeres les llevaron huevos y hortalizas, pero Sean estaba impaciente por proseguir hacia el sur. Al tercer día, pues, reanudaron la marcha en la última etapa del viaje.

Katrina comenzó a recobrar fuerzas con rapidez. Asumió el cuidado de Dirk y con ello produjo pesar a los sirvientes. Muy pronto abandonó su litera y ocupó el lugar habitual en el pescante de la primera carreta. Aumentó de peso y otra vez volvió a aparecer el color en la piel amarillenta de sus mejillas, A pesar de su mejoría física, la depresión mental persistía y no había nada que lograse hacer Sean para disiparla.

Un mes antes de la Navidad de 1895, la caravana de carretas de Sean ascendió por la cadena de colinas bajas sobre la ciudad de Pretoria y desde allí pudieron contemplarla. Los árboles de jacarandá que llenaban todos los jardines estaban en flor, con sus masas de color púrpura, y las calles llenas de movimiento ponían de manifiesto la prosperidad de la república de Transvaal. Sean acampó en las afueras de la ciudad, apartando simplemente las carretas del camino y ubicándolas junto a él. Una vez que se hubo asegurado de que Katrina no necesitaba ya ayuda, se puso su mejor traje y pidió su caballo. El traje estaba cortado según la moda de cuatro años atrás, y contemplaba el abdomen incipiente que tenía en Witwatersrand. Le quedaba ahora sumamente holgado, pero en cambio le apretaba debajo de las mangas. Sean tenía el rostro muy curtido por el sol y la barba le caía sobre el pecho y ocultaba el hecho de que el cuello rígido de la camisa no estaba abotonado, por ser demasiado pequeño. Tenía las botas bastante gastadas, carecían de todo brillo y estaban, en fin, deformadas. El sudor había pasado a través de la cinta de su sombrero, dejando manchas oscuras, y el ala le caía sobre los ojos, de tal manera que se vio obligado a echárselo hacia atrás. Había, pues, cierta justificación en las miradas que atrajo esa tarde cuando recorrió Church Street a caballo, acompañado por un salvaje grande y musculoso junto a uno de los estribos y por un perrazo enorme en el otro lado. Se abrieron paso entre las carretas que llenaban la ancha calle, pasaron frente al Raadsaal del Parlamento de la República y a las casas ubicadas lejos de la calle, en el centro de espaciosos jardines cubiertos de púrpura y de verde, hasta que por fin llegaron al sector comercial, conglomerado alrededor de la estación ferroviaria. Sean y Duff habían comprado siempre sus provisiones en el comercio de ramos generales de una persona determinada y Sean se dirigió hacia allí. Apenas había cambiado. El cartel en el frente estaba algo desteñido, pero todavía anunciaba que I. Goldberg, Importador y Exportador, Negociante de Maquinaria de Minería, Comerciante y Vendedor al Por Mayor, estaba dispuesto a considerar la compra de oro, piedras preciosas, pieles y cueros, marfil y otros productos naturales. Sean desmontó y dejó las riendas a Mbejane.

—Desensilla —le dijo—. Esto puede llevar tiempo.

Al pisar la acera, se quitó el sombrero al paso de dos señoras y entró en seguida en el edificio, donde el señor Goldberg desplegaba sus múltiples actividades. Uno de los dependientes corrió a recibirlo, pero Sean agitó la cabeza y el hombre se retiró detrás de su mostrador. Sean había visto al señor Goldberg con dos clientes en un extremo del comercio. Estaba conforme con esperar. Se paseó entonces entre las estanterías repletas, palpando la calidad de una camisa, oliendo una caja de cigarros, estudiando un hacha, levantando un rifle y apuntando a un punto en la pared, hasta que el señor Goldberg saludó con una reverencia a sus clientes y se volvió hacia él. El señor Goldberg era bajo y grueso. Tenía el pelo cortado al rape y el cuello le sobresalía por el borde del de la camisa. Al mirar a Sean no reveló expresión alguna en la mirada y al mismo tiempo revisó las tarjetas de un fichero de nombres que llevaba en la memoria para identificarlo. De pronto sonrió como un rayo de sol.

—Es el señor Courteney, ¿no? —preguntó. Sean respondió con una sonrisa.

—Así es. ¿Cómo está, Izzi? —Se dieron la mano—: ¿Cómo van los negocios?

El señor Goldberg puso cara larga.

—Terrible, terrible, señor Courteney. Vivo preocupado.

—No parecen afectarlo físicamente —dijo Sean, señalándole el abdomen—. Está más gordo.

—Puede hacerme bromas, señor Courteney, pero le aseguro que es terrible. Impuestos, preocupaciones, impuestos, preocupaciones —dijo el señor Goldberg con un suspiro—. Y ahora se habla de guerra.

—¿Qué? —dijo Sean, frunciendo el ceño.

—Guerra, señor Courteney, entre Gran Bretaña y la República.

El ceño de Sean se disipó. Se echó a reír.

—Qué disparate, hombre. ¡Ni aun Kruger podría mostrarse tan tonto! Déme una taza de café y un cigarro y pasemos a su oficina a hablar de negocios.

La cara del señor Goldberg volvió a ponerse impasible y dejó caer los párpados con un gesto casi somnoliento.

—¿Negocios, señor Courteney?

—Ni más ni menos. Izzy. Yo vendo y usted compra.

—¿Qué vende usted, señor Courteney?

—Marfil.

—¿Marfil?

—Doce carretas llenas.

El señor Goldberg agitó la cabeza tristemente.

—El marfil no vale nada en este momento, señor Courteney. Se ha derrumbado el precio. Está casi regalado. —Lo hizo muy bien. Si Sean no hubiese averiguado los precios del momento dos días antes, podría haberse quedado convencido.

—Lamento saberlo —dijo—. Si no le interesa, veré si puedo encontrar otro comprador.

—Venga a mi oficina, de todos modos —le dijo el señor Goldberg—. Podemos conversar allí. Conversar no cuesta nada.

Dos días más tarde seguían conversando. Sean había traído sus carretas y descargado el marfil en el patio del fondo del comercio. El señor Goldberg había pesado personalmente cada colmillo y escrito su peso en una hoja de papel. Con Sean sumaron las columnas de cifras y llegaron a un acuerdo en cuanto, al total. Estaban ahora en el último paso, buscando un acuerdo en cuanto al precio a pagar.

—Vamos, Izzy, hemos perdido ya dos días. Es un precio justo y usted lo sabe bien… Terminemos de una vez —le dijo Sean.

—Perderé dinero en esto —dijo el señor Goldberg—. Tengo que ganarme la vida, como todo el mundo.

—Vamos —insistió Sean, extendiendo la mano—. Digamos que el negocio está hecho.

El señor Goldberg vaciló unos momentos más y por fin extendió una mano regordeta y al estrechar la de Sean, ambos sonrieron, satisfechos con la transacción. Uno de los dependientes de Goldberg contó las libras de oro y las colocó en pilas de cincuenta sobre el mostrador. Hecho esto, Goldberg y Sean debieron contarlas por última vez y mostrarse de acuerdo. Sean llenó dos bolsas de lona con las libras de oro, palmeó al señor Goldberg en la espalda, se sirvió otro cigarro y, muy cargado, salió del comercio en dirección al Banco.

—¿Cuándo piensa hacer otra expedición? —le preguntó el señor Goldberg cuando se alejaba ya.

—¡Pronto!

—No olvide comprar sus provisiones aquí.

—Volveré —le aseguró Sean.

Mbejane llevaba uno de los sacos y Sean el otro. Sean sonreía y las columnas de humo del cigarro le envolvían la cabeza mientras marchaba por la acera. Hay algo en el peso de un saco de monedas de oro que hace que quien las lleva se sienta de una talla de dos metros y medio.

Esa noche, cuando estaban acostados en la oscuridad de la carreta, Katrina le preguntó:

—¿Tenemos dinero suficiente para comprar la chacra, Sean?

—Sí —repuso Sean—. Tenemos dinero suficiente para comprar la chacra más hermosa de la península del Cabo… y, después de una expedición más, tendremos dinero suficiente para construir la casa y los galpones, adquirir el ganado, plantar la viña y quedarnos aún con algo.

Katrina calló un instante y después volvió a preguntar:

—¿De modo que debemos volver otra vez?

—Una expedición más —le dijo Sean—. Dentro de dos años, bajaremos al Cabo —dijo abrazándola—. No te importa, ¿no?

—No, creo que me gustará. ¿Cuándo partiremos?

—Dentro de un tiempo —dijo Sean muy contento—. Primero tenemos que divertirnos un poco —dijo y al abrazarla otra vez, sintió el cuerpo de Katrina patéticamente delgado, al punto de percibir los huesos de las caderas de ella apretados contra su propio cuerpo.

"Ropa elegante para ti, mi amor, y un traje para mí que no parezca un disfraz. Después saldremos a ver qué puede ofrecernos esta población en materia de diversiones. —En aquel instante tuvo una idea—. Ya sé lo que haremos. Alquilaremos un coche e iremos a Johannesburg. Alquilaremos habitaciones en el Grand National y viviremos como reyes. Nos bañaremos en una bañadera de porcelana, dormiremos en una verdadera cama. Podrás hacerte un peinado elegante y yo me haré recortar la barba por el barbero. Comeremos cangrejo y huevos de pingüino… No recuerdo ya cuándo comí cerdo o cordero por última vez… Lo bajaremos todo con vino espumoso y bailaremos valses con una buena orquesta… —Sean daba rienda suelta a su imaginación y, cuando se detuvo para recobrar el aliento, Katrina le preguntó en voz baja:

—Pero el vals… ¿No es una danza pecaminosa, Sean?

Sean sonrió en la oscuridad.

—¡Sin duda es pecaminosa!

—¡Quiero ser pecaminosa una vez… no muy pecaminosa, pero un poco, contigo, para ver cómo es!

—Pecaremos —le prometió Sean—. Pecaremos muchísimo.

El día siguiente, Sean llevó a Katrina a la tienda de ropas de mujer más lujosa de Pretoria. Eligió telas para mandarle hacer una docena de vestidos, uno de ellos de baile, de seda de color amarillo canario. Era una locura y él lo sabía, pero no le importó el gasto cuando advirtió el rubor de alegría en las mejillas de Katrina y el verde de sus ojos tan intenso como en otros tiempos. Por primera vez desde su enfermedad vivía y Sean gastaba sus monedas de oro con una exuberancia llena de gratitud. Las vendedoras estaban encantadas con él y se amontonaban a su alrededor con bandejas llenas de accesorios femeninos.

—Una docena de éstos —decía Sean y— sí, de éstos también. De pronto vio en un estante un resplandor verde vivo, el verde de Katrina.

—¿Qué es eso? —preguntó. Dos de las vendedoras por poco no se derribaron al chocar cuando corrieron a buscar lo que pedía. La ganadora le trajo el gran chal y Sean lo tomó y se lo puso a Katrina en los hombros. Era bellísimo.

—Lo llevaremos —dijo.

A Katrina le temblaron los labios y de pronto se echó a llorar desconsoladamente. Todas las emociones vividas habían sido demasiado para ella. Hubo inmediata consternación entre las vendedoras y todas rodearon a Sean, como gallinas a la hora de comer. Sean levantó en brazos a Katrina y se la llevó al coche alquilado que los esperaba. En la puerta se detuvo y dijo, hablando por sobre el hombro:

—Quiero que esos vestidos estén terminados mañana por la noche. ¿Es posible?

—Estarán terminados, señor Courteney, aunque mis chicas tengan que coser toda la noche.

Cuando llevó a Katrina a la carreta, la dejó en su cama.

—Te pido que me perdones, Sean. Nunca hice esto antes.

—No importa, mi amor, comprendo. Ahora debes dormir.

Al día siguiente Katrina permaneció descansando en el campamento y Sean volvió al comercio del señor Goldberg a comprar las provisiones que necesitarían para la expedición siguiente. Llevó otro día más cargar las carretas y para entonces Katrina parecía estar bastante repuesta para hacer el viaje a Johannesburg.

Partieron en las primeras horas de la tarde, con Mbejane a cargo de las riendas. Sean y Katrina iban sentados muy juntos en el asiento de atrás, tomados de las manos debajo de la manta de viaje y Dirk brincaba en el interior del carruaje, deteniéndose de vez en cuando para mirar por la ventanilla y haciendo comentarios sin cesar en la mezcla especial de inglés; holandés y zulú que Sean llamaba "dirkés". Llegaron a Johannesburg mucho antes de lo calculado por Sean. En cuatro años la ciudad había crecido al doble de su tamaño de antes y avanzado al veld para salirles al encuentro. Siguieron la carretera principal a través de los barrios nuevos y llegaron al centro. También había cambios allí, pero en general, era tal como Sean la recordaba. Se abrieron paso entre la multitud que circulaba por Eloff Street y a su alrededor, mezclados entre gente, marchaban los fantasmas del pasado. Oyó reír a Duff y se volvió vivamente para ver el origen de la risa. Era un joven elegante con sombrero de paja y obturaciones de oro en los dientes, quien reía dentro de un coche que pasaba y Sean comprobó que no era la risa de Duff. Muy parecida, pero no la misma. Todo lo que veía era así, parecido pero cambiado. El pasado estaba perdido y supo entonces que no era posible volver a él. Nada es lo mismo, ya que la realidad existe en un momento y en un lugar. Después muere y al perderla, debemos proseguir para buscar otra en otro momento y en otro lugar.

Tomaron habitaciones en el Grand National con una sala y dos dormitorios, cuarto de baño privado y un balcón a la calle. Por sobre los tejados y hacia el nivel donde se veían los tocados de las minas y las moles de mineral de desecho a lo lejos, en la cresta. Se hicieron subir la cena a la habitación a hora temprana y cuando terminaron de comer, Katrina estaba fatigada y se fue a acostar.

Sean bajó a beber algo en el bar. Este estaba lleno de gente y Sean ocupó un lugar en un rincón y permaneció silencioso en medio del tumulto de la conversación. Estaba en medio de ella, sí, pero no era parte de ella.

Habían cambiado el cuadro arriba del bar. Antes había sido un grabado de caza. Ahora, en cambio, era un general con casaca roja, ensangrentado de manera impresionante, despidiéndose de su estado mayor en el centro del campo de batalla. El personal del hotel tenía expresión aburrida. Los ojos de Sean vagaron por las paredes recubiertas de madera oscura. Se puso a recordar, entonces. ¡Había tanto que recordar! De pronto parpadeó. Cerca de una puerta lateral había un orificio de forma estrellada en el panel de madera. Sonrió al verlo, y dejando el vaso en la mesa, se frotó los nudillos de la mano derecha. Si Ossie Henderson no lo hubiese esquivado, aquel puñetazo lo habría decapitado.

Hizo una seña al barman y pidió otro coñac. Mientras el hombre se lo servía, Sean le preguntó:

—¿Qué le ocurrió a ese panel junto a la puerta?

El hombre levantó los ojos y volvió a fijarlos en la botella.

—Hace tiempo un hombre metió el puño a través del panel. El patrón lo dejó así como recuerdo, ¿sabe?

—Debió ser todo un hombre… esa madera tiene más de dos centímetros de espesor. ¿Quién era? —preguntó Sean, esperanzado. El hombre se encogió de hombros.

—Una de las aves de paso —dijo—. De los que vienen y se van. Ganan unas cuantas libras, las tiran en el primer rincón y después vuelven al lugar dé donde salieron. —Miró entonces a Sean con expresión hastiada—. Medio dólar, compañero.

Sean bebió despacio, jugando con el vaso entre cada sorbo y viendo el coñac adherir a los costados del cristal como aceite líquido. Por una pared rota en un salón de bar seremos recordados.

Decidió ir a acostarse. Aquél había dejado de ser su mundo. Su mundo estaba arriba, dormido. ¡Espero! Sonrió apenas y apuró el coñac del vaso.

—Sean… —la voz cerca de su oreja y la mano en el hombro, cuando se disponía a retirarse—. ¡Mi Dios, Sean, no puedes ser tú, en persona!

Sean se quedó mirando al hombre que estaba a su lado. No reconoció la barba cuidadosamente recortada ni la nariz grande y curtida por el sol descamada en la punta, pero de pronto reconoció los ojos.

—Denis, bandido. Denis Petersen de Ladyburg. Eres tú, ¿no?

—¡No me reconociste! —dijo Denis, riendo—. Vaya con nuestra antigua amistad. ¡Desapareces sin decir una palabra y diez años más tarde ni siquiera me conoces! Los dos reían a la vez.

—Pensé que te habrían colgado hace mucho tiempo… —se defendió Sean—. ¿Qué diablos estás haciendo en Johannesburg?

—Vendo ganado. Estoy en la comisión de la Asociación de Criadores de Bovinos. —Denis hablaba con orgullo—. Vine a negociar la renovación de nuestros contratos.

—¿Cuándo piensas volver?

—Mi tren parte dentro de media hora.

—Bien, hay tiempo para un trago antes de que te vayas. ¿Qué tomas?

—Un coñac chico, por favor.

Sean pidió las bebidas y cuando se las sirvieron permanecieron de pie, incómodos, de pronto, al recordar que entre la vieja amistad armoniosa y el presente se interponían diez años.

—Dime. ¿Qué ha sido de tu vida? —preguntó Denis, poniendo fin al silencio.

—Una cosa y otra… un poco de minería y ahora acabo de volver de la selva. Nada muy extraordinario.

—Me alegro de verte, de todos modos. Salud.

—Salud —repuso Sean, y de pronto se le ocurrió que tendría por fin noticias de su familia, noticias que no había tenido en años.

—¿Cómo están todos en Ladyburg? ¿Tus hermanas?

—Las dos casadas. Y yo también, con cuatro hijos. —Otra vez la nota de orgullo en la voz de Denis.

—¿Alguien a quien conozco yo?

—Audrey. Recordarás a la hija del viejo Pye.

—¡No! —La palabra brotó brusca de los labios de Sean, pero de inmediato fue seguida por otras—. Estupendo, Denis. Te felicito. Magnífica muchacha.

—La verdad es que sí —dijo Denis, complacido. Tenía el aspecto aliñado, cuidado, bien alimentado, del hombre felizmente casado, con la cara más redondeada que antes y un incipiente abdomen. Se preguntó Sean si se le vería ya a él—. Claro, el viejo Pye murió. Un acreedor con quien no pudo hacer arreglos. Ronnie se ocupa del Banco y del comercio.

—La cruza de rata y murciélago —comentó Sean. Había dicho algo inoportuno. Denis frunció algo el ceño.

—Ahora es miembro de mi familia, Sean. Un hombre muy responsable. Y un excelente hombre de negocios.

—Perdona, fue un chiste. ¿Cómo está mi madre? —Sean cambió de tema, formulando la pregunta que tenía en la mente. La elección fue acertada. De inmediato la expresión de Denis se suavizó. El afecto era visible en su mirada.

—La misma de siempre. Tiene un comercio de vestidos al lado de la tienda de Ronnie. Es una mina de oro. A nadie se le ocurriría comprarse vestidos sino en lo de la Tía Ada. Es la madrina de mis dos hijos mayores. Creo que es madrina de la mitad de los chicos de la región. —Cuando dijo esto, Denis mostró otra vez una expresión seria—. Lo menos que podrías haber hecho, Sean, habría sido escribirle. No te imaginas cuánto dolor le causaste.

—Fueron ciertas circunstancias —dijo Sean, mirando su vaso.

—No es una excusa. Tenías un deber que no cumpliste. No hay excusa.

Hombrecito insignificante. Sean levantó los ojos y miró a Denis, sin disimular su irritación. Hombrecito pomposo, predicador, contemplando el mundo por la mirilla diminuta de su propio sentido de importancia. Denis no reparó en la reacción de Sean y siguió hablando.

—Hay una lección que todo hombre debe aprender antes de crecer. Es que todos tenemos nuestras responsabilidades y nuestros deberes. El hombre es adulto cuando encara esas responsabilidades, cuando asume las cargas que le impone la sociedad. Piensa en mi propio caso. A pesar de la enormidad de trabajo que tengo en las chacras, ya que ahora soy también dueño de Mahoba Kloof, y a pesar de todo lo que me exige el cuidado de mi familia, encuentro tiempo para representar al distrito en la Comisión de Criadores de Bovinos, soy miembro del Consejo de la Iglesia y del municipal y tengo muchos fundamentos para creer que el mes próximo me pedirán que acepte el cargo de alcalde.

Denis miró fijamente a Sean antes de preguntarle:

—¿Qué has hecho tú con tu vida?

—La viví —repuso Sean y Denis lo miró perplejo, pero no tardó en recobrar el aplomo.

—¿Te casaste?

—Me casé, pero después vendí a mi mujer a los árabes del norte.

—¿Qué?

—Te diré —dijo Sean, sonriendo—. Era vieja y el precio era bueno.

—¿Chiste, no? ¡Ja, ja, ja! No engañas a tu viejo amigo Denis —dijo Denis, riendo a carcajadas. ¡Hombrecito increíble!

—Bebe algo más, Denis —propuso.

—Dos es mi límite. Gracias, Sean —dijo Denis, y sacando el reloj de oro del bolsillo del chaleco, lo miró—. Hora de que me vaya, me temo. Me alegro de haberte visto.

—Espera —lo detuvo Sean—. Mi hermano… ¿Cómo está Garry?

—Pobre viejo —dijo Denis con aire solemne.

—¿Qué le sucede? —El tono de Sean mostró su aguda aprensión.

—Nada —lo tranquilizó Denis de inmediato—. Quiero decir, que nada que no le haya pasado desde hace mucho.

—¿Por qué lo llamaste "pobre viejo", entonces?

—No lo sé, en realidad, pero todo el mundo lo llama así. Es un hábito, supongo. Es una de esas personas a quienes siempre se califica como "pobres".

Sean contuvo su fastidio, pues quería enterarse. Necesitaba saber todo.

—No me contestaste aún. ¿Cómo está?

Denis hizo un gesto significativo con la mano derecha.

—En los últimos tiempos empina bastante el codo. Claro que no cabe culparlo, dada la mujer con que se casó. Qué bien hiciste en escapar, Sean. Te lo digo en serio.

—Está bien —convino Sean—. Pero, ¿está bien? ¿Cómo marchan las cosas en Theunis Kraal?

—Todos sufrimos bastante con la peste bovina, pero Garry… la verdad es que perdió la mitad de su ganado. Pobre viejo, todo le sale mal.

—¡Mi Dios… cincuenta por ciento!

—Sí. Ronnie lo ayudó, desde luego. Le dio una hipoteca sobre la chacra hasta que pasaran los malos tiempos.

—Theunis Kraal hipotecado otra vez —se quejó Sean—. ¡Ay, Garry, Garry!

—Así es… Bien —dijo Denis y tosió, molesto—, será mejor que me vaya. Totsiens, Sean —dijo, extendiéndole la mano—. ¿Quieres que les diga que te vi?

—No —se apresuró a decir Sean—. Déjalo.

—Muy bien, entonces. —Denis titubeó—. ¿Estás bien, Sean? Quiero decir —prosiguió, volviendo a toser—, ¿tienes dinero?

Sean se sintió menos deprimido. El hombrecito pomposo estaba por ofrecerle un préstamo.

—Eres muy amable, Denis —dijo—, pero tengo algún dinerito ahorrado. El suficiente para comer unos cuantos días —añadió serio.

—Me alegro, entonces —Denis se mostró sumamente aliviado—. Muy bien. Hasta la vista, Sean —se despidió y salió rápidamente del bar. Tan pronto como dejó de verlo, Sean lo olvidó, para volver a pensar en su hermano.

De pronto tomó una decisión. Volvería a Ladyburg cuando terminase su próxima expedición. La chacra soñada cerca de Paarl no cambiaría mucho si la trasladaba a Natal. De pronto tuvo un anhelo incontenible de volver a sentarse otra vez en el estudio recubierto de madera de Theunis Kraal, de sentir la niebla fría que bajaba por la mañana del acantilado y la espuma que se esparcía de las cascadas blancas con el viento. Quería volver a oír la voz de Ada y explicarle todo, seguro de que ella comprendería y perdonaría.

Un motivo mucho más importante era ver a Garry… pobre Garry, viejo, tenía que volver a verlo. Diez años eran mucho tiempo y seguramente no estaría ya ofendido. Debía volver a verlo, por Theunis Kraal y por Garry mismo. Hecha la decisión, Sean terminó de beber su coñac y subió a sus habitaciones.

Katrina dormía apaciblemente, con la masa de cabellos oscuros esparcidos sobre la almohada. Mientras se desvestía, la contempló y poco a poco su melancolía se disipó. Muy despacio apartó las mantas en su propia cama y en ese instante Dirk lloriqueó en el cuarto contiguo. Sean fue a verlo.

—¿Qué te pasa, hijo?

Dirk lo miró con ojos de lechuza y buscó un pretexto, hasta que con una sonrisa de alivio recordó el consabido "quiero un vaso de agua".

La demora mientras Sean iba al cuarto de baño a buscar el agua dio a Dirk la oportunidad de reunir fuerzas para lanzar la ofensiva en serio.

—Cuéntame un cuento, papá —dijo. Estaba sentado en la cama, bien despierto.

—Te contaré el cuento de Jack y Nory —dijo Sean.

—No, ése no —objetó Dirk. La saga de Jack y su hermano duraba cinco segundos y Dirk lo sabía. Sean se sentó en el borde de la cama con el vaso de agua en la mano.

—¿Y éste? Había una vez un rey que tenía todas las riquezas del mundo… pero cuando las perdió, descubrió que nunca había tenido nada, en realidad, sino que en aquel momento tenía más de lo que había tenido nunca.

Dirk se mostró defraudado.

—No me gusta mucho ese cuento —opinó.

—No —repuso Sean—. No es muy bueno, ¿no? Con todo, hay que ser caritativo y reconocer que es bastante bueno para estas horas de la noche.

Sean despertó feliz. Katrina estaba sentada en la cama, llenando tazas con una cafetera de estaño y Dirk daba golpes a la puerta para que lo dejaran entrar. Katrina le sonrió.

—Buenos días, meneer.

Sean se sentó en la cama y la besó:

—¿Y cómo durmió mi amor esta noche?

—Bien, gracias —Katrina tenía ojeras, no obstante. Sean fue a abrir la puerta del dormitorio.

—Llega la caballería —dijo. La carrera de Dirk lo llevó hasta la cama y Sean se metió detrás de él. Cuando hay igualdad entre dos hombres, el peso es, por lo general, el factor decisivo y fue cuestión de segundos hasta que Dirk estuviese a horcajadas sobre el pecho de Sean, y lo inmovilizase. Su padre le pedía en vano una tregua. Después del desayuno, Mbejane les trajo el coche al frente del hotel. Cuando los tres se instalaron en él, Sean abrió la pequeña ventanilla detrás del cochero y ordenó a Mbejane.

—Primero, a la oficina. Después, tenemos que estar en la Bolsa a las diez.

Mbejane le sonrió.

—Sí, Nkosi. Y después, almuerzo en la casa grande. —Mbejane nunca había podido pronunciar la palabra "Xanadu".

Visitaron todos los viejos lugares. Sean y Mbejane reían y recordaban a través de la ventanilla abierta. Había un tumulto en la Bolsa y la gente estaba congregada en la calle. Las oficinas de Eloff Street tenían un nuevo frente y la placa de bronce junto a la puerta enumeraba las compañías subsidiarias de la Central Rand Consolidated. Mbejane detuvo el coche delante de la puerta y Sean dijo con orgullo a Katrina todo lo que habían hecho allí él y Duff. Ella lo escuchaba en silencio y de pronto tuvo una sensación de inferioridad frente a un hombre que había tenido tanto éxito en la vida. No comprendía, en verdad, el entusiasmo de Sean y lo interpretó como una nostalgia del pasado.

—Mbejane, llévanos a la Candy Deep —dijo Sean entonces—. Veamos qué sucede allá.

Los últimos cuatrocientos metros de la carretera estaban cubiertos de maleza y de pozos a causa de no haber sido transitados, según parecía. Habían demolido las oficinas de la administración y el pasto cubría los cimientos. Había nuevos edificios y torres medio kilómetro más adelante en la cresta, pero era obvio que en aquel punto la habían abandonado después de agotarse. Mbejane detuvo los caballos en el sendero circular delante del lugar antes ocupado por las oficinas. Bajó de un salto y mantuvo quietos a los animales mientras Sean ayudaba a Katrina a bajar. Sean alzó a Dirk sobre uno de sus hombros y los tres se abrieron camino entre una maleza que llegaba hasta la cintura y pilas de ladrillos y escombros, en dirección al pozo número tres de la Candy Deep.

Los bloques de cemento desnudo que formaron la base de la maquinaria en otra época formaban un diseño geométrico en el pasto. Detrás se levantaba la mole de material de desecho de la mina. En el polvo rocoso, parte del mineral se había filtrado, para formar largas rayas amarillentas sobre la superficie. En una época Duff había hecho identificar este mineral. No tenía mayor valor comercial y se lo utilizaba de vez en cuando en las industrias cerámicas. Sean no recordaba su nombre, pero sonaba como el de un planeta. Uranus, le parecía recordar.

Llegaron hasta el pozo. Los bordes estaban desmoronados y cubiertos de pasto, como los labios de un viejo con un bigote descuidado. No estaba ya la maquinaria de superficie y lo único que rodeaba el pozo era un cerco de alambre tejido todo herrumbrado. Sean se arrodilló, muy erguido, pues Dirk seguía sentado en su hombro y, recogiendo un trozo de piedra del tamaño de un puño, lo arrojó por encima del cerco. Callaron todos y lo oyeron caer con ruido, rebotando en las paredes del pozo. Tardó mucho en tocar fondo y cuando por fin llegó allí, el eco resonó muy lejano, a una profundidad de trescientos metros.

—¡Arroja más! —le ordenó Dirk, pero Katrina lo contuvo.

—No, Sean, vamos. Es un lugar malo —dijo, con un leve estremecimiento—. Parece un cementerio.

—Por muy poco no lo fue —dijo Sean en voz baja, al recordar las tinieblas y la roca que lo asfixiaba.

—Vamos —repitió Katrina y todos volvieron hasta donde los aguardaba Mbejane junto al coche.

Sean se mostró alegre durante el almuerzo y bebió una media botella de vino, pero Katrina se sentía cansada y triste, más de lo que se había sentido nunca desde su partida de Louis Trichardt. Comenzaba a advertir el tipo de vida llevado por Sean antes de conocerla y le asustaba la idea de que él quisiera volver a ella. Por su parte, sólo tenía experiencia de la selva y de la vida de los boérs trashumantes y estaba segura de que nunca podría aceptar una vida como ésta. Observaba a su, marido reír y hacer bromas durante la comida, el desenfado con que daba órdenes al maître, la forma en que se manejaba en medio de la hilera de cubiertos colocados delante de él. Por fin no pudo callar ya.

—Vámonos. Volvamos a la selva.

Sean se quedó con el tenedor lleno, sin llevárselo a la boca.

—¿Qué?

—Por favor, Sean, cuanto antes, mejor, pues podremos comprar antes la chacra.

Sean se echó a reír.

—Dos o tres días más no harán ninguna diferencia. Estamos empezando a divertirnos. Esta noche te llevaré a bailar. Teníamos intención de ser pecaminosos. ¿Recuerdas?

—¿Quién cuidará a Dirk? —preguntó ella en voz baja.

—Mbejane… —Sean la miró con atención—. Esta tarde debes dormir una buena siesta y esta noche saldremos y celebraremos una verdadera orgía. —Sean sonrió al recordar imágenes evocadas por la palabra.

Cuando Katrina despertó de la siesta descubrió parte del motivo de su depresión. Por primera vez desde la pérdida de su hijo habían recomenzado sus períodos menstruales y tanto el cuerpo como la mente estaban en un punto muy bajo de su vigor. No dijo nada a Sean, sino que se bañó y se puso el vestido amarillo. Se cepilló el pelo con furia, pasándose el cepillo hasta que le ardió el cuero cabelludo, pero el pelo seguía opaco y sin vida, tan opaco como los ojos que la contemplaban en la cara macilenta desde el espejo.

Sean la sorprendió al inclinarse sobre ella para besarla en la mejilla.

—Pareces una pila de lingotes de oro de un metro y medio de altura. —Al decir esto, sabía que el vestido amarillo era un error, pues el tono se asemejaba demasiado al tono macilento de la tez de Katrina. Mbejane esperaba en la sala.

—Puede que sea muy tarde cuando volvamos —le dijo Sean.

—No importa, Nkosi. —El rostro de Mbejane era impasible, como siempre, pero Sean no dejó de advertir la alegría en sus ojos. Mbejane estaba impaciente por gozar a solas de la compañía de Dirk.

—No entres en su cuarto —le advirtió Sean.

—¿Y, si llora, Nkosi?

—No llorará… pero si llora, ve a ver qué quiere, dáselo y déjalo dormir.

El rostro de Mbejane expresó desacuerdo.

—Te advierto, Mbejane, que si llego a medianoche y lo encuentro andando a caballo sobre ti por todo el cuarto, me haré un manto con el pellejo de los dos.

—Su sueño no será perturbado, Nkosi —mintió Mbejane. En el vestíbulo del hotel, Sean preguntó al empleado de la mesa de recepción:

—¿Dónde se come mejor en esta ciudad?

—A dos cuadras de aquí, señor, en La Guinea Dorada. La verá en seguida.

—Suena como una taberna —dijo Sean, con aire de duda.

—Le aseguro, señor, que no tendrá motivo de queja cuando llegue allí. Todo el mundo va. El señor Rhodes cena allí cuando está en la ciudad, el señor Barnato, el señor Hradsky…

—Y Dick Turpin, César Borgia, Benedict Arnold —terminó diciendo Sean—. Muy bien, me convenció. Me arriesgaré a que me degüellen.

Salió por la entrada principal del hotel con Katrina del brazo. El esplendor de La Guinea Dorada deslumbró aun a Sean. El camarero, con uniforme semejante al de un general vestido de gala, los precedió por una escalinata de mármol y a través de un extenso prado de alfombra, entre grupos de hombres y mujeres elegantes, hasta una mesa que aun bajo la luz tenue resplandecía de platería y de damasco inmaculado. Del cielorraso abovedado colgaban grandes arañas de cristales, la orquesta era excelente y el ambiente estaba espeso de aromas de perfumes y de cigarros de gran precio.

Katrina leyó perpleja el menú, hasta que Sean vino en su auxilio y pidió la comida con un acento francés que la impresionó mucho más que al camarero. Cuando sirvieron el vino, el buen humor de Sean reapareció. Katrina, sentada frente a él, lo escuchaba sin decir nada. Trataba de responder con algún comentario ingenioso, pero se sentía muda. En la carreta, en cambio, solían conversar durante horas.

—¿Bailamos? —le propuso Sean, tomándola de la mano. Katrina hizo un gesto negativo.

—No podría bailar, Sean. Con toda esta gente mirándome, no. Daría un espectáculo.

—Vamos. Te enseñaré. Es… fácil.

—No, la verdad es que no puedo. En serio.

Para sus adentros, Sean debió reconocer que la pista de baile de La Guinea Dorada no era esa noche el lugar más indicado para dar una lección de vals. El camarero les trajo la comida en grandes fuentes humeantes. Sean se dedicó a comer y el diálogo languideció. Katrina lo miraba, comiendo ella misma apenas de esos platos demasiado suculentos, consciente de las risas y las voces a su alrededor, sintiéndose fuera de ambiente y sumamente deprimida.

—Vamos, Katrina —le dijo Sean, sonriendo—. Apenas probaste tu vino. Sé diabla esta noche. Bebe un poco, para que te dé calor.

Con un gesto obediente, Katrina bebió unos sorbos. No le agradaba el gusto. Sean terminó el último bocado de cangrejo a la Thermidor y reclinado contra su silla, lleno de vino y comida excelentes, comentó:

—Lo único que pido es que el chef sea capaz de mantener este nivel de gastronomía durante el resto de la cena. —Sus ojos se pasearon, satisfechos, por el salón—. Duff solía decir que un cangrejo bien preparado es prueba de… —calló de pronto. Estaba mirando fijamente la escalera de mármol, por la que acababa de aparecer un grupo de tres personas. Dos hombres vestidos de etiqueta se inclinaban solícitos hacia la mujer que iba entre ellos. Candy Rautenbach. Candy, con el pelo rubio peinado hacia arriba. Candy con diamantes en las orejas y en el cuello, el pecho, que asomaba por su escote tan blanco y opulento como la espuma sobre un jarro de cerveza. Candy con sus ojos azules y rientes y su boca roja. Candy elegante, hermosa. Reía cuando sus ojos se cruzaron a través del salón. Se quedó mirándolo, con aire de incredulidad y de pronto, la actitud serena se disolvió y Candy corrió por la escalera hacia él, con las faldas levantadas, seguida por sus dos compañeros. A su paso los camareros se apartaron y todas las cabezas se volvieron para mirarla. Sean retiró su silla y se levantó y cuando Candy llegó junto a él le puso los brazos al cuello. Hubo un intercambio de saludos incoherentes y por fin Sean pudo apartarse y volverse hacia Katrina. Candy estaba arrebatada y agitada de alegría y cada vez que respiraba parecía que el pecho estuviese por salírsele del escote. Además, seguía aferrada al brazo de Sean.

—Candy, ésta es mi mujer, Katrina. Querida, Candy Rautenbach.

—Mucho gusto —dijo Katrina con una sonrisa tímida. Candy dijo entonces algo falto de tacto.

—¡Bromeas, Sean! ¿Te casaste?

La sonrisa de Katrina se borró. Candy advirtió el cambio de expresión y prosiguió de prisa.

—Debo aplaudir tu elección. Me alegro muchísimo de conocerte, Katrina. Debemos reunimos algún día y te contaré del pasado terrible de Sean.

Candy no había soltado el brazo de Sean y Katrina tenía los ojos fijos en su mano, en esos dedos largos y finos contra la tela oscura del traje de su marido. Al ver la mirada de Katrina, Sean intentó apartar la mano de Candy, pero ella no se dio por aludida.

—Sean, éstos son mis dos admiradores del momento —dijo. Estaban un paso detrás de ella, como dos perros amaestrados—. Los dos son tan simpáticos, que no llego a decidirme entre ellos. Harry Lategaan y Derek Goodman. Muchachos, les presento a Sean Courteney. Me han oído hablar bastante de él. —Se dieron la mano todos.

—¿Podemos ser de la partida? —preguntó Derek Goodman.

—¡Me ofenderé si no se quedan! —exclamó Sean. Los hombres se alejaron en busca de sillas y Candy y Katrina se estudiaron mutuamente.

—¿Es tu primera visita a Johannesburg? —le preguntó Candy con una sonrisa. ¡Me pregunto dónde la encontró Sean, delgada como un palo y con ese color! ¡Ese acento! Podría haber elegido mejor. Lo mejor.

—Sí, pero no nos quedaremos mucho tiempo. —Es una mujerzuela. Tiene que ser una mujerzuela. Mostrando el pecho, medio desnuda y con la cara pintada y la forma en que toca a Sean. Seguramente fue su amante. Si vuelve a tocarlo la… la mataré.

Sean volvió a la mesa con una silla y se la ofreció a Candy.

—Candy es una vieja amiga, querida, y estoy seguro de que simpatizarán.

—Estoy segura —dijo Candy, pero Katrina no repuso y Candy volvió a dirigirse a Sean—. ¡Qué magnífico es volver a verte! Te ves tan bien… tan curtido y apuesto como cuando te vi por primera vez. ¿Recuerdas el día que llegaste a comer al hotel con Duff?

El rostro de Sean se puso sombrío al mencionar Candy el nombre de Duff.

—Lo recuerdo —dijo y mirando a su alrededor, hizo una seña al camarero—. Bebamos más champaña.

—Lo pediré yo —dijeron los dos compañeros de Candy al unísono. Seguidamente se pusieron a discutir sobre quién debía ir a pedirlo.

—¿Está Duff contigo esta noche, Sean? —le preguntó Candy.

—Candy, ¿no fue Derek quien trajo las bebidas la última vez? Me toca a mí —dijo Harry, buscando el apoyo de Candy. Candy ignoró a sus dos amigos, en espera de la respuesta de Sean, pero éste se levantó y caminó en torno de la mesa para ocupar la silla junto a Katrina.

—¿Bailas primero conmigo? —le preguntó Derek.

—Hagamos una apuesta, Derek. El que gane, pagará, pero le tocará el primer baile.

—Acepto.

—Sean, te pregunté si está aquí Duff esta noche —repitió Candy, mirándolo.

—No, no está. Oigan, ustedes dos —dijo Sean evitando la mirada de Candy—. ¿No puedo tomar parte en esto? —Seguidamente comenzó a discutir la apuesta con Harry y Derek. Candy se mordió los labios, pues quería insistir, saber de Duff. De pronto volvió a sonreír. No pensaba suplicarle nada.

—¡Cómo! —dijo, golpeando a Harry en el hombro con su abanico—. ¿Creen que voy a ser una especie de premio de lotería? Que Derek pague por el champaña mientras yo bailo con Sean.

—Oye, no es muy justo eso, ¿sabes? —Candy estaba ya de pie.

—Vamos, Sean. Veamos si todavía sabes llevar el compás. Sean miró a Katrina.

—¿No te importa? —dijo, titubeando—. ¿Un solo baile?

Katrina agitó la cabeza.

La odio. Es una mujerzuela. Nunca en su vida había dicho Katrina esta palabra en voz alta, pero la había visto en su Biblia. Ahora le provocaba un violento placer pensar en ella. Vio a Sean y a Candy llegar a la pista de baile tomados del brazo.

—¿Bailamos, señora de Courteney? —le preguntó Derek. Katrina volvió a negarse, sin mirarlo. Estaba con la vista fija en Sean y en Candy. Al ver a Sean tomarla en brazos, sintió un nudo en la garganta. Candy lo miraba, reía, con el brazo apoyado en el hombro de él, la mano en la de él.

Es una mujerzuela. Katrina sentía que estaba al borde de las lágrimas y la única manera de contenerlas era pensar en esa palabra. Sean hizo girar a Candy en una vuelta de vals. Katrina se quedó rígida, al ver a Candy arquear ligeramente la espalda y apretar los muslos contra los de Sean. Tuvo la sensación de estar a punto de asfixiarse. Los celos le habían invadido el pecho y lo sentía helado, tenso.

Podría ir y arrancárselo. Podría impedirle que siga haciendo eso. Sean no tiene derecho. Es como si los dos estuviesen… estuviesen haciéndolo. Y lo hicieron otras veces, lo sé ahora. Ah, Dios. Que se separen. Por favor haz que se separen.

Por fin volvieron a la mesa. Reían juntos y cuando Sean le apoyó una mano en el hombro, Katrina se apartó, pero Sean no pareció notarlo. Todo el mundo se divertía. Todos, menos Katrina. Harry y Derek luchaban por ocupar una posición junto a Candy. La risa de Sean se oía por encima de la del resto y Candy resplandecía a la par de sus diamantes. Con frecuencia, Sean se dirigía a Katrina y trataba de hacerla participar en la conversación, pero Katrina se mostraba obstinada. Sentada allí, los odiaba a todos. Odiaba aun a Sean y por primera vez no estaba segura de él. Sentía celos y miedo de él. Se miró las manos apoyadas en el mantel y vio que eran huesudas, que estaban paspadas y enrojecidas por el viento y el sol, que eran feas, comparadas con las de Candy. Rápidamente las puso en el regazo y se inclinó hacia Sean.

—Por favor, quiero que volvamos al hotel. No me siento bien.

Sean calló en mitad de una anécdota y la miró con una mezcla de preocupación y desilusión. No quería irse y al mismo tiempo sabía que Katrina seguía enferma. Después de titubear un segundo, dijo:

—Por supuesto, mi amor, perdona. No advertí que… —al hablar se volvió hacia los otros—. Debemos irnos. Mi mujer está débil… Acaba de sufrir un ataque intensísimo de paludismo.

—¡No, Sean! ¿Tienes que irte? —El tono de Candy expresaba su propia desilusión—. Tenemos tanto que hablar todavía.

—Me temo que sí. Nos veremos alguna otra noche.

—Sí —dijo Katrina de prisa—. La próxima vez que vengamos a Johannesburg nos veremos.

—No, no sé… Tal vez antes de que partamos —dijo Sean—. La semana próxima, alguna noche. ¿El lunes?

Antes de que Candy respondiese, Katrina dijo:

—Vamos, Sean. Estoy muy cansada —y comenzó a dirigirse hacia las escaleras, pero mirando hacia atrás. Alcanzó así a ver a Candy levantarse vivamente y tomar a Sean del brazo, acercarle los labios y formularle una pregunta rápida. Sean repuso en voz baja y Candy volvió a sentarse a la mesa. Cuando salieron a la calle, Katrina le preguntó:

—¿Qué te dijo?

—Se despidió —murmuró Sean, pero Katrina sabía que mentía. No volvieron a hablar durante el trayecto de regreso al hotel. Katrina estaba absorta en sus propios celos y Sean, pensando en la pregunta de Candy y en su propia respuesta.

—¿Sean, dónde está Duff? Dímelo.

—Murió, Candy.

Durante el segundo en que ella se volvió hacia la mesa, Sean le vio la expresión en los ojos.