23

En la oscuridad, la lámpara que ardía en la carreta de Katrina brillaba a través de la lona y los guió durante el último kilómetro hasta el campamento. Ladrón les dio la bienvenida con sus ladridos y Mbejane corrió delante de los otros sirvientes para tomar las riendas de Sean. Casi gritaba, a causa de la preocupación y alivio que sentía a la vez.

—Nkosi… hay poco tiempo. Comenzó.

Sean desmontó de un salto y corrió a la carreta, abriendo la lona con un solo movimiento.

—Sean —dijo Katrina y se sentó en la cama. Tenía los ojos muy verdes bajo la luz de la lámpara, pero estaban rodeados de ojeras—. Gracias a Dios, has venido.

Sean se arrodilló junto a la cama y la abrazó. Le dijo algunas cosas y ella se aferró a él y lo acarició con los labios. El tiempo se alejó y sólo quedó aquella carreta en medio de la oscuridad, alumbrada por una sola linterna y por el amor de dos personas.

De pronto los brazos de Katrina se pusieron rígidos y lanzó un gemido. Sean la sostuvo, pero se sentía incapaz y sus grandes manos permanecieron tímidas y vacilantes sobre los hombros de ella.

—¿Qué puedo hacer, mi amor? ¿Cómo puedo ayudarte? El cuerpo de Katrina se aflojó poco a poco.

—¿Encontraste un sacerdote? —le preguntó en voz muy baja.

—¡El sacerdote! —Sean había olvidado al hombre. Sin soltar a Katrina, volvió la cabeza y lo llamó a gritos—, ¡Alfonso… Alfonso, corra, hombre!

El rostro del padre Alfonso apareció por la abertura de la carreta, pálida de fatiga y con manchas de polvo.

—Cásenos —le dijo Sean—. Rápido, hombre, rápido. ¿Comprende?

Alfonso subió a la carreta. Los faldones de su sotana estaban desgarrados y se le veían rodillas blancas y huesudas por los agujeros. De pie delante de ellos, abrió su breviario.

—¿Anillo? —preguntó en portugués.

—Sí —dijo Sean.

—¡No, no! ¿Anillo? —dijo Alfonso, levantando el anular y haciendo un círculo sobre él—. ¿Anillo?

—Creo que quiere un anillo de bodas —susurró Katrina.

—Mi Dios —exclamó Sean—. No pensé en eso. —Mirando a su alrededor, buscó con ansiedad— ¿Qué podemos usar? ¿No tienes nada en tu cofre, o en otra parte?

Katrina movió la cabeza y abrió los labios para responder, pero volvió a cerrarlos, al ser presa de otro acceso de dolor. Sean la sostuvo mientras duró y cuando Katrina volvió a aflojarse, Sean miró enojado a Alfonso.

—Cásenos, maldito —dijo—. ¿No ve que no hay tiempo para pormenores?

—¿Anillo? —repitió Alfonso. No tenía un aspecto muy feliz.

—Muy bien, le traeré un anillo —dijo Sean, y bajando de un salto de la carreta, llamó a gritos a Mbejane.

—Tráeme él rifle, ya mismo.

Si Sean quería matar al portugués era asunto de él y la obligación de Mbejane era ayudarlo. Trajo, pues, el rifle. Sean encontró una moneda de oro en la bolsita que llevaba en el cinturón y la dejó caer al suelo, apoyando el caño sobre ella. La bala hizo un orificio desparejo en la moneda. Sean arrojó el rifle a Mbejane, recogió el arito de oro y volvió a meterse en la carreta.

Tres veces durante el oficio los dolores hicieron gemir a Katrina y cada vez Sean la retuvo. Por su parte Alfonso hablaba cada vez con mayor prisa. Sean colocó el tosco aro de oro en el dedo de Katrina y la besó. Alfonso voló por el último renglón del oficio en latín y Katrina dijo:

—Ay, Sean, ya viene.

—Váyase —dijo Sean a Alfonso con un gesto expresivo en dirección a la abertura y con gran sensación de alivio, Alfonso se retiró.

No pasó mucho tiempo desde aquel momento, pero para Sean fue una eternidad, como cuando amputaron la pierna a Garrick. Por fin, en un impulso apresurado, terminó todo. Katrina se quedó inmóvil, pálida, mientras entre sus piernas, atado todavía a ella, amoratado y manchado, estaba el niño que habían creado ambos.

—Está muerto —dijo Sean con voz ronca. Estaba sudando y retrocedió unos pasos hacia el fondo de la carreta.

—No —dijo Katrina con vehemencia—. No está muerto… Sean, tienes que ayudarme.

Le dijo, entonces, qué debía hacer y por fin el niño lanzó un vagido.

—Es un varón —dijo Katrina en voz baja—. Sean… es un varón. Estaba más bella que nunca, pálida, fatigada, hermosa.