No hubo lágrimas en la despedida, ya que Katrina comprendía la situación y ayudó a Sean a aceptarla con serenidad. Permanecieron largo rato junto a su carreta, abrazados, con los labios casi juntos, hablando en voz baja, hasta que Sean pidió su caballo. Hlubi lo seguía, llevando el caballo cargado cuando cruzaron el Sabi. Cuando llegaron a la margen opuesta, Sean se volvió y miró hacia el campamento. Katrina seguía de pie junto a la carreta y detrás de ella vigilaba Mbejane. Con su capota y su vestido verde, parecía muy joven. Sean agitó el sombrero en un último saludo y partió hacia las montañas.
Las selvas fueron transformándose en mesetas con pasto a medida que subían y las noches eran cada vez más frías. Después las mesetas dieron lugar a rocas escarpadas y gargantas cubiertas de niebla en las laderas de la montaña. Sean y Hlubi avanzaban con trabajo, siguiendo las sendas de los animales, perdiéndolas a menudo, retrocediendo frente a macizos rocosos infranqueables, llevando a los caballos de las riendas por sobre las cumbres agudas y permaneciendo muy junto al fuego durante la noche, mientras oían el ladrido de los mandriles en los riscos pedregosos. Y de pronto, en mitad de una mañana tan luminosa como un diamante tallado, alcanzaron la cima. Hacia el oeste la tierra se extendía como un mapa y la distancia recorrida por ellos en una semana les pareció de una patética pequeñez. Al fijar mucho la vista y ayudarla con un poco de imaginación, Sean pudo divisar apenas la cinta de color verde oscuro del curso del Sabi. Hacia el este el terreno se fundía con una negrura que no era el cielo y por un instante Sean no la identificó. Hasta que de pronto lanzó un grito: " ¡El mar! " Y Hlubi rió con él, ya que era un sentimiento semejante al de un dios el que experimentaban allí, arriba del mundo. Descubrieron una senda más fácil por las laderas del este y las siguieron hasta las llanuras costeras. Al pie de las montañas encontraron una aldea nativa. Ver tierras cultivadas y viviendas humanas implicó una sensación de shock para Sean. Había llegado a aceptar la idea de que él con sus hombres eran los únicos habitantes del mundo.
Al verlos, la población entera de la aldea huyó. Las madres tomaron precipitadamente a sus niños y corrieron tan rápido como los hombres. En aquella parte de África perduraban aún los recuerdos de los traficantes de esclavos. A los pocos minutos de haber llegado, Sean volvió a sentir la sensación de ser el único habitante del mundo. Con el desprecio típico de los zulúes frente a toda otra tribu africana, Hlubi agitó la cabeza con aire melancólico.
—Monos —dijo.
Desmontaron, entonces, y ataron los caballos debajo de un alto árbol en el centro de la aldea. Sentados en la sombra, esperaron. Las chozas de paja tenían forma de colmenas y la parte superior se veía ennegrecida por el humo. Unos pocos pollos buscaban grano y alimento en la tierra desnuda cerca de ellos. Media hora más tarde, Sean vio una cara negra que lo observaba desde el borde de la selva baja y fingió no haberla visto. Poco a poco volvió a surgir la cara, seguida por un cuerpo cauteloso. Con una ramita, Sean seguía haciendo garabatos entre los pies. Con el rabillo del ojo observaba la marcha llena de aprensión del hombre. Era un viejo con piernas delgadas como las patas de una cigüeña y un ojo nublado de un tono blanquecino por la oftalmía tropical. Sean decidió que el resto lo había elegido para actuar en calidad de embajador, dado que entre todos ellos su muerte significaría una pérdida menor.
Levantando la cabeza, Sean le dirigió una sonrisa radiante. El hombre se detuvo bruscamente y los labios se le arquearon en una mueca de alivio. Sean se levantó, se secó las manos en los pantalones y se acercó a darle la mano al viejo. De inmediato surgió de la maleza alrededor del claro un enjambre de nativos que volvió a la aldea charlando y riendo. Todos se amontonaron alrededor de Sean y le palparon la ropa, lo miraron a la cara desde muy cerca y lanzaron exclamaciones de placer. Era obvio que la mayoría de ellos nunca había visto un hombre blanco antes. Sean trataba en vano de apartar al viejo tuerto, quien con aire posesivo retenía su propia derecha. Mientras tanto Hlubi permanecía apoyado contra un árbol, con airé de desdén, sin participar en la bienvenida. El tuerto puso fin a la confusión cuando gritó a todos algo con una voz cascada por la edad. El valor desplegado antes obtuvo ahora su recompensa. Ante una orden de él, una docena de jóvenes y muchachas se alejaron corriendo, para volver de inmediato con una banqueta de madera tallada y seis jarros de barro llenos de cerveza nativa. Tomado siempre de la mano, que no había soltado, el viejo llevó a Sean a la banqueta y le hizo sentarse en ella. El resto de la gente se sentó en cuclillas en un círculo alrededor de él y una de las muchachas trajo el recipiente más grande a Sean. La cerveza era amarilla y bullía con intensidad. A Sean se le revolvió el estómago al verla, pero después de dirigir una mirada al viejo, que estaba observándolo, levantó el recipiente y bebió un sorbo. De inmediato sonrió, sorprendido. Era espesa y de un agradable sabor picante.
—Buena —declaró.
—Buena —respondieron todos en coro.
—Salud.
—Salud —repitieron los nativos y Sean bebió esta vez. Una de las muchachas ofreció otro recipiente a Hlubi. Arrodillada delante de él, se lo ofreció con aire tímido. Tenía un cordón de junco trenzado alrededor de la cintura, del cual colgaba un pequeño taparrabo, pero el torso estaba enteramente desnudo y tenía pechos del tamaño y forma de melones maduros. Hlubi se los miró hasta que la chica bajó los ojos, confusa. Entonces Hlubi levantó su jarro y bebió.
Sean quería obtener un guía que los condujese a la colonia portuguesa más cercana, de manera que mirando al viejo tuerto, le preguntó:
—¿Población? ¿Portuguesa?
El tuerto se mostró anonadado por la atención que le acordaba Sean y volvió a tomarle la mano y estrechársela con energía.
—Déjame, idiota —le dijo Sean, irritado, pero el tuerto seguía sonriendo y haciendo gestos de aprobación y, sin soltarle la mano, comenzó a dirigir un discurso entusiasta a los otros nativos. Entretanto Sean buscaba en la memoria el nombre de uno de los puertos portugueses sobre esta costa.
—Nova Sofala —exclamó al recordar el nombre.
El tuerto dejó de hablar en el acto y se quedó mirando a Sean.
—Nova Sofala —repitió éste y señaló con un gesto vago el este. El tuerto le dirigió una sonrisa tan ancha que dejó ver todas las encías.
—Nova Sofala —repitió, señalando con un gesto autoritario, y desde ese instante sólo transcurrieron unos minutos antes de que acordasen que él sería el guía que buscaban. Hlubi ensilló los caballos, el tuerto trajo entretanto una estera de junco para dormir y un hacha de batalla de una de las chozas. Sean montó entonces y esperaba que Hlubi lo siguiera pero cuando lo miró, vio que actuaba de manera extraña.
—Bien —dijo Sean, con aire resignado—. ¿Qué pasa ahora?
—Nkosi —Hlubi miraba las ramas de un árbol sobre sus cabezas—. El viejo podría llevar el caballo cargado.
—Pueden hacerlo por turno —dijo Sean.
Hlubi tosió y puso los ojos ahora en las uñas de su mano izquierda.
—Nkosi. ¿Hay posibilidad de que volvamos a esta aldea cuando regresemos del mar?
—Por supuesto —repuso Sean—. Tenemos que dejar al viejo aquí. ¿Por qué?
—Tengo una espina en el pie, Nkosi, y me duele mucho. Si no me necesita, lo esperaré aquí. Tal vez la herida de la espina se me haya curado para entonces.
Hlubi volvió a contemplar el árbol, pero a la vez sus pies se agitaban, como si estuviera inquieto. Sean no había notado que estuviese rengueando y le intrigaba que Hlubi fingiese estar herido ahora. En aquel instante, Hlubi no pudo abstenerse de mirar en la dirección en que estaba la muchacha en el círculo de nativos. Su taparrabos era diminuto y visto desde un costado, no ocultaba nada. De pronto Sean comprendió y rió.
—La espina que te molesta es dolorosa, pero no creo que la tengas en el pie —dijo. Hlubi movió otra vez los pies—. Antes dijiste que eran monos… ¿Cambiaste de parecer?
—Nkosi, son monos —dijo Hlubi suspirando—, pero son monos muy bonitos.
—Quédate, entonces… Pero no pierdas demasiadas fuerzas. Debemos cruzar montañas antes de llegar a casa.