20

Por la mañana Katrina le trajo la Biblia.

—Vamos, vamos —objetó él—. Ya hice un juramento. Katrina rió. El recuerdo de la noche la llenaba de bienestar y de alegría. Abrió entonces el libro en la primera página.

—Debes escribir tu nombre aquí… Junto al mío.

Lo miró mientras escribía, de pie junto a él, con una cadera rozándole el cuello.

—Y pon la fecha de tu nacimiento. —Sean escribió: "9 de Enero de 1862".

—¿Y esto? —preguntó—. "Fecha del deceso" ¿También quieres que escriba algo allí?

—No hables así —se apresuró a decirle Katrina y tocó la mesa de madera.

Sean lamentó haberlo dicho. Trató de disimularlo.

—Hay espacio para sólo seis hijos.

—Anotaremos los otros en el margen. Es lo que hizo mamá… Los de ella llegaron hasta la primera página del Génesis. ¿Crees que llegaremos hasta allí, Sean?

Sean le sonrió.

—Tal como me siento en este instante creo que llegaremos al Nuevo Testamento.

El comienzo era auspicioso. Para el mes de junio, las lluvias cesaron y Katrina caminaba con los hombros echados hacia atrás para equilibrar la carga. Había una sensación de alegría en el campamento. Katrina estaba grande y radiante, orgullosa del respeto que inspiraba a Sean su estado. A menudo cantaba y a veces, durante la noche, le permitía compartir lo que sentía. Le permitía, entonces, levantarle el camisón del gran vientre y poner la oreja contra la piel tensa y surcada por venas azules. Y Sean oía los latidos y sentía el movimiento contra su propia mejilla. Cuando se sentaba, tenía una expresión maravillada y ella sonreía, llena de orgullo. Le dejaba apoyar la cabeza en el hombro y juntos permanecían muy quietos. Durante el día todo marchaba bien. Sean reía con los sirvientes y cazaban sin sentir la tensión de antes.

Se desplazaban hacia él norte, costeando el río Sabi. A veces acampaban durante un mes en el mismo lugar. La caza volvía a los ríos, a medida que se resecaba el veld y una vez más comenzó a apilarse el marfil en las carretas.

Una tarde de setiembre, Sean y Katrina se alejaron del campamento para caminar por la orilla del río. La tierra estaba otra vez pardusca y olía a pasto seco. El río tenía piletas separadas por bancos de arena.

—Vaya, qué calor —comentó Sean y quitándose el sombrero, se enjugó el sudor de la frente—. Debes estar cocinándote bajo esa ropa.

—No, estoy muy bien —dijo Katrina, quien iba tomada de su brazo.

—Vayamos a nadar.

—¿Desnudos? —preguntó Katrina, escandalizada.

—Sí. ¿Por qué no?

—Es feo.

—Vamos.

Con gran resistencia por parte de ella, la llevó por la pendiente y en un punto rocoso la ayudó a desvestirse. Katrina reía, se ruborizaba y jadeaba a la vez. Sean la llevó en brazos, entonces, hasta una de las piletas y Katrina se sentó allí muy satisfecha, con el agua hasta el mentón.

—¿Qué tal? —le preguntó Sean.

Katrina se soltó el pelo y lo dejó flotar a su alrededor, movió los dedos de los pies entre la arena y el vientre se le veía debajo del agua como el lomo de una ballena blanca.

—Es agradable —reconoció—. Es como llevar ropa de seda contra la piel.

Sean estaba de pie delante de ella. Llevaba sólo el sombrero. Katrina lo miró.

—Siéntate —le dijo, incómoda, y apartó los ojos.

—¿Por qué? —quiso saber él.

—Ya sabes por qué… Es feo. Sean se sentó junto a ella.

—Tendrías que estar acostumbrada a mí ya.

—No, no lo estoy.

Sean la rodeó con un brazo debajo del agua.

—Eres hermosa —le dijo—. Mi amor. Katrina le permitió que le besara la oreja.

—¿Qué será? —preguntó Sean, tocando el vientre combado—. ¿Varón o mujer? —Era un tema frecuente en sus conversaciones.

—Varón —dijo ella, muy segura.

—¿Cómo lo llamaremos?

—La verdad es que si no encuentras pronto un predikant, tendremos que llamarlo como llamas siempre a los sirvientes. Sean se quedó mirándola.

—¿Cuál? —preguntó.

—Sabes muy bien cómo los llamas cuando estás enojado.

—¡Bastardos! —dijo Sean, sumamente preocupado—. Qué diablos, no pensé en eso. Tendremos que encontrar un pastor. Ningún hijo mío será bastardo. Tendremos que volver a Louis Trichardt.

—Tienes menos de un mes —le advirtió Katrina.

—Mi Dios, no llegaremos. Esperamos demasiado. —El rostro de Sean estaba consternado—. Espera, se me ocurre algo. En el otro lado de las montañas, junto a la costa, hay colonias portuguesas.

—¡Pero, son católicos, Sean!

—Todos trabajan para el mismo amo.

—¿Cuánto tardaremos en atravesar las montañas? —Katrina tenía aire de duda.

—No sé. Tal vez dos semanas, para llegar a la costa a caballo.

—¿A caballo? —El tono de Katrina expresó mayores dudas aún.

—¡Lo olvidé! ¡No puedes andar a caballo! —Sean se rascó el dorso de la nariz—. Tendré que ir a traer un sacerdote. ¿Podrás quedarte sola? Te dejaré al cuidado de Mbejane.

—Sí, vete tranquilo.

—No iré, si no quieres. No es tan importante.

—Es importante y lo sabes muy bien. No me pasará nada. Te aseguro que no.

Antes de partir al día siguiente, Sean llamó aparte a Mbejane.

—Sabes por qué no me acompañarás, ¿no?

Mbejane hizo un gesto afirmativo, pero Sean repuso a su propia pregunta.

—Porque hay trabajo mucho más importante para ti en el campamento.

—De noche, dormiré debajo de la carreta de la Nkosikazi —dijo.

—¿Que dormirás, dijiste? —repitió Sean, con tono amenazador.

—Sólo de vez en cuando y no mucho —dijo Mbejane con una gran sonrisa.

—Eso me gusta más.